RESUMEN
Este trabajo abre un diálogo entre dos cosmovisiones milenarias que se vieron contrapuestas, la prehispánica y la hispánica del siglo XVI. Esto con la suerte de comprender las acciones tomadas por cada parte involucrada en la llamada “Conquista de los pueblos prehispánicos”, guiándonos por la cosmovisión que cada cultura arraigó paralelamente y que, al encontrarse una frente a la otra desató una lucha sangrienta, de intolerancia e imposición.
ABSTRACT
This work opens a dialogue between two millenary cosmovisions that were opposed, the Prehispanic and the Hispanic of the sixteenth century. This is fortunate to understand the actions taken by each part involved in the so-called «Conquest of Prehispanic world «, guided by the cosmovision that each culture took root in parallel and that when faced one to each other unleashed a bloody fight of intolerance and imposition.
Este trabajo pretende localizar y abordar la dicotomía de la concepción de civilización y orden del mundo de las culturas del México antiguo y de la cultura española, realizando una comparación general entre la cosmovisión prehispánica y la que envolvió al Imperio español del siglo XVI (y que se prolongó hasta el siglo XIX en los territorios prehispánicos colonizados). En primera instancia se ahondará en el concepto de cosmovisión para inmediatamente abordar las nociones que cada una de las culturas tenía de dicho concepto; localizando con esto un claro alejamiento entre una y otra ante la comprensión del mismo.
Tratando y evidenciando ambas cosmovisiones en contraposición se hablará entonces del choque que tuvieron ambas culturas al encontrarse cara a cara, apoyándonos de las crónicas españolas y de las indígenas (prehispánicas) que documentan tales encuentros de mundos.
Sobre cosmovisión
Las sociedades danzan y dirigen sus pasos respondiendo a un plano de realidad que las construye y deconstruye. Esta respuesta o este plano nace de la cosmovisión compartida entre integrantes de una sociedad o cultura.
Abocándonos al origen de la palabra primeramente debemos destacar que se trata de un neologismo acuñado por Wilhelm Dilthey[1], por lo que “cosmovisión” es un término adaptado del alemán weltanschauung. Y, haciendo una descomposición de sus unidas léxicas para traducirlas al castellano, obtenemos de welt “mundo” y de anschauung “vista” significando en conjunto: “visión del mundo”. Sin embargo, recurriendo a la etimología del calco ya hecho, “cosmovisión”, obtenemos dos términos compuestos del griego y del latín (cosmos y visión) que inmediatamente nos anuncian su sentido. Concebimos entonces a la cosmovisión como el imaginario desde el que la realidad es comprendida y traducida por las personas, entendiendo a éste como un conjunto de valores y creencias.
Reiterado concepto envuelve las premisas compartidas por los miembros de una cultura. Premisas que se han formado los seres humanos a lo largo de su existencia y desenvolvimiento social.
Quienes han trabajado este término, se han esforzado igualmente en clasificarlo, tipificarlo. Presentando esbozos de las distintas razones por las que determinada o determinadas cosmovisiones sostienen las distintas formas de pensamiento y comprensión del entorno.
Sin profundizar en estas tipologías —ya que no es lo que ahora nos acontece— es importante rescatar la cosmovisión obtenida de la creencia en un mundo de fuerza celestial que es paralelo al terrenal, fuerza que —bajo esa creencia— recae en los asuntos humanos en todos los aspectos (naturales, políticos y estructurales); y de igual manera, la cosmovisión que separa lo sobrenatural de lo natural, focalizando su respuesta y pensamiento en el pleno orden natural, más allá de lo divino. [2]
Cosmovisión indígena y española
-Constitución del espacio según lo divino
La cultura indígena del México antiguo arraiga un pensamiento cosmogónico que explica su genealogía y destino. Tal pensamiento se ve reflejado incluso en el orden estructural-arquitectónico de sus ciudades.
Su relación con la naturaleza se hallaba irremediablemente enlazada y mediada por las divinidades, como menciona Marcello Carmagnani: “El espacio adquiere así su expresión concreta en el territorio, pero conservando siempre una connotación sagrada” (1988:15), así, el territorio que ocuparon las culturas prehispánicas de México contenía una fuerte carga simbólica, encarnando y materializando el poder divino sobre los grupos étnicos.
