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Realismo anti vanguardista: las artes visuales en EEUU y su diferencia

por María Elena Muñoz
Artículo publicado el 15/06/2003

La crítica a la representación fue uno de los componentes más decisivos de la protesta vanguardista europea. Gracias a ella las artes visuales, y la pintura particularmente, lograron instalarse, durante la segunda década del siglo XX, como formas de significación autónomas que nada tienen que deber al mundo de las apariencias. De tal forma la visualidad se legitimó como manifestación de una realidad otra (espiritual, conceptual, anímica).

Estos reclamos de insubordinación respecto del mundo objetual y perceptible, en general, nunca formaron parte de los ánimos del arte norteamericano. Durante casi toda su breve historia, éste se ha mantenido ajeno a aquellos y otros forcejeos del arte europeo. En el país del norte, la condición de la pintura como registro de lo visible, nunca estuvo en cuestión. Por el contrario, ha instituido su sello, precisamente, en su puritana devoción por ellas, en afirmativa rendición ante las cosas de este mundo. Desde ahí ha construido su identidad. Y es justamente, desde su extraordinario apego al mundo de acá, que ha podido establecer claramente su independencia, acaso displicente, respecto del arte europeo.

Pragmatismo vital y realismo pictórico parecen corresponderse. Indiferente a los desafíos de la especulación y reacio a las abstracciones, el pueblo norteamericano prefiere hablar de lo que es cierto, representar lo que es visible, argumentar aquello que es comparable. Atenerse, en fin a los hechos (facts). Esta inclinación norteamericano hacia lo concreto y objetivo es ilustrada insistentemente por su pintura, desde la temprana obra del bostoniano John Singleton Copley (primer pintor profesional de Nueva Inglaterra) hasta el virtuosismo ilusionista del realismo fotográfico.

Desde la fundación de la puritana Nueva Inglaterra en el siglo XVII, se estableció una legitimación de lo objetivo y de la vivencia de lo cotidiano. Las primeras formas de representación gráfica o pictórica fueron consecuentes con este hecho, operando fundamentalmente como registro. También lo fueron con la iconoclastía protestante que prohibía la representación de lo sacro, lo cual era compensado con el ethos puritano que confiere a al experiencia de cada día, y al objeto común, la dignidad de acoger una posible revelación.

Cuando orientado por la doctrina del Destino Manifiesto, Estados Unidos inicia su expansión hacia el oeste del Mississippi, diversos artistas se entregaron a la empresa de registrar los escenarios donde estaba teniendo lugar aquella gran aventura fronteriza. Catlin, Bierstadt, Bingham, entre otros, ilustraron los escenarios, pueblos y costumbres del extenso oeste «salvaje» para darlos a conocer al este «civilizado». Una innegable intención de objetividad promovía sus obras. Es así como Catlin adjuntaba a sus famosos retratos de jefes indios, certificados de autenticidad firmados por oficiales, agentes indios y otros testigos que daban fe de haber presenciado al artista trabajar con auténticos modelos, revelando con precisión los detalles de sus facciones, atuendo y entorno (persiguiendo algo así como la garantía que presentan las películas «basadas en una historia real»). Más tarde, cuando otros artistas decidieron competir con la kodak, para construir el conocido imaginario del lejano oeste, lo hicieron concientes de estar pintando la nostalgia, no obstante una representada de la forma más verídica posible.

La demanda de realismo fue rebasada por el pintor decimonónico Thomas Eakins, quién se formó en una tradición académica rigurosa que empezó en su Pensilvania natal y terminó en Europa. Su estadía en el viejo continente coincidió con un momento en que la escena artística europea se encontraba agitada por los aires renovadores del impresionismo. Eakins, no obstante, se mantuvo alejado de aquellos experimentos y se concentró, en cambio, en el estudio de los grandes maestros, particularmente Velázquez y el realismo barroco.

