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Fahrenheit 9/11.

por Ricardo Cuadros
Artículo publicado el 08/01/2005

El documental «Fahrenheit 9/11» de Michael Moore, recientemente premiado con la Palma de Oro en Cannes y éxito de taquilla en decenas de países, está hecho en base a imágenes emitidas por la televisión, recortes de prensa, documentos oficiales, entrevistas y reportajes del propio autor y su equipo. Con un propósito crítico muy preciso, Moore armó una película eficaz, utilizando recursos nada sofisticados: sentido común y opiniones arriesgadas, humor – a ratos forzado – y sentimentalismo. ¿Populista? Algo hay de eso. «Fahrenheit 9/11» podría verse como un caso ejemplar de cine populista, a cargo de un norteamericano, sobre el funcionamiento de su propio país, el más poderoso del planeta.

El mensaje de Michael Moore
Seguramente otro documentalista, con el mismo material, habría compuesto una película muy distinta. Por ejemplo la escena en que George W. Bush, en un campo de golf, se acerca a las cámaras para asegurar que el terrorismo será vencido, se retira un par de metros, agrega «Now watch this drive (y ahora miren este drive)» y le da a la pelota. Esta secuencia, cortada en el momento en que George Bush termina su mensaje digamos «político», quedaría como un dato más de la retórica esperable en un presidente en tiempo de amenaza terrorista: trabajo de un documentalista políticamente correcto, respetuoso de la autoridad que tenía al frente. Al agregar el gesto entre desafiante y cómico de Bush pidiendo audiencia para su golpe de golf, Moore deja al presidente como un hombre para quien el entretenimiento personal y la lucha anti terrorista son cuestiones que merecen el mismo grado de atención; un presidente incapaz de sopesar el abismo que separa al terrorismo internacional de sus «drives».

Los detractores de «Fahrenheit 9/11», que son muchos en todo el mundo, han señalado que con imágenes como la descrita – y otras tantas a través de la película -, Moore no se propone otra cosa que destruir, o al menos ridiculizar la imagen pública del presidente Bush. No cabe duda que es así y el cineasta nunca ha ocultado que su objetivo político inmediato es sacar a George W. Bush de la Casa Blanca. Pero si sólo se tratara de eso, del documental de un francotirador dedicado a combatir a un mandatario, no valdría la pena dedicarle más de dos minutos de atención. La fuerza de la película radica en que Moore va más allá de la persona de George W. Bush: su crítica apunta a la apretada trama de dinero y política en la que se funda el poder de Estados Unidos.

Desde un punto de vista argumental, «Fahrenheit 9/11» sigue una línea que muchos hemos sostenido desde el mismo septiembre de 2001: la administración Bush desvió la atención mundial desde Osama bin Laden y Al-Qaida, probables responsables de los ataques del 11 de septiembre, hacia Irak y Saddam Hussein. En lugar de concentrar sus esfuerzos en la lucha contra las redes del terrorismo islámico, la Casa Blanca inició una cruzada militar contra Irak – con justificaciones a la postre falsas, como las armas de destrucción masiva en poder de Hussein -, para controlar la producción de petróleo en Oriente Medio. El resultado es que Osama bin Laden y Al-Qaida han seguido actuando en el mundo, la última vez a gran escala en Madrid el 11 de marzo recién pasado, y que Irak ha pasado de una dictadura atroz a un estado de caos, violencia y desgobierno sin solución a la vista. Pero, como dice un alto ejecutivo empresarial en un fragmento de «Fahrenheit 9/11», ante una audiencia de potenciales inversores, «cuando el petróleo iraquí comience a fluir de nuevo, la cantidad de dinero que entrará en juego es incalculable». Es decir, las inversiones en «la reconstrucción de Irak» son, a mediano y largo plazo, una manera de asegurarse un puesto en la futura explotación petrolera. Hoy ya están instalados allí, en primer lugar, los consorcios ligados a la familia Bush y la cúpula republicana.

La familia Bush y Arabia Saudita
Uno de los aspectos más discutidos del documental de Moore son las pruebas que aporta sobre las estrechas relaciones entre la familia Bush y la familia real que gobierna en Arabia Saudita. Se trata de una amistad iniciada hace ya decenios y según «Fahrenheit 9/11» la fortuna de los Bush proviene en gran medida de sus relaciones político comerciales, a través del consorcio Carlyle, con la casa real saudí. Todo esto no pasaba de ser un asunto interno norteamericano o bilateral entre Washington y Riad, hasta el 11 de septiembre de 2001. Sucede que muchos familiares directos de Osama bin Laden residían en Estados Unidos y que 15 de los 19 terroristas que se inmolaron en los aviones era de nacionalidad saudí. Los familiares de Bin Laden salieron en vuelos especiales de regreso a su país, pocos días después del 11 de septiembre, algunos de ellos cuando todavía estaba cerrado el espacio aéreo norteamericano.

