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Panorama de la crítica latinoamericana de artes visuales en la década de los setenta. Periodización y Actualización.

por Guadalupe Álvarez de Araya
Artículo publicado el 13/08/2021

El presente trabajo, escrito hacia 1998, tuvo por objeto presentar un panorama general de la crítica en la década de los setenta. Para ello la autora examina algunos de los autores fundamentales de dicho proceso.

El auge de los estudios latinoamericanos comenzará hacia la década del cuarenta cuando Europa, asolada por la guerra, verificará la premura por la pregunta por «el origen cultural europeo». Esa pregunta tuvo su momento más álgido en lo que se denomina el «período romántico» que, desde su primera formulación ilustrada, reflexionaba en torno a la «pureza de lo primitivo». Así, no resultará extraño que los «horrores de la guerra» invitaran a buscar tanto un remanso como una «inspiración» para una Europa que se encontraba, transcurridos apenas veinte años, nuevamente ante el oscuro cuerpo de la guerra.

Simultáneamente, la misma guerra había conducido a los artistas e intelectuales europeos a América (Estados Unidos, Brasil y Argentina), quienes intentaban escapar de sus rigores y encontrar un suelo más calmo para desarrollar sus actividades. En este sentido, el mundo de las artes visuales verificará el ya vox populi cambio de giro de París a Nueva York. Y ese cambio, implicará, junto con el programa estadounidense para combatir la depresión económica tras el crash del veintinueve (que incluyó dos programas para el desarrollo de las artes), un crecimiento del mercado artístico en los Estados Unidos y, desde allí, un débil pero cada vez más creciente interés por las artes latinoamericanas, especialmente las mexicanas.

En el interín, vamos viendo el desarrollo de una crítica literaria que va constituyéndose en uno de los principales bastiones del «pensamiento latinoamericano», bastión que estará fuertemente influido por los movimientos políticos desarrollistas latinoamericanos que han ido dibujando el horizonte histórico-político de América Latina entre 1880 y 1930. Hacia 1940, esa crítica, formulada mayoritariamente para circular en prensa, comienza un irrefrenable viaje de actualización epistemológica que intenta describir, analizar y comprender la naturaleza, límites y condiciones de la literatura latinoamericana.

Si la crítica de artes en América Latina se ha mantenido a la zaga de la crítica literaria, esto es, se ha nutrido copiosamente de sus resultados y de sus instrumentales analíticos, ello se debe a que ha cumplido, desfasada y oblicuamente con sus mismos procesos.

En un inteligente e insólito libro sobre el proceso de la crítica literaria en América Latina en las décadas del cincuenta al setenta, Agustín Martínez examina lo que ha llamado la «modernización del régimen de producción intelectual en América Latina»(1).

Siguiendo el enfoque de Ángel Rama(2), Martínez se propone abordar la producción crítica del momento como expresión de una transformación más profunda del proceso cultural latinoamericano, en la medida en que la pregunta por América Latina contempla en sí los medios materiales que fundamentan la pregunta y la respuesta misma. Dicho de otro modo, si la pregunta sobre el sentido, propósitos y estrategias de la literatura latinoamericana debe formularse desde la conciencia de la literatura como hecho social, es decir como lenguaje, las disciplinas que formulan la pregunta han experimentado ellas mismas un proceso similar y por lo tanto constituyen modos discursivos enmarcados no sólo en las transformaciones epistemológicas de occidente, sino cuyo fundamento material lo constituye la Universidad, en tanto sistema cultural. Es decir, la inclusión del ejercicio de la crítica literaria latinoamericana en sus universidades, constituye no sólo un principio metodológico de aproximación al fenómeno, sino que incide cualitativamente en la naturaleza de sus resultados. Esto es, Martínez ha rastreado y justificado estéticamente la «forma» del pensamiento contemporáneo en América Latina desde el «rayado de cancha» impuesto por el régimen de producción universitario.

Las décadas del cincuenta al setenta constituyen un momento fundacional para la crítica y la historia del arte en América Latina, en cuanto ésta inicia su proceso de modernización con vínculos en el campo universitario más bien frágiles, es decir, estas flotan sobre el nuevo medio de producción intelectual. Sólo en la década del setenta comenzarán a producirse en América Latina historiadores del arte al interior de las universidades. Hasta entonces, esa disciplina ingresa a la universidad bajo la forma de cursos electivos o de formación general para otras disciplinas, no necesariamente humanísticas. Por otra parte, esos historiadores están recepcionando a las vanguardias tardías, las que mayoritariamente no incluirá en sus investigaciones ni tampoco en los cursos obligatorios para las Escuelas de Artes Visuales. Esas vanguardias sólo tendrán cabida en el ejercicio crítico, el cual está mayoritariamente relegado al medio que le había sido natural: la prensa(3).

Por otra parte esos historiadores escasamente pretendían dar miradas globales sobre la producción continental, sino que se encontraban apegados mayoritariamente al examen de aspectos y problemas específicos al interior de las historias nacionales, cuestión que, por lo demás, es una constante aún hoy y que casi sin lugar a dudas, tiene la misma raigambre, es decir, la fragilidad de los sistemas artísticos, cuestión que también debe jugar un rol preponderante tanto en la progresiva e insistente «contaminación» de las disciplinas referidas al campo artístico, como de su giro hacia los Estudios Culturales.

Sin embargo, y a pesar de lo anterior, la década del setenta verá la proliferación insólita de estudios abarcadores que aspiran a englobar la producción continental y una incipiente -y breve- preocupación por el rol y la situación de la crítica de artes, lo que implica una transformación en la comprensión misma de la historia y de la crítica de artes como disciplinas. Y de hecho, esa transformación busca hacerse cargo de la pregunta por la identidad -constante indiscutida de la cultura latinoamericana- en cuanto pregunta por la disciplina.