Eakins, reconocido como el mayor realista de su tiempo, fue también el primer artista pintor que reconoció las posibilidades que le ofrecía la fotografía, inaugurando así la productiva relación entre el recurso fotográfico y el realismo pictórico, que es fundamental en sus versiones más contemporáneas. La inmediatez del registro fotográfico se traspasa a las telas de Eakins que destilan un aire de fidelidad a la realidad visible antes no alcanzada por previos artistas. Su obra tropezó, sin embargo, con los reparos de una sociedad que si bien estimaba grandemente la acuciosa descripción pictórica, no estaba preparada aún para recepcionar la imagen de la realidad descarnada y sin afeites que ofrecía Eakins. Él hace ingresar a la tradición norteamericana la dimensión crítica del realismo; la de enfrentar al espectador con aspectos de la vida que preferiría no ver, como visiones sangrientas o de cuerpos desnudos que desafiaban la proscripción puritana del cuerpo.

Un realismo de tipo ilusionista fue el que desarrollaron paralelamente pintores como Harnett, Peto y Haberle. Estos artistas practicaron con gran eficacia el género de la naturaleza muerta en una técnica «trompe- l´oeil», género extinto por largo tiempo en Europa. A la obra de estos autores les corresponde el calificativo de «populistas». Unido al hecho de que representaban objetos vulgares y corrientes, estos oficiosos trabajos fueron realizados deliberadamente para el gran público. Su destino no era el ser exhibidas en museos y galerías sino en tabernas o sitios comerciales, constituyendo de algún modo, una suerte de precedente de la moderna cultura del espectáculo.. A aquellos lugares el público concurría dispuesto a someterse al engaño visual. Tal efecto era facilitado por el tipo de objetos escogidos; cartas, billetes, naipes y otros de formato plano, dispuestos sobre un panel o pizarra. Lo plano del modelo se asimilaba al plano del soporte pintura potenciando el efecto engañoso del trompe-l´oeil, tensando al máximo el juego ambiguo entre ficción y realidad.

El así llamado «trompe-l´oeil populista» sentó un primer precedente en la reivindicación de la cultura popular frente a su opuesta, la «alta cultura» ( o cultura de élite) en un país donde explícitamente, se reconoce a la segunda como foránea (europea) y a la primera como la propia. Es justamente este reconocimiento el que permite que al llegar al siglo XX, las artes visuales en EEUU se establezcan como voceras de una identidad suficientemente demarcada.

Siglo XX: Una resistencia que se reafirma.
A comienzos del siglo XX, el Grupo de los 8, más conocido como la Ashcan School, conformó en el centro de la primera bohemia neoyorkina, la primera real comunidad de artistas aglutinados en torno a una idea: la de hacer de la pintura un vehículo para significar los aspectos más cotidianos y hasta vulgares de la vida urbana. Los pintores de este grupo se hacen cargo de mostrar las profundas transformaciones que la enorme oleada de inmigrantes estaba provocando en la ya superpoblada gran manzana. El hacinamiento, la miseria, el perpetuo movimiento de la gran urbe son el objeto de su atención: el detalle naturalista cede espacio a la rendición de cuentas de una realidad social en conflicto. Lo que la Ashcan School se empeño en mostrar fue la otra cara de la modernidad neoyorkina, la que se oculta tras los emergentes rascacielos y los grandes puentes, emblemas de la metrópolis moderna.

El Grupo de los 8 fue blanco de los ataques de ciertos sectores empeñados en hacer circular aires de vanguardia en la escena cultural norteamericana. El círculo liderado por el fotógrafo y galerista Alfred Stiegletz le reclamaba al grupo de los 8 por su conservadurismo estético y exceso de costumbrismo, características incompatibles con la urgencia de sintonizar de una vez, el modernismo tecnológico y económico con el modernismo artístico identificado con el «alto modernismo» europeo. Como una forma de poner al tanto a los norteamericanos de los procesos vanguardistas europeos, se organizó el gran evento conocido como el Armory Show (1913). Allí se expuso un enorme número de obras que iban desde el ya aceptado impresionismo hasta las audaces investigaciones cubistas y futuristas, que remecieron los hábitos perceptivos de los norteamericanos respecto del arte y su relación con la vida.

