EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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Apuntes sobre el individualismo.

por Carlos Almira Picazo
Artículo publicado el 22/07/2007

PROLOGO

            Considérese lo asombroso que era que unos hombres formaran en filas opuestas a pocos metros de distancia entre sí y dispararan los mosquetes unos contra otros, permanenciendo en sus puestos mientras sus camaradas caían muertos o heridos a su alrededor. Ni el instinto ni la razón hacen explicable esta conducta. Con todo, los ejércitos europeos del siglo XVIII lo hacían como algo natural. (Willian H. MC. Neill, La búsqueda del poder. Tecnología, fuerzas armadas y sociedad desde el 1.000 d.C. Madrid, 1.988)

            Creo que el proceso de individualización iniciado en occidente a finales de la Edad Media ha corrido paralelo a un proceso de tribalización. Que esto ha permitido preservar la cohesión social en un contexto de enriquecimiento individualista.

            Sólo alguien que es miembro de una tribu se dejar matar, comercia honradamente, trabaja (incluso cuando no lo necesita), y estudia sin ninguna contrapartida materia.

            El que occidente se enriqueciera gracias a las relaciones de mercado no significa que se modernizara en el sentido que se le suele dar a esta palabra (novedoso, avance, etc.). Buena parte de esa riqueza se convirtió en un mayor poder militar y político, es decir en más de lo mismo, aunque los que se enriquecían actuasen con una lógica nueva, como individuos. Como tales individuos ¿eran inservibles para la cohesión-la lógica política y militar-, salvo en el hecho de poner en movimiento riqueza susceptible de confiscación?

            Era necesario reproducir en el seno de la sociedad moderna las relaciones de la antigua: la danza alrededor del fuego, la banda de cazadores, la comunidad doméstica, campesina, etc., revividas en la rutina de los cuarteles, los despachos, las cortes, las universidades…

            En cuanto al individuo, podía buscar alivio a su responsabilidad y a su libertad (en un mundo que le ofrecía cada vez más opciones materiales, de valores, etc.), en las relaciones tribales, donde la única opción es la pertenencia o la no pertenencia.

            Las relaciones individualistas proporcionaron los bienes y las relaciones tribales los hombres y mujeres al mundo moderno.

            Individualización significa sicologización. Paso de la coerción física a la autocoacción. Surgimiento de una sensibilidad más matizada pero también de una mayor capacidad de racionalizar el horror. Como el pacífico tendero del que hablaba Norbert Elías que trabajaba como empleado en un campo de concentración. En cuanto a la tribalización, remite al problema más complejo de la sicología primitiva. Pero no veo por qué el desarrollo de la división del trabajo va a acabar con la sicología primitiva. Y en primer lugar, con la tendencia a indentificarse con el grupo, hasta hacer depender de él nuestra identidad -como la nación-. Y en segundo lugar, con el tipo de pensamiento que asombraba a Luria en los pueblos de Asia Central, cuando, tras informarles que el algodón no crece en lugares fríos y que Inglaterra es un lugar frío, les preguntaba si el algodón crecía en Inglaterra: ellos le respondían que no podían saberlo porque nunca habían estado en Inglaterra.

            Desde el siglo XIX, al menos en los países industrializados, la escuela desarraiga esta forma de pensar. La solidaridad primitiva que exigen los nuevos centros de producción y de destrucción (la fábrica, el cuartel), necesita individuos sicologizados, movidos por su interés personal a la vez que incapaces de hallarse a sí mismos fuera de la tribu.

            Un mundo tecnológicamente sofisticado pero antrópicamente primitivo. Según los antropólogos y los prehistoriadores nuestro desarrollo no dura nueve meses sino casi veintidós. Esto tiene que ver con el desarrollo de la capacidad craneal, que no se puede completar en la gestación (el canal pélvico de la mujer es demasiado estrecho debido a la posición erecta). En consecuencia, nacemos también fisiológicamente incompletos; nuestra viabilidad orgánica exige el establecimiento de fuertes y duraderos lazos sociales. A la vez, nuestro organismo es un soporte idóneo para el desarrollo de una conducta guiada simbólicamente, grupal. Nuestra identificación con el grupo involucra a nuestro cuerpo y a nuestra identidad de una forma que no puede desarticular la división del trabajo.

            Lo que la división del trabajo -y del botín- hace es multiplicar los niveles de interacción dentro y fuera del grupo. Pero siempre hay un dentro y un fuera. Aun no se ha encontrado una forma de organización social capaz de incluir a toda la humanidad en el círculo íntimo y sagrado del individuo- miembro del grupo.

            Lo que el proceso de individualización introduce históricamente es la capacidad de identificarse con grupos infinitamente mayores que la tribu -como la nación-, al vincular identidad emocional y capacidad de abstracción. El hombre moderno pertenece simultáneamente a muchas tribus, que abarcan desde su experiencia inmediata, su familia, sus amigos, hasta comunidades genéricas e imaginarias. Lo peculiar del hombre moderno es que, conforme pasan los siglos, pierde la noción de esa transición entre su mundo y el mundo en general. Su experiencia inmediata se empobrece en beneficio de una realidad virtual (al fin y al cabo una selección nacional de fútbol debería sernos algo lejano).

            La alfabetización amplía así las posibilidades de la tecnología y de la solidaridad primitiva.

            La solidaridad primitiva no es un fenómeno de clase. Abarca tanto a la cultura de las élites como a la cultura popular. Está en el club de oficiales y en la cantina. Une a los miembros del grupo, independientemente de su posición respecto a los medios de producción, especialmente en fenómenos relacionados con el espectáculo, como el fútbol y la política.

            El nivel de integración en la cultura dominante, por ejemplo el nivel de lectura y escritura, tiene que ver con el reparto del producto social, pero no separa a los civilizados de los primitivos. Un chico de clase media educado para verbalizar sus emociones, sus relaciones sociales, etc., conserva su necesidad primitiva de pertenencia, que no necesariamente coincide con su “interés de clase”. Los ricos abrazan sinceramente causas religiosas, políticas y deportivas.

            Saber leer y escribir nos permite poner en palabras ante nosotros nuestra propia realidad social y personal. Nos da una segunda oportunidad, al trasladarnos a una tierra de nadie donde, aparentemente, nuestra sociedad y nuestra persona pueden ser rehechas indefinidamente. Normalmente retrocedemos ante el precio del autoextrañamiento.

            Seguramente es imposible describir cómo aparece el hombre moderno. Las circunstancias históricas son intrincadas. Suele señalarse el carácter más voluntario que adoptan las relaciones sociales en las ciudades durante la Baja Edad Media. El triunfo del principio de asociación significa que los individuos pueden agruparse libremente en función de un cálculo racional y de una posición social cada vez más definida por la riqueza. La libertad ya no está definida por un estatuto jurídico, como en la Antigüedad, sino por la propia dinámica social. Queda así abierta la puerta, la posibilidad de diversas verdades y mundos.

            Sin embargo, lo que aglutina a los hombres sigue siendo primario: el miedo, la rutina, la supervivencia, la fuerza. Desde el ámbito doméstico, que expresa paradigmáticamente la Sagrada Familia, hasta el Estado en gestación que se reivindica sucesor de los Reyes del Antiguo Testamento. A veces la individualización está en el origen mismo de las nuevas relaciones tribales, como la devotio moderna, la supresión de intermediarios entre el hombre y Dios. En nombre de la libertad del cristiano se afirma la soberanía del Estado. En nombre del deber primario de obedecer señalado por San Pablo, se rechaza el principio de libre asociación política.

            El proceso de individualización es un fenómeno esencialmente urbano. En el campo sigue mandando el grupo. En la mayoría de los países un mercado individualista de tierras no surge hasta el siglo XIX. No obstante, desde el siglo XI el mundo rural se impregna de la economía monetaria urbana. A diferencia de la tierra, el dinero escapa al control de las normas comunitarias (salvo a efectos fiscales, de ciertos gastos litúrgicos, etc.). En ciudades y pueblos las epidemias de peste del siglo XIV ponen de manifiesto la fragilidad de los vínculos. La muerte destruye los grupos eliminando físicamente a sus miembros. Ya no vale la visión ascética de la vida como tránsito: la muerte se ha introducido masivamente en un mundo donde la diferencia entre ricos y pobres es el hecho social fundamental. De los escombros del grupo surge el individuo: en las tumbas se generaliza el retrato. El ideal de la fama, etc. No obstante, la muerte también refuerza al grupo, que vive mágicamente la abundancia y la catástrofe, atribuyéndolas respectivamente a la virtud y al pecado colectivos. Incluso el deseo de fama individual da sentido a la comunidad política, señalando las pautas del heroísmo colectivo, nacional, posterior.

            Un factor histórico que incide en este doble proceso de individualización y tribalización es la fragmentación política de occidente, bajo la fórmula que asocia poder legítimo y territorio. En adelante cada uno estará vinculado al territorio definido por el poder político legítimo. Este poder crea (y surge de) un espacio progresivamente sacralizado a la vez que se diseña para las relaciones individualistas por el mercado y el Derecho. El resultado es un tipo de comunidad territorial atomizada por la riqueza y la muerte (convertida en la fama).

            El individuo es un moderno salvaje. Tiene a su disposición la naturaleza y la sociedad, incluso sus semejantes y él mismo. Todo es objeto de su curiosidad y su avidez. La expansión geográfica, científica, económica y cultural de Europa lo han puesto a su disposición. A la vez, necesita del grupo para saber quién es. Cada vez lo necesita más.

            De esta forma la tribalización, con todas sus secuelas (solidaridad, magia, etc.), está en el trasfondo del moderno individualismo y, a través de él, de la sociedad moderna.

