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Sobre la fragilidad del alma y la mosca de Virgilio.

por Marco Aurelio Rodríguez
Artículo publicado el 24/11/2006

Este ensayo concita la figura de Virgilio en su sentido de insinuador de la cultura cristiana occidental, hecho esgrimido de una equívoca interpretación de su literatura como una necesidad instauradora de un discurso mesiánico, y que nos lleva a la circunstancia más certera que es la vida misma, la del Virgilio ciudadano, el hombre que, según la historia que tanto tiene de leyenda, respondiendo a una prerrogativa legal sobre sus bienes, concibe de pretexto para sus erarios, nada más y nada menos que a una mosca, símbolo de lo volátil, sigilo del alma.

Virgilio fue el que —principalmente a partir de La Eneida— prepara el recorrido residual del mundo occidental. Considerada su principal obra como la “Biblia latina”, se asimilará su musa a la par de la obra semita (el Antiguo y el Nuevo Testamento) para provocar el ser, el sentir y el pensar tanto de paganos como de cristianos. La cristiandad triunfará y Virgilio quedará como el profeta pagano del Mesías y su literatura (confundida en un comienzo con el mesianismo pío) sufrirá cargas sobrenaturales y también temporales.

Si reconocemos la triunfal paz de Augusto, debemos recordar a los garantes que favorecieron su logro, incluido Virgilio. Punto en sí decisivo; si queremos respaldar este mismo ejercicio en la cultura antigua, tenemos que reconocer que Aristóteles es quien contribuye a sostener y proyectar el espíritu griego, mar en cuyas olas a veces zozobramos, acallando (aunque sea sólo por un par de milenios) el pensamiento disidente socrático.

Pero, ¿cuál será la debilidad de la ideología vigilante y racional de estos hombres? La respuesta es el amigo discreto de Virgilio: una mosca.

Virgilio fue, en las Bucólicas, un poeta de una emoción personal, claro defensor de la vida campesina, su esfera de origen. Porque pese a ser protegido de Cayo Mecenas y de Augusto, nunca participó en política; lo que le gustaba era la tranquilidad, que llegó a idealizar en sus idilios pastoriles, en una Arcadia eficaz. Pero, por sobre todo, fue el reflejo de su carácter lo que representaba mejor el sentimiento de una edad dorada. Su inocente timidez le valió el mote de Parthenias, La Doncella.

Incluso su Geórgicas, que pretendió ser una obra didáctica, se convirtió en uno de los ejemplos mayores de lírica debido a su sensibilidad frente a la Naturaleza. Aquí trata del cultivo de los campos, de los árboles, de los animales y de las abejas.

Pero, lo que extraña de Virgilio —solamente a veces, claro está— no es, por decirlo de algún modo, su pensamiento poético, sino su parecer vital. Su ensimismamiento lo llevó a confesar de mascota a una mosca. Recordando, quizás, su tiempo mejor —la tierra de su infancia— en un apartado campo cercano a Mantua. Seguramente evidenciando, por omisión, las tramoyas hilarantes de la vida imperial, arquetipo y cimiento de los modelos posteriores de escandalera humana.

La Edad Mejor de la cual él tanto habló, resulta ser la no valorada vida suya junto a su conjurada, fantástica mosca.

Respondan: ¿cuánto se afanan los imperios terrenales? Pregunta que también remarcará Manrique 1.500 años más tarde, reclamando imperios más humanizados, en los cuales cabe la fama y el humanismo. La ignorancia frente a este hondo cuestionamiento, así como otras pretenciosas interpretaciones, diluyeron el pensamiento instaurador e idealizador de Virgilio durante siglos. Así se cimentó Occidente.

Durante mucho tiempo se creyó que en el poema IV de las Bucólicas había una profecía del nacimiento de Jesucristo, puesto que se habla de un niño que cambiaría la historia de la humanidad: pero en realidad el poeta parece referirse a la llegada de un sobrino de Augusto. ¡Qué habría sido del Virgilio medieval sin esta excusa mesiánica! Si hubiesen sabido sus apologistas que nuestro poeta gastaría una fortuna en los funerales de su mosca adormecida —un millón de dólares en plata de hoy—, ¡habrían acaso podido leer los excesos del imperio, o sea, los excesos de la razón humana…!
¿Y cómo, entonces, habría avanzado Occidente?

Dante —aquel moscardón en las espaldas de Virgilio— habría tenido que buscar un espíritu más efectivo para no desbarrancarse por los infiernos y los purgatorios.

Gracilaso de la Vega habría necesitado escudriñar otros paraísos, otros prados para tapizar sus églogas. Pues si de moscas y de larvas se compone esa Edad Dorada de Virgilio, ¿qué tipo de mundo queda en la esperanza de los hombres?

Se sabe que Virgilio, luego de una docena de años que dedicó a la escritura de su obra fundamental —aquella fundacional Eneida—, no quedó satisfecho. Decidió viajar a los lugares griegos para perfeccionar su epopeya, y en su regreso a Roma falleció. Previamente había dejado el manuscrito de sus cantos a sus amigos Vario Rufo y Plotio Tuca, con la indicación de destruirlo si no sobrevivía al viaje. (Una indicación similar hará, dos mil años después otro viajero insatisfecho, Franz Kafka, también cercano a un bicho.) Augusto, empero, impidió la destrucción del documento que, luego de una revisión de los amigos poetas, fue publicado.

Lo cierto es que, luego del episodio de la mosca, es difícil pensar en la perfección para Virgilio. Las obras humanas seguramente son incompletas, nos diría él. Que piensa en nada más perfecto que las piruetas de un insecto. Nada más galán que lo perecedero, como las rosas de un día, esas de Lope y de Quevedo. Polvo no más. Como los hombres, como su pensamiento, como sus obras pueriles.

La Edad de Oro es un momento fugaz, espurio, ¿…e imposible? Probemos por si las moscas. ¿Qué duende de la felicidad volátil elegiremos para ganar su bienaventuranza?

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