Dicha muestra alentó el trabajo de algunos notables artistas que descubrieron nuevas posibilidades en la abstracción. Sin embargo, el evento y la atmósfera que lo rodeaba provocó también una reacción de resistencia de parte de los que veían a la vanguardia como una invasión foránea. De alguna manera, la vanguardia europea planteaba una amenaza a la necesidad de marcar una diferencia, de establecer la tan preciada identidad.. Así lo estimaron los pintores llamados regionalistas, quienes no sólo rechazaron los experimentos del arte europeo, sino también toda producción nacida en Nueva York, lugar de lo extranjero, antro enemigo de los valores nacionales. El verdadero carácter de lo norteamericano, según estos artistas, se hallaba en el corazón rural del medioeste, lejos de las grandes y culturalmente contaminadas urbes.

Una actitud menos hostil a lo foráneo, pero también inclinada por la demarcación de un espacio de lo nacional exhibieron el grupo de los llamados precisionistas y los realistas urbanos. Los primeros se encargan de mostrar el progreso industrial norteamericano, glorificando la máquina, pero no al modo vertiginoso de los futuristas, sino en un reposado estilo realista, usando una perspectiva convencional, enfatizando la geometría de los objetos y los perfiles precisos de la forma.. Se verifica en sus obras un culto al progreso que se despliega a través de una representación fría, despersonalizada, pero a la vez sacralizadora del motivo. Florece aquí el espíritu pragmático que sustenta una estética de lo útil; el objeto útil es bello precisamente porque es útil.

El realismo urbano, corriente pictórica que registró las imágenes de la depresión de los años 30, también se unió a la condena del vanguardismo europeo. Al supuesto escapismo del alto modernismo, pintores como Miller, Bishop, Soyer y Marsh, opusieron la tarea de mostrar los estragos producidos por la depresión económica que tan profundamente transformó el escenario cultural norteamericano. Junto a la aparición de un nuevo proletariado urbano, aquellos años vieron nacer nuevas formas de expresión que suplieron las demandas recreativas de aquel sector. La emergencia de los espectáculos masivos populares y el despege de los medios de comunicación masivos se verificó precisamente en aquel momento crítico, afectado por el apremio por la supervivencia y la carencia de oportunidades. Reginald Marsh es el primer artista que en este contexto que hace ingresar un nuevo tema para el arte : los medios de comunicación masivos y su impacto. También su obra de cuenta del auge de los espectáculos y formas populares de recreación. El consumismo encuentra también en el realismo urbano una vía para exhibirse como nuevo fenómeno socio-cultural.

Hopper y el realismo de lo invisible.
Edward Hoppper es reconocido fuera y dentro de Estados Unidos como el más americano de los pintores. Reacio a ser incluido en la llamada «escena americana», Hopper defendía la idea de que la condición norteamericana residía en el propio artista, por lo que no era necesario buscarla. Su posición al margen de cualquier credo artístico le permitió desarrollar un arte, si bien vernáculo, libre de propaganda nacionalista.

El sentido de sus pinturas y grabados no es glorificador; no se propone exaltar el mito de la grandeza americana; el suyo es el tema del drama humano (entendido como condición). No obstante, es un drama que se desarrolla en un escenario inconfundiblemente norteamericano. Como la haría un cineasta, Hopper elige muy bien sus locaciones: el interior de un modesto restaurante, la habitación de un motel, cuando se refiere al drama privado; una casa solitaria, una gasolinera perdida, una línea férrea abandonada, cuando lo que parece querer evocar es el relato donde se confrontan naturaleza y civilización, el conflicto entre el puje del progreso y la nostalgia del paraíso perdido, polémica permanente en la conquista norteamericana del paisaje. Sus imágenes parecen fotogramas, registros de un momento silente y detenido en medio de una narración. Acaso sea esta condición cinematográfica, narrativa, referencial, la que conceda a su pintura su intrigante atractivo, por que no, la que la dota de su sello particularmente americano y su consecuente distancia con la vanguardia europea. En el mismo momento en que la pintura europea se esforzaba por sacudirse de toda apariencia y toda literatura, la obra de Hopper la cultiva, permaneciendo en el umbral donde la pintura comunica cosas sin sacrificar su textura pictórica.