BIBLIOGRAFIA
BERNSTEIN, Basil: Clases, códigos y control (2 vol.) Madrid, Akal, 1.989.
ELIAS, Norbert: El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1.988.
FOSSIER, Robert: La sociedad medieval. Barcelona, Crítica, 1.996.
LURIA, A.R.: Desarrollo histórico de los procesos cognitivos. Madrid. Akal, 1.987.
MACKENNEY, Richard: La Europa del siglo XVI. Expansión y conflicto. Madrid, Akal, 1.996.

 

Apuntes sobre el individualismo
El fin último de toda sociedad es la conservación de sus miembros, o lo que es lo mismo, su propia conservación. Ninguna civilización del pasado ha contado con los medios, los recursos y la técnica que la actual para asegurar ese fin. Sin embargo, ninguna civilización del pasado ha puesto en peligro la supervivencia de la especia humana como la actual. El objeto de estos apuntes es una reflexión sobre algunas razones de fondo de este hecho. Buscaré estas razones en algunos de los supuestos sobre los que creo que se basa nuestra organización social, económica y política, y en un sentido más general, nuestra actual forma de vivir. Si nuestra sociedad pervive es a pesar de y no gracias a esos supuestos, que paso a referir.

El primero es el individuo 1. Que la sociedad está compuesta por individuos diferentes por su fuerza, carácter, inteligencia, laboriosidad, etc., es una convicción tan arraigada en nosotros que no nos parece una contradicción afirmar al mismo tiempo que esas características, absolutamente individuales, se lo deben todo a la sociedad. Sin la sociedad el individuo no es nada -hasta el punto de que no podría ni siquiera sobrevivir- pero en la sociedad lo es todo. Dicho de otra forma: el sentido, el objeto de la vida social es que el individuo pueda desarrollar sus cualidades como tal. En este sentido la sociedad es para él un mero instrumento, ya que sin ella no podría ni siquiera subsistir. Pero una vez que la sociedad se ha establecido, una vez que las relaciones sociales se han constituido haciendo posible el individuo, todas las cualidades que éste despliega, tanto de su alma como de su cuerpo, le pertenecen a él exclusivamente y no a la sociedad; más aún, esas relaciones tienen que organizarse necesariamente de acuerdo con este fin (más adelante veremos cómo ésta es también una cualidad del Estado). No importa si ésto último va en detrimento de los otros miembros de la sociedad en su conjunto, ya que, para cada individuo así concebido, el resto de los miembros de esa sociedad es inconcebible como individuo, salvo por analogía consigo mismo. Cada uno es único, por lo tanto cada uno es el único. Si puede solidarizarse, comprender, incluso actuar en favor de los otros, a pesar de todo, no puede tener “su” conciencia, su carácter, su fuerza, su inteligencia, su voluntad, sin negarse a si mismo. Puede sufrir y gozar con los demás pero únicamente puede sufrir y gozar solo, individualmente. La necesidad de sociabilidad le impone la exigencia de relacionarse con el resto de la humanidad, pero su individualidad lo convierte en el único hombre -Hegel diría en el único “sujeto para sí”- de la tierra. Hasta el punto de que podría vivir en un mundo sin sociedad si la sociedad no fuera absolutamente imprescindible para su existencia.

Para el individuo todos los demás sujetos, sus “semejantes”, son los objetos de su individualidad. Tienen derecho a vivir porque él se ha reconocido previamente ese derecho; poseen alma, cuerpo, sentimientos, ideas, porque él encuentra en sí todas esas cosas. Cuándo alguien mata a otro comete una injusticia porque podía haberlo matado a él, y por eso debe ser condenado (incluso a muerte), lo mismo que él que roba, estafa o atenta contra un bien, debe también ser castigado, porque él, el individuo, también posee bienes. Pero este sentimiento de “justicia” no obedece simplemente a un cálculo. El individuo no dice: “si se permitiera robar, estafar y asesinar, yo podría ser el siguiente”. Sino: “mi vecino es un ser humano, (porque yo soy un ser humano), como tal posee bienes, por lo tanto si alguien lo mata o atenta contra sus bienes la víctima no es él (él en realidad no es nada) sino yo”. Entonces todos los códigos penales y civiles tienen por objeto defender en los demás miembros de la sociedad sólo la propia individualidad, del mismo modo que el conjunto de las relaciones humanas tiene por objeto hacerla posible, sostenerla. En último extremo la sociedad está habitada por un único individuo, que es cada uno para sí, y compuesta por muchos miembros, que son los demás para cada uno. Por lo tanto, como individuo, cada uno es a la vez todo para sí mismo y nada para los demás. Lo mismo que les niega le es negado por ellos. Desde el momento en que proclama su exclusiva e irreductible individualidad, rompe cualquier posibilidad de auténtica relación mutua. Su YO se convierte en el intermediario tiránico de sus relaciones con los otros. Como éstos no son individuos sino por su autorreconocimiento, sus relaciones con ellos, sea cual sea el objeto de éstas, el intercambio económico, el afecto, etc., son siempre relaciones con extraños.

Pero su individualidad no sólo le convierte en el único sujeto, sino que transforma todo lo que le rodea, ipsofacto, en un objeto. El “reino” mineral, vegetal, animal, las obras del trabajo humano, y sus semejantes (los otros “individuos”), se convierten en objetos, o mejor dicho, en el mismo objeto. El individuo puede ver que son diferentes, en peso, forma, tamaño, etc., pero no los puede ver como diferentes en el sentido de “únicos”, no intercambiables, irrepetibles. El es el único individuo, y por lo tanto todas las cosas son iguales. La única diferencia real que distingue es la que existe entre sus individualidad y el resto del Universo. Por supuesto, sabe que tiene más cosas en común con sus semejantes, que con las piedras; incluso sabe que tienen más cosas en común con los animales que con las plantas, y dentro de aquéllos más con los mamiferos que con los pájaros, etc. Pero ésto sólo significa que puede establecer una analogía mayor o menor. Por ejemplo, puede atribuir a sus semejantes los mismos derechos de ciudadano que él se atribuye; o el derecho más genérico a la vida al conjunto de los animales y plantas. Pero para el individuo el derecho a vivir de un hombre siempre será mayor que el de un gorrión porque está más próximo a él. Siempre tendrá más aprensión en matar a un animal doméstico que a un animal salvaje, y a un animal cualquiera que a un árbol. Su semejante es más él mismo, el individuo, que el animal, y el animal es más él que el árbol, como éste es más él que la piedra, etc. Por tanto su semejante, como el animal, el árbol y la piedra son heterónomos respecto a su individualidad. Por lo tanto son idénticos, son lo que no es él mismo. Dentro de sus propios semejantes puede establecer más analogías con unos que con otros; más con sus seres queridos que los extraños; más con sus contemporáneos que con los antiguos; más con sus compatriotas que con los extranjeros; los que comparten su religión son más él que los que no la comparten; y lo mismo cabe decir de los que comparten su lengua, sus costumbres, etc. Aunque reconozca el derecho genérico a la vida (y siempre lo hará, por así decirlo, a imágen y semejanza de su propio derecho a vivir, como individuo), siempre le afectará más la muerte de un ser querido que la de un extraño, la de un compatriota que la de un extranjero (por ejemplo, en una guerra), como le afecta más la muerte de un hombre que la de un gorrión. Para decirlo en pocas palabras, esas muertes tienen para él un valor relativo en relación con el único valor absoluto que reconoce: su individualidad. Para otro individuo que no sea él, esos mismos seres queridos son perfectamente extraños, esos mismos compatriotas, son extranjeros.

Su individualidad, por último, le conduce a la autonegación. El individuo tiene un cuerpo, unas ideas, un conocimiento, unas emociones, pero “sabe” que él no es ese cuerpo, cuya salud debe cuidar, ni esas ideas, que puede intercambiar, ni ese conocimiento, que puede registrar en el depósito legal, ni esas emociones, que puede controlar. No es las acciones que realiza a lo largo del día , cuando trabaja, estudia o se divierte. Puede plantearse “moldear” su propio cuerpo, mediante dietas o ejercicio físico, como si se tratara de un vestido que se le ha quedado grande o pequeño; adaptar sus ideas a las situaciones en las que le va poniendo la vida; vender su conocimiento como profesor de Universidad; trasladar sus emociones al papel, al lienzo, a la partitura de música… Cuando trabaja, su actividad puede ser tan externa a él como los objetos que produce o los servicios que presta; cuando estudia puede serle tan extraña como las ideas más abstractas de las matemáticas o la filosofía; cuando se divierte serle tan ajena como el bullicio de una feria. Todo ésto, que le es tan inmediato, no es sin embargo él. Pese a ser lo más cercano a su individualidad, hasta incluso confundirse con ella, él como individuo puede manipularlo y comprenderlo, al igual que manipula y comprende a sus semejantes (“los otros individuos”), los animales, las plantas y las piedras. Ni siquiera la suma de todo ésto, que no constituye una unidad sino compartimentos estancos, es él, el individuo. Su cuerpo, sus pensamientos, sus acciones, sus sentimientos, son objetos de su individualidad, como lo eran el resto de los seres vivos y la materia inerte. Lo que les negaba a ellos se lo tiene que negar consecuentemente a sí mismo. Así, todo le dice: “Estoy vinculado a tí pero no soy tú”. Al convertirlo todo en su objeto él mismo queda reducido a objeto.

