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Occidente ya se derrumbó (Parte I)

por Cristián Mancilla
Artículo publicado el 13/11/2019

Resumen
Este ensayo introduce la discusión acerca de la migración masiva de musulmanes en Europa y su relación con los atentados terroristas que tuvieron lugar, especialmente, durante los años 2014 y 2015.

Palabras clave:
cultura, terrorismo, migrantes, Islam, Europa.

 

Quizá el síntoma más evidente del ocaso de Occidente sea la inmigración masiva de musulmanes negros o árabes en Europa: así lo consideran, al menos, los apocalípticos que observan con preocupación no solamente la llegada de los migrantes, sino también la invocación y defensa en que incurren los apologistas de la integración cultural. Por una parte, tenemos el conflicto actual entre apocalípticos y apologistas (imitando a Eco). Por otra, me parece de interés observar el antecedente del Imperio Romano con sus propios inmigrantes germánicos y cómo su llegada es puesta en relación con la caída del Imperio. Así que pretendo, aquí, reflexionar sobre los rasgos del fenómeno actual de inmigración y de las perspectivas que este fenómeno proyecta a la luz de lo ocurrido en la antigua Roma.

Los países nunca han estado integrados por grupos uniformes con rasgos perfectamente definidos: ni apologistas ni apocalípticos parecen conscientes de esta condición elemental o, al menos, no veo que la citen en los debates relativos a la inmigración. Los traslados, viajes y mudanzas son constantes; de manera que la configuración racial y cultural de cada territorio está cambiando constantemente. Lo que puede variar son los factores asociados con estos traslados: la cantidad de personas que entra y sale, su edad y sexo, la cantidad de tiempo que permanece o si acaso su traslado es permanente o no, etc. Así que queda claro, para empezar, que la migración misma no es un fenómeno excéntrico y la diversidad cultural y racial tampoco es algo ajeno a la realidad cotidiana de casi cualquier lugar del mundo: hasta Corea del Norte recibe turistas (y experimenta fugas). Me parece importante aclarar este aspecto desde un principio porque lo considero oscurecido en favor de otros asuntos más «populares» en los foros públicos. Tocaré estos otros también, por cierto, más adelante, pero acentuaré este: las poblaciones nacionales no son uniformes ni fijas; cambian todo el tiempo y están condenadas a variar incluso si nadie entra o sale del territorio que ocupan, puesto que el propio paso del tiempo las condena a reemplazar a sus individuos.

Cuando los apocalípticos afirman que la inmigración de musulmanes en Europa es una amenaza para la cultura occidental hay una serie de razones que respaldan esta afirmación y quiero discutir aquellas de las que estoy al tanto a continuación. Quizá la más importante sea el temor de que los musulmanes, teniendo una cultura propia y teniendo mucha más descendencia que los europeos, reemplacen a los occidentales de Europa tanto en lo racial cuanto en lo cultural. El temor me parece bien fundado en cuanto al aspecto racial, pero no en cuanto al aspecto cultural: la cultura no se transmite genéticamente, como la raza, y las preferencias personales de los individuos por los aspectos culturales que consideran mejores resultan inevitables en el tiempo (especialmente si los tienen al alcance de la mano). Si creemos que la occidental es, en efecto, una cultura superior a cualquier otra en el mundo, no deberíamos temer que desaparezca: su único destino posible es ser adoptada por la mayor cantidad de personas que entre en contacto con ella.

¿Por qué los musulmanes son una amenaza para Occidente?
Terrorismo.
La amenaza más inmediata que representan los musulmanes para Occidente está en las agresiones físicas que muchos de ellos llevan a cabo contra objetivos específicos o aleatorios. En febrero de 2017, la fetua del ayatolá Ruhollah Jomeini contra el escritor Salman Rushdie cumplió 28 años. Rushdie pasó varios años escondido a causa de esta fetua, que implica la orden de darle muerte y ahora incluso conlleva una recompensa de 600 000 US$. El caso de Rushdie se suma al ataque armado contra la revista Charlie Hebdo en enero del 2015, en el que murieron doce personas. En ambas situaciones, la causa de las amenazas y ataques son palabras o dibujos ofensivos contra el profeta Mahoma.