Bajo esta idea de mundo terrenal y mundo celeste conviviendo al unísono debemos recordar que la idea central de las culturas prehispánicas era que el Universo no existía por sí mismo, sino que dependía de los dioses, quienes habían creado el Universo con una finalidad. Esto lo podemos ver con claridad en el Popol Vuh, el que resguarda las voces generacionales de los pueblos mayas, hablando de éste sólo por ser el representante y el que resguarda de forma escrita a la cultura mesoamericana. Atendiendo al origen del mundo a partir de este texto milenario, cabe mencionar la relación entre dioses y hombres: los dioses crean al hombre con la esperanza de ser reconocidos por éstos, buscando ser alimentados por ellos para continuar perpetuando su existencia, si no eran alimentados entonces morían y si morían entonces dejaban de brindar al mundo los recursos que vitalizaban la existencia del hombre como el agua, la luz del sol, la luz nocturna, el alimento que dependía de los mismos factores, es decir, el eje del Universo se veía hallado en las manos del hombre ya que si este no respondía y atendía a los dioses entonces todo terminaba. Y este pensamiento no era exclusivo de la cultura maya, se veía repetido de igual manera en la mitología de las demás culturas que también ocuparon el espacio del México antiguo, en su tradición oral que aún perdura y se estudia se observan matices con similitudes y equivalencias de deidades; persistiendo en cada caso en dicha interrelación de divinidades, hombres y espacio.
Tenemos entonces que, la creencia religiosa del mundo prehispánico era del tipo politeísta. Dichas culturas creían y adoraban a una multitud de “dioses” a quienes representaban de forma antropomórfica; y además de la fisionomía humana se les atribuían cualidades del espacio natural al que su poder de deidad dominaba: “Todos los aspectos de la vida y todos los pensamientos parecen dirigirse sólo a los dioses” (Le Clézio, 2008:93).
Ya así, la arquitectura de sus ciudades participaba de esta relación. La estructura de las pirámides era elaborada como una manifestación de la noción cósmica. Ya que la forma encarnaba una puerta de enlace entre “el cielo”, “la tierra” y “el inframundo”.
La forma de gobierno prehispánica respondía de igual modo a la procedencia de lo divino, denominada: calpulli, institución que era difundida por todo el territorio. El calpulli era similar a los clanes escoceses, o a la gens griega. Y los españoles le brindaron nombre de barrio de gente o linaje antiguo. Sí, los calpulli eran sitios ocupados por gente consanguínea o de antepasados divinos y he aquí lo que nos atañe, lo divino envolviendo nuevamente la esfera jerárquica “gubernamental”. Ante todo, la deidad y deidades encarnadas y representadas por un linaje, reclamaban veneración y ritual a su pueblo.[3]
Por lo contrario, la cultura española del siglo XVI funcionaba en torno a procedimientos de civilización distintos. Vivían en una “república cristiana” que también dominaba a los ciudadanos habitantes de dicha monarquía hispana, aunque bajo una autoridad “real”, una institución monárquica que pretendía la unidad y la expansión del territorio. El Estado y la Iglesia habían estado conviviendo desde el Imperio Romano, pero sin ser uno el otro. Es decir, esta cristiandad se había sembrado desde tiempo antes de ser territorio español, la creencia religiosa era monoteísta, respondiendo a un único Dios. Pero más allá de creer por acto voluntario y de verdadera adoración, el cristianismo era impuesto y se limitaba a forzar y no mostrar una visión de mundo; un modo ideal de vivir y convivir. Se instruía al Nuevo Testamento y se perseguía a los herejes, situación que evidentemente se propagó con la expansión de territorios, ya que, al pretender unidad, también pretendían evangelizar a los no creyentes:
Las tres fuentes de la cultura europea han sido la concepción filosófica y jurídica greco-romana, el patrimonio religioso judío y el legado del cristianismo, centrado en el Nuevo Testamento y en la figura de Jesús de Nazaret. Europa es, pues, el resultado de la fusión de tres cosmovisiones, procedentes de tres centros culturales: Jerusalén, Atenas y Roma. Jerusalén representa el «monoteísmo», que incluye la Biblia judía, la fuerza de la palabra, el profetismo y la narración, lo festivo y lo ritual. Atenas aporta el «logos» griego, que da origen a lo racional-universal, crea las ciencias especulativas y positivas y promueve la filosofía, el humanismo, la escultura y la arquitectura. Roma simboliza el «derecho» de la persona, la épica conquistadora y la organización política, junto al papado, centro religioso de la cristiandad (Floristan, 2003).
