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Burocracia y literatura.

por Carlos Yusti
Artículo publicado el 01/05/2003

A Franz Kafka se le ha señalado como el mejor retratista, en sus novelas, de ese mundo del papeleo, oficinas y demás intríngulis legales que parecen no conducir a ningún lado convirtiendo la vida cotidiana en un absurdo bituminoso. José Saramago retoma esta patología de la burocracia en su novela «Todos los nombres» y realiza a su vez un boceto lúgubre y despiadado sobre ese averno de oficinas, papeles y funcionarios.

El hecho de burocracia, más extraño y patético, no pertenece al universo de la ficción literaria, sino a la tintiniante e indigesta realidad. La relata Walter Benjamín en uno de sus ensayos. Trataré de colarla en este escrito, apoyándome en las muletas de la memoria. Relata Benjamín que el canciller Potemkin, perteneciente al enturbiada parafernalia del poder zarista, era afectado con regularidad por intensas depresiones nerviosas, las cuales iban y venían descuadrándole un poco su metódica existencia de funcionario al frente de un cargo delicado y de vital importancia para el estado.

Cuando estas crisis depresivas acorralaban a Potemkin, este se retiraba a su habitación y sentado en su cama se quedaba absorto mirando la penumbra o se roía las uñas sudoroso y volátil. En cierta oportunidad una de esas depresiones se prolongó más de lo esperado y en su despacho la montaña de papeles que necesitaban su firma iba creciendo ante la alarma vana de los otros funcionarios. Potemkin estaba otra vez en su cuarto, pero ya llevaba semanas lidiando con los fantasmas de su espíritu. Los otros funcionarios sumidos en una inmovilidad angustiosa no sabían que hacer. En tal disyuntiva apareció, por casualidad, el gris e insignificante copista Shuvalkin. Ante la desesperación de los otros funcionarios tuvo el atrevimiento de preguntar sobre lo que sucedía. Algún funcionario explicó de malas maneras cual era la razón de toda aquella zozobra. Shuvalkin evaluó que eso de la firma era una bagatela y decidió actuar. Les rogó a los funcionarios que le diesen los papeles. Como estos no tenían nada que perder accedieron y le hicieron entrega de los documentos. Shuvalkin se dirigió, con un fajo enorme de documentos, hasta el cuarto de Potemkin. Sin llamar a la puerta entro con resolución. Sentado en su cama Potemkin se mordía con febril locura las uñas. Shuvalkin buscó en el escritorio una pluma y un tintero. Sin pronunciar palabra le colocó un documento al azar a Potemkin en sus rodillas. El canciller lo miró lejano. Empuñó la pluma y firmó como amasado en el vaivén de un sueño. Luego firmó otro y otro hasta que firmó en silencio y como un autómata todos los papeles que le presentó el diligente Shuvalkin. Finalizada la jornada el cagatinta salió con un gesto de triunfo. Los otros funcionarios se precipitaron sobre él y prácticamente le arrancaron los papeles de las manos. Retirados a un extremo de la habitación con avidez revisaron los documentos. De la algarabía pasaron al silencio y luego a un desconcertante asombro.

Shuvalkin indagó otra vez y entonces le mostraron los documentos hasta que se topó con la firma. Cada uno de los documentos en efecto había sido firmado: Shuvalkin, Shuvalkin, Shuvalkin…

Yo también he sido funcionario público y puedo afirmar que la experiencia no fue para nada placentera. No se aprende nada útil del oficio ejercido como funcionario y mucho menos de los otros compañeros y ni se diga de las personas que reclaman tus servicios y jamás quedan conformes. La vida del funcionario público es burda y sin angelación de ningún tipo. Quizá por esa razón esos funcionarios retratados por Kafka en sus novelas son una caricatura enriquecida, y en suma, más interesantes. La burocracia no es una categoría laboral, sino un destino. Ser un burócrata en buena lid requiere de mucho caradurismo. Se necesita estar acorazado con un espíritu anulado en la insignificancia, de una conciencia elemental y reptiliosa para desgastarse tras un escritorio colocando sellos y firmando papeles.