La amenaza de los ataques perpetrados por musulmanes debe ser entendida como real, por una parte, y no debe ser atribuida a las víctimas de ellos, por otra. Sectores progresistas ponen en duda o derechamente desmienten que los musulmanes sean una fuente de amenazas para Occidente. En parte, tienen razón: los musulmanes radicalizados son una amenaza para cualquier grupo, incluyendo especialmente otros musulmanes y occidentales europeos o estadounidenses. Este discurso, mucho más preocupado de evitar el prejuicio que de las vidas humanas que son tomadas con cada ataque, impide que los periodistas informen con precisión la identidad de los atacantes durante las horas inmediatas que siguen a cada atentado. En un caso del que he escuchado, un hombre hirió con un hacha a siete personas en una estación de trenes en Düsseldorf (Renania del Norte-Westfalia): la policía comenzó informando que se trataba de un hombre mentalmente enfermo, pero no reveló su nombre ni otros detalles a pesar de que logró detenerlo inmediatamente después del atentado. Solo un par de días después, la policía informó que el agresor se llama Fatmir H. y que es originario de Kosovo. La situación se ha repetido en varias oportunidades con ataques anteriores: un atentado tiene lugar en alguna ciudad de Europa, la policía informa que los atacantes son personas mentalmente enfermas, pero finalmente resulta que esta identificación solo estaba cubriendo la identidad de un hombre musulmán.

La protección de la identidad de los atacantes tiene sentido bajo el mismo criterio que se aplica en otros crímenes y en la justicia en general: evitar una venganza sangrienta. La justicia del estado se interpone entre los individuos para evitar que estos incurran en venganzas y contra-venganzas sangrientas sobre quienes han cometido crímenes que los afectan: la privación de libertad durante largos periodos de tiempo asegura que el ánimo vengativo se apacigüe y evita, supuestamente, una cadena infinita de vendettas. No obstante, esta protección de la identidad en los casos de crímenes cometidos por inmigrantes musulmanes da la impresión, en los sectores conservadores, de que la policía y los medios están evitando criminalizar a los atacantes a causa de que son musulmanes y no quieren incurrir en prejuicios y, sobre todo, quieren evitar que la opinión pública tenga una imagen negativa con respecto al conjunto de los musulmanes. Porque no todos son criminales: no puede ser que todos lo sean. Resultaría tanto ilógico cuanto imposible.

Es cierto que no todos los musulmanes son terroristas o criminales, pero su actitud se parece a la de las personas que protestan pacíficamente en compañía de encapuchados violentos. Los encapuchados utilizan la masa de manifestantes para hacer una aparición imprevisible y luego utilizan esta misma masa para desaparecer o refugiarse momentáneamente mientras la manifestación no se convierta en una especie de batalla con palos y piedras. Mientras esta dinámica tiene lugar, la masa de manifestantes suele actuar con indiferencia o respaldo frente a la violencia de los encapuchados a la vez que repele con fuertes voces la represión de la policía y suele, además, dar refugio a los encapuchados a la vez que rechaza a los policías: sería imposible, por cierto, que estos se mezclen con la masa de manifestantes así como lo hacen los encapuchados. Esto ocurre, básicamente, porque los manifestantes dejan circular entre sí a los encapuchados, pero no se lo permiten a los policías. Y la actitud de los musulmanes en general parece ser esta misma con los que, entre ellos, comenten actos criminales y terroristas: incluso en los numerosos casos en los que las víctimas de estos ataques son otros musulmanes. Los ataques son tolerados, cuando no abiertamente justificados, en virtud de razones que tienen que ver con el respeto de las creencias propias del islamismo.

