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San Quintín: El valle de la esperanza

por Juan Ricardo Padilla
Artículo publicado el 17/12/2022

Resumen
La siguiente crónica se construyó a partir de los relatos recuperados en la aplicación de entrevistas en profundidad mantenidas con mujeres jornaleras agrícolas de San Quintín, Baja California como parte de una investigación científica sobre la comunicación intersubjetiva y las representaciones sociales. En este texto se destacan las características de la vida cotidiana que experimentan estas mujeres del noroeste de México y que pueden ser compartidas por otras en distintas regiones del mundo. La crónica sirve como elemento narrativo para describir las violencias que se viven reunidas en una sola historia que representa una cotidianidad particular en una zona de mujeres migrantes indígenas que abandonan su lugar de origen para mejorar su calidad de vida.

Palabras claves: mujeres, jornaleras, migrantes, indígenas, violencias.

 

Una madruga de invierno, me levanté de la cama para ir al baño por tercera vez en esa misma noche, una acción habitual en mí desde hacía meses. Prendí la luz del cuarto, esperando que no se despertara Alfonsino, mi esposo y compañero de vida, un hombre robusto, moreno y corajudo como él solo. Así fue, ni cuenta se dio el pelado de que me había levantado de la cama, seguía roncando estruendosamente como cada noche. La que sí se despertó al encender la luz del cuarto fue mi hija Lucila, una joven bajita, de tez morena y con una extensa cabellera color negro muy bien trenzado.

―¿Otra vez vas al baño? ― preguntó Lucila.
―Sí, Lucy ¡Otra vez! ― contesté en tono molesta― ¡Acompáñame!
―¡Ay, ama! ― respondió Lucila entre bostezos.

Salimos del cuarto para caminar unos metros a los baños comunales del campamento de la empresa agrícola en la que trabajábamos y nos da alojamiento temporal. El frio calaba los huesos, las ropas que traíamos no lograban cubrirnos. Entré al primero de los doce baños, junto a las regaderas, que se encontraba desocupado, ya que a esa hora no era común encontrarse con nadie. Salí lo más pronto que pude y regresamos al cuarto, la luz del cuarto continuaba encendida, mire hacía el catre de Filiberto, mi primogénito y mayor orgullo, un chico bien parecido, alto delgado, fornido con un bigote poblado negro azabache.  Filiberto estaba cubriéndose la cara con la cobija porque le encandilaba la luz.

―Apaguen la luz―dijo Filiberto.
―Ya vamos―contesté.

Me recosté de nuevo en la cama boca arriba. No podía conciliar el sueño, me movía de un lado a otro y no encontraba mi lugar. Cada día me sentía más incómoda al recostarme sobre mi propia cama. Creía que era la mujer más gorda del planeta. Para colmo Alfonsino estaba estirado y abarcaba más de la mitad de la cama. Revisé la hora y eran ya las dos de la mañana. Dormité unas horas.

―Agripina, ya es hora―exclamó Alfonsino.
Alfonsino ya se había levantado de la cama porque había sonado su alarma a las cuatro de la mañana.
―Casi no dormí, viejo ―dije sin mucho ánimo― Ya quiero que llegue este chamaco.
―Pareces nueva, ni que fuera tu primer chilpayate ―respondió Alfonsino.

Filiberto ya estaba listo para irse al surco con su padre, ya que por ser de la misma familia los habían separado de su madre y hermana para poder trabajar en el mismo rancho sin problemas según las reglas de la empresa. Alfonsino y Filiberto partieron del cuarto antes de que amaneciera. Lucila seguía acostada mientras yo me terminaba de preparar para mi jornada de trabajo. Ya solo me faltaba acomodarme el paliacate entre la gorra para cubrirme lo mejor posible del sol y del polvo, cuando volteó al catre de Lucila y me doy cuenta de que sigue acostada:

―Lucila, ya levántate, se hace tarde ―le grité exaltada a Lucila.
―Me duele la cabeza y siento mucho frio ―exclamó Lucila.
―No exageres, necesitamos trabajar ―contesté.
―No estoy exagerando ―dijo sollozando.

Me acerque a Lucila, le toque la frente y sentí que estaba caliente. Tomé una camiseta, salí del cuarto, me dirigí a los baños, metí la camiseta en uno de los baldes con agua que había junto a las paredes de madera de la estructura. Regresé al cuarto, exprimí la camiseta y se la puse en la frente.

―Iré con Jacinta, la partera, le diré que venga a verte ―le dije a Lucila, antes de salir del cuarto.

Caminé unos metros, recorrí algunos cuartos, que por la hora lucían sin adultos solo unos niños ciudadanos de otros niños, hasta llegar al cuarto de Jacinta, una mujer mayor rechoncha y chaparrita, su oficio era el de partera desde muy joven. Ella vivía en un cuarto con su familia, y recién habían asignado a otras dos familias para que se quedarán en el mismo lugar temporalmente. En el cuarto estaba Jacinta con dos niños pequeños de no más de cinco años.

