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Los autores que me gustan. Sobre literatura humilde y literatura vanidosa.

por Patricia Cerda
Artículo publicado el 25/08/2015

Los autores que me gustan son aquéllos que no escriben para distraerse o distraer, sino para enfocarse y enfocar. Los que logran expresar sin hipocresía algunas complejas verdades de nuestra existencia.

Me gusta el americano Charles Bukowski porque en él intuyo una lucha que duró toda la vida por ser auténtico. El camino del poeta fue una cuerda floja por la que pasó tambaleando con un mínimo de mentiras, un mínimo de hipocresía, frenando la vanidad, riéndose de su propia voluntad de vivir y negándola a ratos, riéndose también de su voluntad de poder y de todas las emanaciones que vienen desde el fondo de esa voluntad. Bukoswki sabía que era un ser humano más, pero uno de los que entendía, un vocero. El tonel diogeneano de Bukowski fue la poesía y el alcohol. Lo leo y lo adoro. Así como leo y adoro a Thomas Bernhard, cuya intención fue la misma, pero el camino otro. El de Bernhard fue el aislamiento. Su vida fue como en su novela La Caldera; mínima en relaciones con el mundo exterior porque cada contacto podía incomodarlo. Cada contacto podía obligarlo a traicionarse, a verse así mismo en los ojos de los demás como un payaso. Su talento fue ver y expresar con genio poético la sustancia del mundo aparente – la hipocresía.

Me gusta el peruano Julio Ramón Ribeyro porque fue un incisivo observador de sí mismo. También él se sentía vocero e intuía que pasados todos los booms lietrarios, en los estantes se quedaría la prosa sencilla y humilde de los que plantearon sin vanidad ni hipocresía los temas de siempre. Al inicio de su novela Cambio de Guardia explica: Una buena parte de lo que narro fue inventado y no tuvo otra finalidad que formalizar, gracias a situaciones relativamente claras, unas cuantas intuiciones oscuras. En Julio Ramón Ribeyro, como en toda buena literatura, los temas del día coinciden con los temas de siempre.

Me gusta Nicanor Parra porque captó la metafísica de lo chileno (remito a sus poemas) y leo con interés a Alejandro Zambra, quien parece irse por un camino literario no-vanidoso. Me gusta el colombiano Santiago Gamboa por la tremenda humildad de su prosa. Uno de los capítulos de su novela Necrópolis comienza así: Soy venezolano y nací en Santo Domingo, en un lupanar de alcóholicos dementes que se escondían debajo de la mesa para limpiarse las heridas con la lengua. Soy panameño y llegué al mundo en un basurero de cadáveres… soy cubano y nací del coito entre una puta drogadicta y un perro callejero…

Me gusta Robert Walser, cuya poética era la humildad misma. Hombre solitario y pobre que solo tuvo un traje en toda su vida y no quería que nadie se atribuyera conocerlo (en el sentido íntimo del verbo conocer). Me gusta Erich Kästner, gran lector de Arthur Schopenhauer y perdedor con estilo. Me gusta, en fin, la literatura que no es vanidosa. Esa es la razón por la que no me gusta Jorge Luis Borges. Borges es lo más vanidoso que le ha ocurrido a la literatura latinoamericana. Su tan citado verso: Lego la nada a nadie no es original y esconde la esperanza de que sus lectores no conozcan las ideas mal traducidas al español de Arthur Schopenhauer. Cuando Borges entraba a los salones, los inundaba de fétida vanidad hasta transformarlos en irrespirables. Es buena cosa que no fuimos contemporáneos. No leo a Borges porque prefiero leer los originales, los textos de Arthur Schopenhauer, para quien la vida podía ser vista como un episodio inútil y molesto en la eterna tranquilidad de la nada (Paralipomena § 156).

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