En efecto al promediar la década del sesenta la UNESCO convocó a diversos intelectuales a constituir una serie de congresos que más tarde verían la luz pública bajo el rótulo «América Latina en…» sus artes, su literatura, su música, etc. Dicho sea de paso, una de las peculiaridades de dichos encuentros es la inclusión del Brasil, que había sido separado de los estudios continentales, en parte por la barrera idiomática, en parte por su singular historia política; el problema y el sentido de la inclusión del Brasil, es un tema que, por el momento no vamos a abordar aquí, pero que sin duda se vincula no sólo al peso político del Brasil en los circuitos artísticos latinoamericanos e internacionales, sino también a los «resultados» arrojados por las ciencias sociales en cuanto, desde la perspectiva estructuralista, describía los mismos procesos políticos, económicos y sociales desde una macro diacronía.

Pues bien, el congreso relativo a las artes, convocado en la ciudad de Quito en junio de 1970, tuvo una organización tripartita que consultaba sobre la posible tradición de las artes visuales latinoamericanas, la situación y función de la crítica de artes y problemas de la historia del arte cuando ésta se refería a América Latina(4).

El primer punto fue abordado mayoritariamente desde la cuestión del mestizaje -como insinuaba la convocatoria-, ya sea desde una teoría del mestizaje o desde la perspectiva de la teoría de la transculturación. El segundo punto fue abordado desde la posibilidad misma de existencia de una crítica hasta los rasgos utópicos que tal actividad contempla en tanto extensión de los proyectos utópicos del S. XIX y de la primera mitad del S. XX. El tercer punto, finalmente, se encontró ante un problema que estaba desapareciendo del horizonte de las discusiones teóricas en Europa: el problema del concepto de estilo. Con él, se ponía el acento en una actividad propia de la historia y que se encuentra en los fundamentos del conocimiento que ella genera: la periodización.

Algunos problemas de la periodización de la historia del arte latinoamericano
La historia del arte latinoamericano ha establecido una tajante división entre el arte colonial y el arte republicano y del siglo XX. El criterio que prima es el de división histórica a partir de la organización política de América Latina. Ello muestra, entonces, la dependencia que esas historias tienen de la Historia en general, en la medida que los historiadores están, hasta bien entrado el siglo XX, examinando el desarrollo y construcción de la nación.

A éste se supedita el criterio de división del imaginario culto entre lo religioso y lo profano y/o civil, en la medida en que América Latina pasa del gobierno ideológico de la Fe al de los ideales republicanos y a la posterior inserción en el capitalismo internacional. No obstante, el primer punto de vista permitió a los historiadores de las décadas del sesenta y del setenta, englobar el arte latinoamericano de cuatro siglos a partir de las condiciones de producción bajo el imperio de la dependencia cultural o ideológica.

Hay, sin embargo un segundo punto de vista, según el cual América Latina se constituye como tal en el Siglo XX, mismo que no pertenece propiamente a la índole de las reflexiones decimonónicas que pretendían distanciarse del período colonial. Según éste, el fin del siglo XIX se visualiza como un crisol que modelará las futuras condiciones de producción del siglo XX y, por ello, el período colonial aparece como un mundo totalmente ajeno a las aspiraciones y procesos de los siglos XIX y XX. En general, los programas académicos al respecto visualizan la Historia del Arte Latinoamericano dividido en tres períodos claramente diferenciados: arte colonial, arte republicano y arte del siglo XX. Por su parte, los estudios de fuerte raigambre antropológica, han engrosado esta discusión al incorporar la producción popular y artesanal tanto de las urbes como del mundo rural de las diversas regiones latinoamericanas, preguntándose sobre la superposición temporal de las prácticas culturales e ilustrándolas con análisis que ponen el acento de sus reflexiones en los modos de vida arcaicos que laten en dichas supervivencias.

Quisiera describir los diferentes sentidos que dichas periodizaciones sostienen y, con ello, situar las diversas concepciones históricas y críticas que de ellas emanan o que han constituido las matrices a partir de las cuales, dichas prácticas históricas y críticas han derivado.

La década de los veintes presenta un conjunto de rasgos sintomáticos del pensamiento latinoamericanista en el que necesariamente se inserta la crítica de las artes visuales en América Latina. Si por una parte América Latina está viendo el embate estadounidense que pretende construir un colchón económico que le permita la básica operación de reproducción del capital, por otra, nuestros países se esfuerzan por construir modelos estatales que conduzcan al desarrollo económico y espiritual de nuestras naciones(5). En este contexto, la respuesta latinoamericana concentrará su atención en el Arielismo(6), el cual funcionará como espíritu motor de las diversas propuestas plásticas y críticas de ese momento.

La pregunta por la identidad se verá así signada por el balance negativo que la intelectualidad latinoamericana establece cuando compara la producción cultural latinoamericana con respecto a la europea, y este balance se vuelve tanto más negativo, cuanto éste se establece con respecto al desarrollo económico de las naciones europeas e incluso el de los mismos Estados Unidos.

El proyecto de construcción de las naciones había ya arrojado un primer balance negativo hacia mediados del siglo XIX, cuando se pretende paliar las deficiencias económico-sociales de América Latina, en el caso chileno por ejemplo, mediante la importación de ciudadanos alemanes (operación que, por lo demás, implicaba que las deficiencias económico-sociales tenían una raíz étnico-cultural). De hecho ese mecanismo demuestra la apreciación negativa que nuestros intelectuales tienen sobre el «espíritu de los pueblos» latinoamericanos. Coincidente con, y desde el positivismo, esa empresa demuestra su improbabilidad de éxito cuando se considera las influencias que el medioambiente ejerce sobre el espíritu de los hombres. La salida al problema la dará la inexorable anexión de América Latina a la economía liberal que impulsa la expansión imperial del capital. Y esa misma anexión hará relucir aún más dichas deficiencias, cuando se hace evidente que, América Latina no se encuentra en condiciones de incorporarse competitivamente a la economía liberal sino que debe hacerlo en condiciones de dependencia.

En este contexto, el utopismo arielista que impulsó a la mayoría de los intelectuales de habla hispana apuntaba a paliar las deficiencias culturales y espirituales de América Latina frente a Europa y, especialmente, a los EE.UU., puesto que el impulso teórico del arielismo se concentraba en el proyecto pedagógico que, teniendo sus raíces en el momento fundacional de las naciones, había también bebido de la tesis optimista y afirmativa del «pueblo joven» gestada ya en ese momento. Juventud y «originalidad» serán los lemas (o bien las matrices cognoscitivas) de América Latina, tal y como han señalado Ángel Rama, Antonio Cándido, Jean Franco, Agustín Martínez, Marcos García de la Huerta, entre otros.

