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Jorge Edwards: Me atrae la memoria como invento.

por Rogelio Demarchi
Artículo publicado el 01/11/2013

Entrevista publicada originalmente en “Ciudad X”, suplemento cultural del diario La Voz del Interior, Córdoba (Argentina), en su edición del jueves 17 de octubre de 2013.

Con casi un año de retraso respecto de su lanzamiento en Chile, ya está en nuestras librerías Los círculos morados (Lumen), el primer tomo de las memorias de Jorge Edwards (Santiago, 1931), título que recuerda su participación en la bohemia santiaguina, a fines de la década de 1940 y principios de la de 1950, simbolizada en las marcas oscuras que dejaba alrededor de los labios el vino de pésima calidad que se bebía en las reuniones de cada noche, marcas que a veces se replicaban en las ropas pero con el color de la sal (que se usaba para tratar de salvar lo que hubiese sido manchado).

Como explica desde París, donde se desempeña como embajador de su país por designación del presidente Sebastián Piñera, este primer tomo narra “infancia y juventud” y su “entrada en la literatura”. El plan original contempla un segundo tomo para “los años de madurez, retratos literarios de personajes como Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Jaime Gil de Biedma y Carlos Barral, y muchos otros, algunos encuentros con personajes políticos (Salvador Allende, etcétera)”; y un tercero que abarcaría “desde el golpe de Estado hasta hoy”.

–Son, como ve usted, pedazos grandes de tiempo y de vida. Espero hacerlos entrar en tomos de alrededor de 300 páginas. Pero mi experiencia de hoy consiste en encontrar a cada rato experiencias de infancia y juventud interesantes, a veces divertidas, y que quedaron fuera del primer tomo. Pero me abruma la idea de escribir dos volúmenes más y no sé si tendré tiempo para hacerlo. No se puede comenzar a mi edad una Recherche du temps perdu. Quizá escriba algunos episodios sueltos como ensayos breves. Por ejemplo, una conversación de un par de horas con Jorge Luis Borges en su departamento de la calle Maipú de Buenos Aires, allá por los años ‘80.

–¿Podría decirse, a propósito de este resurgir de su infancia y su juventud, que la escritura activa la memoria, aunque lo haga, en este caso, a destiempo, luego de que el libro se ha publicado?

–Al escribir memorias se entra en nuevos terrenos de la memoria. No se inventa memoria. Se ingresa en aquello que André Breton, fundador del surrealismo, llamaba memoria profunda. Es el sector de la memoria más cercano a la poesía, explorado por los poetas del romanticismo y después por los de la vanguardia. Cuando Pablo Neruda escribía sobre el “fantasma del buque de carga”, escribía sobre eso. Lo mismo hacía César Vallejo al describir su infancia en la sierra del Perú en lenguaje de ruptura, lleno de neologismos y de giros coloquiales andinos: “pura yema infantil…”, etcétera. Son momentos de memoria involuntaria, epifanías. Cuando viajé con Neruda entre Santiago e Isla Negra, hace más de 40 años, y el poeta se detuvo en el Mercado Persa de los suburbios santiaguinos y compró, al final de un lento recorrido, una pesada cadena de barco que encontró debajo de una gran mesa, actuaba movido por esos sectores subterráneos de la mente. Tenía una visión confusa de barcos viejos, descoyuntados, mohosos, que navegaban por mares del Extremo Oriente y crujían. Su adquisición, negociada y complicada por el problema de trasladar la pesada cadena hasta Isla Negra, no tenía una explicación racional sencilla. El poeta social y épico de esos días retornaba al lirismo subjetivista, hermético, de su poesía de juventud.

–¿Y no se imagina una “reedición actualizada”?

–Por supuesto que sería posible hacer reediciones actualizadas. Toda edición es un corte en el proceso de la escritura. La única manera definitiva de terminar la escritura de un libro (autobiografía, novela, lo que sea), es entregarlo a la imprenta. Darlo por terminado. Pero la fuerza latente del texto suele pedir reescrituras y reediciones.

La potencialidad de la novela
Jorge Edwards tiene predilección, podría decirse, por las frases largas, llenas de inflexiones, en las que se acumulan detalles, certezas, incertidumbres, distintas versiones de un mismo hecho. Como si quisiera decirle al lector, a quien tiene bien presente y le habla cada tanto, que ha de decirlo todo, hasta lo que no sabe, hasta lo que debe mantener (mal que le pese) en secreto. Como si quisiera decirnos, en consecuencia, que de todo se puede hacer un relato, lo que es decir, en última instancia, una novela. Porque si hay algo en lo que Edwards confía es en la potencialidad de la novela.

–¿Cómo surgió el impulso de escribir estas memorias?

