EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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El hombre vociferador y la sentencia del nombre.

por Luis Andrés Zamorano
Artículo publicado el 05/08/2013

Prólogo
La política del arte de (de) signar se presenta como un proceso de tipificación nominal que en su momento alegórico figuriza, bajo nociones del sello, la marca, la firma, incluso bajo la noción de cicatriz, si es que entendemos a los cuerpos, y precisamente sus superficies como aquellas zonas donadas a una inscripción de un orden. Es así que el espíritu vociferante como cifra del poder comprenda de una disposición jurídico- lingüística como base anamorfica de las palabras y sus registros; produciendo un cerco que configura una delimitación lingüístico e identitaria de las cosas, imponiendo un imperio como política de un arte designador. Figura que nos remite de inmediato a la noción de “policía” trabajada por Rancière ya que esta gobierna la vida de los hombres, imponiendo un régimen discursivo, que emane nombres correctos, que tipifique y clasifique, dictaminando un juego de sujeciones y subjetivaciones a través del nombre y el archivo, con la finalidad de dominar y dar forma al sentido como juego de sujeción de los acontecimientos aleatorios. De ahí afloran, desde nuestra perspectiva, figuras tales como el Kunst Signata y el Point de Capiton como matriz, dispositivo y condición de posibilidad para el desempeño de múltiples juegos y sentidos que ocuparan un papel fundamental para pensar los límites del lenguaje y sus desempeños en la estructura sígnicas en que habitamos, sobre todo cuando nuestros juicios entran en un proceso alegórico, figurativo, insertándonos de lleno en el problema de la imaginación y la fantasía. Para lo cual se nos hace necesario remitir a autores tales como Foucault, Agamben, Zizek, Esposito, Derrida, Rancière entre otros.

 

I. LA SENTENCIA DEL NOMBRE.

i. El arte de (de) signar y la vociferación como cifra del poder.

“El lenguaje no se considera únicamente el trámite privilegiado, sino el objeto mismo de la política (…) una alteridad ofusca entonces el espejo límpido de la palabra política e introduce en ella un elemento opaco y deformante: interés, poder, violencia” (Esposito, 1996: 133).

Foucault nos plantea en cada una de sus obras, un inquietante deseo escriturario de no tener que empezar jamás, un deseo semejante que nos remite a un encontrase consigo mismo y desde el comienzo ya al otro lado del lenguaje, como deseo de no entrar en el orden del discurso, sino en lo que hay en este, de trasparente, profundo y abierto a la posibilidad, donde el otro pudiese responder a nuestra espera, y del cual brotaran infinitas verdades, sin que nos dejáramos llevar por estas y sin sentirnos como una barca flotante que se desliza dichosa por los mares de las palabras, sus conjeturas y sus posibles sentidos. Es así que “en toda la sociedad la producción del discurso está controlada, seleccionada y redistribuida por procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad” (Foucault, 1999: 14).

Bien sea en una “filosofía del sujeto fundador” -escritura-, en una “filosofía de la experiencia originaria” -lectura-, o en una “filosofía de la mediación universal” -intercambio-, el discurso se presenta como un juego de signos, en donde este se anularía a sí mismo en su propia realidad con la finalidad de colocarse como pura condición de posibilidad al servicio del significante. Bajo esta veneración del discurso o aparente logofilia, se ocultara un temor, como si las prohibiciones, límites, exclusiones, categorizaciones, definiciones y enunciaciones propugnadas en el arte de la designación, buscaran en la proliferación del discurso y sus procesos de significación, esquivar lo incontrolable del acontecimiento aleatorio y fáctico, borrando sus marcas irruptivas en el pensamiento y su lengua. De ahí, que Foucault, nos plantea que “hay en nuestra sociedad (…) una profunda logofilia (…) sordo temor contra los acontecimientos, contra esa masa de cosas dichas, contra la aparición de esos enunciados, contra lo que puede haber allí de violento, de discontinuo, de batallador, de desorden, de peligro, del murmullo incesante” (Foucault, 1999: 51).

De ahí que debamos analizar estos temores en sus propias condiciones, en sus juegos, en sus efectos, en sus escenarios y puestas en escena, limitándonos a tres funciones esenciales. De ahí que debamos replantearnos sobre los condicionamientos de nuestra propia “voluntad de verdad”, a la vez que restituimos y devolvemos al discurso su carácter de acontecimiento, borrando así la soberanía avasallante y rígida del significante. Cuestión no menor, que nos remite de inmediato a las ideas que plantea sobre la cuestión Derrida, pues esta “logofilia” que muchas veces rehúye del acontecimiento material, se presentaría casi como una historicidad intrínseca que portaría la lengua, junto a los campos de significación en las que se desenvuelve y desarrolla, ya que “que [no] precede a sí misma la intencionalidad del autor –o hablante-, sino que [se presenta como] la imposibilidad que tiene por siempre, de estar presente; de estar resumida en alguna simultaneidad o instantaneidad absoluta” (Derrida, 1989: 25) en el acto de designar.

Se trataría entonces de un método que debe incluir para su comprensión unos principios de “trastocamiento”, de “discontinuidad”, “especificidad” y “exterioridad”. En primer lugar, un principio de trastocamiento en la fuente de los discursos y puestas en escena, en donde la tradición reconoce su principio de abundancia y continuidad, al percibir figuras que representan una función positiva como el “autor”, la “disciplina”, la “voluntad de verdad”, la “veracidad enunciativa” de la nominación y del discurso, etc. Aquí es donde debe reconocerse también un juego negativo del discurso y en general de todo campo de significación, pues “los principios de rarefacción del discurso, fundamentales y creadores, deben admitir la plenitud virtual de un mundo de los discursos [y puestas en escena, que aparecen como pura interrupción, o bien como] interrumpidos” (Foucault, 1999: 52).

En segundo lugar, el “principio de discontinuidad” nos hace pensar en que aun existiendo estos principios de rarefacción ya señalados, no implica que por debajo de ellos exista un reino del gran discurso ilimitado, continuo y silencioso, que se hallará a la espera de la voz, enunciación, marca o sonoridad de la palabra dicha, algo así como un discurso reprimido que debiésemos que restituirlo y darle habla sellándolo, ya que los mismos discursos y sus desenvolvimientos en el campo del lenguaje, deben ser tratados como lo que son en sí mismos, estamos hablando de prácticas de características discontinuas que no solo se superponen y se cruzan unas sobre otras, sino que en ocasiones incluso se excluyen o bien se ignoran entre sí.