El positivismo había puesto el acento en el componente racial del desarrollo y expresión cultural de los pueblos. A partir de allí, José Vasconcelos propondrá su teoría de la «raza cósmica», aquella que, por herencia y por las peculiaridades de origen y despliegue cultural, heredaría el futuro. Ese futuro se concebía aún muy ligado a la tierra -cuestión que de todas formas se encontraba vinculada desde sus fundamentos decimonónicos con el problema de la Nación y que coincidía con las principales preocupaciones del México revolucionario- pero ya ese futuro se orientaría a los proyectos de expansión industrial al interior de nuestras naciones, y que dibujándose en los veintes, intentarán hacerse realidad a partir de los treintas.

Si la pregunta por la identidad comportó desde sus inicios un amago de respuesta en el componente racial y en el despliegue de una subjetividad condicionada por las determinaciones climáticas y geográficas, a partir de la década de los veintes esa pregunta buscará respuestas al interior de un futuro urbano e industrial que, en el terreno de las artes visuales encontrará un primer modelo en la incorporación latinoamericana a los vanguardismos internacionales.

En efecto, la noción de la juventud de la raza, de la nación, del continente, ofrecerá una primera justificación a la periodización mimética de los procesos artístico-visuales latinoamericanos con la marcha triunfal de los estilos europeos. Los vínculos entre el giro solícito hacia Francia desde fines del S. XVIII hasta casi mediados del S. XX, se enmarcan en una complejo tramado de relaciones de entre las cuales resaltan las nociones de Nación y Ciudadano(7), por una parte, y por otra el rol cultural jugado por Francia a lo largo del S. XIX hasta la Segunda Guerra Mundial. Esos vínculos se expresarían, en el terreno de la historia del arte, en la primacía que los modelos periodizadores del arte francés, tendrán en nuestra producción, lo cual se comprende plenamente, al observar, entre otras cosas, la frecuencia con que misiones artísticas francesas visitaron nuestros países. Sin embargo, esa noción de juventud jugó un doble papel en las disputas que acompañaron la recepción de las primeras vanguardias en América Latina, todas ellas enmarcadas en lo que, por lo demás, se conoce universalmente como Escuela de París. En efecto, la crítica recepcionó la producción de los primeros vanguardistas latinoamericanos desde un entramado conceptual que vinculaba, tanto en la aceptación de las vanguardias, como en su rechazo, las exigencias de «sinceridad» y «originalidad». Por otra parte, esa disputa fue disolviéndose en la medida en que el ascenso de las clases medias al poder político, por la vía del populismo, se va verificando tanto en el engrosamiento de las universidades y el crecimiento de su poder político al interior de los diversos países, como en el auge del proyecto industrial que acompaña a ese momento de la historia.

Así, los modelos periodizadores de las historias nacionales que se construyen en las décadas del veinte al cincuenta, se están enfrentando a un triple problema: a) la creación de una tradición artística que, en virtud del componente racial puede y debe encontrar sus orígenes en el momento colonial; b) la construcción de una historia del arte que acompañe y se justifique en la historia de la nación, y c) la creación de una tradición que necesariamente debía conducir a los vanguardismos, a pesar de que la historia así construida denunciase el quiebre y el conflicto que las vanguardias artísticas representaron al interior de los circuitos artísticos latinoamericanos, tanto por su choque con los cánones del gusto imperantes como por su situación desfasada en relación a la Escuela de París. En este sentido, uno de los aspectos problemáticos de la «matriz «país joven»»(8) era sin duda el «asunto» del desfase estilístico, juicio en el que coincidirán prácticamente todos los historiadores de arte hasta nuestros días.

Por otra parte, el tema de la «juventud» en el sentido negativo que la problemática del desfase imponía, se verá acompañado, desde la tesis de la «originalidad» formulada a partir del asombro ante la riqueza formal tanto de los pueblos latinoamericanos, como de sus momentos estilísticos. Este será un movimiento que irá acrecentándose por diversas cuestiones que revisaremos posteriormente; sin embargo, podemos señalar aquí, que ese enfoque está directamente vinculado al americanismo creciente impulsado por el arielismo.

El brasileño Mario Barata, en su ponencia al congreso de Quito, «Épocas y estilos»(9), señala la dificultad que enfrenta el historiador de arte cuando quiere periodizar la producción de artes visuales en América Latina. En efecto, y basándose en George Kubler(10), Barata postula que el historiador de arte en América Latina debe reformular el concepto de estilo para enfrentar, por una parte, lo que se ha interpretado como el «desfase» de la producción latinoamericana y por otra, la superposición estilística presente por antonomasia en el período colonial. El problema, sugiere Barata, debe encararse reformulando el concepto de estilo bajo la noción de modo, inspirada en la fórmula de Meyer Schapiro(11), para desde allí, asumir las peculiares condiciones espacio-temporales de producción artística en América Latina.

En efecto Barata señala insistentemente cómo el régimen de taller y las diversas fases que atraviesa el proyecto evangelizador inciden directamente en la superposición estética que enmarca la producción artística. El problema al Barata solicita que nos enfrentemos tiene bajo sí una otra pregunta, de carácter ontológico: la pregunta por la identidad; pero no se nos pide una respuesta de índole metafísica, esto es, Barata busca liberarse de la imposición racial para instalar un tipo de respuesta de naturaleza doble: pragmática, que sea capaz de lidiar con el problema estilístico planteado, y epistemológica, que a su vez sea capaz tanto de resolver metodológicamente el problema, como de reformular la disciplina en función del objeto.

Esto significa que la progresiva conciencia de que los problemas de la periodización se situaban en torno a las condiciones de producción se ha trasladado hacia la pregunta epistemológica en la medida en que se ha establecido algún tipo de vínculo -esto es, algún grado de identidad- entre la disciplina y su objeto.

