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A propósito de Quevedo: una reflexión sobre el español.

por Laura Sofia Maldonado
Artículo publicado el 08/06/2020

Resumen
A raíz de Cuento de cuentos, la obra de Francisco de Quevedo, se reflexiona sobre el uso del español, sus coloquialismos y libertades, y se propone una diferencia con respecto al castellano. La pregunta que el lector debe tener en cuenta en todo momento es: ¿tenemos control y voluntad sobre nuestra lengua? ¿O acaso simplemente nos vemos como usuarios de ella, incapaces de modificarla?

Palabras clave: Quevedo, español, castellano, lenguaje, diccionario

 

Dice Cervantes en el Viaje del Parnaso que Francisco de Quevedo es hijo de Apolo e hijo de Calíope musa es decir, hijo de la poesía. Borges a su vez llama a Quevedo el literato de los literatos. La conclusión de ambas afirmaciones es sencilla: Quevedo es un hombre de letras. O, mejor dicho, El hombre de letras, con mayúscula. Y los hombres de letras que ostentan autoridad, sea esa o no su intención, terminan convirtiéndose en puntos de referente para el uso de la lengua.

Quevedo se mueve entre juegos verbales, exquisitez barroca y juegos conceptistas, es un poeta de opuestos y contraposiciones que, más allá de sus temas (del tiempo, la vejez, la vida, lo fugitivo, lo duradero, el amor y la muerte), se preocupa, sobre todo, por el uso de la palabra. Tanto Cervantes como Borges lo comprendieron al indicarnos que debíamos observar el instrumento del poeta: las palabras, y consecuentemente el lenguaje. En Quevedo, como se puede ver en algunos de sus poemas, encontramos fácilmente cierto ascetismo estoico. Este ascetismo, este ejercicio reiterado del lenguaje no es sino una de las muchas caras con las que vemos al maestro del Siglo de Oro. Leemos sus obras y observamos que las palabras se llevan el protagonismo absoluto, está la historia, están las imágenes, está la emoción pero, principalmente, está el lenguaje. No podemos ignorarlo, se roba nuestra atención, nos llama, y nos maravillamos. Después de todo, parafraseando a Borges, las piezas que nos entrega Quevedo son objetos verbales.

Borges, en Quevedo, dice que todos los escritores de fama universal tienen un símbolo, algo como una luz que se ve a la distancia y nos permite distinguirlos, reconocerlos, admirarlos. Pues bien, el símbolo de Quevedo, su firma personal, es el impecable y egregio uso del lenguaje. Podríamos saltar a cualquiera de sus poemas con avidez, o adentrarnos a alguno de sus maravillosos textos en prosa como Vida de Marco Bruto (1644) o Historia de la vida del buscón llamada don Pablos (1626) para comprobar que Quevedo es, en efecto, un maestro del castellano. Sin embargo, revisar Cuento de cuentos es tanto más curioso, pues en esta obra Quevedo, si bien continua como el poeta de “frenético alarde de maestría idiomática” (Lida, 1972, p. 259) o como el maestro que exhibe su “absoluto respeto a la lengua como código infranqueable” (Carreter, 1966, p. 41), en esta ocasión lo hace mostrando los “desatinos” del uso del español. Quizás es por ello mismo que Quevedo sirve tan perfectamente para iniciar una reflexión sobre el español, sobre su uso y sus particularidades. Se nos ha dicho que “el arte de Quevedo extremó el dominio de los recursos del idioma. Su labor infatigable, complicada y desbordante de creación, prestó a la lengua ductilidad no superada, plegándola a los más ágiles saltos del ingenio y a la mayor hondura conceptual” (Lapesa, 1981, p. 354). Pero ¿en verdad se puede pensar en términos de ductilidad al referirnos a Quevedo? ¿Es el español en la pluma del poeta deformable y maleable? Y si lo es, entonces, ¿hasta qué punto? Quevedo, al menos en la obra que nos concierne, defiende el impecable uso del lenguaje con vehemencia, pero la defensa que hace corre el terrible peligro de convertirse en una camisa de fuerza.

