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Hora de un nuevo Pacto Social: ¡Ya!

por Jaime Vieyra-Poseck
Artículo publicado el 13/08/2007

En el puzzle socioeconómico chileno de los últimos diez años se ha producido un desfase asfixiante entre lo económico y lo político, que es necesario ponerlo de relieve en  un escenario más panorámico.

En el cuadro económico, si miramos hacia atrás y a medio y largo plazo, sólo se ven ciclos de bonanza ininterrumpidos: se establece un crecimiento económico sostenido entre un 5 y 6% anual. Y nada indica que estas cifras vayan a reducirse, sólo podrían hacerlo si se produce  un tsunami económico a nivel mundial. Estas cifras originan  tanto la sana  envidia como una gran admiración en medio mundo.

Sin embargo, estos grandes logros del proceso económico chileno en lo que va del gobierno de Michelle Bachelet no tienen venta en los medios de comunicación  ni, pareciera, influyen en el mundo político interno. Los actores políticos que ocupan casi toda la escena y arrancan titulares en su coqueteo con los medios de comunicación, hasta ahora con mucho éxito son, en su mayoría, politicastros. Éstos han estado haciendo un ruido insoportable al supeditar los intereses partidistas-electoralistas y, aún peor, los personales, a los generales, a saber, a los problemas reales de la gente. Una enfermedad asfixiante llamada oportunismo político exacerbado  se ha apoderado de la forma de hacer política; hasta hay más de alguno que ya se declaró, a tres años de la próxima elección,  candidato a la presidencia del país,  en un acto que sonroja al menos pudoroso. Los politicastros son pocos, pero han logrado enrarecer la agenda de país, y demasiadas veces han conseguido  concentrar todos los esfuerzos de toda la clase política  para desactivar sus egoístas seudo operaciones. Así, la política se ha transformado muchas veces en un charco en el que chapotean las sinrazones; el alimento permanente y gratuito de odios; la obscena  actitud mesiánica; la justificación de barbaries (la oposición de derecha justificó y hasta apoyó a un criminal acusado de violación a los derechos humanos, prófugo); la acumulación de descalificaciones arbitrarias; el déficit grave de propuestas constructivas a fuerza de condenarlo todo y acumular descalificaciones más ficticias que reales; las operaciones políticas  del todo vale contra el gobierno para obstruir más que para construir; en fin, se impone en parte de la clase política la cristalización del energumenismo que anula valores como la prudencia y responsabilidad política y la entrega desinteresada al trabajo público, una cualidad, por cierto, muy enraizada en la clase política chilena.

Si algo nos puede aportar y enseñar esta forma de hacer política que se ha instalado en Chile, es que resiente las bases mismas del Estado de Derecho: las instituciones democráticas fundamentales, como el Parlamento, empiezan a sufrir una crisis de credibilidad en la opinión pública que minan en forma muchas veces irreversible el Estado de Derecho.

En este escenario, con ciclos de bonanza económica históricos y sostenidos, pero, paradójicamente, con un clima de crispación casi generalizada y de una muy mala calidad en la forma de hacer política, surge el clamor ciudadano de un nuevo Pacto Social.

La figura de la Presidenta Michelle Bachelet emerge de la ciudadanía, en  un claro rechazo al stablihment político. La ciudadanía, y más que todo la gente de a pie, se identificó con su capacidad de producir una cercanía afectuosa y sincera con ella y la consagró como una figura política creíble, otorgándole el mandato para hacer las reformas urgentes e inaplazables que la clase política de la élite no realizó.  Su programa de gobierno recoge ese clamor popular y promete consolidar un Estado solidario. De esta forma, su gobierno ciudadano a tenido que administrar  reformas ineludibles, perentorias, como la reforma a la educación que germina por la  llamada revolución de los pingüinos.  Así, el gobierno de Michelle Bachelet  gestiona propuestas que  no son impuestas desde arriba, desde las instituciones o de la cúspide del poder, sino desde abajo, de las personas de a pie.  Una de estas grandes y urgentes reformas que la ciudadanía está clamando, es ir eliminando la perversa asimetría en la distribución de la riqueza que, en Chile, tiene como a uno de sus exponentes más privilegiados a nivel mundial. Triste privilegio.

Ya sabemos que la clave esencial para terminar con la pobreza, es mantener un crecimiento económico  sostenido. También sabemos que éste no basta para crear justicia social, que el mercado por sí mismo no soluciona la pobreza, que sólo la implementación de políticas públicas y la voluntad política permanente y decidida  pueden crear los mecanismos para la creación de un Estado solidario. La creación de este tipo de Estado  a corto plazo nos podrá sustraer de un estallido social indeseable para el desarrollo armonioso del proceso chileno de país subdesarrollado a uno desarrollado, un estallido social justificado si no se atienden rápida y eficazmente las enormes desigualdades sociales que padece Chile.  El Pacto Social para reducir la desigualdad en el reparto de la riqueza, entonces, es parte fundamental  en la estrategia política global para pasar a una etapa superior de desarrollo socioeconómico, el cual requiere de una sólida estabilidad política y de una aprehendida paz social si se quiere continuar llevando el proceso a buen puerto.

En un Estado secular y laico como es el chileno, las Iglesias, sus religiones y sus símbolos están excluidos de la vida pública institucional de Estado y, se supone, están relegadas al ámbito privado. A las Iglesias no les corresponde indicar qué ordenamiento político y social es preferible. Sin embargo, y  a  falta de propuestas concretas de la clase política chilena actual, la proposición de un obispo a otorgar un sueldo ético a los más pobres,  ha abierto el debate político para regular un ordenamiento económico favorable a la clase más golpeada por la desigualdad en la repartición de la riqueza, los pobres de siempre que continúan esperando. El fenómeno en sí (que un obispo intervenga  en temas de índole político proponiendo soluciones), es una demostración de la ineficacia de la clase  política  dominada en estos momentos por politicastros, incapaces de proponer debates que den solución  a los problemas reales de la gente, especialmente de los más postergados y discriminados del sistema.

La propuesta de la senadora Soledad Alvear de recoger el llamado del obispo y establecer una Mesa de Diálogo para un Pacto Social  y  resolver de una vez las enormes y “vergonzantes” (como dijo la Presidenta Michelle Bachelet) desigualdades en la repartición de la riqueza, debe ser apoyada por todos y todas, pero ¡ya!  En esta  Mesa de Diálogo Social, como ella también lo detalló, debe ponerse sobre la mesa de negociación  el sistema tributario sujeto a revisión, poniendo énfasis en que ninguna reforma al sistema impositivo se hará sin el consenso social más amplio posible. Y, por supuesto, en beneficio de los que menos tienen, o, no tienen nada.

Los buenos políticos, que son muchos más que los politicastros en Chile, en fin, toda la clase política,  tienen una oportunidad de oro para reivindicarse con los electores y electoras. Esta Mesa de Pacto Social debe prescindir de ideologías, corporativismos y partidismos: debe ser una plasmación de calidad democrática, comparable a los grandes consensos y pactos que cambian las estructuras políticas y económicas de un país para  perfeccionar la justicia y  la cohesión  social.

Es el momento histórico para comenzar a trabajar pensando realmente en las personas y no sólo en cifras y estadísticas macroeconómicas. La gestión económica de un país no tiene sentido sino se traduce en beneficios para los más necesitados. Sólo de esta forma el desfase entre economía y política en el Chile actual concluiría. ¡Ya era hora! Y aún hay tiempo.

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