Según la información recabada por Michael Moore – entre sus entrevistados está Richard Clarke, ex asesor anti terrorismo de la Casa Blanca y autor de «Contra todos los Enemigos», libro sobre los motivos de la administración Bush para declarar la guerra a Irak- estas personas no fueron interrogadas, a pesar de que su pariente cercano era el sospechoso principal de los recientes ataques en Nueva York y Washington. Por otra parte, Arabia Saudita nunca ha sido considerada, ni remotamente, enemiga de Estados Unidos, a pesar del dato palmario de la nacionalidad de los terroristas y de Osama bin Laden. La teoría de Michael Moore, para muchos tendenciosa – a la vez que apoyada, entre otros, por el mismo Clarke -, es que la administración Bush nunca se interesó realmente en capturar a Bin Laden o desarticular Al-Qaida, y que su primer y único propósito, aprovechando la trágica coyuntura del 11 de septiembre, fue acabar con Saddam Hussein y dominar Irak, para contrarrestar el poder petrolero de Arabia Saudita.

No es difícil probar las relaciones comerciales y políticas entre la familia Bush y la casa real saudí, tampoco sus luchas por el poder sobre el petróleo a escala mundial. Es algo prácticamente público. Lo complicado comienza con la insinuación de que Osama bin Laden contaría con una verdadera red de protección, o por lo menos con un amplio margen de movimiento, y que entre los menos interesados en dar con él estaría la familia del presidente George W. Bush. Y es esta la insinuación que hace Michael Moore en «Fahrenheit 9/11». ¿Podría tener razón el documentalista? La discusión está abierta en Estados Unidos y hay muchos periodistas investigando, entre ellos Craig Unger (muy cercano a Moore), que hace poco publicó «La casa de los Bush, la casa saudí: la relación secreta entre las dos dinastías más poderosas del mundo». Por lo pronto, con su denuncia Moore ha sembrado una nueva duda sobre la probidad del poder político en Estados Unidos.

Los norteamericanos que mueren en Irak
Entretanto siguen muriendo soldados norteamericanos que fueron enviados a Irak para «ayudar al pueblo» y «llevar democracia», siguen muriendo combatientes iraquíes por su nacionalismo y fe religiosa, muriendo civiles iraquíes por la simple mala pata de haber nacido en esas tierras. En el documental, las entrevistas con soldados norteamericanos en Irak son demoledoras, por el grado de ingenuidad y decepción de esos jóvenes. Moore muestra también escenas de abusos y degradación de prisioneros iraquíes, adelanto de lo que ahora conocemos en detalle con las fotografías y videos de la cárcel de Abu Grabi. Algunas de las secuencias más efectivas de «Fahrenheit 9/11» están relacionadas con los soldados norteamericanos.

La cámara sigue a dos marines en uniforme de calle que recorren las inmediaciones de un centro comercial, en un suburbio, eligiendo a hombres y mujeres jóvenes para abordarlos con la invitación a enrolarse en la marina. Sus técnicas de persuasión las envidiaría un vendedor de seguros. No sabemos si consiguieron algún nuevo recluta, pero Moore toma los mismos formularios y panfletos y se aposta en las cercanías del Congreso, con el propósito de invitar a los diputados y senadores a enrolar a sus hijos en el ejército. Las actitudes de los congresales, atónitos ante la sóla mención de enviar a sus hijos a la guerra, saliéndose por la tangente o esquivando al «incómodo Moore», son notables. No, no hay ningún hijo de la dirigencia política norteamericana (salvo uno, según el mismo Moore) que esté sirviendo en Irak, ni lo habrá, a juzgar por las reacciones que recibe el documentalista. La casi totalidad del contingente militar enviado a la guerra proviene de las clases menos favorecidas, de los Estados más pobres, de las minorías con poca educación y escasas perspectivas de futuro. Se podría retrucar a Michael Moore que siempre ha sido así: en las guerras la carne de cañón sale de los grupos sociales más desposeídos, pero Moore muestra este «siempre ha sido así» no en Liberia o Colombia sino en las calles de Estados Unidos, para una guerra cada día más difícil de justificar.