Pero la obra de Hopper destila además de manera muy clara, el espíritu contenido y anti-expresionista presente en todo el arte estadounidense. El yo de Hopper no es un yo que vocifera y se desgarra, sino uno que calla. Es un alma que observa sobria y desilusionadamente el mundo. Las mudas pinturas de Hopper encarnan el ascetismo puritano: aquel sistemático control de sí mismo que está en la base del mentado pragmatismo norteamericano. Es así como el drama de Hopper es solo sugerido, nunca desbordado. El erotismo es enunciado jamás desplegado, como cualquier otra forma de hedonismo, es retenida.

El cruce de Atlántico y la declinación de la vanguardia.
Finalizada la segunda Guerra, cuando Nueva York se erige como la nueva capital cultural del mundo, la visibilidad de los artistas estadounidenses se favoreció enormemente, en especial la de aquellos que estaban explorando en las posibilidades de la abstracción En ellos se depositaba la confianza en la esperada superación del porfiado localismo del arte nacional, en un contexto mundial en el cual abstracción y modernismo ya estaban siendo consolidados como sinónimos. El Expresionismo Abstracto se posicionó impetuosamente del escenario artístico con el apoyo de críticos y coleccionistas. Por primera vez el arte norteamericano se encontraba ocupando un lugar protagónico y podía zafarse del lastre de su provinciano conservadurismo.

No obstante, el Expresionismo Abstracto fue un arte de excepción a la constante realista veneradora del dato objetivo y que por lo mismo, limita el despliegue de lo subjetivo. El imperio del gesto se desató como se desata una fuerza largo tiempo contenida y que halla, al fin, la forma y las condiciones para exteriorizarse. Nunca antes el arte norteamericano había presenciado tal desborde expresionista. En forma constante, aunque no uniforme, lo que imperaba era la evidencia de la supresión del yo auspiciada por la doctrina puritana del autocontrol. Así también, por primera vez se pone en ejercicio una suerte de desdén por el mundo físico, operado no sólo por los pintores acción (De Kooning, Kline, Pollock) sino también por los abstractos místicos (Rothko, Still, Baziotes) que en sus obras se hicieron eco de una cierta necesidad de huir del mundo, manifestada previamente por las corrientes constructivas de la abstracción.

La consagración internacional del arte moderno fue una consecuencia del liderazgo estadounidense precedida por el éxito de la escuela de Nueva York. Los años 50 fueron testigos del debilitamiento del virtual poder subversivo de la vanguardia. La crítica emprendida por ésta contra la tradición artística, o más ampliamente, la crítica al sistema social dentro del cual éste funciona, se ve así totalmente neutralizada por la integración o absorción de la vanguardia por el sistema (situación que define su aniquilación) . El mercado recibió al arte de avanzada con furioso entusiasmo. Una fiebre de coleccionistas se apoderó de los artistas antes marginales que pasaron a convertirse en verdaderos objetos de culto, alcanzando también a las generaciones emergentes de la abstracción norteamericana y del informalismo europeo.

Recuperación del objeto y nuevas formas de supresión del sujeto
Desde Londres, a principios de los 50, se empieza a percibir un rechazo marcado frente a las pretensiones sublimadoras del arte venidas desde los abstracto-expresionistas y sus contrapartes europeas, los informalistas. Frente al exceso de narcisismo, el culto de lo privado y el hermetismo que éste conlleva, el Grupo Independiente del Royal College británico opuso una preocupación por hacer visibles las imágenes y poner en discusión los temas planteados por la cultura de los medios masivos de comunicación y el afianzamiento de la sociedad de consumo. Así también se discutía sobre la necesidad de derribar las fronteras entre arte culto y artes populares (masivas).