En este sentido, resulta interesante el modelo asumido por Frederico Morais, quien concentrará su interés en la actividad crítica del continente, precisamente en el período que nos interesa. En el libro Las artes plásticas de América Latina: del trance a lo transitorio(12), Morais reunió una serie de artículos de su autoría publicados mayoritariamente en la prensa paulista de la segunda mitad de la década de los setentas. Allí, en su primer artículo, «De la crítica como productora de teorías a la socialización de la ctividad crítica»(13), Morais ofrece un balance de la producción de crítica de artes en nuestro continente, para abrir sus artículos sobre artistas o problemas específicos del arte latinoamericano, introduciendo así su propio pensamiento al respecto y diferenciándolo, además, de la pléyade de críticos que produjo ese momento. Su artículo busca caracterizar y criticar esa producción estableciendo dos grandes líneas: una crítica que busca teorizar y/o describir la heterogeneidad cultural al interior de América Latina, sin por ello negar la homogeneidad de procesos (incluyendo allí el caso brasileño cuya diferenciación lingüística pareciera apartarlo del resto del continente de habla hispana); y una crítica que buscará asediar la producción artística latinoamericana a partir de un proceso de actualización de sus aparatajes críticos desde dos grandes paradigmas: la dependencia cultural, política y económica del continente y el examen de las condiciones de producción del arte latinoamericano.

A partir de esta organización del panorama crítico, Morais intentará explicar tanto el juicio negativo a las vanguardias tardías -en cuanto éstas se opondrían a las tradiciones descritas por esa crítica- como el presentar una aproximación hedonista a las artes visuales en la que se recoja la diversidad de horizontes culturales sin requerir mayormente del examen crítico de sus fundamentos y condiciones, para desde allí, iniciar la verdadera lucha que enarbola, la de liberar a las artes visuales y en general toda producción cultural, de las imposiciones de las instituciones culturales y en particular del Estado(14). Pero ello significa que Morais requiere asirse con al menos algunas de las tradiciones visuales y culturales descritas por la crítica que analiza y concentrar esas tradiciones en el campo llano de un imaginario reductor y ampliamente difundido, procedente -es necesario decirlo- de los procesos constructivos de las nacionalidades latinoamericanas, en el período que va entre 1870 y 1910. Un ejemplo de ello, es el tratamiento que el autor da a los procesos mexicanos(15).

Como ya se dijo, Morais se enfrenta al problema de las oleadas actualizadoras, tanto de las vanguardias como de la crítica. Morais intentará atacar esa crítica y defender la instalación de las vanguardias tardías, por la vía de la denuncia del juicio «ético» que esa crítica había arrojado sobre esas vanguardias, generando así, una escisión en el modelo de la esfera artística en cuanto sistema organizado en torno al núcleo de «lo nacional» o «lo propio». En efecto, el principal problema que esa crítica está discutiendo es la dependencia cultural. Para ello, esa crítica recurrirá tanto a las Ciencias Sociales como a la Antropología, disciplinas que ingresarán al horizonte crítico latinoamericano en virtud de la instalación del estructuralismo, en tanto paradigma epistemológico, con el fin de observar con mayor atención la multiplicidad de mediaciones con que la «obra de arte» constituye «hecho social».

Sin embargo, ese proceso de actualización venía ya gestándose desde la década de los cuarenta, mediante la «contaminación» de la historia y de la crítica -especialmente literaria- con la antropología, la psicología y la sociología. En todo caso, el rasgo característico tanto de ésta, como de la anterior producción de Historia y de Crítica de Arte, reside en el esfuerzo por construir un «tradición cultural latinoamericana».

El continuo transculturado
En un libro que aborda la cultura latinoamericana desde su literatura (especialmente desde el ensayo), De la conquista a la independencia. Tres siglos de Historia Cultural Hispanoamericana(16), Mariano Picón Salas se vale de la teoría de la transculturación(17) para dibujar una imagen de América Latina inmersa en la cultura occidental, que ha sabido en un primer momento absorber las culturas indígenas preexistentes para sus propios fines, y que ha dado a luz una «cultura original» en tanto «caso regional» de la cultura española y europea a partir del siglo XVII. Dada la significación que la teoría de la transculturación tendrá para los estudios estéticos en América Latina, permítaseme pues detenerme un poco en este trabajo.

En él, Mariano Picón Salas se esfuerza en mostrar los diversos imaginarios que ingresan periódicamente al continente hispanoamericano -signados necesariamente por los sucesivos períodos culturales y estilos artísticos europeos- y las consecuentes transformaciones que en ellos se operan al ingresar dinámicamente en nuevas condiciones de vida y producción. Rastrea dichas transformaciones en el subcontinente hasta su muerte radical en el período republicano englobando con ello -cuestión que por otra parte señala el título mismo de la obra- la producción colonial y, diferenciándola de la producción republicana, propone un continuo elaborado de un sustrato psicológico proporcionado por las diversas culturas prehispánicas, por una parte, y por otra, de un imaginario que ingresa por oleadas y que se transforma al interior de los modos de producción coloniales y de la ideología de la evangelización.

La lectura de Picón, cuyo centro reside en el Barroco, se enmarca en el criterio de la unidad cultural basada en la unidad lingüística e histórica de hispanoamérica -cuestión que, por otro lado, le permite eliminar al Brasil de su análisis. La diversidad de culturas al interior de la unidad cultural latinoamericana es explicada por Picón desde cuatro grandes criterios. Voy a extenderme en ellos, porque resumen maravillosamente la magnitud, las dificultades y los parámetros con que hasta entonces se observaba lo latinoamericano artístico. En primer lugar, Picón considera el «estadio» de desarrollo civilizatorio de los pueblos indígenas al momento del contacto (entre sí y en comparación con los conquistadores). Esto es de particular importancia en los que se refiere a la capacidad de asunción del nuevo orden político, económico e ideológico de los conquistadores. En este sentido interesa la complejidad y riqueza de la cosmogonía indígena, puesto que ello obligará a diseñar metodologías de evangelización novedosas que señalarán un primer paso en el proceso de transculturación.