Por su parte el “principio de especificidad” nos daría a conocer que no se trata de resolver y dar con un juego de discursos de significaciones previas, aculturales, apolíticas, de carácter ontológico, independientes a las prácticas culturales, políticas e históricas que lo constituyen como conocimiento, información, palabra, puesta en escena, performance, marca o cicatriz, porque no existiría algo así como una especie de “providencia pre-discursiva”. De ahí, que sea “necesario concebir al discurso como una violencia que se ejerce sobre las cosas (…) como prácticas que les imponemos (…) donde los acontecimientos del discurso encuentran el principio de su regularidad” (Foucault, 1999: 53).

De ahí que en concordancia con los otros principios, el de exterioridad, implica que no debemos ir del discurso hacia su núcleo interno y oculto, sino que a partir del discurso mismo, de su aparición y regularidad, ir hacia sus condiciones externas de posibilidad, lo que da motivo a la serie aleatoria de esos acontecimientos y que fija los límites como condiciones de posibilidad. A partir de esto, cuatro son las nociones que deben utilizarse al momento del análisis del discurso, de sus entramados sígnicos y puestas en escena; estas nociones son las del “acontecimiento”, la “serie”, la “regularidad” y la “condición de posibilidad”, términos que según Foucault se oponen en una primera lectura y en el mismo orden a los términos de “creación”, “unidad”, “originalidad” y “significación”, que son conceptos usados por la tradición, en donde de común acuerdo se buscaba la unidad de la obra, de la época y del tema tratado, como originalidad individual y tesoro de las significaciones que en su inicio se presentarían como dispersas.

Bajo estos condicionamientos la historia misma se nos aparece como contribución, en el hecho de haber podido retirar los privilegios del viejo acontecimiento singular, y haber hecho aparecer ahora unas estructuras sígnicas que se extienden en el tiempo. Ahora bien, esta aseveración en Foucault, aun esta puesta en duda, porque no hay una razón inversa entre la localización del acontecimiento y el análisis de estos en el tiempo histórico; sino que más bien, se ve un estrechamiento en el límite del tono de los acontecimientos, impulsando un análisis histórico de los discursos y puestas en escena, desde donde se debe recurrir a aperturas de sesiones, actas y registros; fenómeno que por lo demás, muestran como se han ido perfilando más allá de las deliberaciones, muertes y decretos jurídicos y lingüísticos, los fenómenos masivos pluriseculares del sentido y sus manifestaciones más concretas, estamos hablando de la irrupción de un arte que promueve pautas para la designación fragmentaria que de igual manera adquirirá sentido en su entrelazamiento, lugar donde aflorará la (de) signación como foco nodal, unidad o “campo de acolchamiento” del sentido. De ahí, que la historia en la actualidad no comprende al acontecimiento por medio de la lógica causa y efecto, en la unidad informe del devenir homogéneo y jerarquizado; porque en la actualidad “lo que se busca es establecer series distintas, entrecruzadas y divergentes, no autónomas que permitan circunscribir el lugar del acontecimiento, los márgenes de su azar, las condiciones de su aparición” (Foucault, 1999: 56).

De ahí que sea de vital importancia en la actualidad entender nociones tales como conciencia y continuidad, sobretodo en problemas relativos a la cuestión de la “libertad”, la “causalidad”, el “signo” y la “estructura”; ahora bien, nosotros tomaremos un camino alternativo, para aproximarnos a las temáticas aquí tratadas, desde donde nos aproximaremos principalmente a nociones tales como “acontecimiento” y “serie”, en su relación inmediata a nociones tales como “regularidad”, “azar”, “discontinuidad”, “dependencia” y “transformación”. Nociones que a su vez, son claves interpretativas para el análisis del discurso y los procesos de significación en general. De ahí que “los discursos deben tratarse (…) como conjuntos de acontecimientos discursivos (…) acontecimientos que no deben entenderse como sustancia, accidente o proceso (…) porque no pertenece al orden de los cuerpos (…) y sin embargo no son inmateriales” (Foucault, 1999: 57).

De hecho es en el nivel de la materialidad en donde estos aconteceres sígnicos cobran efecto y reivindican su sitio, soporte u escenario; desde donde toman forma la “relación”, “coexistencia”, “dispersión”, “intersección”, “acumulación” y la “selección” de los elementos materiales, produciéndose como efecto de una dispersión material. Por lo tanto no estamos hablando de un acto, ni tampoco de la propiedad de un cuerpo tangible. De ahí, que la temática para una “filosofía del acontecimiento” debería ser paradójicamente, la de un “materialismo de lo incorporal”. Sergio Rojas nos advertirá que el acontecimiento se reconoce en una historia, o más bien en la superficie de ésta. Pues no hay acontecimiento si es que no existe una representación, pues esta última cumpliría una función manifestativa, que consistiría en re-inscribir el acontecimiento al interior de un devenir lineal de lo irreversible a la manera de una infinitud de detalles, que son parte del cuerpo mismo del acontecimiento en su mera facticidad irreductible, lo que hace del acontecimiento una ausencia, ¿acaso un materialismo de lo incorporal? que solo puede ser rememorado como un hecho del lenguaje, o un signum.

Si a los acontecimientos discursivos se les tratase según series homogéneas pero discontinuas, no deberían tratarse por medio de la sucesión de los instantes del tiempo, ni de la pluralidad de los sujetos que piensan o (de) marcan un territorio atravesado por una signatura rerum, sino que “se trata más bien de unas cesuras que rompen el instante y dispersan al sujeto en una pluralidad de posibles posiciones y funciones” (Foucault, 1999: 58); discontinuidades que invalidan las unidades tradicionales del instante del sujeto y sus juegos de significancias en la búsqueda permanente por el sentido de las cosas. Se haría necesario entonces, pensar por fuera de la filosofía del sujeto y del tiempo, una posibilidad que nos atañe a una “teoría de las sistematicidades discontinuas”; y si esas series discursivas y discontinuas tienen regularidades, no será posible establecer entre los elementos que la constituyen, vínculos de causalidad mecanicista o necesidad ideal.

De ahí, que en estos escenarios el azar sea una categoría en la producción de los acontecimientos, demostrando la ausencia de una teoría que piense las relaciones entre el “azar” y el “pensamiento” como lenguaje. Hecho que por lo demás muestra que el desfase que utiliza la historia tratando a los discursos como series regulares y no acontecimentales, no se preocupa de las representaciones y escenificaciones que están detrás del discurso, siendo no más que una maquinaria que introduce en la raíz del pensamiento, el “azar”, la “discontinuidad” y la “materialidad”, como tríada de una necesidad estético- jurídica.