―Jacinta, mi hija se siente mal. No irá a trabajar ―exclamé.
― ¿Qué le paso? No me digas que también está embarazada ―contestó Jacinta.
―No, que la boca se te haga chicharrón ―exclamé alebrestada― Tiene calentura.
―En un rato más voy a verla. Tendré que llevarme a estos chamacos que dejaron aquí sin preguntar ―contestó Jacinta.

Salí apresurada de la casa de Jacinta rogándole a Dios que encontrará algún camión para alcanzar a los de mi cuadrilla. Llegué a la entrada del campamento, donde habitualmente están más de nueve camiones, pero esta vez solo había uno. El camión estaba cerrado y el chofer, un hombre barrigón de tez blanca con cabello castaño y ojos saltones, estaba sobre el asiento del piloto, escuchaba música a un alto volumen. Toqué el vidrio de la puerta con fuerza. Volteo para verme con una cara de pocos amigos, le bajó a la música y abrió la puerta.

―¿Qué se te perdió? ―dijo el chofer.
―Voy al tomate, se me hizo un poco tarde ―contesté.
― ¡Uy no! Ya di mis tres vueltas del día y tu apenas llegas ―me dijo en un tono de burla.
― ¡Por favor! Mi hija se quedó en casa enferma, ya perderemos ese dinero de su día – contesté afligida.
El chofer me miró de arriba abajo y se sonrió maliciosamente.
―Bueno pues, te llevo, nomás para que no digas ―contestó.

Me subí al camión y me senté en el segundo asiento después del chofer. Al cabo de unos minutos me di cuenta de que la ruta que había tomado no era la que tomaban los camiones. Pensé que como éramos solo nosotros tomaría un atajo.

―No crees que esta ruta es más larga ―comenté
―Ahorita llegamos, no te desesperes ―contestó.

Siguió avanzando y cada vez nos alejábamos más de mi destino. Hasta que de repente sin decir más, se detuvo en una parcela de cebollas, de la que no era temporada de cosechas por lo que no había nadie cerca.

―Aquí no es la fresa―dije enojada.
―Te dije que ahorita te llevaba.

Se levantó del asiento. Me miró fijamente. Sentí temor. Se acercó a mi asiento e inesperadamente me dio un puñetazo en el ojo izquierdo. Me tapó la boca y me llevó a la fuerza hasta el final del camión. Intentaba gritar, pero no podía, me golpeaba en la boca a cada intento. Me golpeó en repetidas ocasiones en diferentes partes del cuerpo, cara, brazos y pechos. Me jaloneaba del cabello, mientras me besaba el cuello a la fuerza. Lo escupí en un intento de frenar sus acciones, pero respondió con una fuerte bofetada que me lastimó hasta la nariz. Intenté resistirme, pero su fuerza era mucha y poco a poco me sentía más débil para luchar contra él. Cada que intentaba resistirme me daba un nuevo golpe. Lo único en lo que pensaba era que no me golpeara en la panza para que no lastimara a mi hijo.

―No me lastimes, estoy embarazada― le dije entre lágrimas.
―Déjate, si no quieres que te siga madreando―dijo con voz fuerte.
―Por favor, déjame―dije sollozando― tengo que trabajar.

En cuanto terminé de decirle que me dejara, azotó mi cabeza contra el piso. Ahí fue que entendí que era en serio que si no permitía que este hombre hiciera lo que quisiera conmigo, me seguiría lastimando. Así que ya no puse resistencia y permití que me arrancará la ropa. No podía evitar temblar de frio y del pánico que sentía. En mi cabeza pasaban imágenes de mi familia. Recordé el momento en que conocí a Filiberto, la primera vez que pude apretarlo contra mi pecho, Alfonsino nos miraba de cerca y pude ver que se le corría una lagrima que intentó disimular rápidamente al darse cuanto que lo veían.

―Ya lárgate, y ni se te ocurra decir nada ―dijo el chofer― Si abres la boca, diré que tú te me ofreciste. Quedaras como la piruja que eres.

El chofer estaba de pie viéndome con una sonrisa maliciosa. No lo pensé y me levanté de un brinco del piso del camión donde me tenía aprisionada. Abrí la puerta del camión y caminé lo más rápido que pude. Me sentía muy débil, pero seguía avanzando, de vez en cuando volteaba a ver si el camión seguía donde mismo.  No sé cuánto tiempo caminé hasta llegar a la caseta de entrada del rancho agrícola donde estaba el campamento donde teníamos viviendo más de seis meses, recién llegados de Oaxaca. Me acerqué temerosa hacia la puerta.

―Quiero hablar con mi esposo, se llama Alfonsino está trabajando en el pepino ―dije con voz entrecortada.
―Sabes que no se pueden recibir visitas, está prohibido ―me dijo el guardia.
―Es muy importante, ocupo hablar con él ―insistí.
―No se puede, ya sabes las reglas. No quiero problemas ―respondió el guardia.