En Cuento de cuentos, el lenguaje vuelve a ser el protagonista, el motivo máximo para esta producción literaria; pero es un lenguaje que deja la pulcritud de lado y que Quevedo explota para crear un maravilloso absurdo. “El lenguaje —ha observado Chesterton (G. F. Watts, 1904, pág. 91)— no es un hecho científico, sino artístico; lo inventaron guerreros y cazadores y es muy anterior a la ciencia.» Nunca lo entendió así Quevedo, para quien el lenguaje fue, esencialmente, un instrumento lógico” (Borges, 1948). ¿Puede un lenguaje volverse absurdo? Los lingüistas, los filólogos y los semiólogos podrían argüir que un lenguaje es absurdo si fracasa a la hora de comunicar. Pero ¿acaso un idioma que expresa en exceso (con demasiado entusiasmo, por ejemplo) puede pensarse como un idioma torpe, ridículo o bárbaro?

La relación entre Quevedo y el lenguaje parece intrínseca. Siempre el lenguaje, siempre el bendito, o el maldito según sea el caso, lenguaje. Así lo explica Quevedo en una carta del 17 de marzo de 1626 escrita a Don Alonso Messía de Leyva (mismo año de la publicación de Cuento de cuentos) que empieza con una frase curiosa y elocuente: “donde se leen juntas las vulgaridades rústicas, que aún duran en nuestra habla, barridas de la conversación”. En esta frase se sintetiza mucho de la postura que tiene nuestro poeta. La carta, crítica y satírica, ha servido de prólogo en las ediciones modernas y en ella se lamenta nuestro maestro: “la habla que llamamos castellana, y romance, tiene por dueños todas las naciones, los árabes, los hebreos, los griegos” y por ello mismo, “le sucede lo que a la capa del pobre, que son tantos los remiendos, que su principio se equivoca con ellos”. El español parece estar a disposición de todo el mundo, se moldea con el habla, se reinventa, se transforma: de aquí proviene su riqueza. Pero Quevedo teme que las transformaciones (hechas con excesiva libertad) lleven a que su amada lengua termine siendo usada como a cada quien le parezca, dicho burdamente. Quevedo escribe Cuento de cuentos para reflexionar sobre esto “y para ver a cuál mendiguez está reducida la lengua Española”.

Quevedo termina la carta diciendo: “Yo, por no andar rascando mi lenguaje todo el día, he querido espulgarle de una vez en esta jornada, donde yo sólo no tengo que hacer. Y en este cuento he sacado a la vergüenza todo el asco de nuestra conversación; que si no tuviere donaire, ni mereciere alabanza no carece de estimación el trabajo, en recoger tan extraños desatinos.” Ya resulta suficientemente significativo el juicio que realiza Quevedo al llamar “vergüenza” y “asco” a cierto uso oral del español. En la obra se explora, por ejemplo, el sinsentido de expresiones como “poner pies en pared” frase absurda y coloquial que quiere decir ser obstinado o mantener con tenacidad un punto. Estas frases ya no se usan pero han sido reemplazadas por otras igual de caricaturescas, como el “se me fue la paloma” o el “calla esos ojos” que decimos con tanta naturalidad. Frases que, a pesar de que carezcan de lógica alguna, tienen innegablemente cierto encanto. Una cosa es clara, a pesar del deseo de ascetismo de Quevedo, de sus amonestaciones y buen ejemplo, el uso del español no ha cambiado mucho en cerca de cuatro siglos: ¿cómo debe usarse el español? Y ¿cómo se usa realmente?

Como hombre apasionado por el uso del lenguaje, Quevedo abominó los idiotismos, los frasemas (que no es sino el término lingüístico para referirse a aquellas frases que obtienen sentido en su totalidad y no por partes, esas frases que son invenciones y expresiones populares y que analizadas lógicamente carecen de sentido alguno), los coloquialismos, en fin, todas estas expresiones que se escuchan cotidianamente y que resultan, para un hombre amigo de la lengua, aberraciones sinsentido. En Cuento de cuentos hay cerca de 350 locuciones o frasemas (entre las cuales podríamos distinguir las locuciones verbales, adverbiales, adjetivales, nominales…) Esta carga excesiva, barroca, se usa con el propósito de mostrar la barbaridad con la que se usa el lenguaje, y quizás hasta cierto punto, también de poner en ridículo a quienes se expresan de esta manera.

