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REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXIV
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(In)viabilidad del nuevo ciclo político: ¿Mayoría parlamentaria o movimiento social?

por Jaime Vieyra-Poseck
Artículo publicado el 14/11/2013

Ya es irrebatible que en los últimos cuatro años, a una velocidad de vértigo, Chile cambió; y que el protagonista de este cambio es el poderoso movimiento social liderado por los “hijos de la democracia”, nacidos a fines de la década del 90`. Es una generación sin miedos y anti pragmática: no sufrieron la brutal represión de la dictadura y están formados por el discurso político del conglomerado de centro izquierda que gobernó veinte años la transición a la democracia, Concertación de Partidos por la Democracia: “Crecimiento económico con equidad”. Es esto lo que continúa esperando la ciudadanía.
La dictadura fue, como muy bien lo definió Patricio Alwin, «derrotada y no derrocada». Derrotada con las mismas herramientas institucionales de la dictadura en una elaboración de ingeniería política magistral. Esto implicó en la realidad un largo proceso de dolorosos consensos políticos entre los demócratas y los representantes de la dictadura para hacer viable la transición a la democracia y derrotar a una de las dictaduras más siniestras del siglo XX, sin disparar un tiro y sin grandes traumas sociales. Y con el dictador como Comandante en Jefe del Ejército y los dos partidos que sustentaron el Estado totalitario con un 50% de representación en el Parlamento. En este cuadro político se logró la gobernabilidad, la estabilidad y un crecimiento económico colosal: en 20 años se cuadruplicó el poder económico de Chile.
No obstante, esta convivencia con los defensores de la dictadura exigió de un pragmatismo monumental e implicó la postergación de los cambios estructurales que se prometió desde los primeros días de la transición a la democracia. Los “hijos de la democracia” ahora exigen que se cumpla.
El atraso de este cambio de debió a los llamados «enclaves autoritarios». A saber: la Constitución de 1980, aprobada en plena dictadura, neoliberal ortodoxa, ultra conservadora y antidemocrática hasta el paroxismo; y el sistema binominal de elecciones, que arroja un empate de las fuerzas políticas perpetuando el statu quo pinochetistas, lo que impide llevar a cabo reformas estructurales por requerir para ello, según la Constitución pinochetistas, macroquórum que son imposibles de alcanzar por el empate de las fuerzas políticas que arroja automáticamente el sistema binominal de elecciones. Un círculo vicioso político perfecto.
Así pues, clausurada y secuestrada la democratización plena de Chile en el Parlamento por las razones ya expuestas arriba, la inmovilidad política se hace endémica, produciendo el descrédito y la deslegitimación de las instituciones del Estado, arrasando con la credibilidad y prestigio social de los políticos (un fenómeno mundial en el ámbito occidental, pero en Chile en estado crónico).
En este escenario político se organiza un movimiento social fuera delestablishment y de los partidos políticos. La institucionalidad pinochetista se muestra incapaz de resistir y canalizar las demandas del movimiento ciudadano que clama por un cambio de ciclo político a través de reformas estructurales. En rigor, el sistema heredado de la dictadura ya no es operativo y sufre una crisis sistémica. La enorme presión política del movimiento social logra cambiar la agenda política de arriba a abajo e instala la exigencia de un cambio estructural.
La elección presidencial ha puesto en estado de espera alerta al movimiento social. La propuesta de la ex Presidenta Michelle Bachelet, con más posibilidades de alcanzar La Moneda, recoge las demandas de la ciudadanía: nueva Constitución, reforma tributaria y educacional de gran calado. Cuatro años atrás era impensable una propuesta de gobierno con cambios de esta dimensión. Pero estas propuestas reciben en todas las estadísticas porcentajes muy altos, incluyendo en sectores de la derecha.