Razón, poder y creencia coincidían en dicha cultura salida del feudalismo, recalcando esa coincidencia pues contrario a las culturas prehispánicas, esas tres condiciones del Estado convergían, pero sin surgir de un único y mismo precepto.
La autonomía de la estructura de sus ciudades aún es visible, la distribución de las casas monárquicas, los poblados y las aldeas respondían a un orden jerárquico, ajeno a lo religioso ya que incluso las Iglesias se construían bajo mandatos de conveniencia y no como respuesta a lo cósmico. Su civilización era tan elaborada como la prehispánica. Sin embargo, esa elaboración no constituía la voz de un dios, como sí lo hacía en la visión y ejecución de mundo prehispánico: “A partir de esta idea extremamente concreta del espacio, cuyo fundamento es la alianza establecida entre la divinidad y la comunidad, se estructura la idea de un ‘territorio étnico’ diferente de la idea de territorio político-administrativo colonial” (Carmagnani, 1988:52).
-Concepción del tiempo y del destino
Las culturas precolombinas tenían una visión del tiempo cíclica. Percibían al tiempo como una constante, como una repetición y ya que sobre éste se andaba; todo lo espacial-terrenal era movido por esos ciclos:
Es de esta forma que en estos pueblos permanecía la creencia de que todo lo vivido ya había sucedido anteriormente, estos pueblos necesitaban crearse un mito fundacional para autovalidar su existencia…tras lo cual, la vida misma se trasformaba en un eterno retorno del tiempo, en estructuras que funcionaban principalmente de acuerdo a bases rituales y religiosas, lo cual hacía de esta concepción cíclica una necesidad. De esta manera podemos señalar que el tiempo concreto en estos pueblos se proyecta a un tiempo sagrado, tiempo dado por los mitos y rituales, el cual es de vital importancia para la permanencia de la especie (Barnech).
Así, el hombre precolombino se veía inmerso en un tiempo sagrado, del cual era participante e integrante. Por lo que para que éste siguiera sucediendo y repitiéndose se le rendía culto en cada fase. Y para la concepción de tal, se hacía uso de conocimientos astrológicos, elaborando así calendarios precisos.
En cambio, la visión hispana sobre el tiempo respondía a lo religioso de modo que era rigurosa y se le temía, ya que ésta contenía en sí: un inicio y un final, una visión apocalíptica de cuño profético que ya se veía a lo largo del texto sagrado en profetas como Isaías o Ezequiel; en donde la idea apocalíptica desemboca en el “juicio final” y la salvación de los justos.
Aquí es importante traer la idea del bien y el mal entre dioses. Tanto en la cultura prehispánica como en la hispana colonizadora, existía la visión de lo celeste contrapuesto a lo infra-terrenal que daba cuenta uno del bien y el otro del “mal” con sus variantes de incidencia.
En el pensamiento prehispánico la vida y la muerte estaban siempre en diálogo. Integrando a ésta en dicho tiempo cíclico, como una condición inevitable. Y así como se moría, se renacía. Precisamente por eso, el ritual ante la muerte era imprescindible para no despojar del renacer a quien terminaba su ciclo de vida.
Bajo la concepción cristiana, la muerte es el fin. Es el paso al Paraíso —si es que en vida lo forjaste—, se cree que se muere como se vive. El muerto es juzgado en las puertas de tal Paraíso y sólo San Pedro tiene las llaves para entrar en éste: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo” (Mt 16, 18-19).
Los cristianos son juzgados por sus pecados cometidos en vida y de eso dependerá su paso a la vida eterna, sin hablar de un renacer. Si se ha vivido en pecado, entonces el alma será llevada a los Infiernos para ahí ser juzgado.
Dicho así, ambos destinos necrológicos hablan de un paso adelante, aunque una es de permanencia y continuidad y la otra es de esperanza o de desasosiego.
