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Histórica fotografía/ histérica fotografía a propósito del libro
Yo, fotografía de Rita Ferrer

por Nelly Richard
Artículo publicado el 20/07/2002

Según lo que escribe la autora en su Prólogo, son «los aires de los tiempos» los que la hicieron detenerse «en ciertos trabajos de algunos autores» (sobre todo chilenos) y «rebobinar los hilos de la memoria con el propósito de pensar lo fotográfico de manera retrospectiva».
Introspección y retrospección, entonces, de un libro que gira en torno a la memoria, el arte y la fotografía.

-yo-fotografia

Encontramos aquí las marcas fundantes del Quebrantahuesos, de los textos de J.L. Martínez, de la teoría de R. Kay , de las obras de C. Altamirano, de C. Leppe, de P. Errázuriz y otros a los que el texto de Rita Ferrer les rinde un fino homenaje. Este libro nos da un excelente motivo para afirmar —una vez más— el valor inaugural de esos textos y de esas obras que articularon una decisiva reflexión teórica sobre la fotografía durante los 80 en Chile. Digamos que esas obras y esos textos de la escena de los 80 supieron de la cuestión de la traza _de la huella, del ocultamiento y de la revelación- mucho antes que cualquier otra escena de discursos, saberes o tecnologías sociales y políticas de la memoria en Chile. Esos textos y esas obras de los 80 (Dittborn, Kay, Leppe, Altamirano, etc.) en cuya historia fotográfica se reconoce la mirada crítica de R.F, ya contenían en filigrana el tema de la desaparición y de los desaparecidos. Es por eso que _rotundamente- podemos repetir lo que alguna vez enunció R. Cánovas: «el arte» —sí, el arte— «vivió antes que ningun otro saber en Chile» (antes que el psicoanálisis, antes que la filosofía, antes que las ciencias sociales) los desafíos más extremos del golpe, del trauma y de la pérdida, del duelo. El arte —sí, el arte— supo, antes que el psicoanálisis, antes que la filosofía o las ciencias sociales, de la tensión entre cuerpo y des-representación. Y eso porque el arte sobre el cual reflexiona este libro, trabajó audazmente con la huella, la borradura y el suplemento que se anudan en la cuestión fotográfica del desaparecer de la imagen y de los desaparecidos. Lo dice, por supuesto, la palabra «espectralidad» que reune lo que es común a la muerte y a la fotografía: la sombra y el fantasma, la latencia del «todavía» que no deja de inquietar lo «ya sido» de la memoria en suspenso que ronda en torno al tema de la desaparición, de la supresión de la traza.

Fotografía, memoria, espectralidad, recuerdo, fantasmalidad, desaparición: la secuencia se arma como para que R.F nos hable de un libro «signado por la melancolía». Una melancolía —ligada a los desánimos de la Transición— que, nos dice Rita, «habla desde el cuerpo: el cuerpo de obras comentadas; el cuerpo ausente de lo fotografiado: el cuerpo social de Chile que no logra cerrar su herida; mi propio cuerpo herido de mujer que respira a través de la escritura».

Quisiera detenerme en esta relación cuerpo, mujer y fotografía, que R.F hace girar múltiplemente en torno al motivo de la histeria.
En su «Prólogo», R.F habla de «melancolía»: ella ubica su libro bajo esa carga de pena y de tristeza, de desolación, que arrastra el fantasma de la postdictadura. Como sabemos, la caída melancólica supone una desintensificación de lo real, una neutralización de los signos que perdieron toda fuerza expresiva. R.F elige la secuencia de la «melancolía» para dar cuenta del desánimo ligado al pacto transicional (consenso y mercado) que desactivó toda vibración utópica o contestataria, uniformando el campo de la subjetividad social bajo la mezquina fórmula _centrista- de la resignación y de la moderación. Esta es la secuencia general de la «historia» en la que este libro inscribe su melancólica -apenada- reflexión sobre memoria y fotografía. Pero si bien el libro se abre con esta memoria entristecida de la historia doliente (una memoria que se queja de una pérdida de afectos), el libro se cierra con la hiperintensidad de un efecto: «el voluptuoso fragmento» —dice la autora— que exalta lo «fogoso de su deseo» para no «desmayarse en la palidez del olvido». Memoria y fotografía transitan así, en este libro, entre cuerpo histórico (la melancólica huella de lo desaparecido, del residuo catastrófico) y cuerpo histérico: el cuerpo pulsional de la que Rita llama —muy sagazmente— «la manipuladora hostil que arremete desde su fragmentariedad».

Esta relación entre historia (lo muerto: pasado y desaparición) e histeria (lo vivo: la fragmentaria exacerbación teatral del yo pulverizado) que atraviesa el libro parecería recordarnos que, tal como lo analiza Judith Butler retornando a Freud, «algunos de los rasgos de la melancolía provienen del narcisismo y otros del duelo», que «el duelo es el límite del narcisismo» y que «la melancolía deber verse como perturbación narcisista»1.

