Me fascina el interés que el hombre ha tenido a lo largo de los siglos por modelar cuerpos, por representar el de aquellos que lo rodeaban, por teorizar acerca del mismo, y por ir adaptándolo, en cada una de las circunstancias, al mundo contemporáneo. Todo ello indica que hay una preocupación esencial en el hombre, que no es capaz de explicarse aquello que es, y que lo ve como algo eminentemente simbólico, como algo con un valor que sobrepasa lo meramente natural.
El origen de tal interés es artístico. En el principio se encuentran los óleos geniales de Sandro Boticelli, de Velázquez, de Tiziano y de Edouard Manet. Más tarde han venido otros pintores, y algunas fotografías de cuerpos femeninos desnudos. También algunas lecturas como los ensayos de Rafael Argullol, Una educación sensorial, el de Donna Haraway acerca de los ciberorganismos, Corpus solus de Juan Antonio Ramírez, y las películas de Tod Browning, así como Cabeza borradora y El hombre elefante de David Lynch. Pero son solo unos pocos porque podría mencionar también todas las reflexiones acerca del autómata, recordar la impresión que me produjo leer «La torre del campanario» de Herman Melville, «El hombre de arena» de E.T.A. Hoffmann, así como la novela de Gustav Meyrinck, El Golem, o El hombre máquina de Julian Offroy de la Mettrie.
Pero tampoco puedo dejar de acordarme de la importancia que un ínfimo acontecimiento tuvo en mi vida. Era una tarde incierta de sábado. Recorrimos el largo pasillo a oscuras flanqueado por puertas de aulas y despachos vacíos. Cuando llegamos ante la puerta blanca, el olor acre se percibía con mayor nitidez. Dentro de la sala, en una esquina, se apilaban las reconstrucciones humanas en plástico. Las mesas de mármol se distribuían en dos hileras que iban de un extremo a otro, y junto a ellas, los cofres metálicos donde se guardaban los cadáveres durante la semana; el fin de semana los llevaban a la piscina de formol en una habitación contigua.
Contaría entonces con doce años de edad, y mi padre me había llevado esa tarde a enseñarme la sala de disección de la Facultad de Medicina, el lugar en que pasaba gran parte de la semana enseñando a los alumnos las distintas partes del cuerpo humano en unos cadáveres verduzcos o grisáceos, malolientes, fibrosos y deshumanizados. La visita no me resultó muy agradable y temo que para mi padre fue un fracaso, pues no logró interesarme en aquello e hizo, además y como reacción, que me alejara durante años de allí. Ahora, sin embargo, y con el sigilo de quien está agazapado, y por razones en un principio muy alejadas, he ido interesándome progresivamente por el cuerpo humano y por sus representaciones artísticas y médicas.
Si sorprenden las múltiples representaciones corporales, no se quedan atrás las metáforas a que ha dado lugar y entre las que me llama especialmente la atención el cuerpo como mapa de las pasiones humanas. A los varios intentos por trazar una analítica de las pasiones, el hombre ha respondido siempre con una mirada entre escéptica y cansina acaso porque sabe de la imposibilidad de la empresa. ¿Cómo dar cuenta en una serie apretada de frases de todo aquello que siente y que, por lo mismo, lo define en cada uno de los momentos de que su vida se compone? El empeño es titánico, y como tal es impoible, inacabable y está abocado al fracaso. Solo algunos artistas han sido capaces de dar con la expresión exacta de las infinitas pulsiones pasionales que han impulsado al hombre a lo largo de la historia. Desde las primeras representaciones escultóricas que nos han llegado de las venus matriciales hasta las imágenes virtuales que hoy inundan las pantallas, el cuerpo ha ido acompañando a la humanidad y se erige en un ejemplo excelente de análisis. Quizás las épocas doradas sean la griega y la renacentista. Emociona saber que aquellos ciudadanos libres, tan lejanos en el tiempo – y cada vez más en la cultura – hicieron del hombre la medida de todo, y que junto a los valores morales, elaboraron también otros artísticos que lo plasmasen. Pasados los siglos, algunos italianos sintieron la necesidad de recuperar lo que si no se había perdido, al menos sí había quedado escondido bajo otros valores. La pintura y la escultura renacentistas son ese segundo gran momento histórico en que el hombre se erigió en el centro del Universo. Gradualmente tal optimismo se fue perdiendo y al hombre lo fueron relegando a una posición cada vez más marginal hasta llegar a esta época denominada posthumanista en la que algunos proclaman que el cuerpo está obsoleto y en el que la figura del ciberorganismo es el modelo para esta nueva sociedad post-todo.
El cuerpo ha sido el mapa que hemos recorrido infinidad de veces; ha sido el paisaje que hemos admirado y en el que nos hemos sumido en extrañas tranquilidades; el lugar de encuentro y de ácidos despertares mientras íbamos viviendo nuestras desasosegantes adolescencias y no cejábamos en el imposible empeño de comprendernos y de comprender a los otros. Cada vez que pienso en lo que nos gustaban las películas de alienígenas, de muertos vivientes, de seres mutantes, no deja de asaltarme la certeza de que en el fondo nos gustaban porque de manera oscura veíamos reflejados en ellos a quienes nos rodeaban. Acaso, y de manera más secreta aún, nos veíamos reflejados en ellos aunque nunca fuimos capaces de confesárnoslo. Pero si el cuerpo era un mapa, también era un laberinto complejo como el que pintó André Masson en El secreto del laberinto, mucho más inquietante que los de Borges, pero también menos metafísicos y más reales y en el que multitud de veces nos hemos perdido de manera voluntaria o nos hemos extraviado a pesar nuestro.
