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Dos Nadadores y un Paisaje. En torno a la muestra «Modus Faciendi» de Victor Alegría, Museo de Arte Contemporáneo, Stgo. Chile, 09/2002.

por Gonzalo Arqueros
Artículo publicado el 28/11/2004

¿Qué es pintar sino abarcar con el arte la superficie de una fuente?
De Pictura Leone Battista Alberti

1
Tal vez, lo más relevante de las obras que componen esta muestra, sea que apelan sin más, a la mirada. Que se empecinan en fustigar al ojo presentándose impávidas ante su dominio. Que insisten en apremiar y socavar la retina con un sigiloso despliegue de tonos, matices e impregnaciones. Como si el objetivo fuese deslumbrar, insolar o quemar ilimitadamente la ya devastada llanura de la visión.

Los motivos: nadadores, desnudos decimonónicos, un paisaje…, casi nada. Tópicos aparentemente casuales que, además, parecen ajustar con precisión al lenguaje del realismo fotográfico. Porque es precisamente eso, el Realismo fotográfico, lo que primero advertimos…, sin ir más lejos. Sin embargo, todavía nos es posible percibir aquí algo más, algo así como la imagen afiligranada de un diagrama previo. Una cancha rayada. Algo que me atrevería a nombrar como un cierto pathos de la pintura.

Cinco o seis cuadros dan cuenta en profundidad del trabajo en que se ha ido configurando la superficie de la pintura. Cinco o seis trabajos para figurar un paisaje más bien árido y solo. Un paisaje hecho de tiempo y reflejado en la ardua serie de momentos sucesivos que cada cuadro contiene. Tiempo acumulado y cautivo en la obra. Tiempo que, aún pasado y condensado, tiende porfiadamente a la expansión, amenazando con filtrar y desbordar el espacio que el cuadro delimita. Estas dos categorías fundamentales, tiempo y espacio, son aquí objeto de una economía extrema. Una economía secreta que administra los rincones y las horas y que, indistintamente, atraviesa el más allá y el más acá de la obra. Es decir, atraviesa al mismo tiempo la relación que el autor establece con el arte y con las imágenes.

Sobre este punto descansa la posibilidad de discernir problemáticamente la muestra, pero también la necesidad de mantener abierto el enigma que a través de ella se desliza.

2
El primer paso nos lleva a preguntar por el concepto de realismo fotográfico o foto realismo. Es decir, a preguntar qué quiere decir el enunciado realismo fotográfico y qué relevancia tiene ese lenguaje en relación con estas obras.

Dos nociones disímiles son aproximadas por este concepto, dos nociones que originariamente remiten a lugares diferentes, pero que convienen aquí, en este enunciado anómalo, que condensa o ayunta los nombres de un lenguaje y un procedimiento. El realismo y la fotografía.

Ahora bien, en este punto es necesario entender que el campo de conveniencia de los citados conceptos es fundamentalmente la pintura. En efecto, si es posible pensar algo así como el Realismo fotográfico, esto se debe fundamentalmente a la pintura, pues, es en la pintura, en la práctica de la pintura, que estos conceptos se encuentran.

Se trataría entonces de un fenómeno que ocurre al interior del campo pictórico, en la medida que es la pintura (digamos: el ejercicio mismo de la pintura: pintar) lo que otorga sentido y espesor al enunciado que más arriba hemos declarado anómalo. Mas, esta anomalía, esta especie de irregularidad implícita, no proviene de las diferencias que podamos enumerar entre lenguaje (realismo) y procedimiento (fotográfico), sino de que en el enunciado mismo se hace presente la pintura. La pintura se hace presente, pero bajo la forma de la ausencia. Es decir, no sólo se dice pintura sin decirla, sino que ésta, la pintura, queda de este modo escondida. No suprimida ni expresamente oculta, sino desviada o disimulada bajo el movimiento de elipsis de la imagen. Como si puntualmente la pintura ocultara a la pintura, para quedar ésta siempre desviada y recluida en un atrás inaccesible.

Lo particular de este fenómeno, sin embargo, lo paradojal, es que la pintura queda así reconducida a su territorio más convencional y doméstico: el taller. El ocultamiento de la pintura entonces, se transforma en clave de su propia posibilidad.

3
Es común que la operación del Realismo fotográfico se defina, por oposición al Hiperrealismo, en cuanto éste construye su modelo «con objetos concretos y no con representaciones». Así, la pintura hiperrealista tendría su origen en la representación de las-cosas-mismas y no en la representación de éstas. El Realismo fotográfico por el contrario, tal como ocurre con la obra de artistas como Chuck Close o Richard Estes, por ejemplo, no procede desde las-cosas-mismas, sino desde su representación y, más precisamente de su representación fotográfica. De aquí el nombre, pero de aquí también el rasgo que lo vuelve más interesante, pues, si finalmente se trata de un lenguaje pictórico definido por la mimesis y, al menos en principio, por la figuración, entonces estaríamos en presencia de la representación de una representación. En otras palabras, no se trata de la representación pictórica de un objeto, sino de la representación pictórica de la representación fotográfica de un objeto. Y en último término, de la representación pictórica de una cosa. Ahora bien, esa cosa es la fotografía.

