El telón cae en Valdivia dando por concluidos seis intensos días de cine, tendrá que pasar un año más para que los cortinajes del remodelado teatro Cervantes, en la ciudad de los Ríos, vuelvan a levantarse para dar paso a la 15° versión del festival. La 14° ya es historia. La clave para dar cuenta de ella, se encuentra precisamente en su inauguración. Los que a ella asistimos nos topamos allí con una serie de indicios, que nos hicieron sospechar -y apostar- sobre lo que vendría a continuación.
La 14° versión del Festival quiso alejarse de las 13 anteriores. Mientras Valdivia debutaba como capital regional, Guido Mutis, hacía lo propio como director de un certamen que en sus anteriores versiones había estado en manos de Lucy Berkhof. El cambio resultó notorio, ya en la ceremonia inaugural el vestido largo, de noche, quedó relegado al armario, en su lugar, tomó la noche por asalto un largo análisis sobre el cine de Bergman y Antonioni a cargo de Mutis. Menos glamour y más contenido, pareció ser el imperativo, cuasi categórico.
Posteriormente, también durante la inauguración, se exhibió el corto Nascente, del brasileño Helvecio Marins. Se trata de un trabajo de una estética cuidada casi en exceso, con una sucesión un poco repetitiva, de grandísimas panorámicas del norte de Brasil alternadas con primeros planos y planos de detalle del protagonista. Éste último -el único personaje del cortometraje- no abre nunca la boca. La palabra ha sido desterrada y la anécdota también. De ese viaje en piragua por los ríos brasileños, lo verdaderamente importante son las sensaciones. La mano del hombre jugando perezosamente con el agua desde la chalupa es más importante que todas las palabras que no ha dicho ni dirá. Su risa final es un acto sensorial en grado extremo. Todo se ha vuelto un universo minimalista que busca convertirse en poesía visual.
¿Por qué empezar el Festival de Valdivia con Nascente? ¿Qué lleva a Mutis y compañía a elegirlo frente a otros cortos mejores o tal vez menos pretenciosos? Quizá la respuesta está en que Nascente es la síntesis, el concentrado, la pulpa de la mayoría de los largometrajes que competirían en la categoría principal. Se trata de trabajos que apuestan por historias muy sencillas, largos silencios, un ritmo lento, a ratos lentísimo, diálogos escasos, personajes introvertidos y dubitativos y, en la mayoría de los casos, una banda sonora nutrida con toda clase de ruidos ambientales, pero escasísima de música. La cámara fija y el plano secuencia son otros de los elementos que se repiten. Es un cine que quiere despojarse de todo discurso -lo cual tal vez sea precisamente su discurso- y que desea presentar al ser humano desde el prisma de su debilidad, para emprender así un camino que ahonde en su intimidad. La consigna parece ser mostrar la desnudez. Basta echar una ojeada a los títulos de estas películas para dar cuenta de ese minimalismo al que se aspira: El otro, El árbol, Ficción, Still Life… El resultado puede ser muy positivo, con películas como El otro, resultar extremado y casi enervante, con El árbol y un poco pretencioso con Still Life.
Sin embargo, más allá de lo que cada película represente, la acumulación de filmes con rasgos tan parecidos, a lo largo de los días, terminó por resultar cansador. En este sentido, los organizadores del festival tuvieron un sesgo muy marcado a la hora de elegir los largometrajes en competición, algo que atentó contra la diversidad de proposiciones que deberían confluir en un festival internacional. Este último fue uno de los puntos más bajos de la 14° versión del certamen, si se compara con la inmediatamente anterior. Es destacable que Valdivia haya privilegiado la selección de largometrajes dirigidos por realizadores jóvenes -casi todos nacidos en los ‘60 y ‘70-, porque eso permite hacer llegar a Chile propuestas frescas y vanguardistas, sin embargo, esa opción por lo joven debió ir de la mano con una apuesta por lo diverso.
El punto disonante -quizá el único- dentro de la selección de largos con características más o menos similares fue La vida me mata, de Sebastián Silva. La película, producida por Pedro Peirano, llama la atención por su gran originalidad y su carácter inclasificable. Según Silva el filme es una fábula. Sería difícil coincidir con él, porque a su historia le falta una moraleja explicita para serlo. Con todo, se trata de un trabajo arriesgado que funciona, pese a caer, a veces, en un humor un tanto localista y fácil.
Otro de los momentos altos del festival se dio en la categoría Gente Joven que premió a Las Peluqueras un interesante cortometraje realizado por Maite Alberdi e Israel Pimentel. Se trata de una propuesta que se encuentra en los límites de la ficción y que coquetea con el cine documental. Las actrices principales -dos viejas peluqueras- hacen de sí mismas y sus reacciones se dan a partir de los intercambios que tienen con actores profesionales que están siguiendo pautas de acción previamente definidas. A ello se une una estética cuidada y un cierto amor por las materialidades y los detalles cotidianos, algo que ya pudo observarse en Los trapecistas, el anterior trabajo de Alberdi. Un documental aquél que curiosamente coqueteaba con la ficción.
Hay que hacer una mención especial a la decisión del jurado de premiar con el máximo galardón de la competencia a Still Life, una película que antes de presentarse en Valdivia ya había sido premiada como mejor largometraje en el Festival de Venecia. Ante ello uno debería preguntarse si tiene sentido premiar en un festival relevante para Chile, pero no muy conocido internacionalmente, a una película que ya ha obtenido el máximo galardón en uno de los festivales de cine más importantes del mundo. Ni siquiera a los realizadores de Still Life pareció interesarles demasiado el premio valdiviano: cuando el rector de la UACH entregó el pudú, la persona que lo recibió, en “representación” del director Jia Zhang-Ke, fue nada menos que Guido Mutis, director del festival… No había nadie más para recibirlo. Ningún miembro del equipo que trabajó en la realización de la película se trasladó a Chile. El hecho habla por sí solo. Sobran los comentarios.
Tal vez, sería conveniente que el festival hiciera una apuesta por la diferenciación, para ganar notoriedad internacional. Podrían empezar a seleccionarse otro tipo de trabajos que no hayan obtenido antes los premios más importantes en certámenes de primera línea mundial. Los organizadores podrían incluir un sesgo en la selección que hiciera más atractivo competir en Valdivia. Evidentemente no un sesgo en los contenidos, sino que un sesgo en la edad de los directores o en su origen. Valdivia podría convertirse en un certamen sólo Hispanoamericano, en un festival sólo para realizadores de menos de 45 años, o sólo para directores noveles. No es, en todo caso, una propuesta arriesgada o revolucionaria, otros festivales aplican sesgos parecidos con mucho éxito, valga el ejemplo de Huelva o de los Rencontres de Cinéma de l’Amérique Latine de Toulouse.
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