Por aquellos tiempos, en Estados Unidos, un par de artistas estaban interfiriendo en la monolítica presencia del abstraccionismo. Robert Rauschenberg y Jasper Johns trabajaban en la recuperación del referente colectivo, ya sea vía imagen, como las paradojas representativas de Johns con emblemas de la cultura nacional o, integrando objetos (fragmentos de realidad) con elementos de pintura como las «combine-paintings» de Rauschenberg.

Al señalar el arte pop la necesidad de abolir los muros entre cultura de elite y cultura de masas se encausa con uno, si no el más, importante rasgo de la tradición artística norteamericana. Este hecho y no sólo la apropiación que éste hace de los iconos de la cultura material estadounidense, es lo que marca al pop como un fenómeno esencialmente norteamericano. Su cercanía al kitsch y consecuente deslegitimación del gusto de la elite, sus formas de producción mecánicas e impersonales, su desdén por la manualidad que contiene el gesto del artista y su indiferencia frente a la originalidad de la obra de arte remite por cierto a las orientaciones de cierto sector de la vanguardia europea (especialmente al ready-made duchampeano). Pero estas mismas características representan a la vez un reencuentro y una extremación de rasgos que el arte norteamericano venía presentando desde sus orígenes: la preferencia por reflejar lo cotidiano, el gusto por el objeto, la banalidad temática, la forma desapasionada de representarla.

A lo largo de una historia marcada por ánimos emancipatorios respecto del paradigma europeo, la pintura en Estados Unidos ha dado cuenta de una actitud casi devota por el objeto y su más o menos fiel representación. Cuando el objeto representado había prácticamente desaparecido del arte europeo por la acción de las vanguardias (abstraccionistas especialmente) el arte pop norteamericano lo reinstala triunfalmente en escena. Con la afirmación de la sociedad capitalista industrial, el objeto venerado pasa a ser el de consumo; es este el que ha venido a inundar el universo de lo cotidiano. El pop registra, sin sacralizar ni condenar, la realidad objetual transformada por la presencia de los medios masivos y el consecuente triunfo de la sociedad de consumo en las urbes altamente industrializadas.

La imagen es legible y comunicable gracias al enorme poder referencial de aquello que se representa; lo que está sujeto a promoción. El Pop se apodera de objetos que el sistema ya ha definido como productos y en cuanto tales los ha indiferenciado: producto es igualmente la estampa de Elvis, una cajetilla de Lucky Strike, la noticia de un accidente, las nalgas de una mujer, unas cuantas latas de sopa. Mientras más masivo el referente, más despersonalizado se vuelve potenciando a la obra como experiencia de lo colectivo. Artista pop y espectador participan de los mismos referentes colectivizados por la cultura mediática. su efecto como imagen o presencia objetual se prueba en un acto de reconocimiento estableciéndose así una relación de complicidad prácticamente inevitable.. Esta preferencia por la relación cómplice marca una distancia aguda del arte norteamericano frente al compromiso crítico que animaba a la vanguardia europea.

El lugar de la ilusión y los mecanismos de su negación.
Alejándose de las orientaciones planteadas por la neovanguardia europea, el fotorealismo de fines de los 60 volvió a convocar el problema del ilusionismo pictórico. Con esta corriente el soporte de la pintura se vuelve más que nunca antes el lugar de la confusión, el de la trampa para el ojo. Valiéndose de los mecanismos de la ficción, el realismo fotográfico norteamericano lleva al extremo la posibilidad de la pintura de convertirse en un símil de su modelo. Pero esto es posible, sólo porque el modelo ya no es la realidad misma captada directamente, sino el registro fragmentario que el lente realiza de ella. Con lo que se confunde la pintura es con una foto, la que opera como único referente.

