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Cuento y ensayo en la literatura joven.

por Carlos Ortúzar
Artículo publicado el 27/10/2011

Ponencia de Carlos Ortúzar  para un encuentro organizado por la Unión de Escritores Jóvenes (UEJ), en el Instituto de Cultura del Banco del Estado, en Santiago de Chile, en agosto de 1980.

La UEJ ha querido, en el marco de una serie de reuniones que se han venido realizando en este instituto, que nos refiramos a la presencia de los escritores noveles en los dos géneros mencionados en el título. Sin embargo hemos preferido una interpretación diferente: la adopción de una actitud práctica frente al tema propuesto. No dar una cuenta informativa de los esfuerzos e insomnios de los jóvenes por acceder a estos géneros y la descripción de las características que estos intentos puedan tener, sino que convertir esta reunión en una experiencia literaria concreta, activa.

Jaime Valenzuela nos ha mostrado su cuento cuya fuerza reside, a mi juicio, en su gran poder persuasivo, en el férreo dominio que ejerce sobre nuestra imaginación en virtud de un inteligente uso del lenguaje, que se impone por la eficacia de una simetría o proporción. No en vano él es ingeniero.

En cuanto a Adolfo Pardo y a mí, hemos intentado, o más bien ensayado referirnos a algunas de las múltiples cuestiones que plantes la literatura, que contrariamente a lo que afirma cierta corriente hoy en boga, no está constituida, creemos, ni por el lenguaje, ni por la palabra, sino por cierto conjunto de ideas, imágenes y representaciones sociales, que el escritor busca plasmar en sus textos. Digo ensayado rescatando la significación acertada y hermosa con que bautizó Montaigne  sus escritos y no el pesado prestigio académico que la tradición libresca se ha encargado de echarle encima. El ensayo se abstiene de reducirlo todo a un principio; acentúa lo parcial frente a lo total (como si dijéramos la democracia frente al poder, en un ejemplo muy pertinente), tiene un carácter fragmentario; no quiere afirmar algo definitivo, porque la relatividad es inherente a su forma.

Definido el ámbito del intento de “Talleres del Mar”, cabe preguntarse ¿qué sentido tiene ocuparse de temas tan peregrinos, cuando allá afuera está a punto de acabarse el mundo? Para contestar a esta cuestión, empecemos por el principio, hablando del verbo.

La expansión de la lingüística a comienzos de este siglo, su situación de ciencia piloto, tal como lo fue  para el siglo pasado la Biología, seguida luego de la Economía Política, produce una situación nueva en el campo del conocimiento, consistente en que los fenómenos tocados por las ciencias humanas pueden homologarse en lo que concierne a su estructura, al lenguaje verbal. Por consiguiente estas ciencias están estudiando textos. Por otra parte, ningún mensaje verbal puede sustraerse a las condiciones propias de la comunicación verbal. En otras palabras la capacidad persuasiva de una verdad cuando está expuesta mediante el lenguaje, aumenta o disminuye de acuerdo a sus virtudes estéticas. Por ello el texto literario, el texto literario con un alto grado de complejidad intencional, ocupa un lugar central como objeto de estudio, y las conclusiones respecto de su estructura y funciones, permiten la especificación del estatus científico de las ciencias sociales. Por si esto fuera poco, está el asunto de la ideología, que se embosca con progresiva sutileza en la superestructura social. Nada mejor, entonces, que las herramientas generadas por el trabajo con la literatura para desmontar la ideología dominante y su pariente putativo, la alienación. Pero ese sería un tema muy vasto y, sobre todo, muy visto. Ya dijimos que nos interesan los aspectos prácticos, más que las disquisiciones. Tratemos de contestar por lo tanto a una segunda pregunta que nos parece más pertinente. ¿Qué escribir?