El segundo supuesto que vamos a considerar es el Estado. La consecuencia última de todo lo anterior es que la sociedad no puede conservarse a sí misma, luego el Estado es “necesario”. Homo lupus homini. Si el individuo pudiera serlo sin la sociedad, ésta carecería de razón de ser. Es la necesidad moral y material del individuo de mantener su contacto con los otros hombres, y no el valor de éste último, lo que mantiene aglutinada a la sociedad. El egoismo es el cemento social. Pero el individuo así concebido no puede estar más que en estado de guerra con todos y con todo. Dejado a su suerte, acabaría destruyendo las bases mismas de su existencia; no por una maldad natural, intrínseca, “humana”, sino porque su individualidad establece una línea infranqueable entre lo que él es y lo que no es él. Su práctica, su moral, y su ética le demuestran constantemente que, como ser humano, necesita de los otros, pero no que los otros son necesarios en sí mismos. Él, como individuo, sólo es un miembro condicional de la sociedad, en la medida en que ésta le permite preservar y realizar su individualidad, incluso contra la propia sociedad. Una sociedad en la que predomina el individuo ya no puede conservarse sino por la violencia. Todos los individuos conspiran, aún sin saberlo, contra la sociedad de la que son miembros (como ciudadanos, creyentes, propietarios individuales…). Sin embargo, la sociedad les es indispensable. Si la destruyeran se destruirían inmediatamente a si mismos. Pero no pueden por menos que minarla, salvo renunciar para siempre a sus pretensiones de individualidad. ¿Cómo conservar entonces al mismo tiempo la sociedad que les es imprescindible y esas pretensiones de individualidad que les son irrenunciables? No pueden recurrir a una auténtica cohesión entre ellos porque podría poner en peligro su individualidad. Sólo les queda una solución: El Estado.

Al afirmar su individualidad, el ciudadano, el creyente, el propietario…, dice: “mis derechos, mi fé y mis bienes son inalienables; la sociedad no tiene ningún derecho sobre ellos como no tiene ningún derecho sobre el color de mis ojos o mi estatura, me son inherentes”. En otras palabras, como individuos, el ciudadano, el creyente, el propietario; se sitúan “fuera” de la sociedad. Si alguien ataca sus derechos, están para defenderlo el juez y el policía, lo mismo que si roban sus bienes, o matan a sus allegados. Si él mismo roba, mata, viola, etc., el Estado le sancionará frente a los otros individuos pero le defenderá también como individuo de la sociedad, (por ejemplo, de un linchamiento), Ahora bien: esos derechos, creencias y bienes no los ha creado él individualmente, ni tampoco son un producto de la Naturaleza, como el color de sus ojos o su estatura. Él como individuo ni siquiera puede conservarlos sin la participación de la sociedad. Para adquirirlos y conservarlos ha necesitado ponerse en relación con otros. Sin embargo, desde el momento en que entran en su esfera de acción, los considera automáticamente atributos de su individualidad. Para ellos él sólo existe como individuo. Que su derecho lo ponga en una situación privilegiada frente a otros (por ejemplo, los “extranjeros”), su creencia amenace a la sociedad (por ejemplo, el racismo) o sus bienes no sean aprovechados por nadie, incluido él mismo (por ejemplo, sus viviendas vacías), no cambia para nada este principio. En la sociedad dónde predomina el individuo la colectividad no existe para sí misma. Por lo tanto, no puede garantizar la existencia de todos y cada uno de sus miembros, o lo que es lo mismo, no puede darse un orden propio. Esta es la condición para que aparezca en escena el Estado.

El Estado, al igual que el individuo, no puede prosperar dónde la colectividad es capaz de autoconservarse. Sin embargo, esta capacidad no se destruye sólo por un proceso de individualización, que puede durar siglos, sino que se puede destruir también mediante la fuerza. El Estado puede aparecer (y así ha ocurrido históricamente) antes de que el individuo socave los cimientos de la colectividad. Sin embargo una vez que ésto último es ya un hecho, el Estado es absolutamente necesario. A partir de ese momento, ya no puede limitarse a existir como una fuerza externa, superpuesta a la colectividad (de la que extrae recursos, impuestos, levas, etc.) sino que debe penetrar en todos sus niveles hasta prácticamente confundirse con ella. Esto ha servido para justificar al Estado como la única alternativa a la “anarquía”, como la única forma de organización normativa de una sociedad compleja, etc. Lo cierto es que el Estado es sólo la alternativa a una colectividad capaz de autoconservarse. La situación de anarquía (de guerra de todos contra todos) no es la de esa colectividad, sino la de la sociedad dónde ya predomina el individuo, la sociedad incapaz por excelencia de autoconservación, es decir, justamente de la sociedad en la que Estado alcanza sus más perfecta expresión.

Esta expresión, en su modalidad más “sublime”, ha llegado incluso a negar al individuo en nombre del ideal del orden en la sociedad (llámese “bien común”, estatalización de la riqueza, Nación, etc.) ¿Significa ésto que en estos casos se superaba al individuo, que se abría el camino hacia la autoconservación de la sociedad? Más bien no. Todos los intentos estatales y políticos en cuestión de reconstruir la sociedad degeneraban tarde o temprano, en el despotismo. Que hubiese un solo partido (del proletariado o de la Nación), que se “suprimiese” la propiedad privada de la tierra y de las fábricas en favor del Estado “socialista”, que se atacase (demagógicamente) al egoismo individualista, liberal, en nombre de la Nación, etc., no significaba en absoluto una superación del individuo. Éste, como el Ave Fénix, siempre renacía de sus cenizas, porque en el fondo todos los intentos hundían sus raices en él. Más aún, estos intentos no se explican sin el individualismo, del que el despotismo era, en el plano político, el último fruto, el más amargo. En cierto modo no se hacía más que ampliar el radio de acción y los efectos del individualismo, con incalculables consecuencias humanas. Si los nuevos déspotas podían encarcelar, desterrar, ejecutar, despojar, masacrar, sin ningún cargo de conciencia, era porque continuaban siendo individuos. Por eso las víctimas de sus encarcelamientos, destierros, ejecuciones, expropiaciones y masacres eran para ellos simples objetos, peones que ellos, los únicos sujetos (cada uno para sí), debían mover para construir el porvenir. Su condición de individuos les imposibilitaba identificarse, salvo por analogía, con su condición humana común; podían sacrificar su medio natural en aras de la producción porque, como individuos, no se “confundían” con el entramado de la vida, con la tierra, el cielo, los ríos, las plantas, los animales, excepto por analogía con su individualidad; y su propia sociedad estaba compuesta por individuos.

Aunque hemos aludido ya al siguiente supuesto (la propiedad), debe ser tratado aquí. El individuo no “es” su cuerpo, “posee” su cuerpo, del mismo modo que posee su conocimiento, sus emociones, sus actividades, como ya dijimos. No puede trazar una frontera precisa entre lo que es y lo que tiene. En una palabra, es su propietario porque es su propiedad. Esta contradicción, inherente al individuo, era la primera condición para que pudiera fundar sus pretensiones de apropiación individual sobre los frutos de la Naturaleza y del trabajo. Antes de apropiárselos tenía que apropiarse de sí mismo. El individuo es la primera propiedad del individuo.

Esto tiene una consecuencia fundamental. Al fundar así su derecho a apropiarse no sólo de los productos de la Naturaleza y el Trabajo sino de cualquier cosa, establecía su carácter absoluto, o lo que es lo mismo, su carácter absolutamente individual. Este derecho era consecuencia de su derecho de propiedad sobre sí mismo, (o lo que es lo mismo) de su “libertad”.

Por lo tanto, cualquier pretensión de la colectividad de limitar el derecho de apropiación individual era un ataque a esa “libertad”. Del mismo modo que el individuo dispone libremente de su cuerpo, su espítiru o sus actos, debe poder disponer libremente de sus bienes. Un loco o un niño no son dueños de sí mismos, no pueden por esa razón ser propietarios. Esta condición recae entonces en sus parientes, en sus tutores, o en la persona que designa la ley, en definitiva el Estado. Ni siquiera en ese caso la colectividad podía disponer de los bienes del individuo. Como la Naturaleza, la colectividad no puede regular el derecho de propiedad. Ni la Naturaleza ni la colectividad, a pesar de producir prácticamente todos los bienes, se pertenecen a sí mismos.

El individuo no tiene derecho a poseer sus bienes porque éstos le sean útiles, imprescindibles para su subsistencia, o necesarios para el desarrollo de sus capacidades, sino porque es “libre”. Su derecho de propiedad está por encima del bien y del mal que puede producir a la Naturaleza y la sociedad. Nadie puede impedirle utilizar su propiedad contra sí mismo, por ejemplo si decide beberse una caja de botellas de vino o engullir seis docenas de ostras, siempre que las pague religiosamente, es decir, que no vulnere la libertad de otro propietario. Pero su cuerpo, es decir, la Naturaleza, no puede exigirle moderación, aunque sea el principal perjudicado (eso sería tan absurdo como decir que la propiedad domina sobre el propietario). Si compra un colorín y lo enjaula éste no puede “protestar” aunque la Naturaleza lo diseñara para volar por el campo; lo mismo que si compra un caballo, éste no puede rebelarse aunque lo haga trabajar hasta reventar, en cuyo caso él sería el “único” perjudicado como propietario. Al igual que el esclavo, o el obrero durante su jornada de trabajo, el caballo y el colorín no se pertenecen a sí mismos, por lo tanto no tienen ningún derecho a exigirle que limite su propiedad sobre ellos. A la inversa, que el individuo posea cualidades excepcionales, por ejemplo que sea un pintor o un músico excelente, no le da ningún derecho a apropiarse del lienzo, las pinturas o los instrumentos que necesita si no puede pagarlos de algún modo. Nadie puede obligar al comerciante, que los tiene arrubados en su almacén, a desprenderse de ellos si no los paga por aquél, porque son su propiedad, aunque se trate de Rembrandt o Bach. Ésto sería tan absurdo como pretender que el propietario aprovechara sus bienes en beneficio de la Humanidad, incluso en beneficio de sí mismo. La Humanidad no se pertenece a sí misma. El individuo que no tiene nada, y que sólo es un ser humano, sólo se pertenece a sí mismo para venderse a otro o morirse de hambre. Del mismo modo, los árboles no son de los animales ni de las plantas que viven en el bosque, aunque a unos y otros les sean imprescindibles para subsistir, sino del propietario que puede talarlos y venderlos libremente: las casas no son de los vagabundos sino del propietario que las puede conservar incluso deshabitadas, etc. La única fuerza que se puede interponer entre el individuo y su propiedad es el Estado. Pero el objeto del Estado no es conservar la Naturaleza y la sociedad para sí mismas, sino para el individuo.