Pero la fotografía, entendida como una cosa, siempre es fotografía de algo, aún cuando se trate de una fotografía de la fotografía (…). Lo que quiero decir es que esta condición de «ser siempre fotografía de algo», es menos un rasgo de la fotografía misma que de su experiencia. Es un rasgo fundamental de nuestra experiencia de la fotografía. Y, en este sentido, debemos oscuramente confesar que, puestos ante la inmediatez con que se nos presenta una fotografía, nunca vemos la fotografía y siempre vemos la imagen. Es decir, que mientras más fotografías miramos, menos vemos el significante y más vemos la imagen que éste vehicula. Y, todavía más, suele ocurrir que, aún concentrándonos en la dimensión del significante, ya sea en un sentido técnico o estético, olvidemos en ello el fenómeno que nos inscribe como sujetos de la fotografía. De modo que aquello que he nombrado como «nuestra experiencia de la fotografía», se mantiene inalterable e intocado en la medida que no lo sepamos ver como experiencia, es decir, mientras no contemplemos como fenómeno esa inmediatez en que una fotografía se nos aparece como fotografía.

Creo posible pensar que, aunque el acento parece estar puesto en la imagen del objeto representado (fotografiado o impreso), en el Realismo fotográfico se representa, o reproduce el modo de aparecer (siempre inmediato e intempestivo) de la imagen fotográfica y de la imagen impresa. Así, la imagen que vemos, es ante todo, imagen de la fotografía, pero no en un sentido literal, como materia, sino de un modo más sutil, como imagen de la imagen.

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La serie de pinturas que conforma esta exposición cumple con la tarea de llevarnos hasta un límite. Límite conocido, mas no por ello menos paradojal y complejo. Me refiero justamente a este punto en que se nos hace visible la imagen como imagen de la imagen, sea que se trate de una fotografía o de una impresión gráfica.

Pero ¿es posible pintar la experiencia de la imagen? es decir, ¿es posible reproducir la imagen de esa experiencia de imagen? ¿No sería acaso ésta una figura tautológica, en la medida que la «imagen de una imagen» repite lo mismo? Si pero, «una imagen de una imagen» es también otra imagen y en este sentido ya no sería una tautología sino, más bien, una contradicción, pues, la representación introduce aquí una diferencia.

Debemos reconocer que cuanto más contemplamos las obras, cuanto más nos dejamos atrapar por ellas, más nos arrastran hacia un centro nada simple. Es que nuestro ojo pensante, seducido por el asomo de algo a penas definible y desoyendo toda advertencia de la «razón plástica», ha caído mansamente en medio del vértice de la representación.

El ojo que piensa, el ojo que oye, no sirve ya, pesadamente se desvanece y somos seducidos por lo puramente visual y sensitivo. Entonces, entregados a la certidumbre de la pura sensación, avanzamos creyendo resuelto el enigma, pero ocurre que mientras más nos aproximamos a nuestro objetivo menos vemos, menos cierta se vuelve la sensación pura y entonces, llegados a un límite aparentemente seguro, no nos queda más remedio que recurrir al oído. Es decir, no nos queda otro camino que preguntarnos ¿qué significa esto?

Sostengo que las pinturas aquí presentadas tematizan, figurativamente, no ya una realidad dada, como podría ser un nadador, un paisaje o un cuerpo desnudo, una pose, sino la experiencia visual acotada en el más corriente y aún banal ejercicio de ver imágenes y mirar fotografías. El motivo así, muda, se desplaza desde lo visto al ver, desde lo visible a lo visual. De lo evidente a lo problemático. Es decir, desde la pura imagen, hasta la imagen de la imagen. Queda claro entonces que si este trabajo tematiza la imagen, ésta no es entendida como una realidad dada. Queda claro que esta obra no piensa la imagen como el a priori de la imagen, sino como un fenómeno. Fenómeno visual sin duda, pues, el problema radica en que ésta última imagen fenoménica, que contiene o representa otra imagen, es precisamente eso, una imagen y, peor aún, la imagen de algo. Lo que ocurre finalmente es que a las obras (y también a nosotros) les es imposible desprenderse de la imagen como algo dado y por tanto no objetivarlas a priori, como un motivo concreto y sensible.

La hipótesis de que el motivo de la obra es la experiencia visual se cumple, pero a condición de que cada vez ocurra en ésta una inversión fundamental. Es decir, en la medida en que la lectura puramente sensible de las obras quede desmentida por el vislumbre de un cierto pensamiento que habita en ellas, y, al revés, que la lectura puramente pensante quede desmentida por el afloramiento o el asomo del espesor puramente sensible, en este caso pictórico, de las imágenes.

Si se trata entonces de una especie de Realismo fotográfico, será necesario tener en cuenta no sólo que el referente de estas obras no está constituido puramente por imágenes, sino fundamentalmente por la experiencia de su ojeo y contemplación. El problema es que esa experiencia está fragmentada y diseminada, y que su índole más esencial es precisamente ser barajada hasta la vaguedad. La representación de esta experiencia, su imagen, tendría que ser algo levísimo entonces, tendría que tener la consistencia de algo tenue y en permanente evaporación. A menos que la imagen a que nos referimos tenga la consistencia de la pintura.