Choque de mundos
Dado lo previo, es claro que el choque entre culturas tendría que haber sido como lo fue, avasallador, arrasador. En donde la «incomprensión» prevalecería en todo encuentro que sostuvieron los indígenas prehispánicos y los militares colonizadores. ¿Cómo aceptar una verdad desconocida como verdad? ¿Cómo permitir la creencia en “demonios” cuando se les había mostrado qué era bueno y qué no? ¿Cómo convivir con diversidad de dioses ajenos? ¿Cómo no juzgarse los unos a los otros?
Las respuestas fueron dadas. La solución fue la lucha, sobre todo la lucha de poderes, de creencias, de mundos.
En las crónicas españolas hallamos muchas impresiones respecto al encuentro con el mundo primitivo, Bernal Díaz del Castillo dice: “En ansí como llegamos salió el Montezuma de un adoratorio, a donde estaban sus malditos ídolos” y en otra entrada hallamos: “En aquella placeta tenían cosas muy diabólicas de ver, de bocinas y trompetillas y navajones, y muchos corazones de indios que habían quemado, con que sahumaron aquellos sus ídolos, y todo cuajado de sangre, tenían tanta, que las doy a la maldición y nuestro Capitán dijo a Montezuma: no sé yo cómo un tan gran señor, e sabio varón, como V. M. es, no haya colegido en su pensamiento cómo no son estos vuestros ídolos dioses, sino cosas malas que se llaman diablo y para que lo conozca, pongamos esta cruz en lo alto de esta torre…y veréis el temor que de ello tienen esos ídolos que os han engañado” (de Valle Arizpe, 1967:58), en la concepción monoteísta, la idea del diablo o el demonio era la antítesis del dios bueno (representado como la santísima trinidad) y no había lugar para más dioses buenos que el único y omnipotente. Para los hombres precolombinos era de suma y vital importancia devolver a los dioses el fruto que sembraban, para agradecer y pedir recurrían al sacrificio humano como ofrenda; por supuesto, al contemplar esto desde ojos occidentales y “civilizados” la imagen resultaba estridente y apartada del buen vivir, de vivir bajo los mandatos de dios ya que, en su idiosincrasia, eso sería juzgado y castigado, mas no visto como un acto normal del Estado.
Así que esas deidades o ídolos de los prehispánicos sólo podían equipararse a los demonios de la creencia cristiana. Y precisamente ese «equiparar» fue el germen del encuentro de intolerancia entre culturas.
En La visión de los vencidos hallamos: “Y así las cosas, luego se disparó un cañón: como que se confundió todo. Se corría sin rumbo, se dispersaba la gente sin ton ni son, se desbandaban, como si los persiguieran de prisa.
Todo esto era así como si todos hubieran comido hongos estupefacientes, como si hubieran visto algo espantoso”, el caos inundó la vida apegada a la tierra, al cielo, los artefactos de destrucción ya utilizados por los españoles se presentaron como intrusos en una sociedad que vivía al ritmo del cosmos. “Todo lo cogieron, de todo se adueñaron, todo lo arrebataron como suyo, todo se apropiaron como si fuera su suerte”; “Luego otra vez matan gente; muchos en esta ocasión murieron. Pero se empieza la huida, con esto va a acabar la guerra. Entonces gritaban y decían: – ¡Es bastante!… ¡Salgamos! … ¡Vamos a comer hierbas! …” (pp. 84-88), el sacrificio para los indígenas prehispánicos era parte del ritual, del contacto con las fuerzas celestes, en cambio la muerte dada por los españoles sí era muerte, era asesinato; para ellos esa clase de despojo de vida era ruin y dolorosa, anormal y ajena. Ahora, rescatando las referencias a los efectos que los hongos alucinógenos o las hierbas causan en el sistema humano debemos decir que para ellos era un medio de encuentro con los dioses, de estar en éxtasis y apartado de lo terrenal; algo plenamente natural y normal para ellos, lo que para los hispanos colonizadores era un acto de brujería, que iba en contra del único dios.
Si profundizáramos ampliamente, hallaríamos cantidad incontable de encuentros bajo dos distintas visiones; y siempre podríamos justificar una de la otra ya que finalmente, se actuó bajo lo conocido y establecido en cada una de las culturas contrapuestas.