Como no todos los musulmanes están abiertamente envueltos en actividades criminales o terroristas y muchos de ellos ni siquiera las respaldan, los sectores progresistas se apresuran en aclarar que no debemos culpar al islam de los ataques cometidos por musulmanes: si lo hacemos, estaremos estigmatizando injustamente un conjunto enorme de personas que no han cometido ninguna fechoría solo porque comparten una misma creencia con alguien que sí causó daño en otros. Este argumento resulta sólido y convincente, por cierto: hasta incontrovertible. De manera que resulta un tanto inoficioso cuando personas de sectores conservadores intentan refutarlo. No obstante, el discurso progresista va demasiado lejos en ocasiones cuando declara que el islam es una religión de paz, puesto que esta afirmación implica que no debemos sospechar de ningún musulmán. Yo no estaría de acuerdo con aplicar medidas preventivas que atenten contra la libertad individual, pero la facultad de sospechar de alguien no debería ser cuestionada. De hecho, la pretensión progresista de que no sospechemos de otras personas es ella misma una medida preventiva que atenta contra la libertad individual. Creo que comparto con los progresistas el rechazo contra los controles fronterizos, que son una medida preventiva para evitar ataques terroristas pero a la vez atentan contra la libertad individual, pero así mismo rechazo el moralismo de ellos cuando pretenden que las personas no hagan uso de su facultad de juzgar al resto. Los progresistas afirman que resulta prejuicioso y discriminador sospechar de alguien a causa de su identidad religiosa; pero esta afirmación exige ignorar una cantidad enorme de evidencia y, aún peor, implica entrometerse en el juicio interno del individuo. Yo puedo tener un juicio reprochable, pero la prevención progresista no debería impedirme que lo tenga y que lo exprese con total libertad: esto es parte del problema que intentamos solucionar, según me parece. Las caricaturas de Charlie Hebdo pueden haber expresado prejuicios y estereotipos que algunos consideran infundados e irreales, pero ni esta condición ni la amenaza de que esas caricaturas puedan resultar ofensivas para alguien (incluso para millones de persona) constituyen un argumento válido para censurar las caricaturas (y menos para justificar el ataque contra la revista que las publicó). Y no quiero dar a entender con esta aseveración parcial que pueda haber argumentos válidos para censurar caricaturas alguna vez, porque de hecho no los hay. El hecho de que un discurso o una caricatura resulten ofensivos es una posibilidad con la que, al menos en Occidente, hemos decidido lidiar como parte de la libertad de expresión: así ocurre también con las mentiras y las noticias falsas. Ha de ser el escrutinio público y la opinión de los otros lo único que se oponga a esta clase de discurso engañoso y degradante, pero no la violencia ni la regulación estatal.

Si uno observa, pues, que hay miles de víctimas del extremismo islámico en el Próximo Oriente y África del Norte a la vez que cientos de víctimas del mismo extremismo islámico en Europa, debemos admitir que el problema sí puede ser cultural. Comparativamente, no obstante, los latinoamericanos ocupan más de la mitad de los primeros diez lugares en la lista de países con mayor tasa de homicidios en el mundo. Hablamos de terrorismo, no obstante. Según el informe 2016 del Índice de Terrorismo Global, los diez países con mayor tasa de ataques terroristas tienen una importante población musulmana: el único que no tiene una población mayoritariamente musulmana en este grupo es India. De hecho, si extendemos nuestra selección hasta el 25to país en la lista, la única otra excepción es China. Ominosamente, el lugar 26to es ocupado por un país latinoamericano: Colombia. Al final de la lista, no obstante (con cero ataques terroristas el año 2016), encontramos países como Turkmenistán, Sierra Leona, Omán y Gambia.

Hemos presenciado bastantes ataques violentos perpetrados por musulmanes durante los últimos años y la posibilidad de que habrá más en el futuro ni siquiera resulta aventurada, sino que indudablemente cierta. La actitud progresista, si bien inspirada en la prevención del prejuicio y la discriminación, resulta lesiva tanto para la objetividad de los hechos cuanto para la libertad de expresión (al mencionarlos abiertamente), de modo que debe ser rechazada y, por consiguiente, reemplazada con otra más realista a la vez que respetuosa de la libertad individual.

No resulta sano, por otra parte, culpar a las víctimas de los ataques en el caso de los atentados específicos: Salman Rushdie no puede ser considerado responsable de la amenaza de muerte que pesa sobre él y Charlie Hebdo no puede ser juzgada por haber sido el blanco de una balacera. Ellos tienen el derecho de ser ofensivos y sus detractores pueden responderles con discursos ácidos y caricaturas ofensivas o incluso de maneras más sagaces. No es aceptable, sin embargo, que ellos se conviertan en el blanco de amenazas de muerte y de ataques armados a causa de lo que dicen. Tampoco sería admisible que la legislación les impida decir lo que quieren con la excusa de protegerlos contra ataques vengativos o sobre el argumento de que deban prevenirse las injurias y calumnias en el ejercicio de la libre expresión. Toda esta iniciativa censora es equivalente al discurso, tan criticado por los propios progresistas que la respaldan, según el cual las mujeres víctimas de violación guardan algún grado de responsabilidad en los ataques de los que han sido víctimas a causa de la ropa que vestían o de que no se encontraban acompañadas de un hombre o de que se arriesgaron al transitar por un lugar peligroso, etc. Estos argumentos tienden a chocar con la sensatez en dos sentidos diferentes: por una parte, no podemos exigirle a nadie que ajuste su comportamiento al de los criminales con el fin de evitar una agresión; por otra, no es una mala idea tomar precauciones cuando uno sabe de antemano que está corriendo un riesgo. Estas dos consideraciones, aunque aparentemente contradictorias, pueden ser sostenidas simultáneamente. Parecen contradictorias porque aluden a comportamientos opuestos: que una persona se conduzca según sus preferencias sin considerar las tentaciones que pudiere despertar en otras o que una persona renuncie a ciertas preferencias o modifique sus hábitos con tal de evitar un riesgo. Pueden ser sostenidas simultáneamente porque se trata, en ambos casos, de elecciones personales: no es obligación de ninguno prevenir los asaltos, pero sí resulta sensato que lo haga.