En segundo lugar, Picón señala las condiciones geográficas y climáticas que enmarcan -y a veces determinan- la producción cultural latinoamericana, pero que no afectan formalmente esa producción gracias a la hegemonía de la metrópoli. El mismo año de publicación del libro de Picón que nos ocupa, Angel Guido publicaba su Redescubrimiento de América en el arte(18), en el que, a partir de Wölfflin, elabora una lectura formalista de la identidad latinoamericana, en la que las condiciones climáticas y geográficas cumplen un importante papel. En ambos casos, Picón y Guido, la cultura tiene un componente «externo» y uno «interno». Para Guido, el componente externo se reduce a las influencias decisivas del clima y de la geografía que, a su vez, determinan el componente interno, el cual constituye una modalidad estilística de la voluntad artística. Para Picón, en cambio, el componente externo lo constituyen las condiciones político-económicas de producción, mientras que el interno está constituido tanto por las condiciones psicológicas modeladas por los factores climático-geográficos como por las determinaciones político-económicas. Ahora bien, esto no significa que Picón no comulgue con el formalismo, sino simplemente que absorbe, al interior de la teoría de la transculturación, el aporte de los formalismos.

En tercer lugar, Picón señala la situación política de las tierras conquistadas, esto es, si se trata de capitanías generales o de virreinatos. La importancia de dicha distinción reside, evidentemente, en el sistema artístico que definen, pero también en la futura suerte de las tradiciones culturales que de ellas emanan(19).

Finalmente, Picón considera el componente racial de las culturas latinoamericanas, en el sentido de la proporción de indígenas y africanos al interior de las organizaciones en capitanías generales y virreinatos que determinarán en gran medida la actividad económica de las nuevas tierras. Debido, en parte, a las pugnas religiosas en torno a la calidad espiritual de los habitantes -negros o indígenas- y, a la mera proporción entre españoles e indígenas y africanos, este criterio resultará esclarecedor a la hora de determinar tanto los rasgos psicológicos de las culturas latinoamericanas, como las características de sus productos culturales en cuanto a color, ornamentación, materiales y sentido simbólico y funcional.

Lo que interesa sobremanera a Picón es explicar la diferencia radical en los grados de desarrollo civilizatorios entre los EE.UU. y los países americanos de habla hispana. Sin embargo, el mecanismo según el cual Picón Salas aborda la teoría de la transculturación se encuentra aún muy ligado a las teorías de Wölfflin(20) que él mismo se había encargado de introducir en la enseñanza académica de la historia del arte(21. En efecto, la teoría de la transculturación le está sirviendo a Picón, como ya se dijo, para caracterizar los polos entre los cuales se debate la sensibilidad latinoamericana, misma que se está haciendo residir en un peculiar sustrato de índole psicológica y racial. Sin embargo, el enfoque formalista de Picón aún conserva en su interior la dinámica «historicista» del S. XIX, en la medida en que -por ejemplo- conserva aún un vínculo -a mi parecer bastante estrecho- con las historias del arte en tanto historia de las civilzaciones e historia de la cultura, que fueran popularizándose, al amparo del positivismo, en la segunda mitad del XIX.

En la década que nos ocupa, varios fueron los críticos que a partir de la teoría de la transculturación, intentarán examinar las «obras» a partir de sus medios de producción. El caso más acusado será el de Juan Acha quien, en su serie Arte y sociedad(22), examinará en el volumen dedicado al Producto artístico y su estructura(23), las relaciones y grados de integración lingüística entre las obras y el sistema artístico que las sostiene. Sin embargo, prácticamente resultan ausentes los exámenes del imaginario transculturado en el campo de las artes visuales, con la excepción de Marta Traba(24) quien lo trabaja desde su teoría de la «Resistencia». Nos referiremos a ambos más adelante.

Por lo pronto, se hace necesario recordar que la producción crítica europea y norteamericana de la década del sesenta verifica varios procesos. Entre ellos, y por una parte, ese período ve la muerte definitiva de la forma de crítica más influyente de la primera mitad del siglo, el formalismo. Por otra, y ante el auge del estructuralismo, esa crítica trasladará su atención desde el objeto, en u sentido trascendente, hacia las relaciones de inserción del objeto y las posibles identidades o grados de identidad entre el objeto y sus condiciones de producción. En este sentido, el período verá el auge y desarrollo de la semiología de raigambre estructuralista; pero también la instalación de la sociología en toda disciplina que pretenda examinar los fenómenos culturales. Ambas asegurarán su campo de acción en tanto disciplinas cuyos instrumentales y enfoques permiten «tejer» -para usar un término de la época- las grandes tradiciones culturales con las gigantescas transformaciones sociales en el marco de los giros del capital, tejidos que, necesariamente habrían de afectar los modelos periodizadores con que la historia del arte pretende aproximarse a los productos artísticos, modelos que ya habían sufrido un primer embate con la crisis de la noción de estilo desde principios del S. XX.

Transculturación, dependencia y subdesarrollo
En América Latina en sus artes, Francisco de Stastny, también se nutre de la teoría de la transculturación y, tras señalar las implicancias psicológicas a las que ya había aludido Picón, procede a examinar los medios de producción artística en tanto circuitos artísticos definidos, a su vez, por «niveles culturales». Lo que le interesa a Stastny es el problema diferenciador de los contenidos, modos y objetivos del arte en función del grupo consumidor. En efecto, el problema que aparece en el trabajo de Stastny guarda relación no sólo con el auge de la sociología que, como ya se dijo, acompaña el proceso de la asunción de la dependencia cultural en tanto límites y marcos de la producción cultural latinoamericana en un sentido histórico, sino también al avance de los estructuralismos sobre América Latina que ingresarán, como es lógico, a través de los estudios literarios, pero que pronto transitarán hacia el territorio de las artes visuales, en especial, como recurso epistemológico que permita desarticular y comprender el sentido posible de las vanguardias tardías al interior de sociedades subdesarrolladas.

En ese mismo sentido, los trabajos de Edmundo Desnoes, Jorge Enrique Adoum y Juan García Ponce, todos reunidos en el libro América Latina en sus artes antes citado(25), pretenden comprender el sentido y situación del arte latinoamericano en las condiciones antes aludidas. Esos enfoques corresponden todos a la pregunta epistemológica por la disciplina, aun cuando ella no es formulada explícitamente. Sin embargo, buscan articular la noción de «continente transculturado» con los problemas específicos de «valoración» y «periodización» de las formas artísticas que se están recepcionando en América Latina desde la perspectiva de su inclusión superficial en los productos culturales de la sociedad de consumo.