El ridículo que quiere ilustrar Quevedo, claro, no se reduce exclusivamente al lenguaje, pues la misma historia intenta demostrar el sinsentido extremo. Cuento de cuentos trata de una joven viuda y un muchacho que, para usar el alto lenguaje de Quevedo, es un pelafustán. Los dos jóvenes están enamorados y esto resulta escandaloso, no solo para el padre que decide internarla en un convento, sino también para los vecinos, el alguacil y hasta para el escribano. La historia se convierte en unos de esos casos de, si se me permite la expresión, “pueblo pequeño infierno grande”. Todos se entremeten y el pequeño escándalo aumenta cuando llega una carta de la pupilera en la que acusa al muchacho de ser un belitre. Deciden colgar al muchacho y se vuelve casi una pequeña celebración. Es decir, a Quevedo no le falta razón cuando afirma al inicio de la historia que esta es “una de todos los diablos”. Por suerte todo se resuelve cuando finalmente los dos jóvenes se casan. La simetría que crea el poeta español no podría ser mejor para sus propósitos, pues la escena que nos presenta pretende ser tan irrisoria como el lenguaje que se usa para ilustrarla.
Un pasaje, elegido al azar, es suficientemente demostrativo:

“Traía un billete de la Pupilera para el Licenciado; diósele, y él dijo: Hablen cartas, y callen barbas; aquí está quien no me dejará mentir; y el papel decía, ni más, ni menos. Señor Licenciado, ese belitre, que se hace el tuáutem deste negocio, tiene muy malas mañas, y no le alcanza la sal al agua, y todo es carantoñas. Yo quedo la más amarga del mundo, y echada por puertas; y sé, que él, y su mujer me están royendo los zancajos, y le advierto, que si no calla, le ha de costar la torta un pan; y que entiendo poco de filis, que no se ponga conmigo a tú por tú; y me crea, que estoy muy amostazada, de ver que se haga zorrocloco, y nos venda bulas. Que se guarde del diablo, que ahora es todo tortas, y pan pintado, y que todo esotro es andarse por las ramas; y que por mal término, no hay hacer carrera conmigo, que le veré la boca a la pared, y no le daré una sed de agua. Levantose un remusgo, que hasta allí podía llegar, y daban todos diente con diente, y tiritaban de oír tales cosas.” (Quevedo, 1626)

La cita anterior hace referencia a ese momento ya mencionado de la historia en la que llega la carta de la pupilera. Muchas de las expresiones nos son desconocidas, las palabras no nos resultan familiares, pero uno puede entender el significado de la escena en su unidad. Sin embargo entender “las partes del todo”, las palabras en su individualidad, se nos dificulta más que entender el sentido de la frase completa, como en el siguiente ejemplo: “que él no se había de casar a medio mogate; no mas de llegar; y zascandil, a osadas, que lo entiendo todo” (Quevedo, 1626) el mozuelo se niega a casarse, eso lo percibimos, pero las demás palabras se escapan a nuestro entendimiento.

Este es un texto que, a menos de que se tenga un conocimiento muy amplio del español resulta prácticamente imposible de leer sin la ayuda de los pies de página, las aclaraciones y traducciones o actualizaciones del lenguaje. Frases como: “Que no le untasen el casco, que les pegaría a mantiniente con la de rengo” (Quevedo, 1626) carecen de sentido para los nuevos lectores y ¿cómo comprender expresiones como “echar el gato a las barbas” o “estar de veinticinco alfileres”? ¿Cómo leer una obra que nos remite a varios siglos atrás? ¿Cómo saltar de nuestro lenguaje a ese de antaño? ¡Como si se tratase de dos idiomas diferentes!