–Porque mi escritura siempre se ha situado entre la memoria y la ficción. Me atrae mucho la memoria como invento y como forma de prosa muy cercana a la poesía. He sido lector de memorias desde mi juventud: Pío Baroja, Vicente Pérez Rosales, José Vasconcelos, Jean-Jacques Rousseau, Chateaubriand y un largo etcétera. La obra de Marcel Proust me parece una inmensa memoria ligeramente ficcionalizada. Pero me gusta moverme en esos terrenos limítrofes, entre un género y otro. Alguien dijo que practico el arte de la casi novela. Pero para decir eso, hay que saber lo que es una novela. Y resulta que la novela es un género cuya evolución todavía no termina.

–¿Y hacia dónde, o bajo que características claves, diría usted que se desarrolla en este tiempo?

–No podemos saber exactamente hacia dónde va la novela. Entre El licenciado Vidriera, de Miguel de Cervantes Saavedra, Un corazón sencillo, de Gustave Flaubert, y La metamorfosis, de Franz Kafka, hay abismos de diferencia. Cada uno de esos textos ha sido, en su aparición, una extraordinaria sorpresa. ¿Habremos terminado de sorprendernos, se habrá terminado la posibilidad de la sorpresa novelesca? Espero que no. Veo una invasión por la escritura novelesca de espacios de la no ficción: testimonios personales, cartas, diarios de vida, prosas informales. A su manera, Julio Cortázar fue un transgresor de zonas limítrofes. Jorge Luis Borges también. En Perú, con sus prosas sueltas, apátridas (como las bautizó él), Julio Ramón Ribeyro.

Esa mezcla de géneros se advierte, por cierto, en Los círculos morados, que da cuenta de cómo la memoria –lo vivido– se transformó primero en ficción y ahora, en un segundo momento, es esa ficción la que se vuelve objeto de una memoria. Se trata de contar, por ejemplo, cómo nacieron varios de los cuentos de El patio, el primer libro de Edwards, publicado en 1952; qué hecho traumático de la vida de su madre está en la base de La mujer imaginaria (1985, novela); o cuál es el pariente (importante en su infancia) que protagoniza El descubrimiento de la pintura (2013, novela, de reciente lanzamiento en Chile).

Incluso, para enredar algunos de sus libros con estas memorias, se podría recordar que los “círculos morados” ya aparecían en las primeras páginas de La casa de Dostoievski (2008), novela que recrea con suma libertad y afecto la vida del poeta Enrique Lihn (1929-1988), y en la que reescribe, desde otra perspectiva, algunas anécdotas presentes en Persona non grata (1973), relato que testimonia el paso de Edwards por La Habana como diplomático, a fines de 1970, libro al que calificó (genialmente) como “novela sin ficción”.

Ahora, tras explorar de mil maneras el vasto territorio de la novela, al escribir sus memorias, no duda en señalar que a lo largo de toda su carrera literaria lo ha “perseguido” la noción de que en Chile no hay novelistas, prejuicio que se explicaría porque no se conocen, o no se conocían, en su país, “los procedimientos de la ficción”.

–¿Qué procedimientos la sociedad ignoraba allá por la década de 1950, cuando publicó su primer libro?

–Eso de que no haya novelistas en Chile es un lugar común y un prejuicio de profesores y señoras de sociedad. Algunos de nuestros grandes poetas han sido también novelistas: Vicente Huidobro, Braulio Arenas, etcétera. Lo que sucede es que en nuestros países la personalidad crítica es escasa. Sin ir más lejos, hay memorias en verso y en prosa. El Memorial de Isla Negra, de Neruda, es mejor para mi gusto que la prosa más bien cansada de Confieso que he vivido. No asignemos géneros obligatorios, no incurramos en la manía de la clasificación. La muerte de Montaigne, una de mis obras anteriores, bien leída en Argentina, de acuerdo con testimonios que he recibido directamente, es una novela-ensayo. Los círculos morados es una memoria-novela. Con el perdón de ustedes.

–No debe pedirle perdón a nadie, y menos a los críticos. Sobre todo, después de haber apuntado en “Los círculos…” la mezquindad y la agresividad con que recibieron “La muerte…”, que, en comparación, recibió menos críticas que su primer libro, “El patio”. ¿Qué pasó con la crítica literaria, según usted, en estos 60 años?