Desde el título de este libro (Yo, fotografía) hasta su último breve fragmento (Yo), se despliega una performance enunciativa de la primera persona que se aplica en borrar-superponer-confundir-indisociar los límites entre objeto (la fotografía) y sujeto (quién escribe sobre ella). El pegoteo casi alucinatorio del título «Yo, fotografía» exhibe cómo, más allá de la coma, parecería faltar un vínculo de mediación que separe y articule la relación entre sujeto y objeto, discurso y referente, escena y mirada. Ese pegoteo casi alucinatorio del título lleva al paroxismo la mimesis, el fundido de identificaciones, que – en torno al motivo de la histeria- precipita el libro entre fotografía y autorretrato.

En un bellísimo libro titulado Invención de la histeria 2, el teórico Georges Didi-Huberman relata cómo Charcot —quien le dio a la histeria su estatuto de objeto de saber; Charcot el profesor de medicina desdoblado en artista— vivía habitado por una pulsión iconográfica. Esa pulsión —ese irrefrenable deseo de imágenes— lo llevó a fundar, en 1880, la Revista Fotográfica del Hospital de La Salpetriére para que sus enfermas, las histéricas, ingresaran a una especie de museo de las patologías. A Charcot no le bastaba la mirada clínica que revisa la anatomía del cuerpo enfermo. Necesitaba someter a visibilidad fotográfica el cuerpo loco y su divagante coreografía del ataque y de la crisis, para poder «objetivar» el síntoma, y reducir así su margen de incomprensibilidad. Charcot quería llevar tanto la imprevisibilidad del síntoma como su fugacidad, su errancia somática, a la detención y captura de la pose fotográfica. La pose de la histérica _el cuerpo inmovilizado por el corsé del retrato- debía poner orden en el caprichoso desfile de temblores y sobresaltos que remecía su cuerpo, dándole al espasmo o a la contracción un valor casi escultórico. La armadura fotográfica de la pose debía resolver la paradoja de la intermitencia que sacude el cuerpo histérico durante la crisis, obligando el síncope a prolongarse en una temporalidad fija, detenida, y por lo tanto, archivable en los catálogos del saber.

En «Yo, la histérica fotográfica» —el capítulo que arma para mí la clave más provocativa del libro—, R.F funda el parecido entre histeria y fotografía en las reminiscencias: en el modo en que, en ambos casos, ciertos golpes de temporalidad sumergida remecen y estremecen el presente con la fuerza disociativa de una memoria que se escinde entre ayer y hoy. Y es cierto que, tanto en la histeria como en el retrato fotográfico, la fantasmalidad del recuerdo traslada a la superficie (a la superficie de la placa emulsionada, a la superficie del cuerpo de la mujer) toda una dramaturgia de lo oculto, de lo latente, que se expresa con traumáticas huellas, marcas e impresiones. En ambos casos, la memoria «impresiona» una superficie; una superficie vulnerable al asedio del pasado que se ocultaba en un teatro de sombras y misterios.

Pero son muchas las otras correspondencias a las que nos remiten las voces que este libro hace jugar entre fotografía, retrato, histeria, femineidad. Mujer y retrato fotográfico comparten un primer recurso, una estrategia: la del maquillaje. Si entendemos el maquillaje como recubrimiento, como velo, como simulación y disimulación, diremos que el arte de la fotografía estetiza muchas veces la imagen para transfigurar lo real gracias al lenguaje segundo del encubrimiento, de la veladura: de lo que difumina o evapora, de lo que crea en torno a lo fotografiado (imagen, mujer) un aura de inalcanzabilidad. Substraído a toda objetividad referencial de lo «verdadero», lo femenino se traslada hacia el lado de la incerteza, del flotamiento del sentido, de la ambigüedad, exaltada fotográficamente por las técnicas de lo difuso. Las veladuras fotográficas que cultivan un cierto «arte» del retrato simbolizan esta evanescencia del sentido que coloca a lo femenino por el lado de la no-certeza, de la indeterminación, del simulacro.

Si entendemos el maquillaje como recorte de aquellas partes del rostro que se quiere valorizar (los ojos, la boca, etc..), si entendemos el maquillaje como contorno y demarcación, diremos que su cosmética del suplemento se aplica, tanto en el retrato fotográfico como en el cuerpo de la histérica, en realzar el fragmento, en llamar la atención sobre la parte, en subrayar el detalle que distrae la atención del Todo o bien compite con él, poniendo en crisis unidad y representación. Tal como la cámara fotográfica encuadra selectivamente la toma, el maquillaje fracciona y delinea ciertos ángulos de un rostro ya adicto a la fotogenia. La toma fotografíca y el retoque del maquillaje toman partido por la no-completud del fragmento. A su vez, la histérica —en complicidad con ambas técnicas del recorte— despedaza la representación de la mujer, la hace pedazos, la triza en múltiples signos inconexos. Se niega a que las zonas intermedias por donde divaga el errático significante corporal, sean rellenadas por una sintesis unificadora.