Me di la media vuelta y caminé de regreso al campamento. Sentía la hinchazón en mis pies, pero no pensaba en eso. Solo quería llegar al cuarto y esperar a mi esposo y mi hijo.  Después de un rato caminando llegue al cuarto, ahí estaban Lucila y Jacinta con los dos niños a su resguardo. Las miré y sin más lloré inconsolablemente. Mi hija y Jacinta me miraron confundidas.

―¿Qué te pasó mamá? ―preguntó Lucila.
No podía decir nada. Solo sentía unas ganas inmensas de llorar. Por más que lo hacía no lograba desahogarme.
―¿Qué tienes, mujer? ―preguntó Jacinta.
Después de un rato, logré calmarme. Les expliqué lo que me había pasado al salir de la casa de Jacinta. Quién y cómo me había atacado. Jacinta se mostraba muy sorprendida de lo que decía mientras Lucila me abrazaba con fuerza.
―¿Qué vas a hacer? ―dijo Jacinta― Si le dices a tu esposo, creerá que tú lo buscaste.
―No, yo si te creo y mi papá también lo creerá―exclamó Lucila.
―Ay, mijita eres muy joven para entenderlo―dijo Jacinta en tono burlón.
Jacinta tomó su canasta con diferentes hierbas que había llevado para prepararle un remedio a Lucila, y seleccionó unas cuantas hierbas diferentes.
―Ten, prepárale un té a tu mamá para sus nervios ―dijo Jacinta a Lucila a la vez que le extendía la mano con la que sostenía las hierbas.
Lucila asintió con la cabeza. Jacinta se despidió y salió del cuarto de Agripina. Al cabo de unas horas llegaron Alfonsino y Filiberto arrastrando los pies, con el rostro enrojecido por el sol y cubiertos de polvo. En cuanto vi a mi esposo e hijo entrar por la puerta, me eché a llorar de nuevo. Se sorprendieron mucho de verme así y por más que intentaba decirles lo que me pasaba no podía.
―¿Qué le pasa a tu mamá, Lucila? ―exclamó Alfonsino.
Lucila con voz entre cortada inició la historia que acababa de contarle, hasta que la interrumpí abruptamente.
―Me violaron en el camión, viejo―dije sollozando.
La cara de mi esposo cambió inesperadamente, de estar preocupado por mi ahora se le veía un semblante molesto. Me miraba con cierta incredulidad. No daba crédito de lo que decía.
―¿Qué dices? ―preguntó en un tono molesto.
―Hijo de su puta madre, voy a buscar a ese cabrón― dijo Filiberto.

Filiberto salió enojado del cuarto. Me quede recostada en la cama mientras Lucila me daba el té que me había preparado. A medida que seguía contando detalles de la historia mi esposo se enojaba más, pero no decía nada. No acercaba a abrazarme, solo me veía enfurecido desde la puerta que permanecía cerrada. Le conté el inicio de la historia, cómo me subí al camión sin compañeros con la idea de llegar a tiempo. En eso se me acercó manteniendo un semblante de ira y sin más me abofeteó. No supe que hacer ni que decir, solo me eché a llorar otra vez.

―¿Qué te pasa, papá? ―dijo Lucila.
―Eso te pasó porque te lo buscaste― dijo Alfonsino― No voy a ser la burla del campamento.
Alfonsino salió del cuarto azotando la puerta. A los minutos después regreso Filiberto más enojado que antes, ya que no había dado con el paradero del chofer. Venía acompañado de una mujer joven de tez morena que vestía un pantalón de mezclilla y unos tenis blancos. Se acercaron a la cama de su Agripina.
―Señora Agripina, sé por lo que está pasando ―dijo la joven―, déjeme ayudarla.

Tardé unos segundos en reconocerla. Ya la había visto antes, se trataba de una activista, al menos así se definía. Ayudaba a las mujeres indígenas con sus problemas. Lo único que pensaba era en cómo me podía ayudar ella a sentirme mejor. Mi esposo no quería ni verme. Mis hijos estaban tristes por mi causa. Volví la mirada a la joven y solo me limité a asentir con la cabeza, mientras recordaba el momento en que habíamos decidido dejar nuestro pueblo, en cómo fue que la necesidad nos hizo aceptar el contrato con la empresa que nos trajo hasta aquí con la esperanza de mejorar nuestras vidas.

Lo narrado en esta breve historia representa la realidad de las mujeres que se dedican a las labores agrícolas y que trabajan en horarios extendidos de sol a sol sin condiciones mínimas dignas para tener una calidad de vida y asegurar la de sus familiares. Por ello, se describe aquí lo obtenido en conversaciones en las que las mujeres buscaron romper el silencio y expresar al mundo lo que les ocurre para que otras mujeres tomen conciencia de las realidades que atraviesan y que a la fecha no reciben atención y solución a sus problemas.

Juan Ricardo Padilla

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