Al igual que los antiguos cartógrafos fueron descubriendo la tierra gracias a la paciencia y a los adelantos técnicos, el hombre ha ido descubriendo su cuerpo y el de los demás gracias a la paciencia y a los cambios que se producían en la mentalidad dominante. La técnica, sin embargo, no parece haber ayudado. La disección de los cadáveres, los avances en química y electricidad, la revolución informática parecen haber dado lugar a un progresivo descubrimiento de horrores que permanecían ocultos. La disección se me aparece como la apertura de la caja de Pandora de miserias que mejor hubieran seguido ignoradas. Si bien en el Renacimiento y Barroco las lecciones de anatomía en óleo aún guardaban el decoro derivado de las normas clásicas, desde el siglo diecinueve la degradación en la representación ha sido progresiva hasta el punto de que en algunos cuadros de Francis Bacon o de Lucien Freud el cuerpo humano se asemeja más al cadáver de un bóvido que a otra cosa. La mirada occidental ha ido variando conforme el paso de los siglos, y la progresiva pérdida del optimismo civilizatorio marca la distancia que hay entre el David de Miguel Ángel y los pintores mencionados.
Algo parecido se da en el terreno de la especulación filosófica. Hemos recorrido el camino que va del autómata cartesiano o pascaliano, aquel que se regía por la costumbre y evitaba de ese modo cualquier posibilidad de error, a pensar que los implantes de elementos tecnológicos en el cuerpo permitirán versiones mejoradas del ser humano. Mejoradas en cuanto a su resistencia física o su capacidad de no reflexión, porque por mucho que los teóricos del ciberorganismo lo nieguen o traten de ocultarlo, sus especulaciones se estancan en los replicantes de Blade Runner o en prototipos mejorados en lo técnico. De ahí que cuando algunos hablan de que el cuerpo humano se ha quedado obsoleto, una sonrisa irónica asome en la expresión.
¿Cómo puede nadie decir que el cuerpo se ha quedado anticuado si es lo único que tenemos para comunicarnos con el mundo? Aún más, es nuestro mundo, es nosotros y así somos parte del mundo. Solo por nuestro cuerpo estamos en el mundo y somos parte de él. Nos integramos o nos perdemos en él y en la vida sólo por el cuerpo y con él. La vida y el contacto con el mundo nos avejentan, nos van desgastando con la lenta certidumbre de quien sabe que es suya la victoria, van haciendo que nuestros cuerpos cambien, y este sería otro de los sentidos al que alude el título.
Por último, aunque ligado a lo anterior, está la transformación voluntaria del cuerpo. No me refiero a la posibilidades que la cirugía estética ha abierto y que Madame Orlan ha llevado al punto más bajo de la banalización. Hay otras infinitamente más interesantes. Una de ellas aparece en las primeras escenas de The Pillow Book de Peter Greenwaway. La narradora escribe sobre el cuerpo de otra mujer, con estilizada caligrafía y alfabeto japonés, historias, aquellas que luego se irán mostrando en la pantalla. Hay otra transformación, más allá del llamado arte corporal – cuyo verdadero interés me intriga la mayoría de las veces -, y se trata del tatuado y anillado de los cuerpos. Late un deseo de escribir la propia biografía al tiempo que se va viviendo. Es un ir haciéndose en la vida y en la escritura, un ir subrayando aquellos momentos intensos, felices o agrios. El tatuaje en las sociedades occidentales va más allá del ritualismo de otras sociedades. Son símbolos que indican la pertenencia a algún grupo, es también el rechazo a una vida normal, pero es sobre todo una actitud, la de quien sabe que toda vida es singular e irrepetible y que ha de mostrarse como ejemplo, aunque a veces sea un ejemplo a la contra.
En las transformaciones del cuerpo, del nuestro así como del de los demás, late la incógnita por la identidad y el afán de construirnos una que nos satisfaga o que, al menos, de respuesta a las distintas incertidumbres existenciales, sociales o políticas. Si a lo largo de la dilatada historia de la humanidad, que da comienzo con los primeros vestigios de documentos – escritura o arte -, las representaciones del cuerpo humano han ido cambiando, eso se debe a la simple razón de que lo que cambiaba en un principio era el modo de verlo y de entenderlo. Las transformaciones más profundas no eran en realidad la de las proporciones escultóricas o la del decoro que había de transparentarse en la pose o en la expresión, sino que eran las sucesivas ideas que se han ido teniendo de las personas, del sentido de la vida y de nuestro lugar en el mundo. Por eso hubo un tiempo en que pudimos ver el cuerpo como algo armónico y retratarlo o esculpirlo desnudo. Por lo mismo, las imágenes que hoy definen a nuestra sociedad están en películas como Terminator, Robocop o Vinieron de dentro de…, o en los cuerpo platinados del doctor Günter van Hagens. El nuevo cuerpo, producto siempre de una transformación, no ofrece ya la imagen sensual y atractiva de quien sabe que el paraíso está en la tierra, sino que deja entrever el disgusto que la carne, lo material y lo sensual provoca en una sociedad que se interesa, por encima de todo, por toda realidad que sea virtual.
El sueño humanista en que el hombre era la medida de todas las cosas ha llegado a su fin. Por más que intentemos consolarnos con remedos, recuperaciones arqueológicas o reproducciones que bordeen lo kitsch, cuando no caigan abiertamente dentro de tal concepto, no esperan los productos de una época que ya ha sido etiquetada como posthumana y en la que el modelo es la máquina tecnológica. Acorde con el deslizamiento ideológico, las representaciones simbólicas que sirven para dotar de sentido a la época – o lo que es lo mismo, la pintura, la escultura, la literatura, y sobre todo, el cine – se van afanando, cada vez con mayor dedicación e intensidad, en mundos virtuales y futuristas, y en cuerpos en los que la máquina se configura como el centro significativo de la imagen.
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