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REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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Cegado por el Oro, ilusionado por las Artes y los Oficios. A partir de la instalación de Carlos Leppe en la Galería Tomás Andreu de Santigo, en el otoño de 1998.

por María Elena Muñoz
Artículo publicado el 15/08/1998

Existió una vez en Chile una «Escena de Avanzada» —designación eufemística para lo que podría ser llamada simplemente vanguardia criolla— que tomó posición del escenario artístico local pulsando desde los «márgenes». La referida escena, a la cual se le colgó el término de avanzada no sólo para enfatizar su tinte progresista y no oficial, sino sobre todo, para marcar una diferencia y evadir así la identificación con las precedentes corrientes internacionales, se desarrolló especialmente durante la segunda parte de la década de los setenta, ausente del hecho de que, ya en esos tiempos, la «vanguardia» comienza a perfumarse con un aroma nostálgico, lo que para su conveniencia (o su desperfil) la vuelve una proposición más rica, más evocadora o simplemente más romántica, que lo que permite su enmarcamiento dentro de la majadera insistencia de las propuestas progresistas de quiebre.

Estrella e inagurador de tal escenario —la criolla vanguardia— fue Carlos Leppe. Gurú del arte del comportamiento «made in Chile», se convirtió en una suerte de emblema de la radicalidad artística; un gran desbaratador de la tradición… Luego, el que fuera alguna vez el más radical y subversivo actor en toda la historia del arte nacional, se retiró de las pistas. Tras largos años de ausencia, la figura del voluminoso Leppe se transformó, con la ayuda de algunos teóricos, en una especie de mito viviente, el gran misterio latente al interior del medio visual chileno.

El «Happenings de las gallinas», «El perchero», «Sala de espera» entre otras instalaciones y performances formaron parte de las producciones que dieron el vamos al uso del cuerpo —del propio— como material significante. Esta estrategia era paralela a otras, que en medio del contexto resquebrajado y coercitivo de mediados de los setenta y principios de los ochenta, abandonaban también los soportes tradicionales —entiéndase fundamentalmente pintura en nuestro medio— para incursionar con las intervenciones en el paisaje y en el medio urbano, con la resemantización de los signos y otras yerbas. De esto se aferraron ciertos teóricos para esgrimir una supuesta arremetida contra la tradición del arte, en especial del chileno, demasiado en deuda —era que no— con europeas tradiciones. Si a esto le agregamos la creencia de estar en posesión de unas nuevas estrategias de percepción y, sobre todo de poseer las fórmulas para ejercer una profunda crítica al sistema, entonces estábamos, de una vez, en una posición de avanzada. La ya manida ruptura contra la tradición se posesionaba por fin en este rincón del mundo. Al fin teníamos un discurso frente a la institucionalidad. Desde el margen, claro.

No obstante, el gran cuerpo de Leppe hizo su aparición —necesaria— en ese entonces, como forma límite de la autoreferencialidad y se construye y se re-inventa cada vez como forma urgente de significar esta autoreferencialidad más que como la manifestación de un interés por imponer una poética rupturalista. Entendida ésta última, generalmente hablando, como la afanosa tarea de sustituir la representación por la presentación, la designación por el objeto designado y otros subterfugios, en orden de modificar la percepción ordinaria del mundo, la cual podría operar para diferentes propósitos, por ejemplo… cambiarlo. Pero para Leppe, el tema siempre fue el ilusionismo. Y el ilusionismo ha sido, siempre, el tema del arte.

Las «obras «que Leppe presentó en el período que transcurrió entre el 74 y el 82 —de las cuales algunos sólo tenemos noticias por algún texto o registros fotográficos— muestran una marcada tendencia a presentar el cuerpo como cuerpo carcelario, en el sentido cuerpo: cárcel del alma. Leppe hizo uso de su cuerpo para delatar una contradicción, acaso hasta un desprecio por el mismo. Su estrogénica gordura aparece como una rebelión contra una suerte de traición biológica, de identidad sexual equívoca y de frustración por la imposibilidad de procrear. De modo recurrente surgen imágenes vinculadas claramente con la fecundidad femenina: el simulacro de poner huevos, el «darse a luz» desde una matriz de yeso que lo cubre entero, dejando las zonas de los pechos y el vientre a la vista, etc.

Leppe se autoexpuso entonces, como una entidad engañosa, ocultadora de su «verdadero yo». En otras palabras se exhibió, y tal vez todavía lo hace, como ilusión de sí mismo. El ilusionismo, eterno polarizador de las dinámicas de la representación era el eje también de las acciones de Leppe. De ahí que su distancia con la pintura y todas las tradiciones, tan mal ponderadas por aquel entonces, aparece, sobre todo después de su reaparición en la galería Tomas Andreu (Santiago-Chile) este otoño, cada vez menos clara, por no decir definitivamente dudosa.