Para el individuo la “humanidad” debe realizar sus libertad apropiándose todo, extendiendo su propiedad a todo el Universo. Sólo entonces, de forma progresiva, será verdaderamente libre. La realización de la humanidad es la realización de la propiedad, o lo que es lo mismo, su realización como propiedad. En este sentido todo propietario es un pionero. Cuándo despoja a una tribu de la tierra que ha cultivado, de los bosques dónde ha cazado durante siglos, le dice: “Esta tierra y este bosque antes no tenían propietario, se pertenecían a sí mismos. Al arrebatárselos se los devuelvo a la humanidad”. Desde ese momento los miembros de la tribu ya no pertenecen a ésta, ni a la tierra, ni al bosque, sino a sí mismos.

Si la libertad del individuo es ilimitada, los objetos del mundo de los que puede apropiarse debe ser ilimitados en un doble sentido:

1.- Ningún producto de la Naturaleza y el Trabajo puede oponer resistencia a su pretensión de propiedad (eso significaría reconocer barreras en el mundo físico o en el social a la “libertad” humana); y

2.- Los productos de la Naturaleza y el Trabajo son ilimitados en número.

Por lo tanto la propiedad, es decir, la libertad, debe poder extenderse infinitamente. La civilización es la apropiación. La libertad no sólo ha extendido cada vez más los límites geográficos del individuo sino que ha demostrado su futilidad. El individuo ha sellado un pacto con su especie: “Nada fuera de tu alcance, nada para sí mismo”. Tras apropiarse de sí mismo (cogito ergo sum, me poseo luego soy), se apropió de sus semejantes expropiándoselos a la Colectividad y a la Naturaleza. Colocando ambas bajo la luz de su conciencia los convirtió de sus simples miembros en sus propietarios. Transformó sus relaciones sociales en relaciones mercantiles, sus relaciones con la Naturaleza en relaciones de conquista.

Pero el individuo no sólo debe poder apropiarse todos los frutos de la Naturaleza y el Trabajo, sino que debe poder hacerlo sin ninguna clase de límite. Debe poder disponer de sus bienes como dispone de sí mismo. Al igual que posee su cuerpo, sus ideas y sus sentimientos también cuándo no realiza ninguna actividad física, intelectual y emocional, (su libertad consiste precisamente en poder no realizarlas), posee su tierra, su comercio, sus minas, sus fábricas, también cuándo no las explota. No está obligado a realizar su propiedad como riqueza, pero el Estado puede oponerse a su voluntad si ésta amenaza la conservación de la sociedad y de la Naturaleza como propiedad.

El individuo no posee sus bienes porque los haya producido con su trabajo sino porque es “libre”. Sólo puede apropiarse de los productos sociales y naturales como propietario de sí mismo. El picador de una mina no es propietario del mineral que extrae porque durante su trabajo no se pertenece a sí mismo, (no es un individuo), sino al propietario de la mina, que por esa razón es el propietario también del mineral, aunque él no lo haya extraido. El individuo sólo puede apropiarse de los productos sociales y naturales, cuándo éstos no son el fruto de su trabajo, como propietario de otro.

A pesar de ser “libre” el individuo permanece (no puede evitarlo) dentro de la Naturaleza y la sociedad. Para ser libre necesita alimentarse, vestirse, cobijarse, en una palabra, relacionarse con otros y con su entorno. Sin embargo, desde el momento en que se apropia de sí mismo como individuo, se proclama su único amo: él es el primer fruto de la Naturaleza y del Trabajo que expropia a su medio natural y social. Pero no puede pararse ahí (sigue necesitando el mismo alimento, vestido, cobijo, las mismas relaciones que antes). Todo ésto sólo puede encontrarlo en la Naturaleza y en la Sociedad; como ahora se pertenece unicamente a sí mismo (se ha perdido para ellas), sólo puede obtenerlo como propiedad.

Para apropiarse de los frutos de la Naturaleza y el Trabajo, el individuo tiene que hacer abstracción de sus características intrínsecas. Dicho de forma más precisa, tiene que hacer abstracción del vínculo que existe entre sus necesidades y las cualidades de los objetos; por ejemplo, entre su necesidad de abrigarse y la cualidad de abrigar de la lana o las pieles; su necesidad de cobijarse y la cualidad de cobijar de las casas 2, etc. De lo contrario sólo se apropiaría de los objetos que necesitara. Como sus necesidades son estructuralmente (fisicamente…) limitadas -no puede ponerse todos los abrigos, ni comerse toda la carne o el pescado, ni habitar todas las casas que es capaz de apropiarse-, si se guiase exclusivamente por las características inherentes de los objetos (lo que los economistas llaman “valor de uso”), su ámbito de apropiación, y por lo tanto su libertad, estaría limitado por su necesidad, no podría trascenderse a sí mismo. Por lo tanto, las cualidades de los objetos que le permiten cubrir sus necesidades debe negarlas en nombre de la universalidad de su apropiación, debe negárselas a los objetos antes de tener el derecho ilimitado de poseerlos. La propiedad, como la muerte, iguala todas las cosas. La Naturaleza y la Sociedad pueden sostener al individuo gracias a su diversidad. (Pero el individuo sólo puede apropiárselas negando esta diversidad). Como individuo cada uno es diferente del resto de los seres humanos: como miembro de la colectividad es igual a todos ellos.

El “valor de uso” de la Naturaleza y la sociedad es que el individuo pueda existir (como el valor de uso del abrigo es que pueda abrigarse, del alimento que pueda comer, de la vivienda que pueda cobijarse, etc.). Pero para apropiarse de la Naturaleza y la sociedad, el individuo tiene que dejar de verlas como algo a lo que pertenece, aunque siga necesitándolas. Tiene que actuar como si se hubiese independizado de ellas.

El individuo no emplea su propiedad para conservar y mejorar sus relaciones con los otros, en una palabra, para preservar la sociedad, sino para sí mismo, (por ejemplo, para aumentar su patrimonio o para obtener una satisfacción inmediata). Tampoco la emplea para mejorar sus relaciones con su entorno natural, animales, plantas, ríos, etc., sino para sí mismo (por ejemplo, para obtener un beneficio o una satisfacción de ello). Para el individuo la preservación de la sociedad y la Naturaleza es “gratis”. No son un bien (valor de uso) que se deteriore. En todo caso como individuo puede emplear su propiedad en mejorar sus relaciones con los otros si esto le favorece personalmente, como puede hacer otro tanto respecto a la Naturaleza por idéntico motivo. Pero la preservación de la sociedad y la Naturaleza, como tal, no determina la forma en la que emplea su propiedad (su “libertad”). La preservación de la paz y la armonía individuo-individuo, individuo-Naturaleza, no rige sus relaciones con los otros ni con la Naturaleza. No es el resultado espóntaneo ni el objetivo consciente de su acción.

El hombre primitivo pierde en cada intercambio “económico” pero a cambio gana la sociedad con sus semejantes; el individuo procura ganar en cada intercambio económico pero a cambio pierde su sociedad.

Una conclusión aparentemente sorprendente de todo lo anterior es que el individuo sólo puede apropiarse de una naturaleza y una sociedad que ya no controla. El individuo se apropia de los frutos de la naturaleza y el trabajo, pero no puede apropiarse del proceso, de la dinámica que él mismo desencadena. Voy a intentar explicarme.

Todo individuo realiza una serie de actos, la suma de los cuales constituye su actividad. Por ejemplo, trabaja, estudia y se divierte. Estos actos lo ponen en relación con otros; aunque su finalidad no sea, para el individuo, esta relación es una consecuencia inevitable. La actividad de todos los individuos construye así, a su pesar, la actividad general, social. Asimismo, estos actos lo ponen en relación con la Naturaleza; a pesar de que éste tampoco sea el objetivo del individuo, es también una consecuencia inevitable. Por ejemplo, los obreros que hacen un puente persiguen como individuos un salario con que subvenir a sus necesidades; los técnicos que lo proyectan, persiguen, además de ésto, por ejemplo, un prestigio profesional; el constructor (propietario) persigue rentabilizar su inversión, etc. El resultado es que el puente se construye. Sin embargo, la realización del puente, como tal, no era el objetivo individual de ninguno de los obreros, técnicos, ni del propietario que han participado en ella. Como individuos, obreros, técnicos y propetario sólo podían apropiarse de su salario, prestigio y beneficios, no de la realización del puente como tal.

Supongamos que el Estado se hace cargo de la construcción del puente, porque lo considera una necesidad objetiva: Tiene que haber un puente. Pero ésto no significa que la actividad de los obreros y técnicos ya no sea individual (una “actividad para sí”). Además el Estado no es un ente abstracto; está compuesto por individuos, funcionarios, políticos, etc. El funcionario o el político que decide que la construcción del puente, persé, es necesaria, realiza también de este modo una actividad individual. Pero la misma construcción, como tal, sigue sin ser apropiada por los individuos que la realizan. Aquellos que la pueden realizar no pueden apropiarse de ella en sí misma y aquél que puede hacerlo no la puede realizar como individuo.

Esta reflexión sugiere que desde el momento en que el individuo se apropia de su realidad social y natural ésta deja de pertenecerle como miembro de su colectividad. En otras palabras, el individuo participa con su actividad en la construcción de su realidad social y natural, pero ya no es dueño del resultado final; del mismo modo que los animales participan en la construcción de su ecosistema pero no son dueños de ella. Los cambios sociales y naturales a los que contribuye tan decisivamente ya sólo obedecen a su propia inercia.