Desconocer nuestro propio lenguaje, como si fuera extranjero, no debería avergonzarnos, es difícil llegar a conocer un idioma en su totalidad. Pero quizás no debemos dominarlo perfectamente, sino pensarlo y ser críticos frente a él. Y en todo caso resulta muy curioso al leer este corto pasaje intentar traducir lo que sucede lingüísticamente a nuestro tiempo. Quevedo se lamenta de estas conversaciones que parecen el resultado de una terrible falta de educación. Iletrados, analfabetos, indoctos, incultos, los personajes de Cuento de cuentos ignoran el buen uso de la lengua pero tienen un eminente conocimiento de sus propias palabras. Aun en nuestro tiempo, para saber cuántas palabras tiene algún idioma, se suele estimar un 30% adicional a lo que indica el diccionario. Es decir, hay aproximadamente un 30% de palabras que no se incluyen en los diccionarios pero que hacen parte, por su extendido uso, de una lengua. Esas palabras que el diccionario no conoce o decide ignorar son palabras que la gente conoce profundamente. Así que, o bien el diccionario está incompleto, o debemos empezar a aceptar las palabras no oficiales y los usos no reglamentarios de la lengua.

Pero regresemos a Cuento de cuentos para revisar los cambios de nuestro idioma y para descubrir palabras como: “repapilarse”, “calamocano”, “zipizape”, “faraute” “dingolondango”, “argamandijo” “bergantón”, “zurriburi” o “chisgarabís”. Palabras que ya no usamos, que hemos dejado en el olvido, como si perteneciesen a otros labios ajenos y desconocidos. ¿Comprendería alguien si en nuestras conversaciones introdujéramos frases como “hacerse zorrocloco” o “no alcanzarle la sal al agua” o “llevarse de bóbilis bóbilis”? Quizás nos hemos vueltos extranjeros a nuestro propio idioma. ¿Hasta qué punto lo desconocemos? Claro que Quevedo exclamaría que este no es nuestro lenguaje, que esta es una aberración, que este es el español denigrado y empobrecido y no debemos lamentar mucho su perdida.

Quizás vale la pena mencionar, llegados a este punto, la dificultad de traducción que presentan las obras de Quevedo. ¿Pero qué puede esperarse después de leer un corto pasaje de su obra? Quevedo se edificó sobre y para el castellano, por lo que esta dificultad en la traducción no resulta sorprendente. Quevedo no fue hecho para otras lenguas, él desea servir a su lengua materna. Pero la lengua de Quevedo parece distinta a la lengua del pueblo, ¿más elevada o más restringida? La lengua del poeta se encuentra inevitablemente atada al diccionario, y este, colmado de autoridad y ya mencionado, tendrá una curiosa importancia más adelante. La impecabilidad y precisión del lenguaje a la que llega Quevedo es tal que Borges (1948) llega a decir que “el español, en sus páginas lapidarias, parece regresar al arduo latín de Séneca, de Tácito y de Lucano, al atormentado y duro latín de la edad de plata”. Este latín, tan digno, tan regio, tan elevado, dista mucho de ser el lenguaje de este cuento y, aunque quizás aun le duela a Quevedo, dista también de ser nuestro idioma, que se encuentra tan impregnado por las expresiones populares que es difícil negar que son un componente más del español.

Dice Borges que a “Quevedo (…) todo lo salva, o casi, con la dignidad del lenguaje” (1948), pero una vez esta dignidad desaparece, una vez se entierra y se olvida para dar paso a los coloquialismos, a los neologismos, a los vulgarismos y al léxico jocoso ¿qué queda? Esta pregunta no concierne solo a Quevedo, sino al español mismo. Una vez desaparece la dignidad de un idioma (¿es posible que un idioma pierda su dignidad?) ¿qué queda? Quizás quedan posibilidades, invenciones, creatividad y cierta espontaneidad muy necesaria.