De ahí que por un lado podríamos inferir, que nuestro análisis se preocupa por el “principio de trastrocamiento”, como por el “principio genealógico”, donde el primero cercará las distintas formas de “exclusión”, “delimitación” y “apropiación” empleadas en el discurso con sus juegos sígnicos implícitos, para así poder verificar los distintos mecanismos de coacción ejercidos en el acto de (de) signar tanto a sus referentes, como a sus contextualizaciones irrisorias más inmediatas. En esta instancia, que se hace necesario abocar la búsqueda principalmente al medio que lo hace posible, o bien, a su condición material de posibilidad, a la vez que debemos preocuparnos por los dispositivos y soportes sígnicos de captura y creación de referentes que se acogen a un proceso de producción que estarían funcionando y desplazándose al interior de unos poderes, ordenamientos y ritos en donde estarían en juegos los signos, los “actos de habla”, los “dispositivos escriturales” entre otros. De ahí que éste aparataje técnico en ocasiones se materialice y fundamente a partir de una “ciencia de la mirada” donde la observación, la “mirada ocular”, el “registro” y la “constatación” respecto de la representación, el signo y la cicatriz, se instalan de manera inseparable al interior de las estructuras del sentido.

ii. Las signaturas como analogías y juegos de semejanzas.
Si las similitudes entre las cosas se encuentran de cierta manera ocultas en primera instancia a la vista e interpretación, estas se señalaran en la superficie de las cosas mismas, a la manera de unas marcas ahora visibles compuestas por analogías de orden invisible. No estamos hablando de fragmentariedades entrecruzadas y yuxtapuestas, ahora compuestas y transformadas en un solo movimiento en una similitud, sino más bien de un elemento de decisión que transformará su esplendor fulgurante y dudoso, lleno de incertidumbre, en una evidencia plena. De ahí, que “no hay semejanza sin signatura. El mundo de los similar sólo puede ser un mundo [de lo] marcado” (Foucault, 1968: 35).

Es así entonces, que la tarea del conocimiento de las similitudes se concentraría en la tarea meticulosa del registro de estas signaturas y sus procesos de desciframiento, pues el sistema de las signaturas invierte la relación dada entre lo visible con lo que es de orden invisible; es así entonces, que lo invisible ahora aparecería como lo visible y viceversa. Es en este mismo sentido, que la semejanza será la forma invisible de lo que en el fondo posibilitaba que las cosas fueran visibles. Es así entonces, que Turner nos dirá que el rostro del mundo se encontrará lleno de “blasones”, “cifras”, “caracteres” y “palabras oscuras”, que deben ser tratados como jeroglíficos. Espacios de semejanzas contingenciales cubiertas de grafismos, a la manera de figuras entrecruzadas que esperan a ser descifradas.

Fenómeno sutil que Foucault nos dará a conocer por medio de la idea de un gran espejo, en cuyo fondo se miran las cosas entre sí, enviándose mutuamente unas a otras sus propias imágenes, rumorosas de palabras que indican los reflejos mudos, silenciados duplicados por el rumor de la palabra y la cifra. Es así entonces, que el mundo se nos aparece por analogía como un gran hombre que por medio de su habla da a conocer y manifiesta un entendimiento por medio de la sonoridad de la voz, como signos que remiten incesantemente a aquello de lo que se esta hablando. Pues como sabemos, el signo de la afinidad que es lo que la hace posible, es una analogía como cifra que reside en la proporción, a la vez que serán las emulaciones las que se encargaran de señalar las analogías. Así pues, el reconocimiento de las similitudes visibles se desarrollará sobre el fondo mismo de la conveniencia de las cosas entre sí.

Siguiendo nuestro hilo argumentativo, nos damos cuenta que las semejanzas exigen una signatura, una marca legible que las indique, pues estas constituirán al signo en su singular valor de signo. Lo que nos dice, que estas significan en la medida en que poseen una relación con aquello que están indicando, posibilitando así la figura de la semejanza. Ahora bien, no estamos hablando de una homología, ya que su ser transparentado y clarificado es distinto del ser de la signatura a la que hacemos referencia, pues se borraría en el rostro mismo cuyo signo es. De ahí, que toda semejanza reciba su signatura, como forma medianera de la misma semejanza, que hace que el conjunto de las marcas haga deslizar sobre el circulo de las similitudes, un segundo circulo que duplique al primero, que hará que el signo mismo resida en la analogía, y esta analogía resida en la emulación, y esta última en la conveniencia, que necesitará para su propósito una señal.

Es de esta manera que la signatura y lo que ésta designa, que pertenecerán a la misma naturaleza, obedeciendo a una misma y única “ley de distribución”. De ahí que la forma designante, como también la forma designada sean semejanzas, cuestión no menor ya que como sabemos, la figura de saber aparecerá como lo más universal y visible de todo, pero a la vez lo más oculto y por descubrir. Es así entonces, que los signos y lo que estos indican permitirán la semejanza. Para hacer más explícita esta cuestión, recordemos cuando Foucault nos dice que la hermenéutica es un conjunto de técnicas y conocimientos que permiten que los mismos signos hablen y descubran sus propios sentidos; a la vez que la semiología como un conglomerado de técnicas y conocimientos pero que ahora permitirán saber en qué lugar podemos encontrar estos signos, como también que es lo que los hace ser signos, por lo que nos ayuda a conocer sus leyes de encadenamientos y derivaciones, es así entonces que “se superpuso la semiología y la hermenéutica en la forma de similitud. [Pues] buscar el sentido es sacar a la luz lo que se asemeja. Buscar la ley de los signos es descubrir las cosas semejantes [pues] la gramática de los seres es su exégesis. Y el lenguaje que habla no dice nada más que la sintaxis que los liga” (Foucault, 1968: 38).

Es así entonces, que la existencia y la naturaleza misma de las cosas, como el encadenamiento que las unifica y por el cual se comunican unas a otras, no se presentan como diferentes respecto de su semejanza, pues ésta solo se muestra en las redes que traman los signos, y dado que existen fisuras y grietas entre las similitudes que forman los grafismos y los discursos, el saber y el conocimiento de las cosas tendrán un espacio que les será propio, en donde surcaran una distancia por medio de zigzagueos indefinidos, que irán de lo semejante a lo que les es semejante.

iii. La superficie escrituraria de las cosas.