Desde la misma perspectiva, esto es, crear una «tradición cultural latinoamericana», pero ahora abocada a dibujar la línea seguida por las artes visuales, Marta Traba, se apoyará en la «teoría de la transculturación» para elaborar su «teoría de la resistencia», modelo que aspira a comprender y justificar la producción plástica latinoamericana a partir de la primera disputa vanguardista entre «antiguos» y «modernos», para concentrarse específicamente en desentrañar teóricamente la naturaleza de los fenómenos artístico-culturales en el contexto de la dependencia.

Para Traba, el problema de la constitución de una tradición cultural es fundamental para intentar esbozar una respuesta a la pregunta por la identidad. Como ya se dijo, esa pregunta no podía, bajo ningún punto de vista, formularse en términos metafísicos y debía, por lo tanto, considerar los fundamentos materiales de existencia de dicha identidad. Así, Traba recurrirá a la literatura para encontrar allí, apoyándose en el concepto de «analogía» que alimenta la Historia Social de la Literatura y el Arte de Arnold Hauser(26), pero también en el enfoque fenomenológico de Sourieau(27), dos formas dialécticamente enlazadas y que articularían la producción tanto artística como de imaginarios en las condiciones y límites impuestos por la dependencia: el tiempo cíclico y la recurrencia a arcaísmos culturales. Traba está observando el desarrollo del «Boom Literario», el cual proveerá a la crítica literaria de un invaluable material para la reflexión estética, más allá de la descripción analítica de las características propias del objeto.

Fuertemente influida por Lefebvre, por una parte, y por Francastel, por otra, Traba se esfuerza por articular la producción artística latinoamericana en el contexto de un lenguaje en el sentido benjaminiano. En él, a Traba le interesan propiamente los contenidos, quienes estarán en relación directa con la dependencia, en la medida en que toda obra de arte sólo puede hablar de «lo real». Ahora bien, lo real estaría compuesto básicamente por dos tipos de problemas; por una parte, la dependencia cultural, política y económica de América Latina; por otra, las vanguardias tardías que están ingresando en el continente, especialmente en América del Sur. La cuestión de la dependencia es de suma importancia porque ésta se sustenta en buena medida en el subdesarrollo. El problema de la inclusión de América Latina en las vanguardias tardías, está siendo criticado por Traba en la medida en que ellas se corresponden con sociedades altamente industrializadas. La acusación de Frederico Morais, se ve así injustificada y, sobre todo, ideológicamente sesgada, porque, desconociendo este hecho fundamental, pretendía liberar de toda sospecha política a las vanguardias tardías que están ingresando en Venezuela, Argentina y Brasil.

Ahora bien, las vanguardias tardías que están ingresando a América Latina son básicamente el Pop y sus derivados, por una parte; las investigaciones cinéticas, por otra. Tanto las primeras como las segundas obviamente pertenecen a un contexto altamente industrializado. América Latina, por su parte, ofrecía a los ojos de Traba, una larga tradición figurativa que mantenía un alto grado de arcaísmo no sólo en lo referente a las «técnicas», sino en aquello referente a los «contenidos», y cuya explicación residía precisamente en el subdesarrollo científico y tecnológico. En este sentido, lo que otorgaba a esa tradición su peculiar acento, era la referencia a un tiempo mítico, cíclico, el cual era tratado en el arte no sólo desde los «temas» sino en particular desde la construcción espacial de las obras, como, por ejemplo, había desarrollado la literatura en la obra de García Márquez o de Cortázar. Mucho más tarde, Traba argumentará que mientras en Europa o los Estados Unidos, las vanguardias tardías están enseñoreándose del horizonte artístico, bajo la forma del Minimal, del Pop, del Povera, de los Happenings y de las Performance, el arte latinoamericano muestra una tendencia claramente homogénea hacia los figurativismos en lo que se denominó Nueva Figuración o, sinónimamente, Realismo Maravilloso y/o Realismo Fantástico.

En esta perspectiva, todo artista que apelara directamente a esa tradición figurativa y que concientemente elaborara espacialmente la conciencia de la dependencia y del subdesarrollo, era necesariamente resistente a los embates dominadores vía vanguardias tardías. En ese sentido, todo intelectual que dócilmente aceptara los nuevos instrumentales epistemológicos sin siquiera problematizarlos en función de las peculiaridades latinoamericanas, escapaba también, a la tradición culturalmente resistente de los intelectuales que, históricamente, habían problematizado la condición latinoamericana. En efecto, uno de los principales problemas que acompañan a las vanguardias tardías es el problema de la información y de los códigos culturales en el contexto del capital tardío, mismo que sólo se dibuja en el horizonte de la sociedad de consumo.

Lenguaje y sociedad
En este complejo entramado que va verificando la progresiva consolidación de la crítica, en la medida en que ésta está «elaborando teorías», esto es, construyendo un aparataje conceptual que permita abordar la problemática latinoamericana, construcción que en sí misma contiene rasgos de esa problemática en sí, Juan Acha, en Las culturas estéticas de América Latina (Reflexiones)(28) intentará esbozar la sensibilidad estética latinoamericana a través de los siglos, desde las condiciones de producción, consumo y distribución de los bienes culturales. Para ello, Acha establece una división más o menos tajante entre lo «popular» y lo «culto», fundamentada en la división entre Baja Cultura -que correspondería a la primera- y Alta y Media Cultura -que correspondería a la segunda-, y que había sido elaborada por la crítica italiana, en particular por Gillo Dorfles, en la década del sesenta, en el marco de la discusión en torno a la sociedad de consumo.