La amenaza de sufrir agresiones físicas es la más patente y la mayoría de las víctimas del terrorismo actual son musulmanes, tal como los atacantes. Esto no significa, por cierto, que los occidentales sean menos vulnerables por una cuestión estadística, puesto que sus cuerpos son tan débiles como los de los musulmanes y que la masiva llegada de inmigrantes sedicentes refugiados a Europa ha coincidido con un aumento de la actividad criminal en general y de la actividad terrorista en particular, cuyas víctimas han resultado efectivamente heridas e incluso muertas a causa de los ataques. En este sentido, los musulmanes más agresivos sí son una amenaza para Occidente, aunque no de manera exclusiva: lo son para cualquier persona que se encuentre cerca de ellos. Son ellos, en efecto, los que ejecutan a hombres homosexuales y mujeres violadas en los países musulmanes donde las leyes religiosas se aplican de forma medianamente estricta. Sonaría un tanto pretencioso, entonces, decir que los musulmanes radicales son una amenaza para Occidente, puesto que Occidente parece así una víctima única. Pero no deja de ser cierto. Debemos reconocer que el islamismo, con sus normas relativas al comportamiento de las personas y los aberrantes castigos que aplica, es una amenaza para la humanidad entera y solo en este sentido puede decirse que sea, también, una amenaza para Occidente.

Transculturación
Otra amenaza que conservadores y nacionalistas occidentales atisban en los inmigrantes musulmanes es la relativa a la cultura: que los musulmanes no quieren integrarse en la cultura occidental hacia la que están huyendo del islam y que tienen la intención, en el largo plazo, de imponer el canon islámico en los territorios hacia los cuales están escapando. Conservadores y nacionalistas tienen buenos motivos para levantar estas sospechas. En primer lugar, resulta sospechoso que los refugiados escapen hacia países no musulmanes del centro y norte de Europa a miles de kilómetros de sus hogares cuando tienen países musulmanes a apenas cientos de kilómetros para refugiarse de la guerra: allí no necesitarían aprender otro idioma ni viajar durante extensos periodos de tiempo ni enfrentarse con costumbres extrañas o disgustantes ni sufrir la discriminación de la que los progresistas intentan protegerlos desesperadamente. En segundo lugar, resulta preocupante que, según algunas denuncias, haya grupos de musulmanes actuando como policía religiosa en ciertos lugares de Alemania y el Reino Unido: específicamente en Wuppertal (Renania del Norte-Westfalia), Londres, Copenhague y Hamburgo. Estos comportamientos respaldan la idea de que los inmigrantes musulmanes representan una amenaza cultural para Europa, por cuanto ellos están buscando lugares no musulmanes para emigrar y pretenden establecer enclaves en lugar de convivir con las costumbres de los habitantes anteriores.

Ahora bien, la idea de que los presuntos refugiados busquen lugares meramente no musulmanes para emigrar no parece una explicación satisfactoria. Si los refugiados estuvieran buscando lugares meramente no musulmanes para escapar, se contentarían con haber cruzado la frontera de Turquía hacia Grecia o Bulgaria. Pero sabemos que las personas no tienen comportamientos tan simples. Por alguna razón, los refugiados que acceden a Europa a través de Turquía se comportan como si la frontera estuviese en Hungría y no en Grecia y Bulgaria, de manera que Hungría tiene un número de refugiados mucho más alto que estos países. Italia y España también operan como países de acceso en este sentido. No obstante, el país que ha recibido el mayor número de refugiados es Alemania: no está cerca de las fronteras continentales ni del Mar Mediterráneo, pero es el destino más popular de los inmigrantes musulmanes. El factor económico debe tener un peso importante en el grado de popularidad de Alemania como destino de inmigración: así ocurre también con EEUU y Chile en América. Pero seguramente también hay una percepción subjetiva entre los migrantes que los atrae hacia Alemania a causa del número elevado de migrantes que ya se ha trasladado hacia allá. Esto es lo que tiendo a pensar, al menos, cuando noto que Alemania tiene un número de refugiados mucho más alto que cualquier otro país de Europa. Como los factores económico y subjetivo se conjugan con la imposibilidad de que tantos miles de personas se hayan puesto de acuerdo para causar una disrupción cultural en Europa (esta parece ser la tesis de conservadores y nacionalistas), resulta lógicamente necesario descartar esta alternativa.