“La política como vocación sintetiza con rara eficacia la mas íntima naturaleza de lo demoníaco: no circunscribible al mal como tal, sino relativa a la dialéctica que lo une inextricablemente al bien. A la imposibilidad, para el bien, de realizarse políticamente sino es a través del lenguaje de la propia negación; pero también a la imposibilidad igual y contraria, para ese mal, de no tener inútilmente al bien” (Esposito, 1996: 36).

Será en el siglo XVI, cuando el lenguaje no se entenderá como un conglomerado de signos independientes y uniformes en donde las cosas se reflejan -como en la analogía del espejo-, para mostrar en su enunciación una verdad de orden singular. Sino que más bien una cosa que en primera instancia se nos aparece como oscura, cerrada sobre sí y misteriosa, a la manera de una masa fragmentada que configura un enigma que se enlaza con las figuras que constituyen el mundo en que habita, confundiéndose con ellas, a la manera de una red de marcas en la que cada una de estas desempeña en conjunto con las otras, el rol de un signo o contenido que se presenta como un indicio que oculta su verdadera identidad. De ahí que el lenguaje no se presente como un sistema arbitrario y espontáneo, sino más bien insertado en un mundo de formas, en que las cosas manifiestan en su ocultamiento el enigma del lenguaje, en donde las palabras se nos aparecen y posibilitan como cosas por descifrar. De ahí que “el lenguaje forma parte de la gran distribución de similitudes y signaturas” (Foucault, 1968: 43), debiendo ser estudiada como una cosa natural al tener igual que las cosas de la naturaleza, sus propias leyes internas, sus enlaces cotidianos y analogías.

Es así que Ramus divide la gramática, por un lado haciendo alusión a la etimología que ya se encontraba previamente constituida, no teniendo por tarea el sentido primero y esencial de las palabras, a la manera de una originalidad sobre estas, sino solo sus propiedades comunes. En un segundo momento, se referirá a la cuestión de la sintaxis como construcción dada entre las palabras entre sí a propósito de sus propiedades comunes de comunión y conveniencia. Es así entonces, que el lenguaje, sus disposiciones en el campo de la superficies escriturarias, donde se posibilitan las marcas y las cicatrices, van más allá de su propio sentido y contenido representacional, pues las palabras anudan las marcas que en algún momento se oponen al momento que atraen en los flujos sígnicos del lenguaje, hecho que se puede observar en las materializaciones alegóricas, en donde el juicio entra en un proceso de figuración, insertándonos en el problema de la “imaginación” y la “fantasía”. Pues las únicas diferencias van en el hecho de que existen realmente una gran cantidad de lenguajes, con sus propias conjeturas sígnicas, sus propias marcas y cicatrices pero tan solo una naturaleza que los contiene. Es en este sentido, que el lenguaje aparece en medio andar entre las figuras de la naturaleza, y las conveniencias que se encuentran secretamente estables en los discursos, de ahí que se nos aparezca dice Foucault “una naturaleza fragmentada, dividida contra sí misma y alterada, que ha perdido su primera transparencia; es un secreto que lleva en sí, pero en la superficie, las marcas descifrables de lo que quiere decir (…) revelación escondida y una revelación que poco a poco se restituye en una claridad ascendente” (Foucault, 1968: 43).

Es así entonces que el lenguaje al ser entendido como un signo que nos encamina a lo verdadero, que dejaba aparecer y transparentar a las cosas mismas, es que la “figura del nombre” ya estaba sobrepuesto sobre aquello mismo a lo que ellos no solo designaban y apuntaban sino que también llamaban por medio de la forma de la similitud. Transparencia que se ve claramente bifurficada alegóricamente según Foucault, desde la caída de la torre de Babel, momento en cual los signos se incompatibilizan unos a otros, produciendo una separación que aniquilará la pretensión de la semejanza que tiene el lenguaje respecto de las cosas, pues “todas las lenguas que conocemos, las hablamos actualmente sobre la base de esta similitud perdida y en el espacio que ella dejo vacío” (Foucault, 1968: 44). Ruinas fragmentarias en donde el lenguaje pierde su componente de similitud respecto de las cosas, no produciendo ningún grado de semejanza respecto de las cosas que nombra, pero tampoco sentenciando su distancia respecto del mundo, pues este será siempre el espacio digno de toda revelación, en donde se manifestaría y reivindica una verdad en el acto mismo de su enunciación, aun cuando no estemos hablando de la verdad de una naturaleza que se muestra en su visibilidad original; sino más bien como la figura de un mundo centrifugo, en proceso permanente de fuga y escape que intenta resituarse o rescatarse escuchando la palabra esencial, adherido a sus propias marcas y portadora de sus propias cicatrices y consecuencias.

Claude Duret plantea que esta vocación por una verdad esencial que portaría el signo, es quien busca que la totalidad de los lenguajes y la amplia superficie de inscripción que lo ancla, formen en su conjunto la representación, imagen o marca de la verdad; espacio en el que se desplegarían en su confusión, entregándose al signo como atribución de un mundo ordenado por las semejanzas. Pues es por medio de estos modos de signar y actos de escritura, que los signos denotan, pues las lenguas tienen con el mundo una relación de analogía más que de significación, es así entonces que el valor de signo y su función de duplicación se superponen. Es de este punto anterior, que no debemos reflexionar en el terreno neutro del lenguaje, sino más bien, reconfigurar por enlaces y leyes de encadenamiento sus palabras, marcas y cicatrices y su disposición en la superficie y espacialidad como ordenamiento del mundo de las partes. Es así que Christophe de Savigny busque espacializar las diferentes lenguas y entramados categoriales según su forma cósmica, circular e inmóvil, como forma sublunar, perecedera y múltiple, así nacen las enciclopedias y las bibliotecas como espacios abiertos a los escritos fijados como figuras de la vecindad y parentesco, como analogía de un mundo que nos prescribe y se presenta de manera fragmentaria.