El ilusionismo se expresó por medio de la estrategia trasvestista que señala la mentira de las apariencias. Representarse como trasvesti es representar una mujer que no existe; lo mismo que la Venus en un cuadro de Tiziano o una mujer durmiente en una obra de Picasso.

Por eso, reencontrarse con Leppe en «Cegado por el Oro» no constituyó una suerte de derrumbe del mito sino una cita con el Leppe de siempre, esta vez menos marcado por la autoreferencialidad y por lo mismo, dialogando abiertamente con la historia (del arte). La galería cobijó por algunas semanas un numeroso, acaso agobiante cúmulo de cosas; collages, esculturas, grupos escultóricos, fragmentos de todo tipo, instalaciones, objetos varios, animales disecados y también pintura; bidimensionalidad, representación ilusoria del mundo real.

Con el fin de abordar, de alguna manera esta aglomeración de soportes, texturas, imágenes y sobre todo referencias, recorrimos las salas unas cuantas veces hasta dar con lo que podría ser una cierta estructura de este aparentemente caótico muestrario. A tientas, aunque ni tanto, nos topamos con la presencia de tres tradiciones principales y algunas derivadas o secundarias. Éstas serían la de la Antiguedad Clásica, pasando por el renacimiento, la tradición Barroca y la Modernidad?.

POr la derecha de la sala principal se desplegó la pagana antigüedad exhibiendo sus mármoles, sus patricios, sus capiteles, su orden, sus brazos rotos, sus ruinas. Se le van sumando más allá, adosados a los pilares, fragmentos de iconografía renacentista en la forma de collages, grabados, pintura intervenida y otras recursos, todos ellos enmarcados prolijamente y circunscritos al cuadrado (formato preferido de toda la muestra). Este primer recorrido culmina, al fondo de la sala en un gran lienzo cuadrado ( uno de tres) que recoge los pedacitos de grecas, fragmentos de lápidas, un guante , el casco romano y otras ruinas de aquella civilización cuna. Vale notar aquí, que Leppe, siguiendo con sus costumbres, parece decir no todo lo que brilla es oro; de tal modo que el mármol no es mármol, el plomo no es plomo, la madera no es madera.

A la derecha de este llamésmole, eje clásico, se da cita al mundo precolombino; gran cuadro todo trabajado con una textura terrosa sobre cuyo borde superior aparece un huaco con su gran falo apuntando. Luego la cita a la pintura nacional con el lienzo pastoso y florido. La vanguardia, devolviéndose al propio origen de su concepto, también es exhibida en la forma de un plinto de mármol, que no es mármol, sobre el cual se yerguen repetidas las figurillas de pequeños soldaditos de plomo, que tampoco son de plomo. Solitario, un diente de oro, que sí es oro, aparece incrustado en la rasguñada superficie del plinto.

Desde la entrada, ocupando la posición central de la sala, la vía Barroca se apropia del espacio, lo invade, horror vacui mediante. Destaca primero el grupo escultórico de figuras de yeso, que forman un círculo, donde aparece Cristo en los brazos de su madre-virgen, luego San José, luego Cristo de nuevo, luego la Virgen nuevamente y sobre ellos suspendido en el aire, Cristo otra vez en el reino de los cielos. En el centro del círculo yacen, para no engañar a nadie, dos sacos de yeso donde se posan navideñas lucecitas intermitentes.

Esta celebración del nacimiento de Cristo encuentra su contigüidad imaginaria, o su origen más bien, en la sala del segundo piso preñada de imágenes relativas a la maternidad; primero nos reciben unas representaciones variadas del Sagrado Corazón de María recibiendo la anunciación, tal vez. Luego nos topamos con la figura pesebresca ampliada y dorada de El Niño acostado sobre una pila de mercurios cuya página visible es ocupada por un artículo que versa sobre Oscar Wilde. Entre medio, de pasadita, nos encontramos con una cita a Lucio Fontana (yellow submarine) y un poco más allá se expone un gran panel cubierto por cueros de vaca, donde se distingue al centro una reproducción de un paisaje nevado y a sus pies, en el suelo, tres cubos contenedores de leche, que no es leche, sino sal. Otras referencias; una gran foto o pintura? de una pareja de niños abrazados, uno de los cuales debe ser el mismísimo Leppe, seguramente el que está coronado de una aureola dorada. También por ahí se yergue un montículo de pelo (cerro) con una estampa de la Virgen en la cumbre. La madre del artista, protagonista de una de sus más famosas performances, también tiene su lugar entre medio de géneros, moldes y otros instrumentos de costura.