El otro fundamento para sostener una amenaza cultural contra Europa y su condición occidental es el establecimiento de enclaves separados del resto de la población. En realidad, no parece nada de extraño ni de novedoso que los inmigrantes conformen enclaves para vivir juntos y sentirse como en casa en medio de un lugar extraño. De hecho, en Arabia Saudita hay condominios destinados exclusivamente a extranjeros dentro de cuyos límites no se aplican las estrictas normas que en el resto del territorio y las mujeres pueden hacer deporte al aire libre en bikini. ¿Entonces cuál es el problema con los enclaves? Para conservadores y nacionalistas, basta con que el enclave esté integrado por musulmanes para que luzca amenazante, por lo visto, pero al menos una buena razón se esconde detrás de este alarmismo: han aparecido grupos que intentan aplicar la ley islámica al margen de las normas locales. Se trata de grupos pequeños y focalizados, pero existen e incluso han sido llevados ante la justicia. Los progresistas, que se comportan con el mismo grado de alarmismo que conservadores y nacionalistas, acuden a la defensa de la libertad de expresión cuando se trata de esta «policía moral islámica»: esa misma libertad de expresión que condenan cuando es utilizada por Salman Rushdie o Charlie Hebdo. Los progresistas parecen más preocupados de oponerse a conservadores y nacionalistas que de reconocer la realidad en este asunto (como en tantos otros), así que harían bien en practicar un poco de honestidad intelectual y reconocer la amenaza que representan estos grupos. Los enclaves de refugiados musulmanes sí parecen, por ende, una amenaza contra la seguridad de las personas. Esto no significa, sin embargo, que constituyan una amenaza contra la cultura occidental.

¿En qué consiste una amenaza real contra la cultura entonces? La posición de conservadores y nacionalistas parece indicar que la mera presencia de personas con trasfondos culturales diferentes implica una amenaza para la cultura de unas u otras. La posición de los progresistas parece funcionar sobre el mismo supuesto, aunque ellos hablan de enriquecimiento en lugar de amenaza. Todos parecen, por ende, admitir que la interacción de personas con trasfondos culturales distintos tendrá el efecto de influir en la cultura de cada uno. Esta asunción parece de sentido común, pero estimo que necesita un examen más detenido. Lo que llamamos cultura resulta convenientemente amplio y ambiguo: tanto que podría argüirse la ocurrencia de una interacción cultural entre personas que apenas han cruzado sus miradas solo en virtud de que pertenecen a culturas diferentes. Si bien se considera que la cultura incluye varios aspectos —vestimenta, comida, baile, música, artes, costumbres, fiestas, decoraciones, etc.—, me parece que el más importante de todos es la lengua. No por la presunta configuración mental que esta opere (una afirmación discutible), sino por la relevancia que ella tiene en la comunicación entre e identificación de las personas como miembros de una comunidad.

La forma más visible que puede tomar una influencia sobre la cultura es la norma que manda o prohíbe aspectos específicos del quehacer cultural: comportamiento, ropa, cabello, discurso… Si no existe una norma como esta, debemos asumir que las personas han adoptado o modificado su comportamiento cultural de forma voluntaria. Así como la norma política escrita es una influencia «visible», también existen influencias «invisibles» sobre la cultura de cada persona. Por ejemplo, la pronunciación del fonema alveolar fricativo áfono /s/ en Chile cuando está en posición final o implosiva debe tomar la forma del alófono aproximante glotal fricativo áfono [h] o simplemente ser omitido en la mayoría de los casos, dejando algunas ocurrencias para el alófono posdental fricativo áfono [s]. Este fenómeno existe como parte de la norma lingüística chilena y ha sido observado en numerosas oportunidades como parte del comportamiento lingüístico de los hispanoparlantes en Chile. Aun cuando existe como norma «consuetudinaria», no todos los hablantes la respetan. No existe, para estos, una sanción establecida, aunque posiblemente reciban alguna observación de parte de otros hablantes, pero solamente si el «infractor» es identificado como chileno. Con este ejemplo, quiero señalar que el comportamiento cultural de las personas se mueve con independencia: es posible identificar tendencias, a veces muy fuertes, pero cada individuo termina escogiendo el comportamiento que considera mejor: incluso en el caso de normas positivas con sanciones predefinidas.