–Pedir perdón sin necesidad de pedirlo es una manera de tomar el pelo. Y hacerlo frente a los severos críticos es un desahogo saludable. ¿Qué ha pasado con la crítica literaria? En Chile, por lo menos, después de décadas de crítica conservadora, solemne, purista en materias de lenguaje, represiva en materias de costumbres, hubo una crítica liberal, amable, burlona. Ejemplo principal: Hernán Díaz Arrieta (“Alone”). Era acusado de ser poco científico, de ser “impresionista”, pero escribía con gracia, era un lector fanático y provocaba lectura en los demás. Es curioso, por otro lado, que los críticos académicos, los grandes censores por escrito, fueran en su mayoría, en la primera mitad del siglo XX y hasta después, personas de sotana. Uno de ellos, al comentar la primera novela de uno de nuestros clásicos, El inútil, de Joaquín Edwards Bello, en 1910, cerraba su comentario con las siguientes palabras: “En resumen, lo peor de lo peor”. Fue uno de los detalles que me llevó a escribir mi novela El inútil de la familia (2005). “Yo, la peor de todas”, tuvo que decir Sor Juana Inés de la Cruz en el México colonial, después de ser señalada con el dedo por las inquisiciones de su época. Como se puede apreciar, estamos colocados en el interior de un sistema de vasos comunicantes.

Las vueltas de la vida
Jorge Edwards es pariente de Joaquín Edwards Bello. Pablo Neruda, absolutamente consciente del parentesco, recibió en su casa al joven Jorge, a fines de 1952, con estas categóricas palabras: “Ser escritor en Chile y llamarse Edwards es muy difícil”. Jorge Edwards, que supo escribir un libro maravilloso sobre su relación con Neruda, Adiós, poeta (1990), ahora, en sus memorias, puede volver sobre el asunto varias veces. Por un lado, a sabiendas de que su apellido es “sinónimo de dinero, y en los años cincuenta lo era mucho más que ahora”, dispara un interrogante que interpela a quienes creen que pueden describirlo por ese único dato: “¿Era uno culpable, entonces, me pregunto, de llevar ese apellido, con toda su carga simbólica, o era un inocente condenado por el tribunal de las ideas adquiridas, de los lugares comunes, de los prejuicios de la tribu?”.

Por otro lado, es consciente de cuánto le ha costado construir y defender su opción por la literatura: “Mi paso a la condición de escritor público no fue fácil, no estuvo ansformaciones bruscas, de desgarraduras. Me costó asimilar ese paso, y no sé si hoy día, sesenta y tantos años más tarde, me sigue costando”.

Acaso eso se vincule con que, desde los años de su juventud, sintió que tenía “un pie en la buena sociedad, a pesar de que había metido el otro, sin medir las consecuencias, sin pensarlo un par de veces, en la vida literaria de mala muerte. El piso de la sociedad era resbaloso, ya que me reprochaban mis traiciones, y el otro era de barro, o de borras de vino tinto (más que de tinta)”.

Esa “doble vida” que se deja leer por la ubicación de los pies, entre 1958 y 1973, se tradujo en un escritor que trabajaba en el Servicio Exterior de su país, lo que le valió ser designado para reiniciar las relaciones diplomáticas con Cuba, tras la asunción del presidente Salvador Allende, a fines de 1970; relaciones que Chile había roto en 1964, durante la presidencia de Jorge Alessandri, acatando una resolución de la OEA. Y aquí vale parafrasear a Neruda: ser diplomático chileno y llamarse Edwards es muy difícil, porque Emilio Edwards Bello, hermano de Joaquín, fue el embajador que cerró la delegación de La Habana que seis años más tarde reabrió, como encargado de negocios, Jorge Edwards, una curiosidad que los cubanos no supieron descifrar y que interpretaron como una de las tantas contradicciones que condenaban al fracaso, por anticipado, al proyecto de Allende.

En Persona non grata, donde Edwards definió a los profesionales de la diplomacia como “comemierdas”, no dudó en concluir que “las vueltas de la vida suelen ser de una ironía perversa”.

–Un procedimiento vital para su ficción es transformar la memoria en ficción, y así generar sugestivas relaciones entre ficción y realidad, aun cuando pueda, con el tiempo, autocriticar su trabajo, sentir que no estuvo bien hecho porque, por ejemplo, se autocensuró…

–Para no escribir en forma torrencial, enteramente deshilvanada, conviene autocensurarse. En otras palabras, medir y armar los textos. Los textos deshilvanados permiten una primera lectura, pero se desmoronan a la segunda. Me acaba de ocurrir con un escritor muy de moda, y no le voy a confesar con quién. En un texto interesante, hay siempre una tensión entre la forma y el impulso, el ritmo del momento. El puro ritmo, el impulso en estado puro, no sirven. El solo hecho de dividir en partes, de nombrar, de poner un título, de apuntar un final posible, es un principio de orden estético, de estructura. Y hace que la escritura sea un ejercicio más atractivo y más completo.

–El ejemplo que usted da de autocensura en “Los círculos…” es negativo (“La mujer imaginaria”) por no haberse atrevido, digamos, a llevar la historia que tenía entre manos hasta sus últimas consecuencias, de modo que, dice, debiera reescribirla… Entonces, hay un costado negativo de la autocensura, que no remite a la forma sino al contenido.