A Quevedo le interesan los cambios en las estructuras del lenguaje, busca formas ingeniosas de usar las palabras, quiere entender a qué se debe la claridad del castellano o si esta perspicuidad realmente existe. En medio de estas reflexiones se escribe Cuento de cuentos en el que se quiere retratar las peculiaridades del habla, digamos, el carácter idiomático del español: los registros jergales. Pero no nos equivoquemos, este lenguaje que tanto preocupa a Quevedo, si bien es tomado del habla popular, esta lejos de ser realista. Quevedo no pretende que su literatura sea un espejo del mundo, una trasposición fidedigna de la vida. Quevedo con su carácter satírico solo pretende hacer una exploración artística del lenguaje. No es un estudio lingüístico, ni un diccionario y, naturalmente, tampoco es la documentación de un antropólogo o un semiólogo.

Sin embargo, como mencionamos al inicio, los grandes maestros intervienen en la lengua a la que contribuyen. De los aspectos históricos particulares que tiene esta obra, debemos resaltar la mención en el Diccionario de autoridades (1726-1739) en la que Don Balthasar de Acevedo escribe:

“No dudo que en la desigualdád de génios de que se compone el vicio infeliz de nuestros tiempos no faltará quien quizás tenga à mál trabájo tan à todas luces grande, valiendose de lo que por gracejo expresó en la prefación de su Cuento de cuentos el discretissimo don Francisco de Quevedo, honor y gloria de nuestra lengua; pero fuera de que este ingénio dixo su sentir en la obra que en sus tiempos corría, y ahóra vemos debaxo del titulo de Thesoro de la Léngua Castellana”. (Candelas, 2009)

Así que, si bien este texto no es un diccionario, debemos aclarar que esta obra fue de los mayores contribuyentes al Diccionario de autoridades. Sin Cuento de cuentos la obra lexicográfica pecaría de extrema pobreza. De hecho, la mayoría de locuciones están registradas en el diccionario académico gracias al Cuento de cuentos. Es entonces muy curioso pensar que Quevedo se esconde, hasta cierto punto, en todos los diccionarios de lengua española, y quizás también en todos los libros que juegan con el lenguaje (o para contradecirlo o para apoyarlo).

El prólogo al diccionario explica que la norma culta del lenguaje está sustentada por la pluma de los excelsos escritores que “han tratado la Lengua Española con la mayor propiedad y elegancia: conociéndose por ellos su buen juicio, claridad y proporción, con cuyas autoridades están afianzadas las voces”. Los escritores por tanto construyen, alimentan y rectifican el lenguaje. Quevedo, alto latinista y experto del lenguaje entra en la lista de autoridades, pero además de mostrar cómo ha de ser el uso correcto del castellano, también demuestra las “barbaridades” que pueden ser cometidas en su nombre.

Quevedo es Cuento de cuentos, es decir, un hombre preocupado por el lenguaje. Pero la preocupación que se tiene por el lenguaje puede llegar a ser excesiva. Observemos por ejemplo el lema de la Real Academia Española. “Limpia, fija y da esplendor” clama desde 1713. Es la “limpieza” y “fijeza” lo que parece importar a las autoridades, y en buena parte, también a Quevedo. Y estos son elementos que solo la pureza del castellano puede darnos. Solo este dialecto romance puede alcanzar semejante perfección. La limpieza después de todo se mantiene gracias al casticismo, “castizo deriva de casta, así como casta del adjetivo casto, puro. (…) De este modo, castizo viene a ser puro y sin mezcla de elemento extraño” (Unamuno, 2005). El castellano, ese dialecto sin mendiguez, es el lenguaje elegante que no parece la capa del pobre; pero esta lengua no es el español. Quizás el español sea el castellano corrompido, pero también es el castellano vivo. La expresividad se esconde en el español, no en el castellano. El español ha ido adaptando palabras de otros idiomas y otras culturas, del árabe, del griego, y tras la conquista, de lenguas indígenas. La fijeza es algo que no podemos pedirle al lenguaje, siempre cambiante, si dejara de moverse, si dejara de adaptarse, estaría muerto.

