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La vida frente al muro.

por Jordi Santiago Flores
Artículo publicado el 05/02/2019

Descubrimos mal el dólar. Así como descubrimos el petróleo: por suerte. Fue un taladro atascado lo que nos hizo ricos. El taladro que en 1922 vino a sacar un gringo de las profundidades del R4 (el imponente pozo Barroso II) y que en la extracción reventó la piedra negra de La Rosa, entonces localidad maderera de Cabimas. Cuentan que algunos rosalenses salieron a celebrar con gaitas de tambora, mientras que otros, aterrados, se guardaron en sus casas, temblando de miedo. Un enorme chorro de la talla de un rascacielos se levantó sobre el suelo cubriendo en la vendimia techos y plazas. Dicen que era tan alto, que podía avistarse en Maracaibo, a 45 kilómetros de distancia. Aquella madrugada, los obreros de la Venezuelan Oil Concessions no se imaginaron que frente a ellos estaba el precursor de la fiesta petrolera.

“Cabimas ha de tener las calles hechas de oro”, dice una gaita popular. Pero no fue oro precisamente lo que por varias semanas manó del pozo a grandes alturas, destruyendo inmuebles y vehículos, y repartiendo gas sin ton ni son a los pulmones. También cuenta la historia que un milagro hizo que el mismo pozo expulsara la piedra que logró cerrarlo, y parar la destrucción masiva de caseríos. La gente, tras la incesante expulsión de crudo inagotable, comenzó a salir con sus tamboras para cantarle a San Benito y calmar el exceso (Alejandro Wilckock aporta una imagen bella: el baile del santo negro chorreado en petróleo). Todos pensaron que les cambiaría la vida —y así fue—. Lo que siguió fue la vida frente al muro (hay cuentos hermosos de los que vivieron en los campos petroleros y subían al muro a mirar los mechurrios encendidos), el gran muro que dividía obreros y lago.

Comenzaba a gestarse la Venezuela petrolera. Así llegó el dólar al glosario del pueblo. Pero hubo que esperar casi 10 años para que, muerto Gómez, los venezolanos pudiesen imaginar las riquezas de un porvenir. Un “caimán acostado en la boca del pozo”, así bautizó Picón Salas a ‘El Benemérito’. La inyección de dólares que inauguró el Barroso II solo comenzaría a ‘populizarse’ (léase así, de la raíz ‘populismo’) con el comienzo de la democracia de partidos, en 1945. Pero así como aquella mañana el pueblo cabimero de La Rosa quedó a cuenta de sus rezos y milagros, el pueblo venezolano seguiría a su cuenta ante una tradición democrática de gobiernos corruptos y pusilánimes. El dólar se reservó siempre a las macollas y nosotros vivimos a nuestra cuenta, sin añorarlo.

Todos los diagnósticos que exploran la viveza criolla latinoamericana reconocen la precariedad, la pobreza y la falta de recursos como raíces de esta conducta psicológica. La picardía característica es una respuesta del vivo para paliar la falta: encontrar en el meandro —como decía Cabrujas— la forma de llegar, de no perder. Cabrujas, por cierto, vinculó directamente la dimensión del trabajo en contraste con la “viveza”. La viveza es una forma de burlar el trabajo, de llegar al resultado por la vía más rápida, más cómoda, con el mínimo esfuerzo, es el accionar que permite aprovechar mejor la circunstancia sin valerse del trabajo.

La historia latinoamericana registra por doquier a este personaje. La crisis, concepto que nos ha acompañado desde las primeras victorias de la independencia, es el germen y destino de la viveza criolla. De ella se origina y hacia ella va. Miradas menos severas —más habitual en los estudios literarios de la picaresca, primeras indagaciones de la conducta psicológica de la viveza— acuerdan en que la razón de ser de este pícaro es una apuesta por salvarse, aun acechado por las dificultades. El arrojo a la suerte, el “como vaya viniendo”, el ojo pelao’ y el oportunismo son éticas características de la viveza criolla, una ética del saqueo que nos acompaña —también muchos estudios acuerdan en esta raíz— desde la llegada de los primeros colonizadores.

Pero en 500 años la ética de este saqueador ha tenido tiempo de criollificarse y tecnificarse. En el siglo de la independencia, ese oscuro y luminoso siglo XIX del que parecemos no salir del todo, el recurso de la viveza pudo beber suficiente de la guerra. Había que ser vivo para salvarse, no solo de las dificultades económicas por la nula producción y condiciones para el desarrollo económico, sino también de los bandidos, de los guerreros del rey, de los libertadores y de cualquier otra fuerza que, valiéndose de la circunstancia, echara mano de toda riqueza ajena. Se dice poco, pero además de las innumerables muertes que se suscitaron por causas de las guerras de independencia, una enorme pérdida poblacional se debió al éxodo masivo de venezolanos que, acosados por el miedo y por la saña, decidieron marcharse del país.

Lo cierto es que a la herencia de la guerra vino a sumarse, una vez alcanzada la tan peleada democracia, el ars de la burocracia y la gerencia del botín en las arcas del Estado. Desde 1945, el Estado venezolano ha organizado (claro eufemismo) el caudal de petro-dólares que ha debido bañarnos como al santo. Pero los distintos gobiernos no han sabido hacer del Estado —una figura institucional menos abstracta de lo que parece— algo más que un parapeto, y en gran medida sus acreedores —nosotros, si es que tenemos derecho a reclamar algo de este pozo— hemos quedado a la cuenta de nuestros rezos y milagros. Es una mirada general, no todos hemos bregado tanto porque en este país no todos somos iguales. Lo cierto es que los dólares, para los más, siempre fueron de otros y la viveza corriente nunca llegó a gestionarse en otra moneda que no fuese el Bolívar.

Pero llegó la revolución (es una buena manera de nombrar algo que inicia y nos cambia para siempre, aunque para nosotros la revolución siempre está llegando) y con su crisis pulverizadora hundió la moneda (los ‘bolivitas’ que llegaron a estar, antes del crash del ‘viernes negro’, a la par del dólar como valor de intercambio). Descubrimos el dólar en la crisis. Y con su inestabilidad y el cuchillo en la garganta que nos pone, a la viveza dolarizada. Para algunos, por la destreza ante la necesidad y por la culpa de otro; para otros, por ser la única manera de atender la vida. Dólares, dólares, dólares: ¿en dónde están?, ¿cuánto cuestan?, ¿cómo se hacen?, ¿qué hago? Nunca antes se había visto a tanto bussinesman en la jugada. Supongo que es una adaptabilidad para la crisis, salir con nuestros santos y supersticiones a encontrarnos con la gaceta del día: el monitor cambiario que dé la pauta.

¿Qué muro es este y qué tanto bullicio? Ensordece tanta historia en tan breve vida. Pero así ha vivido esta nación desde el primer llanto, en una sola escena condensada, y allí estamos, hoy, todavía, detrás del muro esperando que vengan a destrabar el martillo. ¿Por qué descubrimos mal el dólar? Porque lo descubrimos caribe. Bien sea por destreza, ingenio, supervivencia o suerte, lo descubrimos paralelo. ¿De dónde vienen? De afuera, del petróleo, de la extorsión, de las remesas, de las dádivas, del trabajo, pero siempre paralelo. Nuestro pobre ‘bolivita’ ha quedado para carteras bordadas y para los actos más hermosos de travestismo. “Vaga intuición de perdurar frente a la muerte ambicionada y oscura…”, nos traduce Fernando Paz Castillo en su luminoso poema “El muro”, un canto a preservar la vida: siempre de este lado del muro.

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