Es en este entrelazamiento de las cosas con el lenguaje donde se posibilita un espacio de lo común, lugar en donde gozaría de un estatuto mayor la “escritura”, la “marca”, la “cicatriz” antes que el “habla”, el “testimonio” y el “registro”; siendo la imprenta la primera en llegar, haciendo que el lenguaje tenga ahora en adelante que ser escrito. Marcas visibles entendidas como leyes confiadas a las tablas, pues la verdad de las palabras deben buscarse en los escritos y registros, marcas adheridas a una significancia, que se harán visibles en Croix de Maine, en donde lo escrito aparecía con anterioridad al habla, pues antes de Babel la escritura estaba constituida por marcas de la naturaleza. Escritura primitivamente natural, cuyo uso primordial esta en el uso del recurso de la alegoría como figurización del verbo. Principio masculino del lenguaje que detenta una verdad por medio de un intelecto activo. Por su parte la palabra será la parte femenina del lenguaje, a la manera de un intelecto de la pasividad.

Es así que “la naturaleza misma es un tejido ininterrumpido de palabras y de marcas de relatos y caracteres de discursos y formas” (Foucault, 1968: 47). Conocer equivaldría a un recolección de signos, posibilitando un saber que refiere a unos lenguajes y marcas, restituyendo aquel espacio en que confluyen las palabras y las cosas, en donde se hace hablar a las cosas mismas, no así de las marcas del discurso, que promueven y posibilitan el comentario, pues el saber corresponde al interpretar, no así al demostrar, de esta manera Foucault nos plantea que la tarea de los discurso no es interpretar su derecho a enunciar una verdad; lo único que se requiere de él es la posibilidad de hablar sobre él. El lenguaje lleva en sí mismo su principio interior de proliferación, pues “hay más que hacer interpretando las interpretaciones que interpretando las cosas” (Foucault, 1968: 48). No hablamos de una cultura que se encontraría enterrada bajo las monumentalidades de la creación humana, sino de la relación del lenguaje consigo mismo como desarrollo de sí volviéndose a sí.

Este lenguaje no logra detener su marcha, pues no se encuentra apresado en una palabra única, por lo que mostrará su verdad con posterioridad a este evento no teniendo la menor facultad ni posibilidad de detener su marcha pues su verdad amerita para su tarea la “figura de la promesa”. Es en este preciso sentido, que la figura enigmática del comentario, la marca y el signo es de nunca acabar, pues se posibilita en el murmuro ya situado en el interior de un discurso o dispositivo fundacional, que promete restituir, pues “ no existe comentario salvo en el caso de que, bajo el lenguaje que se lee y se descifra pase la soberanía de un texto primitivo” (Foucault, 1968: 48 )que al intentar fundamentar el comentario, crea una promesa que conlleva a un descubrir errabundo. Es en este preciso instante donde debemos inmiscuirnos al interior de un mundo que se presenta como soporte significante para verificar las múltiples direcciones en que se dirigen los sentidos.

 

II. LOS ACTOS DE LA ENUNCIACIÓN: MARCAS Y CICATRICEZ.

i. El point de capiton como nudo significante y sus implicancias en los juegos del sentido.
Si recurrimos de modo ejemplificador al point de capiton, lo debemos entender a la manera de un punto nodal como cumulo o “nudo de significados”, y no simplemente como una palabra más plena y rica que condensaría la riqueza de significados del campo al cual acolcha, pues “ el point de capiton, es antes bien, la palabra que, en tanto que palabra, en el nivel del significante, unifica un campo determinado, constituye su identidad: es, por así decirlo, la palabra a la que las cosas se refieren para reconocerse en su unidad” (Zizek, 2009: 136), pues bien, la imagen, la marca y el signo connotan, pero el efecto de acolchado al cual nos referimos solo se daría cuando accedemos a una cierta inversión, estamos hablando de cuando la identificación –y/o la analítica de la semejanza incluida- comienza a surgir a propósito de la representación creada. En este punto no nos interesa recalcar una determinada experiencia de la visión, o visión de la experiencia, que se encontraría dotada de unos procesos sígnicos inamovibles, necesarios y permanentes, pues como lo plantea Althusser estos denotarían que las redes representacionales en general nos dotarían de un sistema de representaciones de la realidad evidenciando así, la no autonomía del juicio y la reflexión por un habla, nombre o marca que nos precede e interpela al momento de aludir un referente.

Pues más bien, estamos hablando de la posibilidad de que ese entramado representacional logre configurar -figurar- su identidad identificándose con el significante, a la manera de un mecanismo o “plus de acolchado”, que no se presentaría de manera igualitaria y simétrica, menos aun circular y perfecta; sino como condensación del significante. Es así que la “lógica de la inversión”, aparece como un plus significante que connota propiedades supuestamente reales, pero que no lo son, de ahí que “el significante rígido apunta entonces a ese núcleo imposible- real, a lo que hay en un objeto que es más que el objeto, a ese plus producido por la operación significante” (Zizek, 2009: 137). Punto esencial si es que queremos detectar el enlace dado entre la radical contingencia de la nominación, junto a la lógica del surgimiento de su “designante rígido”, por medio del cual los objetos adquieren una identidad, pues la brecha irreductible dada entre lo real y los modos su traducción y decodificación implicarían de cierta manera una radical contingencia de la nominación; de ahí que lo real no tendrá necesariamente un modo único y necesario de ser signado.

Es en este sentido, que lo que en algún momento llego, se experiencia como una perdida que posibilito un trauma que pudo luego ser legible, obteniendo así un significado; a la manera de un proceso de simbolización que no estaba ya inscrito en el orden real, momento en que las propias circunstancias comienzan a hablar como lenguaje de lo real. Pues lo real no ofrece soporte para alguna simbolización directa, pues al ser contingente se presenta como una experiencia de la realidad que logra su unidad mediante un “significante puro”, no estamos haciendo referencia al objeto real que garantizaría y constituiría la unidad e identidad de una experiencia; sino que más bien, hacemos referencia a un significante puro, pues la realidad aparecería siempre ya con una envoltura simbólica que la recubre, “esta sabiduría fenomenológica común es el hecho de que la unidad de una experiencia de significado, siendo ella misma el horizonte de un campo ideológico de significado, se apoya en algún significante sin el significado puro y sin sentido”(Zizek, 2009: 138).

ii. El anamorfismo de las palabras como alegoría de una deformación reversible.
Será Kripke quien nos alertará que la existencia del “designante rígido” como significante puro, tiene por tarea designar, pues es quien constituirá la identidad del objeto más allá de sus meras propiedades descriptivas, cuestión fundamental si queremos reconocer el aporte de Laclau en esta materia bajo su noción de antiesencialismo, pues recordemos que la “ilusión esencialista” se presenta como un conglomerado de creencias con sus propias propiedades reales –marcas y cicatrices- y características que la definen como cuestión o signum perdurable. Cuestión no menor, si entendemos la tarea deconstructiva de la ilusión esencialista por parte del antiesencialismo, que nos muestra la imposibilidad -como pura posibilidad- de definir de una manera univoca e inalterable una esencia como propiedad real.