Da la impresión, por cierto, de que cualquier posibilidad de cambio en el comportamiento cultural es percibido como una amenaza tanto por conservadores y nacionalistas cuanto por progresistas. Digamos que los unos lamentan la decreciente popularidad del rodeo mientras que los otros lamentan la extinción de lenguas indígenas: quizá los tres grupos coinciden en el disgusto que les inspira la adopción de anglicismos en el castellano. Esta actitud no la tienen con los préstamos léxicos de otras lenguas, sino específicamente con el inglés. Es un reflejo de la envidia que les inspira darse cuenta de cómo el inglés es una lengua más culta y más relevante que el castellano hoy en día. Pero no deberían preocuparse tanto: la dimensión léxica es la más permeable de las que constituyen la lengua y los cambios que observamos en aquella no afectan en lo más mínimo la configuración global de esta. El cambio puede ser visto como amenazante en el sentido de que significará una variación de la cultura en su estado «actual»: este cambio puede mantenerse y, además, contraer otros cambios o ser reemplazado por estos, etc. Pero la cultura, como la lengua, es variable por naturaleza propia. Podemos hacer una descripción sincrónica de ella, por cierto, pero resulta vano desear que sus características presentes queden fijas para la posteridad. Los grupos de interés político «adoptan» ciertos comportamientos culturales como propios e identifican otros como foráneos y se esfuerzan por conservar unos y rechazar otros. Para su desgracia, el «mercado» de la cultura resulta casi imposible de regular y las personas terminan escogiendo lo que les parece mejor: o esto es lo que podemos asumir mientras no hayamos demostrado empíricamente lo contrario.

Cada grupo de interés político parece tener sus comportamientos culturales favoritos e incluso culturas foráneas del presente o del pasado que querría conservar invariables para siempre. Esta obsesión, por cierto, es propia de personas egoístas que no piensan más que en su propio deleite y ven a los demás como objetos de su entretención. Un comportamiento o una cultura nos pueden parecer muy bellos, pero desde el momento en el que reconocemos que estos fenómenos son operados por personas resulta inadecuado pretender que sean conservados solamente porque nos parecen admirables. Quizá podamos hacer algunas distinciones de grado: soñar con que la tauromaquia sea practicada siempre no puede transformarse en una imposición. Lo mismo ocurre en el sentido contrario y con respecto a otros comportamientos culturales —como la presencia de organilleros en las calles— e incluso a otras culturas completas —como los indígenas del Amazonas. El respeto por los demás exige que aceptemos sus decisiones personales incluso cuando frustran nuestros sueños de que una lengua siga siendo hablada o de que un comportamiento cultural deje de ocurrir.

¿Constituyen, en este sentido, una amenaza para la cultura occidental los inmigrantes musulmanes en Europa? Una respuesta rápida es que sí. No obstante, el grado de influencia que pueden ejercer es visible, por ejemplo, en Andalucía. Esta región española estuvo bajo dominio musulmán entre quinientos y setecientos años. ¿Pero qué tan musulmana parece ahora con una población ampliamente católica e hispanoparlante? Los efectos de la ocupación morisca son visibles, por cierto, pero no dejan a Andalucía fuera de lo que consideramos occidental. La interacción de los musulmanes de distintas ramas con Occidente comenzó hace varios siglos y las influencias mutuas han dejado marcas en ambas familias culturales: ¿acaso ahora, después de siglos de convivencia —que ni siquiera ha sido pacífica todo el tiempo—, justo ahora, llegará el «Apocalipsis musulmán» y acabará con Occidente? No parece sensato creer esto, en verdad. La mera convivencia no asegura, por lo demás, que la influencia cultural tendrá lugar. Un ejemplo es el de la aristocracia visigótica reinando sobre los hispanorromanos. Aparte de una lista de reyes, los visigodos nos dejaron algunas palabras como «guerra» y «ropa», pero no mucho más. Si pensamos en los musulmanes y su adopción de los productos occidentales, como la televisión y las armas de fuego y la ingeniería y la medicina, ¿podemos pensar que su cultura constituya una verdadera amenaza? Incluso si los europeos decidieran hablar árabe en lugar de sus lenguas vernáculas, ¿parece verosímil que abandonen la penicilina? De hecho, no la abandonarán, puesto que los musulmanes ya la adoptaron.