Esa división será estudiada por Acha en el clásico Arte y sociedad ya referido. En él, Acha se concentrará en el problema de la actualización de la producción visual latinoamericana en el contexto del Siglo XX. Para Acha, Latinoamérica sólo «toma cuerpo» en el proceso de inclusión en la economía liberal, en virtud de dos fenómenos fundamentales: a) la gestación de un sistema artístico que va de la mano con la posibilidad de construcción de un lenguaje artístico propiamente latinoamericano, en particular en cuanto éste articula al primero, y b) la gestación de un pensamiento visual latinoamericano que, por ende, va de la mano con la existencia de un lenguaje, en la medida en que éste fundamenta y se articula en una experiencia más o menos específica.

A partir de allí, Acha examinará, por ejemplo, el desarrollo de las vanguardias heroicas y tardías en América Latina en el contexto de un sistema de consumo, producción y distribución que tiene en el horizonte tanto la impronta de la independencia itelectual -en cuanto expresión de identidad-, como su desarrollo en el marco de la dependencia.

La aproximación sociológica al hecho artístico tendrá también el filtro de la literatura, en particular a través del auge de la Sociología de la Literatura generada por Robert Escarpit(29). El enfoque de este autor, que también se enmarca en la consideración de lo artístico en un complejo de producción-consumo-distribución, influirá la presentación de Fermín Fevre al Congreso convocado por la UNESCO(30). En efecto, tras examinar las formas que la crítica de artes visuales históricamente ha asumido en América Latina, y en función del proceso de repliegue de las obras en sí mismas, por una parte, del proceso de profesionalización de la crítica, por otra y del distanciamiento del público del crítico y de las obras, por otro lado, propone examinar las transformaciones del circuito en base al examen del grado de éxito en el rol del crítico de «mediador» entre la obra y el público. Se trata de un examen de la recepción de los lenguajes críticos, en la misma medida en que Escarpit propone una suerte de examen a los mecanismos que median entre la obra y la recepción final de la obra literaria por parte del público.

Pero el problema que Fevre dejaba de lado, es aquel que pregunta por las relaciones entre las obras y las formas de la crítica, esto es, Fevre considera el hecho crítico ante una realidad dada y no constitutiva de ella. Este será un problema que abordará la crítica de artes visuales de un modo bastante velado en los simposios de Austin, concentrado en la problemática del artista latinoamericano(31), y de Caracas(32), dedicado a examinar una amplia gama de problemas históricos, pedagógicos y museales, pero que no se concentró específicamente en el problema de la crítica.

El asunto del examen de los «lenguajes» plásticos tendrá, como ya se ha visto en Traba y en Morais, una mayor importancia para la crítica de esta década. En efecto, el problema de la actualización de las vanguardias interesará mayoritariamente a los críticos a partir de la segunda mitad de la década. En este sentido, Néstor García Canclini y Mario Pedrosa. El primero, en su clásico Arte Popular y sociedad en Latinoamérica(33), reflotará en 1978 las teorías de Marcuse en cuanto a reflexionar sobre el poder «liberador», ideológicamente hablando de las artes visuales, a partir de la idea de que las obras contienen en sí un núcleo crítico que discute y reflexiona sobre las condiciones de producción que ella misma realiza. Por cierto, para Canclini el arte popular difiere del folklore y se concentra más bien en un ámbito estrictamente urbano. Pedrosa, por su parte, en su libro Mundo, homem, arte em crise(34), Pedrosa, siguiendo el llamado de Vicente Huidobro, pero también la tesis del «buen salvaje», adjudica al arte latinoamericano un poder liberador por cuanto éste se «funda en la naturaleza», naturaleza que, en América Latina, se encuentra aún libre de las relaciones de dominación largamente instaladas en Europa.

Sin embargo la figura más significativa en este examen de la naturaleza de los lenguajes visuales latinoamericanos será sin duda Jorge Glusberg, significación que tendrá un doble sentido. Por una parte, su libro Retórica del Arte Latinoamericano(35), marca el vuelco sin retorno de la crítica latinoamericana hacia la semiología como instrumental ineludible y por otra, la justificación teórica a la producción de arte latinoamericano al interior de las vanguardias tardías, en particular de los conceptualismos. Una vez más, el corazón de esa disputa en América Latina se estaba dando en el terreno literario, esto es, en la reflexión sobre el Barroco(36), y fue protagonizada, entre otros, por Alejo Carpentier y José Lezama Lima. Me refiero al sentido y alcances históricos de las figuras retóricas en la constitución de imaginarios, en especial en la lectura de Lezama. Glusberg utilizará, sin embargo, una definición semiológica de retórica que contiene en sí la noción de sistema artístico. Así, en la asiduidad con que los artistas utilizan tales y cuales recursos constructivos habrán de encontrarse los rasgos propiamente latinoamericanos, rasgos que, como ya se comprende, han sido desplazados de la discusión política para concentrarse en el problema estricto del lenguaje.

El problema de la forma de los discursos artísticos, al menos a partir de Glusberg, participará activamente en el examen de los imaginarios que han sido aludidos por las artes visuales latinoamericanas, pero también, constituirá el centro del análisis de la actividad desplegada por la propia crítica de artes, desde la tesis -ya planteada por los frankfurtianos- de los grados de identidad entre los discursos críticos y los de las artes, cuestión que, por lo demás, recorre como columna vertebral los presupuestos epistemológicos a partir de los postestructuralismos. Y esto, en América Latina, tiene un punto de partida en la crítica del Barroco. Pero esto corresponde a un otro trabajo que presentaremos en otra oportunidad.