Por si no quedara claro, a cada vez que nombro aquí la palabra «histeria» _a propósito de este libro que la trabaja como motivo e incrustración de su propio texto-, lo hago sacándola del registro clínico para ocuparla, metafóricamente, como figura cultural. Desde el primer desafío que el cuerpo intraducible de la histérica le lanzó a la teoría del inconsciente, la histeria pasó a figurar el enigma de la mujer en el texto de la cultura: su condición de impredecible, de caprichosa, de extravagante, de indescifrable. Lo histérico, entonces, como alegoría de la feminidad y sus mascaradas, como artificio, trampa y seducción, en la que el síntoma deviene arabesco.

Tanto los artificios cosméticos de lo femenino como la teatralización del síntoma en el cuadro histérico que exaspera el fragmento, hablan de una representación en pedazos, dis-locada. El estallido de sí misma de la figura histérica la lleva a ser violentamente antimetafísica, a desarmar cualquier coherencia de un yo presuntamente dueño de una esencia o propiedad de la mujer. La histérica lleva lo femenino a gozar con su deseo insatisfecho de la disyunción cuerpo-retrato o identidad-pose: es la intrigante, la comediante, la teatrera, que proyecta simuladoras y engañosas representaciones del yo cuya extrema plasticidad se burla —entre dolor y carcajada— de la consigna monológica a tener que ser Una.

El libro de Rita arma un teatro de metamorfosis que lleva lo femenino a gozar de la paradoja y de la contradicción de las identificaciones parciales entre roles simultámeamente contradictorios. Tomemos un ejemplo. En el capítulo «La madre fotografía», R.F habla del «conmovedor amor a la madre», del «texto madre de la fotografía» (refiriéndose al texto de R.Kay) y nos dice que «la pequeña historia de la fotografía puede leerse a través del discurso amoroso de una madre». Es decir que, por ese lado, la autora se sitúa en la línea del «cuerpo reproductor» de la maternidad, de la reproducción materna de los afectos (las obras de los artistas de los 80 que se entremezclan afectivamente con su propia biografía); de una reproducción materna de garantía y seguridad («el texto madre de la fotografía» (Kay): la teoría como matriz ordenadora, como un saber disciplinante que el texto crítico debe aprender a respetar). Por el otro lado, en sus extremos, en el capítulo «Yo la peor de todas», la autora se niega a dejar «absorber lo femenino en lo materno»: no quiere «estar presa en ese cuerpo reproductor». Quiere, ahora, «liberarse del corsé de los géneros»; ser «gitana y fiestera» para, con sus fuegos artificiales, «detonar un delirio infinito de sentidos siempre provisorios como hallazgos lúdicos» para, entonces, desestabilizar el dominio-de-verdad del saber autorizado. Podríamos decir que el texto hecho personaje de este libro de R.F oscila entre dos tentaciones: entre, por un lado, el buen comportamiento teórico del saber cultural y, por otro lado, la fiebre de desacatos que lleva el vagabundo pulso de la escritura a «romper y desbaratar todo sistema dado». La autora no busca resolver -superar- esta contradicción entre razonabilidad y desenfreno sino llevarla al límite de un punto de efervescencia máxima.

Recordemos que Roland Barthes —un autor muy querido por Rita— distinguía, en la mirada sobre la fotografía, dos instancias: la del studium que pertenece al tranquilizador dominio del saber cultural (a sus pactos y convenciones, a sus legados) y la del punctum -lo que desorganiza el cuadro general de los aprendizajes, de las definiciones de conocimiento, con su furtivo o violento escape hacia algo perturbador, extraño o discordante. Podríamos proyectar _creo- sobre el libro de Rita esta misma polaridad que lo divide entre composición y desarreglo: entre mesura y desmesura, entre pudor y descaro, entre autocontrol y frenesí, entre portarse bien («La madre fotografía») y portarse mal («Yo la peor de todas»). Por un lado, por el lado del studium, es decir, por el lado de lo convenido y de lo aprobado, están -en el libro- las lecturas autorizadas de un riguroso corpus artístico que la autora realiza con el instrumento de una crítica teóricamente bien entrenada. Por otro lado, el del punctum, está lo que escapa al meditado control del saber aplicado; están las irreverencias de lo que ella misma, en su epílogo, llama «embriagarse, excederse y perder la compostura». Es gracias a ese punctum del motivo histérico que el libro arma, para mí, su furtivo y loco escape hacia algo punzantemente singular.

El punctum del libro (su magnético punto de concentración de energías y disparos) está, creo, en la audacia y zafadura con la que la distribución del texto organiza su propia puesta en escena alrededor del emblema histérico; una puesta en escena dividida entre artificios de seducción, laberinto de las poses y sincero don de identidad; una puesta en escena que conjuga memoria e historia, fotografía y autorretrato, cuerpo y escritura, historia e histeria, en una cadena de afectos y efectos hipersensible al fulgor, la intermitencia, el espasmo, la contorsión, la convulsión, la conmoción.

Nelly Richard
Abril 2002
1 Judith Butler, Mecanismos psíquicos del poder; teorías sobre la sujeción, Madrid, Cátedra, 2001.
2 Georges Didid-Huberman, Invention de l´hystérie: Charcot et l´iconographie de La Salpetriere, Paris, macula, 1982).
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