De esta manera podemos proponer una diferencia entre el español y el castellano y rechazar que son sinónimos, como generalmente se ha creído. Quizás es cuando se baja al castellano de su pedestal de pureza, que nace el español y, en esta misma lógica, podríamos argumentar que el español es el castellano enriquecido. ¿Qué sería de una lengua que no cambia y no aprende de otras? Esos remiendos de los que se lamenta Quevedo, esas adiciones del árabe o del náhuatl, son terriblemente valiosas. Abren posibilidades para nombrar al mundo. Si obedecemos a esta tímida propuesta, entonces tendríamos que aceptar que a Quevedo le preocupa el castellano y no el español. Es posible que el mismo español sea, exagerando, claro, aquello en contra de lo que se posiciona Quevedo. La lengua de producción literaria de Quevedo es, a todas luces, el castellano y no el español.

Si aceptamos esta diferencia entre el español y el castellano, entonces quizás el lema de la Real Academia Española sea absolutamente perfecto para el dialecto puro, pero pobre e insuficiente respecto al idioma tan difundido y variado que es el español. ¿Cómo hacer lo que Octavio Paz dice en su famoso poema Las palabras si tanto nos preocupa la limpieza, la pureza y la fijeza de una lengua? ¿Cómo azotar a las palabras, caparlas, hacerlas sangrar y torcerles el gaznate si debemos protegerlas como a jovencitas puras? La pureza se quedó en el castellano. Las palabras manoseadas que usamos en un ataque de ira o que soltamos al aire con libertades que no nos pertenecen, que tienen color y vida, que suenan a lengua desconocida, las que tienen energía y están cargadas de errores pero son profundamente humanas, esas, son palabras en español.

El español debe ser abierto, quizás no para la academia, pero sí para como lo comprende la gente. La apertura de un idioma permite su uso, permite que se ajuste a las necesidades de expresión del ser humano. Que se moldee si hace falta. Incluso, si se quiere, que se le use indiscriminadamente. Debemos considerar, ¿puede haber una lengua con esplendor, que no tema al cambio, que no sea vetusta y restringida? Los diccionarios insisten en un uso correcto del lenguaje (¿existe tal uso?) con un poco de rigidez y con cierta severidad, pero quizás lo que desean en su austeridad y con su infinidad de reglas es simplemente que al lenguaje se lo trate con la dignidad que merece. Ahora lo que debemos pensar es si, efectivamente, se pierde la dignidad cuando se usa una lengua como en Cuento de cuentos.

Por esto mismo, más allá de la crítica a los frasemas, que es a fin de cuentas perdonable e inevitable en el español, Quevedo hace varios puntos interesantes. Nos explica por ejemplo que no se dice malhablado sino “malhablador” de forma que incluso aquellas personas que se enorgullecen de su erudición y critican a otros de “malhablados” están equivocados, y, hay que decirlo, esta es una bonita ironía. Nos explica también que decir “no quiero nada” es erróneo, pues es la doble negación ¿y quién no lo ha dicho alguna vez? Si bien algunas críticas de Quevedo pueden parecer excesivamente puristas, como si se tratase de un hombre que no comprende el sentido metafórico o hiperbólico de las expresiones (cuando en realidad lo domina con soltura), sus críticas vienen, en realidad, de una profunda comprensión del idioma. Se permiten las licencias, después de todo, el lenguaje está hecho para que se juegue con él, de forma que se permiten las expresiones, se permiten los sinsentidos, pero no se permite el error.

¿Cuál es el error? ¿Qué es, por lo tanto, lo que nos pide un texto como Cuento de cuentos? ¿Qué abandonemos los frasemas? ¿Qué dejemos de lado las expresiones populares? ¿O solo nos pide que seamos conscientes de ellas? Para Quevedo son aberraciones del lenguaje y no pretendemos suavizar o congraciar a Quevedo con las locuciones verbales, no es posible. Intentar que se perciba Cuento de cuentos como otra cosa que la burla a las vulgaridades rústicas del habla popular sería insensato. Efectivamente Quevedo las desprecia y lo demuestra creando un parloteo constante en las conversaciones, una cháchara irrefrenable, una abundancia de palabras inútiles y vanas. Pero son palabras, a pesar de todo, terriblemente elocuentes y reveladoras. Quevedo las llama “extraños desatinos”, son estrafalarias e inadecuadas para nuestro poeta pero están tan irremediablemente vivas, y contienen tanta emoción, que si apagamos a la voz desaprobadora, al censor que nos posee, podemos llegar a maravillarnos y a divertirnos con las posibilidades de las conversaciones.