El temor de conservadores y nacionalistas, en este sentido, parece estar focalizado en el ámbito del derecho y una potencial competencia entre el derecho romano y la common law por una parte y la sharia por la otra. Si la aplicación del derecho dependiera de las fuerzas del mercado, apostaría mi cabeza a que la sharia no tiene ninguna posibilidad de triunfar en Occidente. Por desgracia, el derecho depende de las fuerzas políticas y esto, en principio, vuelve la situación mucho más riesgosa y les otorga un fundamento creíble a los temores de conservadores y nacionalistas. Irónicamente, conservadores y nacionalistas no solo han colaborado en la institución de estas condiciones que hacen más patente el riesgo, sino que proponen enfrentar la amenaza con el mismo ingrediente que la hace riesgosa: más poder político. La institución de normas a través del aparato político resulta mucho más sencilla y efectiva que su institución por medio de las costumbres de las personas. Estas costumbres, sin embargo, variarán en efecto si se ven confrontadas con amenazas de violencia física como las que utilizan el poder judicial en cada país o los grupos de policía religiosa en Wuppertal, Londres, Copenhague y Hamburgo.

Parece haber cuatro factores que facilitarían la instauración de la sharia en Occidente: la concentración del poder en unos pocos gobiernos que controlan extensos territorios, la repartición del poder en estos territorios entre unas pocas fuerzas políticas, los mecanismos de administración de justicia y los mecanismos de legislación. Me referiré brevemente a cada uno de ellos antes de comenzar la discusión acerca de cómo prevenir la amenaza musulmana contra Occidente.

La pequeña cantidad de gobiernos que controlan los territorios donde predomina la cultura occidental hace más fácil la tarea de imponer la sharia sobre amplias extensiones de tierra y grandes poblaciones. A pesar de la estabilidad de estos gobiernos durante las últimas décadas, tenemos ejemplos concretos de su debilidad. Creo que el ejemplo más patente es el de la República Democrática Alemana, cuyo gobierno cayó de manera imprevisible y con una rapidez extraordinaria y cuyo territorio fue absorbido por la República Federal Alemana. El reemplazo de los regímenes comunistas en Europa oriental también respalda la tesis de que resulta riesgoso tener pocos gobiernos sobre territorios extensos: así como esto permitió, en primer lugar, la ampliación de la órbita soviética inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, también posibilitó el rápido reemplazo de los gobiernos comunistas por los democráticos.

Al rasgo anterior se suma el hecho de que en las pocas unidades territoriales controladas por gobiernos nacionales existen poquísimas fuerzas políticas que se reparten el poder. Esta condición, tal como la de la pequeña cantidad de gobiernos, facilita la imposición de una facción sobre las demás, aunque la estrategia para lograrlo de acuerdo con los mecanismo democráticos no sea sencilla. Un par de ejemplos ajustables son los de Podemos en España y Syriza en Grecia: estas facciones políticas fueron capaces de posicionarse en los gobiernos de sus respectivos países compitiendo con efectividad contra las facciones más antiguas y tradicionales. De todas maneras, esta no es la única manera de acceder al poder político de un país controlado por unos pocos partidos: el intento de golpe de Tejero en España (1981), el golpe de Papadopoulos en Grecia (1967) y la instauración de la Quinta República por de Gaulle en Francia (1958) demuestran que la Europa de posguerra no es inmune a las revoluciones políticas que conducen a reemplazos veloces en los puestos del poder político. Los promotores de la sharia en Europa podrían, pues, abrirse paso a través del sistema partidista o de una revolución armada. Estos escenarios lucen improbables, sin embargo. Pero me parece que pueden contar con una versión más realista: que alguno de los partidos que ya forman parte del pequeño grupo que se reparte el poder represente los intereses de quienes promueven la sharia. Esto suena verosímil en el caso de Podemos en España, al menos, aunque implicaría una serie de contradicciones para este partido.