Paradójicamente, aquel procedimiento mecánico que a mediados del siglo XIX entró a competir con la pintura como medio para capturar lo real, fue el mismo que proporcionó a la pintura una nueva veta que explorar. En los viejos tiempos, la fotografía desafiaba a la pintura; quería imitarla, lograr mecánicamente lo que la pintura lograba con oficio manual y talento. Inversamente, el fotorealismo constituye un desafío a la fotografía: el de lograr manualmente lo que la fotografía puede hacer con tecnología.

El trabajo del artista comienza con la elección del motivo que será captado por la foto. Esta parte del proceso es fundamental, por cuanto el repertorio de motivos señala una diferencia esencial entre los realistas norteamericanos y representantes afines de otras latitudes. Los fotorealistas se mantienen fieles al cultivo del «pequeño tema», pero no a aquel grato y pintoresco, sino al relativo a situaciones y escenarios sutilmente perturbadores y nada complacientes que aparecen compareciendo en un paisaje inconfundiblemente norteamericano.

Dentro de este marco, cada artista exhibe sus motivos recurrentes. Así, Chuck Close, por ejemplo, trabaja con los rostros de personas ordinarias captadas a través de la impersonal toma fotográfica tipo snap-shop. El resultado es una imagen absolutamente des-sublimada del sujeto retratado, quién aparece más como un tipo que un individuo.

El escenario urbano, propiamente neoyorkino, es el motivo que se reitera en las obras de Richard Estes. Con insistencia, son retratados escaparates de tiendas y vidrieras de restaurantes y las calles que componen el desolado escenario donde la vida contemporánea acontece. La aparente exactitud de las imágenes de Estes es de tal «realismo» que genera una sensación escalofriante de irrealidad, efecto acaso potenciado por la frialdad de la atmósfera y la carencia de personajes, ya que en estas obras la presencia humana es sugerida y rara vez mostrada.

Ralph Goings narra escenas relativas a experiencias en viaje, que de alguna manera evocan a la pintura de moteles y trenes realizada por E. Hopper. Lo suyo son los diners, restaurantes de comida rápida situados al margen de los caminos. Fuera de las grandes ciudades cosmopolitas, los diners son hasta ahora una suerte de «reducto” de lo americano, vinculado a ámbitos mas bien rurales. Las imágenes de Goings muestran preferentemente el exterior de dichos recintos, donde el protagonismo le está reservado ala camioneta pick-up que, solitaria espera a su dueño cual caballo ensillado fuera de la cantina en una película del oeste.

Robert Cottingham, como Estes, también se hace cargo de imágenes urbanas, fragmentos de edificios y carteles publicitarios de neón. Don Eddy también opera con una óptica fragmentaria, dirigida hacia automóviles que hacen de espejo de su entorno. John Salt ofrece imágenes que no comentan pero sí refieren a problemas sociales, como el de la pobreza escondida de los trailer’s parks. El tema de la naturaleza muerta es recuperado por artistas como Janet Fisch y Audrey Flack contemporanizando las propuestas de los artistas del trompe- l´oeil decimonónico y del realismo barroco holandés.

Sin duda es un factor de asombro la exactitud con que los motivos fotográficos son llevados a la tela. Close se sirve del clásico procedimiento de la retícula que habían empleado los maestros renacentistas y los realistas holandeses. Se trata de una reproducción manual de una reproducción mecánica de la realidad. Meticulosamente, recuadro por recuadro, la imagen empieza a conformarse. El resultado puede o no puede ser verificable con el original fotográfico, ya que en muchos casos Close trabaja con varias fotos simultáneamente, de tal manera que la obra resultante es una suerte de síntesis. El enorme formato al que extiende Close a sus modelos constituye un acto de práctica insolencia.; la ampliación no consiente en ocultar ningún detalle grotesco del rostro, ni ninguna imperfección de la toma fotográfica. Prescindiendo de todo recurso expresionista, el rostro descaradamente ampliado, se reviste de características monstruosas.