Como funcionario trataba de justificar lo que me pagaban. Escribía las cartas a tiempo. Firmaba con celeridad los documentos. Atendía con prontitud cualquier solicitud. Pero al final nada funcionaba. Parecía que una invisible conspiración iba paralela entorpeciendo y colocando trabas de todo tipo. Cualquier simple tramite se tardaba o se repetía hasta la náusea. Para al final descubrir que ya no tenía caso. Todo esfuerzo se diluía en espera, nuevas firmas, antesalas. Hasta el mensajero se equivocaba y el documento entraba en una oficina que no le correspondía y allí estaba meses hasta que algún otro funcionario, por azar, se percataba del error; pero ya era tarde y nuevos papeles ya habían recibido trato similares y el ciclo volvía a empezar de nuevo. Uno comprende a Bartleby, aquel funcionario creado por Herman Melville, que un día sin motivo aparente se revela y decide no hacer nada.

Bartleby es un funcionario insignificante, para más datos escribiente. Un buen día decide no ejercer más su oficio. Aunque llega puntualmente a la oficina de abogados, es honesto y callado se sienta en un escritorio y mira por la ventana donde un muro le cierra la vista. Cuando le dan documentos para que copie, o lo conminan para hacer alguna cosa, sólo dice: »Preferiría no hacerlo». Esta actitud intriga a su jefe, pero no lo despide porque él quiere conocer la trama real de aquella negativa. Bartleby no explica su actitud, no emplea ninguna filosofía de hipermercado para justificarse. Su pasiva desfachatez abisma.

Otro caso de burocracia extrema, en esta ocasión de abierta hilaridad, fue la que le sucedió al Nobel de Física Richard P. Feynman. En sus memorias, »¿Está usted de broma señor Feynman?» (cuyo traducción al italiano es sonoro y exquisito «Sta scherzando Mr. Feyman»). En cierta ocasión un agrisado funcionario, mezcla de nerd con estirado escribiente, del departamento de relaciones públicas de una prestigiosa universidad gringa contacta con Feynman. El motivo: la Universidad está interesada en que el destacado físico, todavía no había sido premiado, ofrezca una conferencia. Feynman recibe al funcionario en su casa y discuten el monto a cancelar por la conferencia. Feynman escéptico y un poco para divertirse le explica al funcionario que él rehuye de las conferencias por todo ese tramite del papeleo que hay detrás. El funcionario trata de explicarle que en su caso todo será menos engorroso. Entonces Feynman le dice al funcionario que si él tiene que firmar trece veces no aceptará el dinero. El funcionario sorprendido le asegura que exagera. Feynman sigue firme en su condición: »Si firmo 13 veces no aceptaré el pago». El funcionario sabe que esto de firmar tanto es puro cuento y acepta la condición del físico. Primera firma como aceptación del convenio.

Feynman ofrece la conferencia. Brillante. Todo el mundo está complacido y maravillado. Firma de la constancia de haber estado en la universidad dando la conferencia. Así fueron sucediéndose las firmas hasta completar el número de doce. Por fin el funcionario se apareció de nuevo en la casa del físico. Traía el cheque. Para entregárselo Feynman debía firmar de nuevo.

Trece firmas en total. La firma 14 sería el endoso el cheque. Feynman no quería el dinero. El funcionario se fue derrotado. A la semana siguiente llamó desesperado a Feynman. Le argumentaba que tenía que recibir el pago porque era muy complicado justificar un dinero que ya había sido destino.

Luego de muchos argumentos Feynman aceptó el dinero muerto de la risa ante el alivio casi cadavérico del funcionario.

Cierta vez soñé (o escribí) sobre los burócratas que pululan en la asamblea legislativa y cuyo único trabajo, al parecer, es levantar la mano. En mi sueño estaba en el recinto legislativo. Iba vestido de negro. El sitio parecía un mercado municipal. Había discusiones, gritos, insultos. El presidente de la asamblea micrófono en mano arengaba a sus otros colegas.

Por fin llegó el momento de la votación. Pero los funcionarios en vez de brazos tenían muñones, fragmentos de carnes colgantes. Sin brazos que levantar los asambleístas hacían esfuerzos por izar sus horribles muñones.

La desesperación los invadió y estalló el tumulto. En ese momento abrí los ojos y comprobé aliviado que todavía tenía brazos.

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Requerido.

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