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“Sólo los amantes sobreviven”, de Jim Jarmusch. O la vida, la muerte y lo que le sigue.

por Alberto Escalante Rodríguez
Artículo publicado el 08/05/2015


Desde la obsesión de Jarmusch por las paletas heladas, nos viene la mitología de la vida en pareja y de la ansiedad que se produce cuando ya no queda nada más por decir ni preguntar entre dos cuerpos abandonados al pasado, sólo rememorar. El nombre mismo carga con esta premisa, puesto que a los amantes sólo les resta sobrevivir la época que les acoge. El presente mismo ha distanciado a los amantes vampíricos, que terminan bebiéndose su propia melancolía.

Los amantes vampiro terminan por sorber moribundamente de la “bilis negra” que se refugia en cada gota de la 0- que cada vez les resulta más difícil conseguir, el mismo acto de ir en su búsqueda se convierte en la teatralidad de un juego mundano que pareciera medirles mórbidamente la duración del tiempo. La paradoja de la sobrevivencia se concentra en esta duración.

Fruto de que la modernidad les ha extirpado como autores y creadores de su propia pasión, los amantes vampiro solo ven en el firmamento la opción de ser amantes en el sentido más ocasional del término. Las oportunidades se les han terminado y les quedan tan sólo opciones de por medio, donde la distancia entre la vida y la muerte como entre lo extraordinario y lo cotidiano, de lo solemne y lo festivo, entre Tánger y Detroit, se combinan en una metáfora satírica: seguir viviendo.

Por separado no queda más a que entregarse, no se entregan a los juegos que crean cada quien por su lado, sino que se refugian en ellos. Juntos, la propuesta no cambia, sólo se hace más intensa, pues sus posibilidades se bifurcan entre sus instintos de satisfacción más primarios. Si bien espiándolos desde un agujero en la pared, heroica y admirablemente sus encarnaciones son un monumento romántico a la resistencia contra todo tipo de vida útil y práctica, si bien su gesto no es el de los titanes desde el otro lado del muro, sino el de unos indigentes.

Vivir los ha dejado secos pero no sedientos, la idea de trascendencia ha sido embargada por la experiencia terrenal, ha muerto oníricamente, y fuera de ese ámbito, el de la ensoñación, deja de tener sentido alguno. Y sin embargo, el sacrificio, parece en algún momento producir un escape. Pues ya sea, a través de una bala de madera o por la vía de la inanición misma, se sugiere lo que aún guarda el soplo de la vida eterna, la muerte dramática, morir dudando, preguntándose tan sólo cruzando miradas opacas, si es necesario seguir viviendo, morir habiendo sido vulgarmente inmortales. En este sentido, la inmortalidad del vampiro forma parte de lo por demás mundano, la historia nos muestra esa desesperada búsqueda por la trascendencia, donde la inmortalidad funge así misma limítrofe de las aspiraciones.

Jarmusch hace algo muy complicado con su arte, algo que demuestra sus condiciones no para construir cine en torno a narrativas, sino para construir cine en torno a pasiones, y gustos personales sin la debacle de exponerse a la egolatría de un poeta. En ese sentido, su cine se mueve casi siempre en el filo de lo sublime a lo ridículamente snob. Lo que lo separa de caer en un exceso u otro es a final de cuentas el que el que la legitimidad de sus exploraciones recaiga en la naturaleza obsesiva de las mismas. El cine le ha permitido convertir el gusto en obsesión. La manera de presentar sus obsesiones, el café y los cigarrillos, la música, la poesía, es caprichosa e inquietante, pero pacífica, pues tiene el mérito profundo de atisbar un dejo de perturbación en quien sigue al pie de la letra los cuadros cadenciosos con los que pinta cada secuencia a través de la fusión vintage entre jazz, blues, y diversas pinceladas underground. Y queda por demás evidencia de la circularidad con que abraza Jarmusch sus pasiones, desde los primeros planos de su puesta; discos giratorios, miradas girando al vacío, cuerpos oscilantes en círculos.

El tono perturbador con que retrata sus motivos a lo largo de una estética lúgubre, una matización de la fragilidad de sus personajes, y la atmósfera seductoramente depresiva que combina con tintes de mordaz ironía, es lo que hace que uno quiera ser partícipe de la fórmula de los amantes, despejando cualquier tipo de tedio que pudiera recaer a expensas del ritmo somnífero con que se desarrolla cada idea emanada de las obsesiones circulares del director, que sólo se antojan lentas para que nuestros ojos puedan lidiar con el embelesamiento de la producción de sombras con la que Jarmusch se ha propuesto (o no) invitarnos a sus argumentos visuales. Uno nunca se siente abrumado con las obsesiones de Jarmusch sino intercedido en ellas, incluso por ellas.

La historia de los amantes vampiros, es también un cuento que baila la balada de la complicidad. Tanto Eve y Adam como Tilda y Tom, no dejan de bailar en la pantalla, sea esta del tamaño que sea. Su danza, la de la eternidad, su ritmo el de la melancolía con la firme obsesión por una promesa, sobrevivir.

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