Guadalupe Álvarez de Araya

NOTAS:
1MARTÍNEZ, Agustín: Metacrítica, Ediciones de la Universidad de Los Andes, Mérida, 1996.
2 Véanse Historia de la Cultura en América Latina, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1985; Rubén Darío y el modernismo, Trópicos, Caracas, 1985 (1970); Transculturación narrativa de América Latina, Siglo XXI, México, 1979.
3 Periódicos y revistas especializadas, que ya están circulando al finalizar la década del cuarenta. Contamos entre ellas, Ver y Estimar, en la Argentina; Pro-Arte, en Chile, etc.
4 BAYÓN, Damián (comp.): América Latina en sus artes, UNESCO, Siglo XXI, México, 1974. Los críticos reunidos en el libro fueron los siguientes: Antonio Romera (Chile), Jorge Manrique (México), Adelaida de Juan (Cuba), Fermín Fevre (Argentina), Damián Bayón (Argentina), Ángel Kalenberg (Uruguay), Jorge Romero Brest (Argentina), Filoteo Samaniego (Ecuador), Mario Barata (Brasil), Juan García Ponce (México), Francisco Stastny (Perú), Saúl Yurkievich (Argentina), Edmundo Desnoes (Cuba), Jorge Enrique Adoum (Ecuador). El índice del libro, organiza los textos de la siguiente manera: 1) El arte latinoamericano en el mundo de hoy; 2) Raíces, asimilaciones y conflictos; 3) Arte y Sociedad.
5 Lo que Marcos García de la Huerta grafica como la confusión de modernización con desarrollo. Martínez también hace referencia a este punto, pero se inscribe en la lectura que Antonio Cándido hace del paso de la matriz del «país joven» a la del «país subdesarrollado». Véanse MARTÍNEZ, A: Metacrítica, Op. Cit.; y GARCÍA DE LA HUERTA, Marcos: Reflexiones Americanas. Ensayos de intrahistoria, Ed. LOM, Santiago, 1998.
6 Véase: FRANCO, Jean: La cultura moderna en América Latina, Grijalbo, México, 1985.
7 Véase el análisis que a este respecto desarrolla Rafael Gutiérrez Girardot en su artículo «Problemas de una historia social del modernismo», Revista Escritura, Departamento de Publicaciones de la Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela, Año VI, Nº 11, Caracas, enero-junio de 1981, pp. 107-122.
8 Concepto acuñado por Antonio Cándido y citado por A. Martínez, Op. Cit.
9 BARATA, Mario: «Épocas y estilos» en BAYÓN, Damián: América Latina en sus artes, Op. cit., pp. 128-140.
10 BARATA, Mario: Op. cit.
11 MEYER SCHAPIRO: «Morey, Early Christian Art» en The Review of Religion, VIII, 1944, citado por Jan Bialostocki en Estilo e Iconografía, Barral, Barcelona, 1973.
12 MORAIS, Federico: Las artes plástica en la América Latina: del trance a lo transitorio, Casa de las Américas, Colección Nuestros Países, Serie Estudios, La Habana, 1990.
13 MORAIS, Federico: Las artes plásticas de América Latina…, pp. 5-17, Op. cit.
14 Esta es una discusión que se popularizará grandemente en la década de los ochentas y que se encuentra fuertemente vinculada tanto a la adopción de los modelos epistemológicos impulsados por el postestructuralismo y la inclusión del psicoanálisis lacaniano en las teorías francesas de la posmodernidad, como al giro problemático a la economía de libre mercado.
15 «México: el cuerpo como metáfora de la historia» en F. MORAIS, Op. cit.
16 PICÓN SALAS, Mariano: De la Conquista a la Independencia. Tres siglos de historia cultural hispanoamericana, Fondo de Cultura Económica, Caracas, 1947.
17 Véase la introducción de Julio Le Reverend a ORTIZ, Fernando: Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980
18 GUIDO, Ángel: Redescubrimiento de América en el Arte, Buenos Aires, 1945.
19 En este sentido, Picón acusa un marcado «psicologismo» que se trueca en recurso para dibujar los diversos «horizontes» culturales de los habitantes latinoamericanos.
20 WÖLFFLIN, Heinrich: Renacimiento y Barroco, 1888.
21 En efecto, Picón Salas se desempeñó como profesor de Estética e Historia del Arte en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile entre 1930 y 1935. Sin embargo, Picón había iniciado su magisterio de las ideas de Wölfflin ya en 1928, cuando dicta la conferencia «Nuevos métodos de la Historia del Arte», Santiago, 1923, y reproducida por Juan Carlos Palenzuela en Las Formas y las visiones. Ensayos sobre Arte, Mariano Picón Salas, Ediciones de la GAN, FUNDARTE, Caracas, 1982.
22 ACHA, Juan: Arte y Sociedad, 3 vol., Fondo de Cultura Económica, México, 1979-1980.
23 ACHA, Juan: Arte y sociedad: latinoamérica. El producto artístico y su estructura, Fondo de Cultura Económica, México, 1979.
24 La tesis de la resistencia, es desarrollada por Traba en el volumen Dos décadas vulnerables de las artes plásticas latinoamericanas. 1950-1970, Siglo XXI, México, 1973. Puede verse un análisis y una exposición suscinta de esa teoría presentada por Traba en «La cultura de la Resistencia» en VV.AA: Literatura y praxis, Monteávila, Caracas, 1974.
25 DESNOES, Edmundo: «La utilización social del objeto de arte»; GARCÍA PONCE, Juan : «Diversidad de actitudes», y ADOUM, Jorge Enrique: «El artista en la sociedad latinoamericana», todos en América Latina en sus artes, Op. cit.
26 HAUSER, Arnold: Historia social de la literatura y el arte, 3 vol., Guadarrama, México, 1970.
27 SOURIEAU, Etienne: La interrelación de las artes, Fondo de Cultura Económica, México, 1947.
28 ACHA, Juan: Las culturas estéticas de América Latina (Reflexiones), Instituto de Estética, UNAM, México, 1989.
29 ESCARPIT, Robert: Sociología de la Literatura, Edima, Barcelona, 1968.
30 FEVRE, Fermín: «Las formas de la crítica y la respuesta del público» en América Latina en sus artes, Op. cit., pp. 45-61.
31 BAYÓN, Damián (comp.): El artista latinoamericano y su identidad, Monte Ávila Editores, Caracas, 1975.
32 Primer Encuentro Iberoamericano de Críticos de Arte y Artistas Plásticos, Museo de Bellas Artes, Caracas, julio de 1978.
33 GARCÍA CANCLINI, Néstor: Arte popular y sociedad en Latinoamérica, Grijalbo, México, 1977.
34PEDROSA, Mario: Mundo, homem, arte em crise, Ed. Perspectiva, São Paulo, 1975.
35 GLUSBERG, Jorge: Retórica del Arte Latinoamericano, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 1978.
36 Sin embargo, debemos hacer notar que el proceso transformatorio de la Historia del Arte en Europa también tendrá como principal protagonista al Barroco.
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