De esta manera, la única definición y marca posible de un objeto en su propia identidad, implicaría que este objeto este designado con el significante, que posibilitaría y constituiría un “núcleo de identidad” en donde la definición no está propiciada desde un contenido real como lo es un significado, sino que solamente por su propia identidad dada entre las relaciones y posicionamientos dados en este juego relacional de la significación, en donde emerge con debida recurrencia los nodos oposicionales del lenguaje que yerguen relaciones diferenciales, en donde incluso los contenidos que aparecen como concretos se desequilibran, y posibilitan la variación – no correspondencia sígnica-, lugar en donde fraguan la exclusiones al interior de los juegos sígnicos del lenguaje. “Igualdad que es condición no política de la política, no se presenta en ella propiamente hablando. Solo aparece bajo la figura de la distorsión” (Rancière, 1996: 83).

Esta paradoja fundacional del point de capiton, estamos hablando del designante rígido, totaliza paralizando el permanente deslizamiento metonímico de los significados que la componen, la hacen posible y la colocan en marcha, no presentándose ni posibilitándose así una densidad suprema del sentido, pues el elemento que representa es la instancia misma del significante al interior del campo del significado. Diferencia total, cuya tarea se da en un orden estructural cuya naturaleza es performativa pues como dirá Zizek “su significación coincide con su propio acto de enunciación, pues en suma es, un significante sin el significado” (Zizek, 2009: 140). Es así que aflora la figura de la cicatriz como estigma, a propósito de su relación y competencia frente al significante, pues toda la riqueza de orden fantasmático de las características, tropos y propiedades del estigma del significante contribuirá en el encubrimiento de la función estructural, no así de su realidad empírica.

Así pues la “distorsión sígnica” será un efecto, un error de perspectiva, error en la “visión de paralaje” en la que se encuentra, elemento que representará al interior del campo del significado una instancia del puro significante, en donde la ausencia de sentido, o el no sentido del significante irrumpen en el interior del significado, cuestión que totalizará los elementos que representa en el enunciado mismo y sus modos de estructuración, una inmanencia a base de su propio proceso de enunciación como garantía de un orden enmarcado, referencial, nominativo. De ahí que todo elemento que padezca el lugar de una falta, que es presencia corporal encarnada afirma una falta percibida como plenitud. De ahí que la diferencia pura –como ausencia de semejanza- es percibida como una identidad que se encuentra exenta de todo tipo de interacciones y que en la relación detenten diferencia o pretensiones de homogeneidad. Este error de paralaje y perspectiva posibilitará lo que Zizek llama una “anamorfosis de los signos”, pues el elemento que mantiene la unidad de la garantía de significado, padece en sí misma la encarnación de una falta, a la manera de un abismo abierto a lo sin sentido, ahora bien, al interior del significado, donde aun se posibilitan los juegos y roces de lo indecible e irrepresentable, cotejándose con lo aporético.

iii. El movimiento vectorial de los significantes y su anulación en la retroversión de los significados.
El point de capiton como significante que funciona a la manera de un designante rígido, conservara su identidad por medio de las variaciones de su significado, de ahí que la totalización de un campo de sentido especifico, sistemático y ordenado, se desarrolle a base de una operación de acolchado que fija su significado, de ahí que los sujetos deliberen y enfrenten más allá de la identificación simbólica. Para profundizar aun más en esto, pensemos un instante de manera más gráfica la relación dada entre el significante y el significado, pues es Saussure quien visualizo esta relación de líneas ondulantes y paralelas, como dos superficies de una misma hoja, lugar en que “la progresión lineal del significado corre paralela a la articulación lineal del significante” (Zizek, 2009: 142). Ahora bien, será Lacan quien articule este movimiento de una manera diferente, pues para este la cadena significante se verá acolchada por una intención de orden mítica y presimbólica, la intención mítica atraviesa el significante para luego salir de él, así el sujeto representado es un sujeto que está dividido, escindido, a la par de un significante que deja de ser, como borradura o falta, al interior de una red significante que muestra un vacío. Bajo estos condicionamientos, confirma que la articulación hecha a base del proceso de interpelación de individuos como entidad presimbólica y mítica, se encuentra dirigida a los sujetos.

Pues será entonces el point de capiton el punto a través del cual el sujeto se encontrará en palabras de Zizek “cosido” al significante, a la vez que el nodo interpelador que recae en el individuo que ha de transformase en sujeto, dirige su llamado desde un significante amo como aquellas grandes aseveraciones conceptuales y políticas que caen sobre los hombres y sus continuas deliberaciones, punto de subjetivación de la cadena significante. Es así entonces que la intencionalidad subjetiva acolcharía la cadena significante en un movimiento directamente opuesto al movimiento del vector significante, estamos hablando precisamente de una dirección de orden retroactiva, saliendo así de la cadena en aquel nodo que precede al punto que la ha perforado. Este carácter retroactivo del efecto de significación respecto del significante se ve profundizado, al quedar hacia las espadas del significado y de todos los procesos de significación que impliquen o conlleven a un “contenido”, “marca” y “cicatriz”. Este quedar a las espaldas debe ser entendido con un quedarse atrás del significado respecto de la cadena o red en la que se mueve y posibilita el significante, a la manera de un efecto de sentido, un aprés coup.

Es así que los significantes en estado de flotación, aquellos cuya significación no está fijada ni definida, en este instante se siguen unos a los otros. De ahí que en el punto nodal en que existe una intencionalidad que perfora la cadena o red significante, un significante fijara de manera retroactiva el significado de esta cadena, que como nos alertara Zizek cosera el significado al significante, deteniendo el deslizamiento del primero. Es así entonces que en el espacio flotarán los significantes, por lo que la cadena de estos se complementará con un significante amo que de manera retroactiva determinará el significado. De ahí, que este nivel elemental se localiza en la “lógica de transferencia”, entendiendo a esta como el anverso de la permanencia que esta detrás del significado respecto del permanente flujo que construyen los significantes. Ilusión de que los sentidos de los elementos al fijarse por medio del significante amo, presentan en él desde su inicio una esencia de orden inmanente; de ahí que la ilusión transferencial sea necesaria en la operación de acolchado, en donde el capitonnage borra sus propias huellas.