El caso de Wuppertal muestra que los mecanismos de administración de justicia pueden favorecer la imposición de la sharia en el mundo occidental. Los implicados en el caso no fueron imputados por tratar de ejecutar leyes que están fuera del sistema legal de Renania del Norte-Westfalia, sino por vestir chalecos reflectantes con la leyenda «Sharia Police». Comprensiblemente, la corte distrital de Wuppertal juzgó que los miembros del grupo no estaban quebrantando la ley por usar chalecos reflectantes y que, de hecho, estaban amparados por el derecho a la libertad de expresión. Esta decisión fue revertida, no obstante, por una corte superior que consideró que los chalecos reflectantes podrían ser objeto de censura. Ahora bien, resulta un tanto absurdo que un caso por la aplicación de la sharia termine en la discusión sobre si es legítimo vestir chalecos reflectantes. Es un reflejo, me parece, de la debilidad del sistema judicial. Conservadores y nacionalistas interpretan la situación como una consecuencia del miedo a ser tildado de «islamófobo» que cunde entre los europeos, pero resulta difícil sostener esta afirmación cuando los imputados recibieron la acusación de vestir chalecos reflectantes.

La protección de los DDHH es considerada un obstáculo contra la amenaza de los musulmanes por conservadores y nacionalistas. El argumento de que los musulmanes implicados en actividades ilícitas se aprovechen de los DDHH para protegerse de la justicia resulta convincente, pero no difiere del comportamiento de cualquier delincuente o criminal: de cualquier mortal que haga uso de la razón, por lo demás. Este mismo es uno de los efectos que aceptamos cuando abrazamos los DDHH: que las personas puedan evadir los controles estatales y la impartición de justicia. La protección de los DDHH no debería ser cuestionada, entonces, por cuanto es un método que sirve a todos los individuos contra los abusos del Estado y otros agentes.

La protección de los DDHH es un efecto de los mecanismos de legislación en Occidente gracias a las presiones ejercidas por intelectuales. Estas mismas presiones pueden resultar en otros efectos, como una ley que prohíbe recolectar agua lluvia o una ley que obliga a portar un documento de identidad. La influenciabilidad de los legisladores, sumada a su afán de crear nuevas normas de manera constante, facilitarían el camino para conseguir la aplicación de la sharia en regiones de Occidente. No se trata de un riesgo que tenga que ver exclusivamente con la sharia, por supuesto, pero debemos reconocer las condiciones que facilitarían un escenario de este tipo.

Una posible imposición de la sharia tendría consecuencias importantes sobre la cultura occidental, puesto que limitaría varios de los aspectos que forman parte del comportamiento cultural de Occidente. Si los grupos que actúan como «policía sharia» intentan crear un Estado dentro del Estado (la acusación que recibieron los cristianos antiguos en el Imperio Romano) aplicando sus leyes, posiblemente consigan operar cambios visibles en el comportamiento de las personas. Pero, tal como en el caso de la dimensión léxica de la lengua, este sería un efecto superficial y que, de todas maneras, ocurriría en otro sentido si no lo hiciere en el observado. Un riesgo más importante es el de que la policía sharia atente contra el patrimonio artístico, arquitectónico, literario e intelectual, como lo ha hecho en Oriente Próximo y Medio destruyendo estatuas y ruinas de la Antigüedad o la Edad Media. Si admitimos que la policía sharia estaría de acuerdo con cumplir el sueño de los futuristas y quemar las bibliotecas y los museos, como de hecho lo está, debemos aceptar también que existe una amenaza contra la cultura. Pero incluso este panorama tan pesimista no constituye una condena de muerte definitiva para la cultura afectada por estas amenazas si ella sigue siendo preferida por las personas que escogen hablar las lenguas propias de ella y conservar sus obras de arte y sus libros, etc.

Parece sensato concluir, hasta aquí, que algunos de los inmigrantes musulmanes han creado una amenaza para la seguridad de quienes habitan en los lugares hacia los cuales se han mudado. La amenaza es, sobre todo, física, por cuanto pone en riesgo la seguridad de las personas y la integridad de sus bienes. Tanto en el caso de los ataques terroristas cuanto en el de la instauración de la sharia, el riesgo es el mismo. Los atentados constantes en Bagdad, las ejecuciones de hombres homosexuales en Mosul y los latigazos contra mujeres violadas en Arabia son un ejemplo tangible de la amenaza que se cierne sobre Occidente. No juzgo que la situación sea tan apocalíptica como estiman conservadores y nacionalistas; pero admito que existe un riesgo y que, de hecho, parece haber menos seguridad en Europa ahora que hace veinticinco años.

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