El individuo es más o menos consciente de que su actividad no empieza y acaba en él. El obrero, el técnico y el propietario saben que están construyendo un puente, incluso pueden quererlo, abrigar la ilusión de que están creando algo útil, beneficioso, nuevo… El salario, el prestigio, el beneficio, son el objeto de su apropiación, y por lo tanto de su actividad, de la que la construcción del puente es el resultado. En cambio para los deportados que construyen un puente para fugarse la realización de éste si es el objeto de su apropiación: desde el momento en que deciden construirlo, para cada uno de ellos como individuo, lo fundamental es la realización del puente como tal, como para el obrero es cobrar su salario, para el técnico cobrarlo y también conseguir prestigio, para el propietario obtener un beneficio. Aunque no vayan a usarlo después, el puente no es el mero resultado de la combinación de sus actividades (esfuerzos) individuales, como en el primer caso, sino su obra deliberada.

Por lo tanto, la sociedad no es de nadie. Sus realizaciones son tan autónomas respecto a sus miembros como las fuerzas de la Naturaleza, los terremotos o las corrientes oceánicas. Sin la actividad de sus miembros, sin el trabajo, la reflexión, el trato de unos con otros, etc., la sociedad no existiría, (frente a sus miembros la sociedad es tan real como frente al campesino que ha sembrado un campo la cosecha de éste). Pero desde el momento en que la sociedad es objeto de apropiación del individuo, el trabajo, la reflexión, el trato de todos sus miembros la producen efectivamente pero no la crean (como si el campesino que ha sembrado no tuviese forma de decidir qué cosecha obtener de su campo, trigo, centeno, cebada o patatas…). La sociedad es el resultado de un sinfín de esfuerzos individuales impotentes frente al movimiento general que desencadenan; de un sinfín de pensamientos y voluntades individuales cuyo resultado es ajeno a cualquier pensamiento y voluntad; de un sinfín de relaciones (tratos) individuales cuyo resultado es un entramado de relaciones sin personas. El esfuerzo, el pensamiento, la voluntad, el trato de los individuos, sin los que la sociedad no existiría, se traducen dónde ésta es su objeto de apropiación, en un conjunto de bienes, ideas, creencias, proyectos, relaciones, en una palabra, en un conjunto de realizaciones colectivas que se han emancipado de sus propios autores y han cobrado vida propia. Dónde los individuos se apropian de la sociedad ésta ya sólo obedece a Leyes “Naturales”, a la vez inevitables e imprevisibles, a una especie de fuerza ciega y de fatalidad. En vez de ser conducida, arrastra. Es como una máquina sin maquinista.

Lo mismo puede decirse de la Naturaleza. Desde el momento en que es objeto de apropiación del individuo, la Naturaleza se convierte en una fuerza extraña a la sociedad y al hombre. Los árboles con los que construye sus barcos y edificios, los animales con los que se alimenta y se viste, los ríos con los que mueve sus máquinas, el suelo en el que planta sus cosechas, los minerales de los que obtiene su energía, el propio organismo humano, ya no están a disposición del hombre y la sociedad. La Sociedad pierde a la Naturaleza, pierde la capacidad de armonizar sus relaciones a la Naturaleza , pierde su capacidad de conservación. El individuo puede talar todos los árboles de sus bosques, aniquilar todos los animales de sus tierras, desecar y desviar el curso de sus ríos, agostar sus parcelas, esquilmar el subsuelo, destruir las fuerzas físicas del hombre en la producción, etc. El resultado es siempre el mismo: La sociedad no puede establecerse sino por la violencia; no puede conservarse también en una fuerza extraña a la sociedad y al hombre en otro sentido: al ser objeto de la apropiación del individuo, entra en la misma dinámica de inercia que veíamos en la sociedad. Las relaciones que mantienen en equilibrio el sistema Natural no pueden ser apropiadas por el individuo porque éste no puede apropiarse de la dinámica que él mismo desencadena, del proceso social. El obrero que trabaja en un barco de pesca persigue como individuo cobrar un salario con que subvenir a sus necesidades; el patrón del barco persigue como individuo embolsarse una comisión por lo obtenido en la pesca; el propietario persigue como individuo obtener un beneficio, al igual que el armador, el mayorista, el vendedor al detalle, etc. El resultado es que el banco de pesca se agota. Ninguno de los individuos que participan en la pesca perseguía este fin ni podía evitarlo: como individuos sólo podían apropiarse de su salario, su comisión, su beneficio, no de lo que hace que la pesca sea abundante, o escasa, o incluso desaparezca. La inercia que domina en la sociedad se traslada a la Naturaleza dominada por el individuo. En ocasiones el Estado tiene que recurrir al expediente extremo de crear reservas (incluida la Legislación Social), de separar la Naturaleza de la sociedad dominada por el individuo, de limitar la libertad del propietario para salvar aquello de lo que se apropia.

Conforme aumenta el poder del individuo sobre la Naturaleza, disminuye la capacidad de conservación de la sociedad. El individuo puede apagar cada vez más eficazmente los incendios pero la sociedad no puede evitar que sus bosques se quemen. El individuo puede hacer que la tierra “produzca” cada vez más alimentos pero la sociedad no puede evitar que una parte de sus miembros pase hambre. Volviendo al ejemplo anterior, gracias al progreso de la técnica los barcos pueden detectar mucho mejor los bancos de pesca, permiten capturarlos con más seguridad, almacenarlos y conservarlos en más cantidad y por más tiempo, afrontar sin gran riesgo condiciones climatológicas adversas, etc. Esto significa que el individuo ha aumentado su poder sobre la Naturaleza (puede pescar más), y que la sociedad ha perdido capacidad de conservación (cada vez hay menos peces). En una palabra, el “progreso” del conocimiento y la técnica que la propia sociedad produce en manos del individuo se vuelve contra ella. En manos del individuo el progreso es el canto de cisne de la sociedad.

Conforme aumenta el poder del individuo sobre la sociedad, disminuye la capacidad de conservación de la Naturaleza. Cuánto más “libre” es el individuo como propietario más indefensa está la Naturaleza frente a él. No tiene que pedir permiso a la Naturaleza para talar sus árboles, excavar sus pozos, cazar sus animales, explotar la fuerza física de sus semejantes, porque en la sociedad sólo hay un miembro al que tenga que rendir cuentas: él mismo.

El individuo es más “libre” cuanto más posee. Si posee lo suficiente para mantenerse sin necesidad de otros (autarquía) alcanza su realización perfecta como individuo. Su propiedad lo aísla de los efectos que si provoca en la Naturaleza y la Sociedad. Sus bosques pueden convertirse en un desierto pero él vive en un jardín. Las ciudades pueden ser escenario de conflictos, pero él vive apartado y seguro en su propia casa.

El individuo, por lo tanto, sólo puede apropiarse de su medio natural y social enajenándoselos. La riqueza natural y colectiva que constituye la base de su vida es ahora su propiedad. Lo que se apropia como individuo es la Naturaleza y la sociedad que ha perdido.

Una vez que ha renunciado para siempre a pertenecer a la Naturaleza y la Sociedad, todo individuo puede pertenecer a otro. La condición y la consecuencia de que pueda apropiarse de los frutos de la Naturaleza y el Trabajo es que él mismo puede ser apropiado.

Sin embargo, el individuo no se convierte en un “cosmopolita” porque su ámbito de apropiación no reconozca límites. Que todo pueda (y deba) ser un objeto de apropiación no significa que él sea ciudadano del mundo, que pueda vivir en cualquier parte, adaptarse a cualquier costumbre, hablar cualquier lengua, adoptar cualquier sistema de valores, abrazar cualquier religión. Esto nos lleva al siguiente supuesto: La Nación. Al igual que el Estado -”comunidad humana que reivindica el monopolio del uso legítimo de la fuerza dentro de un territorio determinado” (Weber)-, la Nación es para el individuo inherente a la la Sociedad. Para el hombre primitivo el mundo más allá de “su” territorio, era ignoto (como para los antiguos gran parte de África, Ásia, y el Océano); para el individuo, en cambio, el mundo está perfectamente ordenado, con fronteras, leyes, costumbres, lenguas, religiones, claramente diferentes. Sabe que si sale de su ciudad encontrará otras ciudades, que a cada paso puede anticipar el orden. Puede comprar y vender lo que quiera aunque sea en lugares dónde nunca ha estado ni estará. En una palabra, puede apropiarse de la Naturaleza y la Sociedad en cualquier parte del planeta porque el mundo está ordenado. La discontinuidad de Estados, Naciones y Culturas no limita en ningún lugar con algo que no se pueda explorar, comprender, ordenar; su campo de apropiación es ilimitado porque no es simplemente un hombre sino francés, inglés, alemán, y porque fuera de los franceses, ingleses, alemanes, etc. no hay ningún hombre.

Para el individuo la Nación (como la Sociedad), existe por un acto de su voluntad. Pero se trata de un acto forzoso. Si identificase al grupo humano al que “pertenece” con la humanidad o concibiese a toda la humanidad como una único grupo humano, no podría distinguirse de “los otros”. Al ser francés… es consciente de lo que lo separa de todos los demás hombres.