Richard Estes también utiliza más de una foto para componer sus desoladas vistas urbanas. El método que emplea es el de proyección de dispositivas sobre la tela. El resultado es una imagen «realista», es decir absolutamente verosímil, que sin embargo, no puede ser corroborada por un documento fotográfico, ni menos por la visión directa del motivo. El realismo de estos y otros pintores reside, no en su supuesta condición de meros imitadores, sino en una voluntad y capacidad de construir una ficción tan vívida e impactante para nuestros sentidos como la realidad misma. En arte, el realismo no tiene que ver con la condición de lo verídico, sino con la verosimilitud que suscita una problematización respecto del mismo sentido de realidad.

El fotorealismo no puede simplemente descartarse como una regresión de la pintura a sus funciones representativas pre-vanguardistas. Se trata, de hecho, de una tendencia que no es inocente de la crisis de la mímesis y la crítica más global a la representación.; de manera muy sutil, el fotorealismo constituye una versión extrema de esta misma crítica. Y ello a pesar de que la función crítica no aparece necesariamente como su primera prioridad, se las arregla para cuestionar desde el límite mismo de la iconicidad, el valor icónico como análogamente empezara a hacer Magritte unos cuantos años antes. La obra de Close, «Susan» de 1972, está afirmando precisamente que aquella imagen de una mujer de pelo lacio, facciones un poco tocas, cutis imperfecto y enormes anteojos, no es y nunca será Susan. Si con algo puede ser confundida es con la foto tipo carnet que sirvió de modelo, siempre y cuando no se repare en las enormes dimensiones.

Tanto el fotorealismo como el hiperrealismo tridimensional de Duane Hanson o John de Andrea, que trabajan a partir del molde del cuerpo humano, son proposiciones conceptuales que apuntan a problematizar sobre nuestra percepción de la realidad, de una forma ciertamente no explorada en la Europa de la post-guerra. Asimismo, es conveniente reparar en la relación directa que existe entre estos realismos y las contemporáneas tendencias conceptuales desarrolladas en EE.UU.: ambas corrientes desestiman la cualidad estética y sensible de la obra. La proximidad con el arte minimal es notable en la impersonalidad de los procedimientos, la nula pretensión expresiva de las obras, la negación de la texturas, la deliberada reducción del plano de lo connotativo.

Durante las últimas dos décadas, las artes visuales en Estados Unidos han insistido en su porfiado realismo. Como registro de lo real o como problematización de ello y sus formas de representación, al realismo se adscriben artistas como Rigoberto Torres o John Ahearn que lo usan para denunciar directamente las condiciones de las minorías étnicas en la sociedad norteamericana, o pintores como Mark Tansey que se vale de estrategias realistas para promover toda una reflexión sobre la historia del arte y el acto de pintar. El realismo parece seguir siendo la fórmula más distintiva del arte norteamericano para significarse, en distintas situaciones y con diversos objetivos.

En algún momento de la historia del arte occidental, el credo realista decimonónico sustentaba unos principios que en el arte norteamericano se han manifestado como constantes: la predilección por el pequeño tema, la banalidad del asunto, su defensa de la legibilidad de la obra, la afirmación de un carácter popular opuesto al elitismo del arte europeo, la suspensión del yo del artista, la virtual ausencia de gesto expresivo, su tono desapasionado y fundamentalmente, su desdén por todo heroísmo vanguardista. En fin, podría extrapolarse a todo el arte visual norteamericano aquella sentencia con Roy Lichtenstein definió lacónicamente al Arte Pop: «el Arte Pop (el arte norteamericano) contempla al mundo».

María Elena Muñoz
Artículo publicado el 15/06/2003

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Un comentario

Excelente panorámica del arte realista y sus corrientes paralelas y opuestas con comentarios muy críticos e inteligentes que me permitieron entender mucho mas sobre el desarrollo de la pintura contemporánea en Norteamérica. Gracias, me gustaría seguir leyendo sus aportes, pues soy pintor nobel que debe aprender mas.

Por Mariano Lemos Castañeda el día 10/06/2015 a las 09:21. Responder #

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Requerido.

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