Pero ¿Es posible este cambio de ciclo político bajo una institucionalidad que no lo permite? Esta pregunta tiene sólo dos respuestas. La primera, es lograr mayoría bacheletista en el Parlamento. Una empresa difícil, más bien imposible, por el sistema binominal de elecciones. Si se logra esta hipotética mayoría, significaría una debacle electoral en la derecha, especialmente la dura representada en la UDI -el partido bisagra durante toda la dictadura-, y debería jubilar a toda la generación de los «hijos de Pinochet». Esta posibilidad -con la derecha en estado de pánico y sin margen de maniobra- sería la menos traumática ya que el cambio de ciclo político se haría dentro de la institucionalidad pinochetista, pero para cambiarla, en forma ordenada y tranquila.
La segunda respuesta, se enmarca en la posibilidad (mucho más real) de que Michelle Bachelet no logre mayoría en el Parlamento. En ese caso se debería apoyar en el movimiento social para que la presión de la calle -no contra ella- lleve a los parlamentarios de la derecha liberal a apoyar el cambio de ciclo político, teniendo en cuenta que si no lo hacen, se transformarán a corto plazo en cadáveres políticos. La fuerza del cambio es irreversible y puede convertirse en un tsunami para la derecha inmovilista.
Con o sin mayoría parlamentaria, o con o sin el apoyo del movimiento social, Michelle Bachelet intentará acuerdos transversales para gestionar el cambio de ciclo político. Y está en lo correcto: un cambio de esta enorme envergadura así lo amerita.
El movimiento ciudadano debería, por una razón estratégica y si la voluntad política de Michelle Bachelet es genuina, como así parece hasta ahora, poner toda la presión en el Parlamento, ya que en una democracia es allí donde se legisla, de tal forma que el inmovilismo político de la derecha quede neutralizado. En rigor, si Bachelet cumple con llevar a cabo el cambio de ciclo político pero el Parlamento se lo impide, el movimiento social debe ajustar su análisis y dar en el blanco con su valiosa y determinante presión política; lo contrario sería darse un tiro a los pies del propio movimiento social.

Chile: ¿trabajadores versus empresarios?
Las relaciones entre trabajadores y empresarios en los últimos cuarenta años en Chile, han estado marcadas por una brutal desigualdad en la distribución de poder en total detrimento para los trabajadores.
Este largo período se ha dividido en 17 años de una dictadura militar-cívica de (ultra) derecha y en 23 años de una democracia «imperfecta», determinada por los amarres dictatoriales.
En el primer período se sentaron las bases de una desigualdad consagrada en un Estatuto de los Trabajadores de 1979, que sonroja al más obcecado de los conservadores; entre otros despropósitos y a vuelo de pájaro: derecho a huelga, pero con la condición de reemplazo de los trabajadores en huelga; derecho a una negociación colectiva parcial y delimitada, con el sólo afán de fragmentarla de modo que se produzca una atomización de las organizaciones sindicales.
A esto se agrega una represión sistemática desde el mismo Estado totalitario, encarcelando, torturando y asesinando a los dirigentes sindicales.
Así pues, mientras este escenario dantesco marcaba, literalmente, con sangre sudor y lágrimas el mundo sindical, parte importante del gran empresariado convivía alegremente con la dictadura, protegido por el eficiente aparato represor de la dictadura. En dos palabras: gran parte de los grandes empresarios fue «cómplice pasivo» de las atrocidades que se cometieron durante la dictadura, como afirmó el Presidente Sebastián Piñera que, por cierto, lo dijo -como ya nos tiene acostumbrado- con un ojo interesado y el otro también puestos en su reelección en 2017. Todo hay que decirlo.
En los 23 años de post-dictadura, las relaciones han sido, por decir lo menos, turbulentas, y, a pesar de los esfuerzos de las administraciones concertacionistas para mejorarlas, han continuado temerariamente muy asimétricas en beneficio aún de los empresarios.
Este esfuerzo, además, ha sido imposible de institucionalizar por la correlación de fuerzas en el Parlamento que arroja automáticamente un empate de fuerzas políticas debido al sistema binominal de elecciones, pieza clave en la perpetuación del status quo pinochetista, lo que impide, a la vez, por los macro quórum que exige la Constitución de la dictadura, la aprobación de reformas de calado, como la institucionalización de la igualdad de poder entre empresarios y trabajadores.