La pasión y entrega que los antiguos indígenas concedían a sus deidades era total, verdaderamente vivían bajo huellas frescas de dioses presentes, vivos, y les rendían tributo incluso con sangre derramada para fertilizar y prevalecer la existencia del cosmos: “Sobre México rigen un fervor y un esplendor desconocidos por el Occidente…los dioses indígenas no son invisibles ni indiferentes: son muy cercanos, están ligados a la tierra y a los seres vivos en un pacto de sangre” (Le Clézio, 2008:95), fervor incomprendido por los españoles, juzgado y satanizado.
Ya desde la necesidad de equiparar las formas prehispánicas con las hispanas se sembró el choque total: “Uno de los más serios errores de los historiógrafos de la Colonia fue su preocupación por otorgar a los patrones de cultura indígena nombres castellanos, acordes con los moldes de conducta hasta entonces conocidos por ellos” (Beltrán Aguirre 1953:25).
Es imprescindible rescatar la impresión de Díaz del Castillo respecto al mundo indígena, más allá de lo político, territorial; rescatando al hombre desnudo. Cabe resaltar que, pese a tener frente a nosotros una visión de conquistador, no dejamos de estar frente a un alma humana libre de toda influencia, y no, no en todo momento, pero a veces al leer y casi escuchar al relator nos dejamos guiar por sus impresiones ingenuas; y es cuando uno llega hasta a sentir la misma magnificencia del imperio azteca, los rostros ajenos al mundo conocido por Díaz, el mundo nuevo que está siendo descubierto; los nuevos colores, las nuevas sensaciones de ese desconocimiento, incluso, la impactante escena de ver por vez primera al emperador azteca, Moctezuma. Así es, dejando un poco de lado la cosmovisión de cada cultura, la obra desnuda al mundo. El choque y el encuentro entre dos formas de existencia, es algo sencillamente fascinante.
La forma y estructura de este discurso no es complicada, es claro que nuestro narrador únicamente pretendía contar y desconociendo de técnicas, decidió (inconscientemente) ser simple, real. Es, literalmente un relato de vida, como sentarse junto a un hombre que ya ha vivido para deleitarnos con la voz de sus vivencias; y hay que dejarse llevar, conmover e impactar:
Y una mañana vimos venir diez canoas muy grandes, llenas de indios naturales de aquella poblazón […] son canoas cavadas de arte[…] llegaron los indios con las diez canoas cerca de nuestros navíos […] y les dimos a cada uno un sartalejo de cuentas verdes, y estuvieron mirando por un buen rato los navíos[…] y el más principal de ellos dijo por señas que para otro día volverían con más canoas en que saltásemos a tierra […] Y de que vimos cosas tan admirables no sabíamos qué decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas, y veíamoslo todo lleno de canoas, y en la calzada muchas puentes de trecho a trecho, y por delante estaba la gran ciudad de México […] (Díaz del Castillo, 2015: 5,160).
Dentro de la narración se nos lleva desde el inicio: las primeras expediciones a los pueblos de las costas mexicanas, los primeros encuentros con los “indios”, los tratos con ellos; los ornamentos impresionantes y bellísimos de las culturas, la imposibilidad de entablar conversaciones, los gestos de amabilidad que se oponían a los actos atroces que tanto la cultura nueva y la conquistadora realizaban con su oponente. Hay una postura muy humana en algunos fragmentos, sin importar las creencias o los Dioses, el ser-hombre resultaba ser uno igual al otro, al indígena, también humano; encontrándose ante un mundo absolutamente desconocido, hombre a hombre milenario que se ha forjado con lo preestablecido y que ahora —entonces— se confronta al otro, disminuyendo sus cosmovisiones a una caja de posibilidades ante un vasto mundo, aunque sin admitirlo.
Para discutir sobre una Colonización, una Conquista o una Invasión siempre habrá que recurrir a las dos verdades, ya que el cómo y el por qué siempre nos harán coro. Y para este “logro” o “derrota”, un sinfín de posibilidades e imposibilidades surgieron, colocando a ambos hombres (antiguo indígena y antiguo hispano) en las periferias de su mundo conocido, abriéndole un panorama extraño, desconocido, al que había que entrar poniendo entre paréntesis todo el razonamiento obtenido de una vida inculcada, preconcebida y no con una venda falsa bajo la cual se hallaban resquicios de una existencia inmutable que no admitió lo inadmisible.
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