5
La pintura será entonces el foco de este trabajo, la pintura en cuanto campo y en cuanto ejercicio; en cuanto materia y en cuanto imagen.

De ahí que lo más perturbador sea precisamente lo «pictórico» de las imágenes, en la medida en que esta condición introduce la necesidad de preguntarse cómo distinguir la pintura de lo pictórico de las imágenes. Es aquí donde hay que poner el acento en el carácter preformativo del trabajo de estudio, es decir, concretamente, en las horas de taller. En la economía del tiempo y del espacio que implica el trabajo silencioso sostenido y, en cierto sentido, anónimo del taller. El pathos de la pintura llevada a un punto de de extremado silencio y lentificación. Algo así como la pintura que pinta el tiempo real de la pintura.

En esto el trabajo de estudio es fundamental, pues, correspondería a algo así como el revés de la diseminación que implica la experiencia de la imagen. No la pura y absoluta condensación, porque es propio del taller condensar y diseminar al mismo tiempo, sino el momento en que la pintura se cumple, se cumple como imagen y como imagen de la pintura. El sitio en que se prisma el más allá y el más acá de la obra, el lugar en que tiempo y espacio mutuamente se desbordan. Lugar sin lugar en que la imagen y el ojo se encuentran.

El autor ha declarado ser objeto de seducción y placer fetichista, en relación a la colección y contemplación de las imágenes, yo agregaría también una perversidad, a la hora de manipularlas.

Si bien es cierto que se trata de imágenes de origen fotográfico, el referente material directo en ningún caso es una fotografía, sino la fotocopia a color ampliada de un recorte expoliado en alguna revista. Fotocopia sometida a un estudio cromático y, además, cuidadosamente tramada, es decir, cartografiada para su representación. La pintura queda así diagramada o determinada por la serie de traspasos mecánicos y ópticos a que ha sido sometida la imagen, es decir, el recorte «original». Esta serie de mediaciones y demarcaciones deberá hacer posible la pintura, en la medida que la trama cartográfica es reproducida sobre la superficie de la tela y la imagen cuidadosamente dibujada, literalmente, levantada y cartografiada. Cada segmento de su contorno, cada golfo y cada península; cada islote o laguna es registrado por el dibujo. Lo mismo su geografía cromática, reproducida minuciosamente punto por punto, matiz por matiz, como quien toma muestras de piel en un cuerpo o de suelo en un campo. Los matices son así debidamente preparados al óleo y clasificados para reconocer luego su ubicación en la figura. El número de matices que puede haber en cada uno de los pequeños cuadrados de la trama es innumerable y cambiante según la luz y el ángulo de visión. Pero precisamente determinado en el trabajo de transcripción.

Tal vez, de la mano del Realismo fotográfico habría que agregar una última dimensión que atañe a la tradición de la pintura occidental. Me refiero al trompe-l’oeil, el «engaño visual», la simulación.

Antes, sin embargo, es necesario distinguir dos niveles en las obras, a saber: un nivel de traducción y otro nivel de simulación. Probablemente, en la obra, ambos niveles se confunden, no obstante resultan perfectamente distinguibles inscritos, a su vez, como dos momentos. Un momento de traducción y un momento de simulación. Es decir, cuando vemos y entendemos el motivo de la obra como: «una fotocopia en color ampliada de un recorte expoliado de una revista», entonces estamos en el nivel de la traducción; pero cuando vemos y entendemos el motivo de la obra como la imagen que la fotocopia reproduce en color, entonces estamos en el nivel de la simulación. Y, en efecto, queremos simular una materia no producimos o reproducimos esa materia sino que nos afanamos en la reproducción precisa de su imagen, de su look, es decir, en su simulación.

Parece entonces que lo que se pone en juego es la materia, la materia de la imagen y la materia del objeto, al mismo tiempo. Y, cabría decir, tal vez, la materia del lenguaje. La materia de la pintura en este caso.

Precisamente de este juego ambiguo de traducción y simulación se desprende, creo, un fenómeno sutil y decisivo, un punto en el cual podría descansar, sino el carácter transgresivo, al menos sí el sesgo más paradojal y enigmático de estas obras (de esta obra).

Me refiero al fenómeno de elisión, es decir de ocultamiento y disimulación de la pintura por la pintura…, por la pintura de la imagen. Por la elipsis de la imagen, es decir, por el crecimiento anómalo, la dilatación o inflación de la imagen. En ello, decía, la pintura queda desviada y clausurada, recluida en un atrás inaccesible.

Pues bien, el hecho de que la naturaleza de ese atrás nos resulte inaccesible constata la presencia de un enigma. El enigma de la pintura o, más precisamente, el enigma de lo pictórico. Tal enigma se presenta aquí por obra de una serie mínima de pinturas cuya gloria consiste en ser resultado de un proceso en el que la lentitud bordea peligrosamente el desmayo y la definitiva detención.

Algo así como una naturaleza muerta de la pintura.

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Requerido.

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