Volviendo al eje central de la gran sala, nos encontramos con la figura metonímica misma del Barroco: El espejo. Acentuado por un marco ornamentadísimo y por supuesto dorado. Allí están el abigarramiento, la pomposidad, el retorcimiento y la ambivalencia del Barroco contrareformario; el reflejo de la vanidad y la culpa. Sobre el «lujoso» espejo -que no se encuentra en una posición ordinaria, sino adosado al piso- se aprecia un modesto pan de marraqueta disfrazado con un baño de oro, lo mismo que un pedazo de tronco también brillando por el artificio del barniz dorado. Ambos elementos entorpecen la mirada limpia de quién quiera ver su imagen reflejada. Por encima del espejo, cuelga del techo, una gran lámpara de lágrimas, lágrimas suspendidas que no acaban de caer, como aquellas del joven Narciso, castigado por los dioses por enamorarse de sí mismo.

La gran tela del centro, culminación y ruina? del Barroco, muestra un marco rectangular (cita referencial a la pintura) inscrita dentro del ya usado formato cuadrado. Por ahí, velada, debajo de una que otra capa de pintura, surge la imagen del Papa Inocencio X pintada por el gran Velázquez. Ésta, forma un pastiche con elementos tales como un plato puesto al revés, la santa imagen del pez, garabatos varios, surtido de telas pintadas y superpuestas, un pedazo de capitel y otras yerbas. Sobre el borde superior se acumulan fragmentos dorados, pequeñas columnas salomónicas, balaustradas en miniatura, rebuscadas manijas y otras barrocas referencias. Realismo y artificio: Velázquez y Bernini; cita y compendio de ambigüedad barroca.

El tercer eje, en el simple empeño de poner cierto orden en esta abrumadora muestra, es el que se desliza por el sector izquierdo de la sala. Se inicia con citas a Durero y a Tarzán. Se impone también, casi como choque inicial con el espectador, una instalación compuesta por un árbol seco del cual pende un cuervo disecado, cabeza abajo. Es el cuervo que saca los ojos, el de Poe o el cuervo-madre, una cita no más cargada que las otras múltiples que habitan la muestra. Cerquita del cuervo, en la pared, gran formato cuadrado bañado de plomo, una foto del Che muerto y casi disecado como el cuervo. La misma foto aparece en una de las salas laterales, esta vez rodeado de albas plumas y alas de ángel, como las que están unidas a la espalda del arcángel de yeso blanco que lo parafrasea en una ubicación simétrica en una salita del otro extremo.

Siguiendo el recorrido nos encontramos con pintura; pintura-pintura; óleo y acrílico sobre tela. Es el gran tríptico «Los Celos», sublime paisaje de mar revuelto y rocas. También aparece el plomo que cuelga, que mide, que pesa alguna cosa. Se trata de una sutil y evocadora imagen no como aquella otra que yace en el suelo frente al tríptico: el autoretrato estilo Dávila de Leppe convertido en un gran puzzle cuyas piezas estamos imposibilitados de hacer calzar.

Más allá asistimos al «Asesinato de Velázquez». Soporte de gran formato, pintura, collages, fragmento de peines españoles, pedazos de cuero, un perro por ahí, fragmentos de materiales; plomo, madera. También aquí aparece nuevamente el cuervo esta vez no presentado corpóreamente, sino pintado. No por nada, el asesinado aquí es el gran artífice de la representación.

Esta vía (crucis?) concluye con la gran tela de la izquierda del muro del fondo, «Le Palais des Thés, Paris». Seda y madera, sobre ellos una silla configurada por bambúes unidos que sugieren la estética oriental que tanto fascinaba a los primeros artistas de vanguardia, obsesionados con la romántica idea de asimilarse al Otro. Cerca de ésta, fuera del cuadro hay otra silla (la de verdad? ) muy similar a una que formó parte de la performance «La escuela» realizada por Leppe en Perú en 1982. Sobre esta silla se posa una gran piedra. Sin embargo, ni el material de silla ni la piedra son tales, sino simulacros. Lo que parece metal es madera y la piedra es yeso o tal vez cartón, ambos pintados uniformemente con pintura de plomo. Sobre esta silla, así como sobre el taburete de Duchamp, aunque por distintas razones, nadie puede sentarse.

Apología del artificio, el oropel, el falso mármol, el diente de oro incrustado en el plinto del grupito escultórico de soldaditos de falso plomo designado como «La vanguardia», devolviéndole a ésta su acepción militar original, así como la comparescencia de la imaginería que ha poblado y definido los distintos capítulos del arte occidental y el nuestro, en fin, toda esta acumulación casi insolente de Leppe, cegado por el oro, no es otra cosa que un gran reencuentro con la tradición. Encuentro y afirmación del ilusionismo como problema esencial del arte, lugar fronterizo entre ficción y realidad. Leppe se muestra aquí menos ligado a la ruptura desacralizadora de la vanguardia que a la fructífera re-visión y reflexión en torno a la tradición, en especial a la del ilusionismo, columna que vértebra toda su producción.

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