Florian Henckel von Donnersmarck, el director y guionista de La vida de los otros (Alemania 2006) nos promete, en principio, una trama sencilla para su primer film: en 1984 Gerd Wiesler (Ulrich Mühe) un frío y meticuloso agente de la Stasi −la policía secreta de Alemania Oriental− se enfrenta a la misión de espiar a Georg Dreyman (Sebastián Koch) un célebre dramaturgo cercano al régimen. Bajo esas coordenadas la película parece destinada a convertirse en un tedioso drama histórico −o en el peor de los casos a una nueva historia de espías−; sin embargo, el director logra casi lo imposible al eludir con éxito ese peligro y entregarnos un film íntimo y reflexivo.
Para retratar a la RDA Henckel von Donnersmarck echa mano a algunos de los elementos característicos de la nueva escuela de cine alemana. Vale decir: uso privilegiado de los espacios cerrados por sobre el rodaje en exteriores, abundancia de primeros planos y planos medios, cromatismo reducido y gran preocupación por la fotografía. El resultado es un universo cerrado y, a veces, opresivo en el que se desenvuelven los personajes como si estuvieran prisioneros, algo similar a lo que se puede ver en La caída (2005) y El experimento (2001), ambas de Oliver Hirschbiegel, y Good bye Lenin! (2003) de Wolfgang Becker.
Pese a los elementos estéticos en común con Good bye Lenin! el acercamiento de La vida de los otros a la RDA es totalmente distinto al de ésta. Mientras la nostálgica película de Becker se sustentaba sobre la base de referencias a antiguos productos de consumo, fácilmente identificables, en La vida de los otros, Henckel von Donnersmarck huye totalmente de los lugares comunes para hablar de Alemania Oriental. Se llega incluso al punto de que no aparezca ni una imagen del muro de Berlín en toda la cinta.
¿A qué se debe esto? Quizás a que la película quiera ir más allá de la historia alemana, pese a respetarla escrupulosamente. Así, la vida de los otros nos habla de la soledad, el miedo y la traición insertos en un tiempo y un lugar determinados, pero sin limitarse a ese lugar y ese tiempo. Ese es su mayor acierto, porque permite que la narración trascienda las fronteras de Alemania y resulte atractiva incluso para un público que no esté al tanto de los pormenores de la RDA.
A lo largo de La vida de los otros se nos muestra un mundo de espías espiados y de escritores sin libertad de expresión, inmersos en una sociedad que aspira a la felicidad socialista, pero que a la vez tiene una tasa de suicidio escandalosa. Los conflictos se desarrollan tienen relación con una perdida absoluta de libertad: el miedo a no poder trabajar si se va contra el partido; el pánico a caer en desgracia; el terror a estar siendo espiado, por ejemplo. Es el retrato de un universo donde cada uno está destinado a cumplir el rol que la autoridad quiere que ocupe, sin posibilidad de cambiar. En ese contexto puede entenderse que al principio de la película, el ministro de cultura critique al dramaturgo Georg Dreyman por caer en un excesivo idealismo al hacer en sus obras de teatro que los personajes evolucionen. “Los hombres no cambian”, le dice resumiendo la realidad del régimen.
La vida de los otros se esforzará pordemostrar que los hombres no sólo cambian, sino que pueden llegar a ser lo opuesto de lo aparentan. El director lleva al extremo esta consigna. Su apuesta es arriesgada: hasta el más despreciable de los seres humanos, Gerd Wiesler, el temible agente de la Stati encargado de vigilar a Dreyman, puede albergar en su interior a un “hombre bueno”. Toda la tensión del film estará destinada a evidenciarlo. Wiesler es un tipo gris, sin amigos, ni pareja. Su papel consiste en husmear la vida de los otros, pero él mismo no tiene una vida propia. La cámara acentúa esto: la gran mayoría de las veces el personaje aparece justo en la mitad del cuadro, dándonos una sensación de infinita soledad que hará que lleguemos a compadecerlo. Su “humanización” se llevará a cabo cuando en vez de vigilar a los otros se involucre con ellos. Cuando consiga salir de su frialdad metódica y fanática, para emocionarse con el arte −la “Sonata de un buen hombre”que compuso Gabriel Yared especialmente para la película−. Es como si el director quisiera decirnos que la felicidad no puede darse en el universo racional y calculador de la Stasi, sino que en una sociedad que permite la libre expresión.
No todos los aspectos de la película funcionan. Henckel von Donnersmark alarga demasiado el epílogo en su búsqueda por lograr una moraleja que pueda sintetizar bien esta fábula sobre el ogro que se convierte en un “hombre bueno”. Además hacia la mitad, la historia pierde su fuerza narrativa y cae en una laguna de varios minutos. Por último, las motivaciones y los actos de la novia del escritor, no siempre están suficientemente claros y da la sensación de ser un personaje un tanto jabonoso. Pero si a pesar de todo ello La vida de los otros no naufraga, es gracias a la austera y sólida actuación de Ulrich Mühe. Gracias, también, a una musicalización eficaz a cargo de Gabriel Yared, a una buena fotografía y, sobre todo, a un director que a pesar de estar debutando demuestra saber perfectamente lo que quiere lograr. El resultado es un film inteligente, profundamente apegado a la realidad y profundamente idealista, a la vez.
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