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The Truman show o la virtualidad postergada. Especial para Crítica.cl

por Guillermo García
Artículo publicado el 19/06/2005

Como suele suceder con las obras de los creadores genuinos, los filmes del australiano Peter Weir se han empeñado en contar una y otra vez la misma historia: un factor extraño, encarnado siempre en el personaje central de la narración, se ve arrojado a un medio que resulta totalmente ajeno a su pasado y, por ello, a su experiencia de mundo; no obstante, dicho sujeto intentará arraigarse a la nueva realidad, aunque proponiendo ciertos cambios los cuales implicarán un atentado hacia los códigos inflexibles que invariablemente en ella rigen. El intento, así, culminará en un nuevo destierro.

Poseedores de esa marca para nada extraña a las obras de los creadores genuinos, los filmes del australiano Peter Weir se han empeñado en relatar una y otra vez la misma historia: un factor extraño, figurado siempre por el personaje central de la narración, se ve arrojado a un ámbito que resulta totalmente ajeno a su pasado y, por ello, a su experiencia de mundo; no obstante, dicho sujeto intentará por todos los medios arraigarse a la nueva realidad, aunque proponiendo ciertos cambios los cuales implicarán un atentado hacia los códigos inflexibles que invariablemente en ella rigen. El intento culminará en un nuevo destierro.

Ello ocurre en películas aparentemente tan dispares como El año que vivimos en peligro, Testigo en peligro, La costa Mosquito, La Sociedad de los Poetas Muertos y, aun, Matrimonio por conveniencia, filme con el cual la crítica no fue complaciente y que pareció marcar un inicio de decadencia en la creatividad del director.

Sin renunciar al esquema arriba bosquejado, e incluso dotándolo de ciertos perfiles bastante novedosos, The Truman Show demostró en su momento lo infundado de aquellos vaticinios.

El choque entre cosmovisiones diferentes, tema capital de la estética de Weir, adquiría en las citadas películas una forma visible y concreta a través de las relaciones siempre problemáticas del personaje con los espacios. Así, en términos muy generales, esas historias podrían reducirse a la narración del pasaje de una esfera regida por categorías familiares a otra plenamente distinta, delineada a partir de códigos muy rigurosos que no hacen más que remarcar su inusitada índole.

Sobre la base de esa oposición fundamental operada entre lo familiar y lo ajeno girará la construcción de estas ficciones, siendo la manera como se caractericen esos espacios extraños un factor por demás relevante.

Concretamente, el carácter cerrado y estático de los mismos pareciera ser su rasgo principal. La comunidad Amish en Testigo en peligro o el exclusivo colegio de La Sociedad… son ejemplos que no admiten dudas. En consecuencia, resultará previsible que el conflicto central de estos relatos radique en el choque inevitable que presupone la conjunción del sujeto foráneo con los rígidos preceptos que imperan en esos ámbitos clausurados.

En The Truman Show, la forma del mundo en el que se mueve el personaje lleva al extremo los rasgos apuntados. Claramente inspirada en la concepción ptolomeica del cosmos, la ‘Tierra de Truman’ reúne todos los atributos que pudieran apuntar hacia la idea de estabilidad y limitación: isla rodeada por agua bajo una bóveda-cielo recorrida por el sol. Insólito lugar del cual el verdadero (y ajeno) centro es el personaje: todo está puesto para él y todo gira en torno a él. El letrero en latín sobre la arcada de un inmenso parque resulta más que elocuente: «Todos por uno».

De tal modo, la película representaría la historia de una gradual toma de conciencia y una consecuente abdicación. Truman renuncia al privilegio del lugar central una vez que descubre el simulacro del mundo tal y como para él había sido concebido. El pasaje definitivo del orden cerrado al abierto se halla genialmente plasmado a través del viejo tópico del cruce de las aguas e, incluso, del nombre de la embarcación por medio de la que se acomete la búsqueda de la verdad: «Santa María».

Sin embargo, lo notable del filme reside en que el pasaje llevado a cabo por su protagonista presupone un cambio de lo virtual a lo real, de lo perfecto a lo imperfecto, de la unidad a la diversidad, en fin, del mundo ‘dentro de la pantalla’ a uno ‘fuera de ella’: aquel que en el contexto de la historia coincide con el nuestro. En otros términos, que lo extraño a los ojos de Truman equivale a lo cotidiano a los del espectador.

En la no coincidencia entre la representación del mundo real para el personaje y para el receptor reside la diferencia fundamental con los anteriores filmes de Weir, donde el acuerdo hacia aquello que debía resultar exótico derivaba evidente. Y en tal divergencia radica, justamente, uno de los pivotes significativos de la película: la disparidad esencial entre lo virtual y lo real definida a partir de la mirada.

La perspectiva de Truman es intrascendente. Él es el objeto de todas las miradas pero no ve. Su renuncia, por lo tanto, podría leerse como renuncia a ser objeto de otras miradas para poder llegar a ser sujeto de la propia. La diferencia entre lo virtual y lo real residiría así en lo que va de la inconciencia a la conciencia de la mirada.

Otra distinción estriba en que los filmes anteriores se construían a partir de un juego de oposiciones espaciales sucesivas donde el recorrido del personaje presentaba etapas definidas: abandono del mundo conocido / ingreso al mundo desconocido / retorno al mundo conocido; The Truman Showapela, en cambio, a un esquema tripartito. Los planos narrativos son tres y -otra gran diferencia- son simultáneos: primero, el correspondiente al mundo de Truman, donde predominan tonos y colores brillantes y tomas abiertas. Segundo, el de los espectadores de su historia, signado por la opacidad y los encuadres cerrados y estáticos. Por último, el plano mediador -mediático- situado en el observatorio del productor Cristof: lugar superior, tanto espacial como tecnológicamente hablando.

La economía de la mirada, eje fundamental del relato, también ayuda a diferenciarlos: el primero corresponde a quien es por todos visto y no ve, el segundo a quienes ven y no son vistos, el último a quien es visto y ve.

Un filme anterior, Fearless, representó en la estética de Peter Weir un punto de inflexión. En él se inauguró un nuevo espacio con las mismas características de extrañamiento propias de trabajos previos aunque mucho menos objetivas. Espacio interior donde pervivían los fantasmas de un sujeto traumado a causa de un accidente aéreo terrible. En cambio, The Truman Show se lanza a explorar un ámbito no menos indeterminado: el de lo virtual. Pero con una diferencia: lo exótico para el personaje no radica en lo virtual en sí, que es adonde pertenece. Lo extraño es lo real, el lado ‘de acá’ del simulacro televisivo. Y ese es precisamente el límite que Truman traspasa: el rectángulo negro de aquella puertita recortada en el horizonte ficticio de la memorable secuencia final bien podría representar el perfecto reverso de una pantalla.

Diferenciar lo virtual de lo real a partir de la mirada o, con más certeza, a partir de su ‘dirección’, permite comprender la verdadera apuesta de la película. Acabada representación de la ‘interioridad’, el mundo de Truman apela al principio de concentración de las visiones (las correspondientes a los planos narrativos segundo y tercero); ello lo equipara al adentro de la pantalla. El desafío de Truman, entonces, equivaldría a proponer, desde el corazón del reino de la virtualidad, otra dirección del mirar. Una dirección diametralmente opuesta a la del resto: hacia afuera, directa. Mirada que hoy resultará no poco subversiva al proponerse recuperar -que lo logre o no será tema de otra historia- la cada vez más alejada experiencia no mediática del Mundo (esta vez sí, con mayúscula).

Guillermo García

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