Por supuesto la Nación, como el Estado, se ha vuelto muchas veces contra el individuo. Se ha hablado de la soberanía de la Nación y el Estado como si fuesen individuos; su libertad, conciencia, inteligencia, valor, etc., en una palabra, sus rasgos individuales, han pasado a la Nación y al Estado. Esto ha quedado contenido en expresiones como “el espíritu del pueblo” (Volksgeits), “el valor de la Nación”, “la libertad (autonomía) del Estado”, etc., Así, no sólo era lícito sino incluso moralmente (y a veces no sólo moralmente) obligatorio matar y morir en nombre del Estado o la Nación. Pero ésto no suponía una superación sino una depravación del individualismo autotrascendido. La Nación como héroe, guerrero, misionero, descubridor del mundo moderno, sólo era concebible como un individuo. Era el individuo por excelencia. El proceso (los procesos) histórico por el que el individualismo degeneraba en esta negación del individuo concreto, contingente, “egoista”,…, en nombre del Individuo Universal, perenne, intachable, llamado Francia, Inglaterra, Alemania, etc., desborda el propósito de estos apuntes. Pero puede aventurarse como hipótesis que cuándo la actividad “demasiado” libre de los individuos pone en peligro la conservación de la sociedad y la Naturaleza como propiedad, la Nación tiende a erigirse en Individuo. En la práctica ésto significa que los rasgos individuales (libertad de acción, voluntad, inteligencia, valor, sensibilidad, autonomía, etc.) o dicho de forma más precisa, su plena realización, se convierte en un monopolio, en un privilegio, como veíamos en el caso del Estado, en determinadas circunstancias.

La Nación sólo existe dónde hay individuos. Dónde los miembros de la colectividad se han apropiado de sí mismos, cada uno es el centro de las relaciones de toda la sociedad. Por un lado ésto es un ideal: muchos aspectos de la vida colectiva lo desmienten (y en mi opinión la sociedad pervive gracias a que es irrealizable). Pero por otro lado es muy real: muchos niveles de la vida colectiva se organizan de acuerdo con el mito, (mito nacional por excelencia), de Robinson Crusoe. Hasta Robinson Crusoe, que no necesitaba a nadie para reproducir la Civilización, necesitaba a Inglaterra. Para seguir siendo humano necesitaba seguir siendo inglés. Dónde hay individuos la Nación no sólo existe sino que es absolutamente necesaria, como el Estado. Lo que muestra la incapacidad del individuo para conservar por sí solo su humanidad es la necesidad de la Nación, como lo que muestra su incapacidad para conservar por sí solo su colectividad es la necesidad del Estado.

La Nación permite al individuo conseguir dos cosas contradictorias: conservar la ilusión de que es él quien ha decidido libremente establecer sus relaciones sociales, y la ilusión de la sociedad. Robinson Crusoe no necesitaba a sus compatriotas en su isla desierta para ser inglés porque no los necesitaba en Inglaterra para ser individuo. Como individuo, Inglaterra era su isla desierta: como inglés su isla desierta era Inglaterra.. La tensión entre su autonomía absoluta como individuo y su pertenencia al género humano la resolvía perteneciendo a la Nación. El individuo no sólo necesita conservar sus relaciones sociales y al mismo tiempo su individualidad (lo que hace necesaria la violencia del Estado), sino conservar el carácter humano de estas relaciones y esta individualidad (lo que hace necesaria la Nación).

Este carácter humano consiste en que, en un ámbito determinado, las relaciones con los otros y la individualidad tengan un valor substantivo (y no meramente formal). Antes he dicho que, para apropiarse de los frutos de la Naturaleza y el Trabajo, el individuo tiene que hacer abstracción de las cualidades de los objetos -y las personas-, si no quiere resignarse a apropiarse sólo aquello que necesita. Estas cualidades, por las que cada objeto y persona es diferente y único, son su carácter substantivo. Por otra parte las necesidades del individuo no están determinadas sólo por la Naturaleza, por su organismo fisiológico, sino por la sociedad en la que vive: la cultura de esta sociedad (entendida en el sentido antropológico como auto-domesticación, auto-cultivo) establece qué vestidos son los apropiados en cada contexto, qué alimentos, incluida la forma de cocinarlos, qué tipo de viviendas, etc. en una palabra, qué respuesta creativa dar a las necesidades humanas “naturales”. Si el individuo no hiciese abstracción de las cualidades que constituyen el carácter substantivo de cada objeto y persona, su apropiación estaría limitada por esta respuesta; su relación con la Naturaleza y la sociedad no sería de apropiación sino de pertenencia; no sería individuo sino sólo miembro de la colectividad. Sin embargo, incluso el individuo extremo tiene necesidades humanas, que sólo puede satisfacer dentro del dispositivo social de respuestas: no sólo necesita alimentarse, vestirse, cobijarse, etc., sino que necesita hacerlo de la única manera que sabe: dentro de ese dispositivo cultural. El individuo extremo es una utopía, (aunque con una incidencia real), de seres humanos que pertenecen a colectividades además de a la Naturaleza, y para los que las relaciones con los otros y ellos mismos tienen inevitablemente un valor substantivo, aunque tiendan a sobrepasarlo, sin llegar a lograrlo plenamente, salvo destruir la Naturaleza y la Sociedad. Sólo en la medida en que lo logran deterioran su medio natural y social y su propia condición humana (de individuos humanos, esto es, sociales y naturales). La necesidad de conservar por la violencia la Naturaleza y la Sociedad para el individuo ha hecho que el ámbito dónde las relaciones con los otros y la individualidad tiene un valor substantivo sea la Nación. En una palabra, el Estado ha proporcionado al individuo un espacio en el que, sin renunciar a su utopía individualista, puede seguir siendo humano, como Robinson Crusoe, siendo inglés.

En este espacio se produce una transformación misteriosa: los frutos de la Naturaleza y el Trabajo de los que el individuo se apropia y las relaciones que establece con otros adquieren un carácter substancial. Sin embargo, el individuo también hace abstracción aquí de las cualidades de los objetos y las personas que los hacen diferentes y únicos, también en la Nación el individuo es propietario; también aquí todo “lo que no es él” (incluido su cuerpo, sus ideas, sus emociones, etc.) es objeto de su apropiación, de su “libertad”. El individuo lo es siempre y en todas partes o no lo es nunca y en ninguna, la Patria no es una excepción. No se convierte en individuo al cruzar sus fronteras nacionales ni deja de serlo al volver a su país. Entre los objetos y las personas de su país, poseen un carácter substancial incluso aquellos que el individuo nunca ha visto, ni verá, ni espera ver; entre los objetos y personas del extranjero carecen de ese carácter substancial incluso aquellos que ha visto y tocado con sus propias manos. No importa que no haya vivido en una casa, ni hablado con un hombre, ni vestido un abrigo: Puede adjudicarles el carácter substancial de “nacionales”; ni importa que haya vivido en una casa, o hablado con un hombre, o vestido un abrigo para negárselo. Un compatriota no es un extranjero aunque sea un extraño, como un extranjero no es un compatriota aunque sea un amigo. Lo que hace de cualquier objeto y persona del propio país “diferente” de cualquier objeto y persona del extranjero es que los primeros poseen el poder misterioso de “humanizar” al individuo (como a Robinson Crusoe haciéndolo inglés incluso en su isla desierta), sin perder su carácter de objetos, o en otras palabras, sin que el nativo pierda su carácter de individuo.

La Nación es un conjunto de campos, ciudades, personas, vehículos, edificios, animales, caminos, etc. que se distinguen de sus homólogos no nacionales por la relación que mantienen con el individuo, de tal modo que una casa tiene más en común con un camino del mismo país que con una casa idéntica a ella por su forma de construcción, materiales, etc., del extranjero; en virtud de esta misma relación una persona tiene algo en común con un animal del mismo país que no tiene con ningún extranjero (la humanidad no es un criterio suficiente para la Nación). Así, respecto a los objetos y personas del propio país el individuo es, además de individuo, inglés, francés, alemán, etc.; frente al resto de objetos y personas es sólo individuo. La cualidad de inglés, francés, alemán,… no es puramente ficticia (una etiqueta) aunque tenga un componente ideológico. Este consiste en que para el individuo los objetos y personas que constituyen “su” Nación no han dejado de ser objeto de su apropiación pero se le presentan como si su razón de ser fuesen sus características, (por ejemplo su tamaño, peso, forma, belleza, utilidad, etc.). De este modo, al mismo tiempo que las niega como individuo -su razón de ser sigue siendo que él puede apropiárselas-, las afirma como parte de su diversa, abigarrada, realidad Nacional.

Para el individuo las calles, plazas, jardines, caminos, personas, etc., que ve todos los días forman parte de su subjetividad y no sólo de su propiedad. Para que estas calles, plazas, jardines, caminos, personas, etc., pudiesen ser también su propiedad, el individuo tenía que trascender lo que las vinculaba a su vida, lo que le ataba las manos como propietario (como el vínculo afectivo o el parentesco le impide apropiarse de sus seres queridos como de una parcela de terreno), y vincularse a ellas como objetos. Pero calles, plazas, jardines, caminos, personas, etc., debían mantener el aspecto anterior, de un escenario adecuado para la vida humana; ahora podían hacerlo a una escala mucho mayor gracias a sus características de cosas, como Nación.

Como dijimos, el mundo se presenta al individuo como un objeto. todo “lo que no es él” (incluso su cuerpo, sus ideas, sus sentimientos, su actividad…) debe ser su objeto: no existe para sí mismo sino sólo para el individuo; no se pertenece a sí mismo sino al individuo. Pero si el individuo es el centro de todo, puede apropiárselo todo, es porque él lo sabe . El individuo dice a la Naturaleza y a la Sociedad: “si yo no existiera vosotras ni siquiera sabríais que existís”. La Naturaleza y la Sociedad no sólo no se pertenecen a sí mismas sino que no “se saben”. La consecuencia de lo primero es que el individuo puede apropiárselas; la consecuencia de lo segundo es que puede “conocerlas”. El individuo no sólo se apropia de los tesoros de la Naturaleza y la Sociedad, sino también de sus secretos, y no sólo lo hace con sus manos sino con su propio conocimiento. Es como el propietario de una tierra, puede cultivarla, pero también analizar su calidad, su composición química, su estructura geológica. La tierra no tiene ningún derecho a negarle sus frutos, ni a “ocultarle” su composición química o su estructura geológica. Lo primero presupone la propiedad; lo segundo la ciencia.