Antes de cerrar, como hemos insistido en el posible impacto de los escritores en la lengua, vale la pena mencionar el caso contrario y ver cómo a veces la norma culta de la lengua no es apoyada por los autores. ¿Qué diría Quevedo de la propuesta de García Márquez acerca de jubilar a la ortografía? A lo mejor haría una sátira al respecto. Escribiría un poema o un cuento ignorando las reglas ortográficas. Pero nosotros tendríamos que preguntarnos ¿se pierde el valor literario de una obra si se confunde una g con una j? ¿O acaso pierden las palabras su valor si no se le añaden las tildes correctas? Un fervoroso defensor de la lengua, como nuestro poeta madrileño, no consideraría estas cuestiones de la lengua nimiedades y argumentaría que la ortografía misma es una parte esencial del castellano y por tanto no debe cuestionarse su uso. Pero siendo así, ¿de qué depende el esplendor de un idioma? Vale la pena preguntarle a las autoridades del español, a los diccionarios que todo lo saben y todo lo hacen correctamente, ¿cómo se entiende el valor o los desatinos de un idioma? Y, claro, también se le puede preguntar a la literatura si no debe ella atreverse a renovar y crear el lenguaje, o si, acaso, su labor es ser su guardián y protegerla de toda imperfección, custodiando celosa cualquier corrupción.

Las reflexiones que se pueden hacer a raíz de Cuento de cuentos son curiosamente actuales. El debate sobre el uso correcto de la lengua no se ha cerrado y quizás no se cerrara nunca. Siempre se encontraran personas que por un lado sostengan que el lenguaje debe permitirse licencias estrepitosas y divertidas, que los hablantes de una lengua tiene derecho a ignorar o expandir las normas que lo ciñen. Y esta el otro bando, siempre de acuerdo con Quevedo, formado por aquellos que son críticos, correctos y mordaces. Están también aquellos que se encuentran en el medio, que temen una anarquía desenfrenada e inútil pero que comprenden la importancia del cambio y que permiten que, de vez en cuando, se omita alguna regla. La pregunta en cualquiera de los casos es la misma: ¿cuánta libertad tenemos sobre el español?

 

Bibliografía:
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https://www.academia.edu/2250648/La_poes%C3%ADa_burlesca_de_Quevedo_una_lengua_en_ebullici%C3%B3n
– Borges J. and Casares A. (1948). Selección y notas de J.L.B. y Adolfo Bioy Casares. Prólogo de J.L.B.. Buenos Aires: Emecé editores.
– Candelas M. (2009). Quevedo y el Diccionario de Autoridades. Disponible en:
ttps://www.academia.edu/687850/Quevedo_y_el_Diccionario_de_Autoridades
– Carreter, L. (1966). Estilo barroco y personalidad creadora.
Salamanca: Anaya.
– Cervantes, (2003). Viaje del Parnaso. Editorial del cardo. Disponible en:
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– García Márquez, (1997) Botella al mar para el Dios de las palabras.
Disponible en:
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– García- Page. (2013). La fraseología de Cuento de cuentos de Francisco de Quevedo en Anuario de Estudios Filológicos vol. XXXVI, 55-67
– Lapesa R. (1981). Historia de la lengua española. Madrid: Editorial Gredos.
– Neruda P. (2019). Pablo Neruda: Viaje al corazón de Quevedo. Disponible en:
http://santosnegron.tripod.com/lasoledadylosestudios/id4.html
– Paz O. Las palabras. Disponible en:
https://www.poemas-del-alma.com/las-palabras.htm
– Quevedo F. (1877). Cuento de cuentos. Luarna ediciones
-Unamuno M. (2005). En torno al casticismo. Madrid: Ediciones Cátedra.
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