Una madre llamada Lila Lipscomb
La historia de Lila Lipscomb es la más completa dentro de «Fahrenheit 9/11». Lila es de raza blanca y está casada con un afro-americano, el matrimonio tiene varios hijos, dos de los cuales pertenecen a las Fuerzas Armadas. Vive en Flint, Oregon, ciudad natal de Michael Moore, hoy en la ruina después que la General Motors cerrara sus plantas en la década del ochenta (Moore dedicó unos de sus primeros documentales a la decadencia de Flint, «Roger & Me» en 1990). Trabaja en una agencia de voluntarios que ayudan a los desempleados. Moore la entrevista en una primera oportunidad y Lila se muestra segura de sí misma, una «demócrata conservadora» feliz de que sus hijos estén en el ejército. Dice detestar las manifestaciones pacifistas: le parecen una ofensa personal, por sus hijos, y asegura que el ejército, sin duda, es una buena vía de escape de la pobreza para los jóvenes de Flint.

Un tiempo más tarde la desgracia llega a su casa. Uno de sus hijos ha muerto en Irak y poco después de la llamada del ejército anunciándole la tragedia, recibe la última carta que el sargento Michael Pedersen envió a su familia. Lila, rodeada de su marido y de sus hijos lee la carta ante la cámara de Moore. El joven Pedersen está desesperado, no sabe qué demonios está haciendo en Irak, cree que el tanque en el que sirve lo protegerá de la muerte y sólo quiere volver a casa. Lila Lipscomb se convierte en una madre que ha perdido a un hijo y culpa de ello al gobierno, instigador y responsable de la guerra. Viaja a Washington y pasea en las inmediaciones de la Casa Blanca, como si allí fuera posible encontrar una respuesta a su dolor. De pronto, mientras conversa con una activista anti Bush que se ha instalado a vivir en una carpa y no parece muy bien de la cabeza, entra en escena una mujer desconocida, que probablemente ha reconocido a Moore, e increpa a las dos mujeres: «¡todo esto está puesto en escena!». Después de oír que Lila ha perdido a un hijo en la guerra, la desconocida alcanza decir todavía: «échele la culpa a Al-Qaida». La última escena de Lila es la de una mujer devastada, que apenas se puede sostener en pie, llorando a su hijo muerto, sola, en una calle de Washington cerca de la Casa Blanca.

Cuando Moore filma el dolor de esta madre norteamericana que ha perdido a su hijo en la guerra – poco antes ha mostrado crudas escenas de muertos, heridos y damnificados iraquíes -, lo que hace es devolver el horror a casa. Donald Rumsfeld llegó a hablar de «bombardeos humanitarios». En Irak han muerto ya cerca de mil soldados norteamericanos. Michael Moore cumple con la ingrata, necesaria tarea de decirles a sus compatriotas que el dolor de la pérdida de un ser querido en una guerra, en Estados Unidos, en Irak o en cualquier lugar remoto del planeta, nunca tendrá nada de humanitario.

¿Qué será de MM después del 11 de noviembre?
Michael Moore ha llegado a la cumbre de su carrera de documentalista, controvertido y dando siempre la cara, durante la administración de George W.Bush. Sus denuncias y sátiras han tenido al presidente republicano como uno de sus blancos predilectos y la guerra en Irak ha ocupado gran parte de su energía en los últimos años. Si Bush consiguiera la votación suficiente para prolongar su mandato, Moore seguiría en la cresta de la ola, dándole mandobles a presidente reelecto y al pueblo norteamericano, por su error al reelegirlo. Ahora, lo más probable es que el nuevo huésped de la Casa Blanca sea John F. Kerry, a quien pocos reconocen como un verdadero estadista pero al que muchos votarán bajo el eslógan «cualquier cosa menos George W. Bush». Hasta el momento Michael Moore sólo ha dicho que espera ver a Bush fuera del poder, pero ha sido parco en sus declaraciones sobre un posible gobierno demócrata. No deja de tener razón Moore, quedándose callado. Las tareas que esperan a un eventual gobierno Kerry-Edwards son tremendas, desde recuperar algunos de los beneficios del Estado de bienestar tachados por Bush hasta salir, de manera decorosa, de Irak. En cualquier caso, es de esperar que Michael Moore no se acomode a nada, bajo ninguna circunstancia, y que siga siendo una de las pocas voces críticas que se dejan oír sobre Estados Unidos, desde Estados Unidos.

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