Ningún objeto es a priori ajeno a la ciencia. El mismo individuo es objeto de su conocimiento desde el momento en que es su propiedad. La ciencia es tan universal como la propiedad. Abarca al propio individuo que conoce, para el que todo es potencialmente objeto de conocimiento, al igual que lo es potencialmente de apropiación sin que ni él pueda excluirse. En último extremo el individuo se pertenece así mismo sólo con respecto a lo que no es “él”.

Una de nuestras convicciones más arraigadas es que, respetando ciertas reglas, tarde o temprano podemos descubrir “la verdad” de los fenómenos naturales y sociales. El ámbito de esta certidumbre que presupoponemos abarca, y no es casual, el ámbito de nuestro dominio: La Naturaleza y la Sociedad. El que crea en Dios lo excluirá por principio no sólo de su posibilidad de apropiación sino también de su posibilidad de certidumbre 3. En cambio la Naturaleza y la Sociedad se nos presentan como realidades externas de las que podemos apropiarnos y por lo tanto nos parece natural que algún día podremos conocerlas mejor que ahora, incluso de una forma objetiva. De Dios nunca podremos apropiarnos, por consiguiente ni siquiera podemos demostrar que existe. Esta limitación de nuestro conocimiento de Dios la asumimos a priori porque admitimos que no puede ser objeto de nuestra apropiación. si admitiésemos lo mismo de la Naturaleza y la Sociedad, es decir, si no creyésemos que podemos apropiárnoslas, que son de nuestro dominio, no podríamos confiar en llegar a conocerlas algún día de forma objetiva más que el creyente confía en llegar a conocer de forma objetiva a Dios. Esta pretensión de conocimiento científico de algo que no nos pertenece (porque es imposible) nos parecería un sacrilegio. Entonces no tendríamos más remedio que creer en ellas.

La Naturaleza, la Sociedad, el Individuo, sí son objeto de nuestra apropiación: podemos percibirlos con nuestros sentidos, medirlos, calcular su peso, su volumen, etc., conocerlos. En cambio Dios nunca podrá ser objeto de nuestra apropiación, ni por lo tanto de nuestro conocimiento. A la inversa: la Física, la Psicología, la Geología, nos permitirán apropiarnos cada vez mejor de la Naturaleza, el individuo, la tierra, ad infinitum. La aplicación de la ciencia aumenta la capacidad del organismo individual para apropiarse de la Naturaleza y la Sociedad. Multiplica su fuerza física, su información, su capacidad sensorial y motora… El individuo sabe que no puede volar por sí solo, pero considera el aire objeto de su apropiación, por lo tanto de su ciencia (por ejemplo de la Física). Sólo porque es susceptible de apropiación por el individuo es “real” para la ciencia. Si algo no está aún a nuestro alcance pero existe una posibilidad, por pequeña que sea, de que podamos apropiárnoslo, entonces es objeto de ciencia. (ésto no ocurre con Dios pero sí con el Universo; por eso no existe una ciencia de Dios pero sí la Astronomía).

Otra de nuestras convicciones más arraigadas es que la verdad científica siempre se corresponde con el objeto independientemente de nuestros deseos. La ciencia “descubre” la realidad tal y como es y no tal y como debería ser. Para el creyente, por ejemplo, Dios hizo el mundo en siete días, pero la ciencia descubre que es producto de la Evolución. Toda la Cristiandad negó que la Tierra se moviera pero la tierra se mueve, y la Ciencia no puede descubrir sino que se mueve. Si se hubiese demostrado científicamente que la lucha por la vida y no la cooperación es la Ley Fundamental de las sociedades, tanto animales como humanas, nuestros deseos de paz y fraternidad, de una sociedad justa, igualitaria, etc., serían tan “anticientíficos” como la afirmación del creyente de que el sol se mueve y de que el mundo fue creado en siete días. En una palabra, la ciencia afirma la estabilidad de los hechos, que la tierra “siempre” se ha movido alrededor del sol y que las especies han evolucionado siempre unas de otras, independientemente de que Galileo y Darwin lo demostrasen. Las sociedades humanas pueden vivir de espaldas a los hechos, en la ilusión, pero no pueden cambiar la estructura del mundo porque ésta no concuerde con sus costumbres, necesidades y creencias. La ciencia no puede acomodar la realidad a nuestros deseos, por nobles y elevados que sean, no puede humanizar la realidad ni menos aún realizar la humanidad. Supongamos que esa sociedad justa e igualitaria ya existiese: Pero si la ciencia “descubre” que unas razas son “inferiores” a otras, que un sexo es inferior a otro, que unos individuos son inferiores a otros (genéticamente) etc., esa sociedad, por justa e igualitaria que sea, no podrá cambiar lo más mínimo este hecho. El mundo es como es y no como debería ser; no es bueno ni malo sino sólo real, y la única función de la ciencia es desentrañarlo para el individuo. El imperativo moral de la ciencia no es realizar la felicidad de la humanidad sino la “libertad” del individuo. Si la Naturaleza y la Sociedad son el campo del conocimiento no es por un fin práctico-social sino metafísico: el individuo se pertenece a sí mismo, por lo tanto debe conocer, apropiarse también con su saber de todo lo que no es él (incluidos sus semejantes, su cuerpo, sus ideas, sus sentimientos, sus acciones, etc.); la Naturaleza y la Sociedad no se pertenecen a sí mismas, por lo tanto no pueden oponerse a que el individuo se apropie de ellas también con su saber (como la muñeca de trapo no puede oponerse a que el niño, su propietario, movido por la curiosidad, la destripe para ver lo que hay dentro, y le arranque los brazos, las piernas, la cabeza…). Si el conocimiento al final se corresponde con la realidad del objeto entonces será científico y esto bastará para justificarlo, desde el punto de vista de la ciencia, aunque el destino del objeto finalmente sea el mismo que el de la muñeca de trapo. Pero desde el punto de vista de la libertad del individuo la acción ya está justificada de antemano, independientemente de su resultado científico, y por supuesto de sus consecuencias destructivas sobre el objeto, en el hecho de que el individuo es dueño de sí mismo (el individuo es “libre” independientemente de la estructura de la realidad que trata de descubrir; la fatalidad de la ciencia sólo se refiere a la realidad de la que él se apropia y no a él; el mundo es como es y no como debería ser, pero el individuo es como debería ser, es decir, “libre”, por un acto de su voluntad, de soberanía, de autoapropiación). Sin embargo, para que el individuo pueda apropiarse también con su saber de la Naturaleza y la Sociedad, y no acabe destruyéndolas (pues es necesario que éstas se conserven, no para sí mismas, sino para la Ciencia), es necesario el Estado.

La Ciencia no sólamente no tiene un fin práctico-social, sino que no puede dar una explicación del mundo que satisfaga nuestra necesidad de sentido. No sólamente no tiene como finalidad realizar el deber ser (por ejemplo, el bienestar, la fraternidad…) sino que tampoco puede darle sentido a lo que es. El individuo tiene que buscar este “sentido” fuera de la Ciencia, en la Religión o en cualquier otra forma de saber “trascendente” (como el Arte, la Metafísica, etc.). Éste será el último supuesto que abordaremos.

Antes hay que decir aún algo más sobre la Ciencia: en primer lugar, que es el instrumento más formidable de justificación de la sociedad dónde predomina el individuo; no sólo por sus conquistas prácticas, palpables, presentes (como la penicilina, la aplicación de la electricidad, la revolución en las comunicaciones, etc.), sino por su pasado: la Historia de la Ciencia se presenta como una liberación paulatina de la Tradición, como una conquista del espíritu humano sobre la inercia de la Naturaleza, la resignación, la superstición, etc. Junto a ésto la Ciencia exhibe el rigor de su método: “sólo” se la puede contestar desde posturas irracionales, ideológicas; su “neutralidad”: no se inmiscuye en luchas de valores; su pragmatismo: consigue resultados efectivos, etc. Además la ciencia se presenta en la forma actual como la consecuencia inevitable del progreso (hay un solo progreso y una sola ciencia: la que existe). La suma de todo ésto, y mucho más, que no es momento de señalar, hace de la Ciencia una auténtica cosmovisión. En segundo lugar, la Ciencia como apropiación de la Naturaleza y la Sociedad por el Individuo, es a su vez objeto de apropiación: no pertenece a la colectividad sino al individuo, al igual que la tierra, el agua, los árboles, los animales, los seres humanos, etc., y por supuesto, al Estado -que no es su antítesis sino su complemento, su alter ego-. La expresión jurídica de ésto es la propiedad intelectual y el derecho de patentes:. ningún conocimiento científico, por útil y beneficioso que sea para la humanidad, puede ser apropiado por ésta, (por ejemplo, una vacuna cuya patente pertenezca a una multinacional farmaceútica). A pesar de que el saber, como el resto de los bienes que existen, es el producto de la actividad acumulada de las generaciones pasadas y presentes. La Ciencia, por sus características, suele ser apropiada apropiándose de otros, de los científicos que poseen, pero no son necesariamente los propietarios de “su” conocimiento. La posesión de la Ciencia se realiza después de mucho tiempo de preparación y estudio; su propiedad en un instante. Por último, la Ciencia, por su incapacidad para ofrecer una explicación que “dé sentido” al mundo y a la existencia, exige junto a ella la presencia de otras formas de saber, como por ejemplo la Religión: No sólo las tolera, siempre que no se inmiscuyan en su campo, sino que las propicia indirectamente, por esta incapacidad: Siendo incompatibles son complementarias.