–En toda autocensura hay, desde luego, un lado negativo, pero es, a la vez, un movimiento del espíritu que conduce a estructurar, a componer, a despejar. ¿Dónde hay que detenerse? La elección no es moral, no es una cuestión de contenidos: es una elección estética. Ahora bien, el modelo del personaje principal de La mujer imaginaria era mi madre, una persona que de niña, por asuntos de familia, le puso candado a su propia escritura. Hoy, con ella desaparecida hace rato, conmigo de viejo, siento el deseo de reescribir, de avanzar, de interiorizar. Calculo que la memoria profunda de los surrealistas tiene su parte y que Sigmund Freud tiene otra. Para mí, el experimento es delicado, escabroso, atractivo. A estas alturas, todo estímulo para seguir escribiendo, todo misterio, toda curiosidad, son válidos.

La generación pesimista
El patio (1952), primer libro de Jorge Edwards, con apenas unas 80 páginas y ocho cuentos, “fue celebrado como un acontecimiento” a través de numerosos, y bien diferentes, comentarios críticos, de modo que no pasó inadvertido sino todo lo contrario: el libro, escribe Edwards en Los círculos morados, “armó una pequeña tempestad en el vaso de agua de la literatura chilena de esos días”.

Fue una autoedición de 500 ejemplares, que el autor costeó vendiendo “tarjetones de suscripción que valían 100 pesos de entonces (no era un libro demasiado barato), y que daban derecho a los primeros ejemplares firmados y ya no sé si numerados”, más un dinero que “adelantó mi padre a instancias de mi madre, de pésima gana”.

Hernán Díaz Arrieta (1891-1984), más conocido como “Alone”, el crítico literario más respetado de aquel Chile del medio siglo, en una crónica que escribió desde Capri, contó cómo había leído Gabriela Mistral, Premio Nobel de Literatura 1945, esos primeros cuentos de Edwards: la poeta, escribía Alone, estaba sentada en su jardín con cara de preocupación, mientras sostenía su ejemplar de El patio en la mano. “¿Qué sucede, es muy malo?”, le preguntaba él. “No –contestaba ella–; al contrario, es muy bueno”. Para la Mistral, el libro simbolizaba “la aparición de una generación chilena pesimista, que dudaba, que tenía una visión escéptica, amarga”.

–¿Usted concuerda con esa lectura? ¿Quiénes serían los otros integrantes de esa generación y qué consecuencias tuvo la escritura de ese “colectivo” para la cultura chilena contemporánea?

–En algún sentido, Gabriela Mistral, con sensibilidad de poeta, de mujer, de madre no realizada, tenía razón. O tenía una parte de razón. Los personajes principales de mis cuentos de El patio eran niños y adolescentes, nasculinos y femeninos. Se sostenía en esos años que la infancia era una edad feliz. Yo escribía sobre niños angustiados, decepcionados, de miradas escépticas. La felicidad de la infancia me parecía un lugar común discutible. Toda mi escritura se organizó más tarde a partir de ese juicio crítico, de esas perplejidades. Otros integrantes de esa generación: José Donoso, Margarita Aguirre, Enrique Lihn, Enrique Lafourcade, Claudio Giaconi. Si nos hubieran llamado “generación perdida”, como llamaron a los norteamericanos anteriores, no se habrían equivocado mucho. El Chile que vino después pasó por una crisis profunda y todavía no termina de reponerse. La literatura de mi tiempo, entonces, anunciaba algo. La difícil juventud (1954) era un título de Giaconi. El peso de la noche (1964), el de la primera novela mía. En resumen, difícil infancia, difícil juventud, complicada madurez. Dudábamos de las utopías futuras y quizá nos alimentábamos de una idea utópica del pasado. ¿Hemos logrado construir, al fin, una sociedad un poco mejor, una calidad de vida más humana? Todo esto está todavía por verse.

 

Perfil
Jorge Edwards (Santiago de Chile, 1931) estudió Derecho y Filosofía, y fue miembro del Servicio Exterior chileno desde 1958 hasta el golpe de Estado de 1973. El patio (1952), como sus posteriores libros de cuentos –Gente de la ciudad(1961) y Fantasmas de carne y hueso (1992), entre otros–, contiene ocho relatos, a modo de cábala. Entre sus numerosas novelas, vale mencionar El peso de la noche(1964), Los convidados de piedra (1978), El anfitrión (1987), El origen del mundo(1996), El sueño de la historia (2000), El inútil de la familia (2005), La casa de Dostoievsky (2008) y La muerte de Montaigne (2011). Con Persona non grata(1973), fue el primer intelectual latinoamericano en criticar a la Revolución Cubana. Con Adiós, poeta (1990), centrado en la figura de Pablo Neruda, obtuvo el Premio Comillas. Además, entre otras distinciones, ha merecido el Premio Nacional de Literatura en su país (1994) y el Premio Cervantes (1999).

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