Respecto de la relación dada entre significante y significado, nace la tesis lacaniana que consiste en afirmar un proceso radical y contingente de “producción retroactiva de significado”, no así una progresión lineal e inmanente, en donde el significado necesariamente se desplegaría por medio de un núcleo inicial. De ahí que la intención corte la cadena significante, del gran otro como código simbólico- sincrónico –al interior del punto nodal o point de capiton– y el significado como su función. De ahí la duda respecto de si el point de capiton sea un significante singular que constituiría al Uno, pues como sabemos este punto capital- nodal que da refugio a las significaciones, fija el significado de los elementos que la preceden, sometiéndolos retroactivamente a un sistema de códigos como regularización de sus propias relaciones internas, por lo que representaría entonces de manera hipotética el lugar del gran otro zizekiano, a la manera de un código sincrónico al interior de la cadena diacrónica del significante, paradoja lacaniana en la que una estructura paradigmática de orden sincrónica se encarna nuevamente en el Uno singular. Por su parte, es en el otro cruce de vectores donde se encuentra el significado como el sentido que aporta a la funcionalidad del gran otro, al producir el efecto retroactivo del acolchado, desde el punto en que las relaciones dadas entre “significantes flotantes” se fija mediante el uso de la referencia a los códigos simbólicos de orden sincrónico.

Es así que la voz no se presenta como la portadora o engendradora de la verdad y la plenitud, menos aun de la autopresencia del sentido tal como lo pensaría Derrida, sino que más bien como un objeto que aparece como insignificante, a la manera de un “remanente objetal”, o resto del entramado sígnico de la operación significante –capitonnage-, pues la voz es lo que resta la operación retroactiva del acolchado, posterior a la sustracción del significante, produciendo y posibilitando así el sentido. Una encarnación ejemplar del estatuto objetal la podemos localizar en la voz hipnótica, pues en este lugar una única y misma palabra se repite de manera constante careciendo así de las huellas de su significado, hasta el punto de llevarnos a la desorientación total, posibilitándose como presencia inerte, en donde la voz aparece como un objeto más, o resto objetal de la operación significante.

Es de esta manera que en vez de la invención mítica y del sujeto dado allí donde la intención atraviesa la cadena significante, tenemos a un sujeto que perfora tal cadena produciendo en tal operación el ahora. Es en este punto donde se da la posibilidad y el actuar del efecto de retroversión, que compromete una “ilusión transferencial”, en donde el sujeto se transforma en cada instante en lo que ya fue siempre desde su comienzo. Punto esencial pues hemos llegado al problema de la identificación y la “analítica de la semejanza”, precisamente a lo que refiere la identificación simbólica del sujeto con alguna característica de orden significante, como rasgo del gran otro al interior del orden simbólico. Esta definición del significante es la que representaría al sujeto para otro significante, asumiendo una forma reconocible en el “nombre” y “mandato” que el sujeto designante tiene a su mando, punto en que la identificación simbólica en donde las palabras, leyes, representaciones, imágenes nos convocan, que se distinguen de la identificación imaginaria, pues “para lograr [la] identidad propia, el sujeto se ha de identificar con el otro imaginario, [con el cual] se ha de enajenar, colocando su identidad fuera de él (…) en la imagen de su doble ” (Zizek, 2009: 146).

Así es entonces que el “efecto de retroversión” del signo se da sobre la base del nivel imaginario, aquel lugar donde se conjeturan palabras, ideas y sentidos, los cuales se encuentran resguardados por medio la figura de la “ilusión” como un agente autónomo, que se encuentra ya presente desde él mismo origen de sus actos como una autoexperiencia de orden imaginaria, que se presta como una modalidad del sujeto que tiene por tarea el reconocimiento erróneo de las cosas y signos, de su supuesta radical dependencia frente al gran otro que sería el orden simbólico como descentramiento causal de sí, lo que nos deja una diferencia radical entre el orden de la identificación y los juegos de semejanzas sígnicas.

iv. Kunst Signata: la revelación del espíritu vociferador del sentido como cifra del poder.
Es así entonces que a modo de conclusión podemos decir que si las cosas portan un signo que las manifiesta, estas revelarían algunas cualidades invisibles, pues la naturaleza como tal no dejaría escapar nada de sí, sin antes signar lo que en medio de ellas se encuentra, lugar en que retomamos a Paracelso para anunciar que todo lo exterior es un anuncio de lo que pertenece a un régimen interno. Es así entonces que la totalidad de las cosas exhibirían no solo formas y figuras –Gestalt– por descubrir por medio de su signatum, sino que además un conjunto de cualidades, que se encuentran inmersas en estas mismas. Así pues, la signatura se nos posibilita como una ciencia, en la que lo que permanecía oculto se descubre, a la manera de un arte de la profundidad. Aquí es donde, la signatura no se presenta a la manera de un nombre, sino como un mero acto que efectúa un signar. En este punto la relación que expresa la signatura no se presentaría de manera causal, sino que más bien como un efecto de “orden retroactivo” que recae sobre el signador.

De esta manera, se posibilita un arte signada –Kunst Signata– que constituiría el paradigma mismo de la signatura originaria, estamos hablando de la lengua por medio del cual el primer signator colocó a las cosas a la manera de una imposición sus nombres como acto de justicia. No estamos hablando de una simple arbitrariedad, sino que más bien de un arte codificado y previamente establecido de la signada. Es así, que la relación está dada entre la signatura y lo que es signado como una mera relación que tiene como base fundamental la semejanza, de ahí que el arquetipo mismo de esta signatura sea la lengua, que entenderá a la semejanza no como una cuestión de orden física sino que más de orden inmaterial en donde se da cabida a la “analogía”, aun cuando muchas veces aparecen bajo un orden metafórico. Es así entonces que la lengua custodiaría el archivo mismo de la “inmaterialidad de las semejanzas”, haciéndolas de guardadora de signaturas; signaturas que por lo demás serán entendidas como cifras del poder, o bien como planteará More jeroglíficos de orden natural y cuyo signador es el hombre.