Por otra parte, el estacionamiento de la imagen pública del empresariado en una suerte de pinochetismo trasnochado, figura política ya cuestionada por gran parte de la ciudadanía -incluyendo a sectores de la propia derecha ex pinochetista- impide, no sólo en la conciencia colectiva de los trabajadores sino de toda la ciudadanía, sacarla de este anquilosamiento y claustro ideológico.
Tanto es el desprestigio social que padece el gran empresariado por su identificación con el pinochetismo, que se usa como arma política desde partidos a la izquierda de la Nueva Mayoría (ex Concertación), desacreditando a sus figuras emblemáticas, como el socialista ex Presidente Ricardo Lagos, que desarrolló durante su gobierno una relación privilegiada con el empresariado en un esfuerzo titánico para sacarlos del lastre pinochetista y ponerles en una órbita política adecuada -además de quitarles el miedo a un presidente socialista-. Lo mismo ha sucedido con la candidata a la presidencia, Michelle Bachelet: se le acusa de ser la «candidata del empresariado» para desacreditarla.
En esto último hay que poner los puntos sobre las íes. Tanto el empresariado como los trabajadores son vitales y esencialísimos para el desarrollo de un país Y esto es una obviedad, pero hay que decirlo: Ni los trabajadores ni los empresarios deben tener más ni menos poder. El empresariado en Chile representa el 25% del PIB (el Estado el 18%), y los trabajadores son los que hacen posible esa riqueza. Ambos agentes sociales contribuyen en partes iguales al desarrollo del país. Estar en contra de los empresarios es lo mismo que estar en contra de los trabajadores, y ambas posturas son una absurdidad política y operativamente obstructoras para el desarrollo del país.
La tarea pendiente en la distribución de poder entre trabajadores y empresarios, es corregirla, de tal forma que quede estricta y rigurosamente igualitaria. En esta labor se requieren esfuerzos tanto de los trabajadores como de los empresarios, pero especialmente del Estado que debe hacer guardia, y abogar para que el acercamiento sea viable y los resultados positivos para todos.
En una sociedad moderna y desarrollada la distribución de poder entre trabajadores y empresarios es simétrica, y está institucionalizada en un diálogo social regularizado. Esto ha hecho posible unas relaciones laborales estables, con paz y cohesión social. Chile no tiene porque ser una excepción a esta realidad.
La propuesta de la candidata del bloque Nueva Mayoría, Michelle Bachelet, en esta área, propone la titularidad de la negociación colectiva a los sindicatos de trabajadores; la inscripción automática del trabajador a los sindicatos para brindarle, y asegurarle, la protección sindical en la relación con el empresario, y el fin del inoperante y perverso MULTIRUT, que sólo ha servido para mutilar los derechos laborales más básicos, como el derecho a la sindicalización y a la negociación colectiva real, apunta a equilibrar esta relación, y, con ello, se abre la posibilidad de negociar una distribución de la renta más equitativa, el talón de Aquiles del sistema y una auténtica bomba de relojería. Enhorabuena.
No obstante, Chile necesita un nuevo Estatuto de los Trabajadores. Es tan impresentable como estratégicamente inoperante para el Chile actual, que, después de 23 años de democracia, esté vigente el Estatuto de los Trabajadores de 1979, diseñado a la carta por la dictadura para vaciar de derechos laborales a los trabajadores.
Por lo tanto, un nuevo Estatuto de los Trabajadores es tan importante como una nueva Constitución.
No hay que perder de vista que Chile es uno de los países más desiguales de la OCDE. Corregir esa obscena desigualdad en la repartición de la riqueza comienza con la reforma que ha propuesto al país Michelle Bachelet, y termina -para empezar un nuevo periodo de equilibrio en la distribución del poder entre trabajadores y empresarios- con un nuevo y democrático Estatuto de los Trabajadores. Sin una nueva Constitución y sin un nuevo Estatuto de los Trabajadores, la (sagrada) paz social -tan necesaria para el desarrollo económico- sufriría una fractura irreparable. En las manos, y en la voluntad política de todos los actores sociales, está impedirlo.

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