Nos acercamos al final de estas consideraciones.
El individuo no sólo se apropia de la Naturaleza y la Sociedad como saber y como objeto de su bienestar; mediante la Religión, la Metafísica, el Arte, etc., el individuo se apropia de la “razón de ser”, del “sentido” de la Naturaleza y la Sociedad. En cierto modo es lo mismo que intentaba con la Ciencia (sin éxito), cuándo indagaba sobre la estructura de la materia, las diferencias entre los seres vivos y los seres inorgánicos, las Leyes físicas del Universo, la evolución de las especies, etc. En una palabra, su objeto no era otro que él. Importa destacar dos cosas: 1º La razón de ser de la Naturaleza y la Sociedad era la existencia del individuo (como la razón de ser de un juguete es la existencia del niño); 2º La razón de ser del individuo no era pertenecer a la Naturaleza y la Sociedad.

Para el creyente, dueño de su razón de ser como individuo, la Naturaleza y la Sociedad no son más que el escenario de la vida que no acaba con la muerte, sino que continúa más allá en el cielo o el infierno. Como el cielo y el infierno, el mundo en el que había nacido y tenía que morir todo hombre para pasar al más allá, no era una creación de la sociedad ni la Naturaleza sino de Dios. El hombre poseía un Alma Inmortal que lo hacía independiente de todos los hombres y de la que sólo debía responder ante Dios. Sí, a pesar de todo, el hombre vivía en sociedad con otros hombres y con la Naturaleza no era porque ésto fuese una necesidad ni una condición inherente en él, sino porque era preciso para que él pudiese pasar a la otra vida, salvarse o condenarse en ésta. sus relaciones y sus vínculos con los otros hombres, como sus relaciones y sus vínculos con la Naturaleza, con su propio cuerpo, etc., no tenían ningún valor en sí mismos, sino en que él (su Alma) al final se salvase o se condenase. Así que el amor, la caridad, la hospitalidad, etc., que tenía que practicar para los otros hombres, para agradar a Dios, no respondían a su carácter social sino a su carácter espiritual. En cuanto a la otra vida, como ésta, tampoco era social sino espiritual: el creyente, que había pasado por la vida como un individuo, seguía siéndolo después de la muerte con más razón aún, una vez que se había desprendido de su cuerpo, motivo de tantos sobresaltos y preocupaciones, cuyo cuidado, vestido, alimento, había necesitado la Sociedad de los otros hombres.

Para el no creyente, también dueño de su razón de ser como individuo, la Naturaleza y la Sociedad no son más que el escenario necesario para la vida material y moral del individuo. La Naturaleza y la Sociedad son el medio dónde el individuo es libre, desarrolla su inteligencia y la fuerza física, produce la riqueza material y las obras de arte e intelectuales, experimenta emociones, afecto, etc. Su Sociedad con los otros hombres y la Naturaleza tampoco tiene un valor en sí misma, sino en que permite su realización como individuo, (que él no podría procurarse por sí solo). Al igual que para el creyente, la razón de ser de la Sociedad y la Naturaleza no es otra que él. Para el creyente era la salvación o la condenación de su Alma Inmortal lo que hacía que la existencia de la Naturaleza y la Sociedad tuviera sentido; para el no creyente, lo que le da este sentido es su realización (inmanente) como individuo.

La “solución” al individualismo extremo no es la absorción del individuo por la Sociedad. En estos apuntes he intentado una crítica de aquél, sobre todo por sus consecuencias, pero no creo que se trate de escoger entre el individuo y la colectividad. Para muchos pueblos primitivos, e incluso de la Antigüedad, el género humano terminaba en los linderos de su aldea, de su país: más allá estaban los bárbaros, los extranjeros, que eran “menos humanos”. Cabe suponer que los miembros de estos pueblos también pensaban, sentían y actuaban individualmente , pero se identificaban con su entorno natural y colectivo con una intensidad (no premeditada) que hoy nos parece imposible sin abnegación. El hombre moderno ha “salido” de su entorno, se lo ha hecho consciente y se ha hecho consciente a sí mismo con una intensidad que a aquellos hombres les hubiese resultado inconcebible. Éste es el patrimonio (ambivalente) del hombre moderno: ser un individuo. Para el hombre “anterior” al individuo la vida humana, y la vida en general, era sagrada, pero a cambio más allá de sus linderos el género humano se desdibujaba, (como ocurría entre los esclavos); su entorno natural y social era una parte inseparable de él, pero a cambio su conciencia de uno y otro era menor 4. Para el hombre moderno (el individuo por excelencia), la vida humana ha dejado de ser sagrada pero a cambio abarca a toda la humanidad (no hay “menos y más hombres”); su entorno natural y colectivo ya no le es inseparable, hasta el punto de que puede pensar incluso en apropiárselo, pero a cambio le es más consciente. Esta combinación, universalidad y consciencia, no tiene por qué traducirse en un relativismo moral ni en un egocentrismo absoluto; también puede traducirse en una identificación lúcida, por lo tanto consciente y deliberada, con todo lo que existe, que puede permitir la conservación no ya de un país o una aldea sino de la humanidad, sin sacrificar lo que el individuo tiene de más valor para sí: La posibilidad de vivir intensamente su vida él. Esta identificación además no es una cualidad exclusiva de un pequeño número de personas excepcionales por su generosidad, su desprendimiento, etc., sino que se da todos los días entre la gente común y corriente: por ejemplo, cuándo alguien se está ahogando, pide auxilio, y sentimos el impulso de ayudarle. El individuo extremo que hemos criticado en estos apuntes es el modelo de ser humano que se pretende imponer desde hace bastante tiempo. En muchos aspectos ya se ha realizado (por ejemplo: la competencia económica, o ciertas formas de religiosidad moderna), pero en otros dista aún mucho de conseguirlo: especialmente en las circunstancias más excepcionales y, aunque sea triste decirlo, en las grandes catástrofes humanas y naturales (hambre, guerra, inundaciones, terremotos, etc.), el individuo extremo normalmente pasa, a su pesar, a un segundo plano. Pero también en ciertas circunstancias y aspectos de la vida cotidiana la solidaridad tiene sentido para el individuo. Cuándo ayudamos, como cuándo somos ayudados, sentimos tanta necesidad de los demás como de nosotros. No nos alienamos de nuestra individualidad sino de nuestro individualismo extremo (excluyente). En el fondo, la aniquilación del individuo como ser humano libre, por ejemplo para identificarse solidariamente con los demás sin ninguna clase de coacción, es una aspiración del individualismo extremo 5. Alguien dijo que los primeros hombres “libres” de la Europa moderna fueron los reyes absolutos. Los miembros de las diversas nomenclaturas de los Estados “socialistas” también eran individuos, como los ejecutivos de las grandes multinacionales, etc. El individualismo extremo ya no tiene ante sí al hombre primitivo (para el que es inconcebible) sino al hombre moderno que puede ser infinitamente más destructivo pero también infinitamente más libre.

NOTAS
1.- Por supuesto, el término “grupo humano” o “sociedad”, se refiere a una abstracción cuya realidad son los seres humanos concretos, de carne y hueso, que la componen. En este sentido podemos referirnos a “individuo” como miembro de la colectividad, por oposición a “individuo” como ser autosuficiente, absoluto, “independiente” de esa colectividad, como antagónicos. En estos apuntes nos referimos a la segunda acepción del término “individuo”, que constituye el objeto principal de nuestra crítica. En realidad se trata de elegir entre la destrucción de la sociedad (o su conservación por la vía única de la violencia) en nombre del individuo absoluto, o la conservación del individuo como miembro de la colectividad. si esta última opción tiene sentido para nosostros es porque la sociedad está compuesta por individuos concretos, vivos.
2.- Al convertir la naturaleza y la sociedad en su objeto de apropiación, éstas no sólo se transforman en algo exterior al individuo sino también en algo infinitamente complejo. La naturaleza y la sociedad pierden la relativa sencillez que tenían cuando su razón de ser no era la apropiación individual, sino la conservación del grupo, para la que las características de las cosas eran relevantes en sí mismas.
3.- Al decir que Dios no puede ser apropiado me refiero a que no puede ser apropiado materialmente, como la sociedad y la naturaleza, sino sólo “idealmente”. En este sentido, cada religión puede reivindicar, y de hecho reivindica, la propiedad exclusiva de Dios frente a todas las otras religiones y frente al resto de los hombres. Esta pretensión de propiedad también se traduce, en el plano del conocimiento, en una pretensión del conocimiento exclusivo de Dios, en una Teología. Pero ni la Religión ni la Teología pretenden tener la propiedad material de Dios, como se puede tener la de la sociedad y la naturaleza, ni mediante su liturgia ni mediante su “saber”. En esto se diferencia tanto de la apropiación material de la sociedad y la naturaleza tal y como la realiza la propiedad sin más, como de la apropiación material de la sociedad y la naturaleza por el saber (Ciencia). Otra cuestión distinta son las consecuencias y las causas materiales de la apropiación de Dios.
4.- Aquí no me refiero a su “inteligencia”, sensibilidad, etc, sino a la percepción de la naturaleza y la sociedad como un objeto, a la separación objeto-sujeto. El hombre primitivo seguramente veía en su entorno cosas que a nosotros se nos hubieran escapado; seguramente conocía aspectos de su medio ignorados por la zoología y la botánica, así como elementos de su organización social inalcanzables para el antropólogo.
5.- El individuo ya no lleva una existencia económica “autónoma”, ya no es el átomo real de la sociedad (=a mercado libre). Sin embargo es necesario, imprescindible, el individualismo extremo en el estado actual de cosas. El individualismo cumple en este estado la función de evitar que el individuo se realice como miembro de la sociedad y parte de la naturaleza. Para ello recurre al subterfugio de su independencia absoluta de su entorno natural y social. Así evita que el hombre sea el centro de la sociedad, que la razón de la humanidad prevalezca sobre la razón del Estado, la ciencia, la economía…
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