Es así que las relaciones no se darán entre un signans y un signatum, estamos hablando entre un significante y un significado, pues la signatura aparece bajo la “teoría de los signos” como un significante, que se desplaza al posicionamiento tomado por el significado, por lo que el signum y el signatum recíprocamente se intercambian posición, a la manera de una sustitución, entrando en una primera mirada en una zona de la experiencia de la indecibilidad aporética. De ahí que la epistéme empleada por Paracelso, se restituye con la epistéme trabaja por Foucault y Melandri, pues para llegar a comprender las signaturas es preciso antes que todo comprender aquellas signaturas en las que el signador es el hombre, en donde se constituiría el acto de la “firma” y la inscripción, del signare como “acuñamiento” y “sello”, que remite a una fuerza –Kraft– no solamente confirmadora sino que también acreditadora, allí donde las signaturas del signador hombre son letras o marcas que pertenecen a su lengua y dominio.

De ahí que la signatura se limite a colocar las cosas en relación a los nombres, pues en la ausencia del nombre las cosas permanecerían inalteradas en su materialidad inmediata como también su cualidad, pues esta relación introducida por la signatura es de suma importancia porque esta produce las consecuencias jurídicas que de ella misma dependen. Así puestas las cosas, las signaturas determinan un valor, no estamos hablando de una relación de orden sustancial con los objetos tratados, pues no añade una propiedad real, pues cambian decididamente la relación con los objetos y su funcionalidad. La signatura no expresa entonces una simple relación entre el signans y un signatum, pues ocasiona más bien esta relación sin hacerla coincidir con ella, desplazando la manera de una dislocación, logrando insertarla en una nueva red de relaciones pragmáticas y herméticas. No estamos hablando de significantes neutros que remitirían a los significados, y que desplazarían la relación hacia otra esfera pragmática de inscripción, acuñamiento o sello, pues más bien, estos expresan un comportamiento o discurrir que ya se esperaba de ellos, de modo que la signatura no sería un signo que significa.

Si recordamos a Böhme la signatura no se reduce solamente a aquello que colocando en relación cuestiones diversas y divergentes, contribuya a manifestar una virtud que permanecía oculta en las cosas, pues es más bien un operador que vuelve inteligible y sin voz expresiva al mundo, por lo que todo aquello que se crea y manifieste en la escritura y el decir se desarrolle sin conocimientos de la signatura, permaneciendo mudo y sin razón al porvenir de la historia misma. Es así que si se la devela, se comprendería un espíritu vociferador revelado por su voz en el sonido a partir de su esencia y por medio de un Principium. De esta manera, la revelación como proceso tendrá su paradigma propio en la lengua misma, lugar donde se complejizaría la cuestión pues “el signo –Bezeichnung– es, en sí, inerte y mudo, y necesita, para operar el conocimiento, ser animado y cualificado en una signatura” (Agamben, 2010: 55). De ahí que exista una comprensión que está operando en la palabra, lugar donde existe un mismo signo en la figura –Gestaltnis-, y en donde ambas figuras se dan realidad cualificándose mutuamente –miteinander inqualiren– en una forma que devendrá “concepto”, “razón” y “voluntad”. “La signatura está en la esencia y es similar a un laúd que permanece en silencio y es mudo e incomprendido, pero si alguien lo hace sonar, entonces se escucha (…) así también el signo de la naturaleza es, en su figura, un ser mudo” (Agamben, 2010: 56).

En estas condiciones la signatura no coincide con el signo, pues es ello lo que lo hace inteligible, proponiéndose como medio o instrumento previamente signado desde el momento de su creación, de su génesis y aparición. Es así que la signatura solo crearía un conocimiento referencial y nominativo en el instante mismo de la gestación de la signatura, estamos hablando de un tiempo ulterior, pasado. Lugar en donde se da cabida a un orden ficcional e imaginario, si es que no cabe el apelativo de mágico, es así que “la interioridad se revela en el sonido de la palabra (…) éste es el conocimiento natural que el ánimo tiene de sí mismo” (Agamben, 2010: 56), cuestión que el mismo Böhme entendía como “carácter”, momento en el cual la significación posibilita a la revelación –Offenbarung-, pues la totalidad de lo que es visible en el mundo son signos, muchas veces figurativos, o figuras –Figur– que arquean un signo, que se contextualizan en un mundo de la interioridad, como aquello a lo que se da cabida en el interior, preciso instante de su devenir acto comportando un carácter de exterioridad. Punto en el cual Agamben afirma, que este paradigma perteneciente al lenguaje natural –Natursprache– de las signaturas, cuya figura prototípica se daría por medio del verbo, como el fundamento de las cosas a la vez que el comienzo y gestor de sus cualidades, comportándose y siendo la palabra misma –das Sprechen– una actividad fundadora.

A diferencia de la figura del proferimiento –Aussprechen– que será entendido como el escape del verbo, dado por medio de una voluntad no fundamentada, que nos lleva a una escisión entre la naturaleza y sus cualidades. Aporía de la teoría de las signaturas, que hacen referencia al verbo y sus figurizaciones que nos llevan a la “alegoría” como modelo ideal de creación. De ahí que sí la signatura se encuentra al interior de las cosas del mundo, proporciona un momento de legalidad en que aquellos signos sin voz, en una quietividad muda y silenciosa propia del momento de la génesis, se vuelvan efectivos en su hablar.

Santiago de Chile, invierno del 2013.

 

Bibliografía y notas
Agamben, G.(2010), Signatura Rerum. España: Anagrama.
Blanchot, M. (1990), La escritura del desastre. Caracas: Monte Ávila.
Derrida, J. (1989), La escritura y la diferencia. Barcelona: Anthropos.
Derrida, J. (1978), La retirada de la metáfora. www.jacquesderrida.com
Derrida, J. (1989), Mitología blanca. La metáfora en el texto filosófico. En Márgenes de la Filosofía. Madrid: Cátedra.
Derrida, J. (1977), Cierta posibilidad imposible de decir el acontecimiento. Canadá: www.jacquesderrida.com
Esposito, R. (2005), Inmunitas. Protección y negación de la vida. Argentina: Edit. Amorrortu.
Foucault, M. (1980), la Verdad y las formas jurídicas. España: Gedisa
Foucault, M. (2009), El Gobierno de sí y de los otros. Argentina: FCE.
Foucault, M. (1968), Orden del discurso. México: Tusquets.
Foucault, M. (2003), Las palabras y las cosas. Argentina: XXI.
Heidegger, M. (1990), De camino al habla. Barcelona: Serbal.
Ricoeur, P. (2001), La metáfora viva. Madrid: Trotta.
Virno, P. (2005), Cuando el verbo se hace carne: lenguaje y naturaleza humana. Madrid: Traficantes de sueños.
Zizek, S. (2009), El sublime objeto de la ideología. Argentina: XXI.
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