Según el maestro Carpentier, el hombre latinoamericano se enfrenta al dilema de que, producto del mestizaje cultural, se encuentra a medio camino entre dos realidades distintas y debe equilibrarse en el alambre de esa tensión y crear su propia realidad, su propio suelo salvador. Esa necesidad de definir una realidad, lleva a Carpentier al barroco como salida a la urgencia de describir morosamente cada detalle de dicha realidad. Los europeos no necesitan explicar las características físicas de una ciudad como Florencia; todos la conocen, hasta nosotros la conocemos algo. Pero cuando un cubano habla de la Habana, se ve forzado a describir cada objeto, cada planta de nombre, olor y forma exóticos; explicar los efectos que sobre sus habitantes tiene su clima, etc. El escritor describe esa realidad y como consecuencia, crea esa realidad. Los escritores rioplatenses, en general, adoptan una actitud ya diferente. Están más seguros de lo que describen, quizás menos críticos de sus mitos. El hecho es que nos salen con protagonistas caminando tranquilamente por Suipacha rumbo a Belgrano, sin mayores explicaciones, sabedores acaso que cuentan con un receptor suficientemente numeroso que puede entender cabalmente de qué están hablando.

En Chile, nos parece, que la literatura ha fallado sistemáticamente en darnos una visión consistente de la realidad. El poeta Eduardo Anguita escribía hace algunos meses lo siguiente. “Cuando haya corrido mucho más agua por el cauce de nuestros ríos y a algún crítico se le ocurra mirar hacia la década del 70, fijando su atención sobre lo que se escribió y no se escribió en estos años  de corte radical y violento, cuya conmoción parecería que nadie hubiera advertido y que pocos sintieron en toda su extensión y hondura, y si aquel hipotético crítico echa una ojeada severa a la literatura chilena publicada entre el setenta y el ochenta, no podrá dejar de anotar algo así: total ausencia de novelas o narrativa que hayan surgido motivadas por hechos de trascendencia histórica y otros que enumera largamente”, para preguntarse más adelante, “¿Cuál es la descripción de esencia, sustentada y entrelazada a lo personalmente empírico y sufrido en carne viva que va a iluminarle a los chilenos el sentido de estos diez años más preñados de significación, drama humano y proyección histórica que todo nuestro pasado”, para luego afirmar, “por desgracia si grandes han sido nuestros poetas, no pasa igual con los novelistas; ni uno sólo podría contarse hoy que soportara un examen por poco exigente que fuese. ¡Cuantas obras y novelas y autores, jóvenes o consagrados, surgieron en Europa después de la gran guerra! Estamos lejos de pedir tanto como un doctor Fausto, aquella memorable obra de Thomas Mann, que ha sido calificada como la novela “de la responsabilidad europea”. ¿Dónde hallar la novela de la responsabilidad chilena?”

Fuera de ratificar lo que hemos dicho de la falla completa de los escritores chilenos, Anguita hace una afirmación que se ha convertido en un tópico majadero en nuestro país: “Chile país de poetas”. Esta afirmación me resulta por lo manos sospechosa y me gustaría que la investigáramos en esta mesa, pero como tengo la palabra por el momento, diré algo de lo que pienso al respecto. No quiero plantear ni declarar la guerra a la poesía, enarbolando la bandera de la prosa, pero creo que sería útil un contraste para aclarar mi sospecha respecto de la vocación poética del país. Por lo demás, este sería un intento refrendado por los estudiosos del leguaje poético (Jean Cohen), que se valen del lenguaje de la prosa como parámetro y definen los elementos que lo conforman, como accidentes de lo “normal” que sería el lenguaje de la prosa científica. Diríamos que sólo la prosa es actuante en el sentido que sólo ella produce una modificación directa de las cosas y no simplemente  una modificación por lucidez,  despertándole zonas de oscuridad que hasta ese momento no controlaba. El poder de la prosa reside en una eficiencia superior a la simple presencia ante sí de la posibilidad literaria, al conceder al hombre una aprehensión real sobre el mundo. A partir del Romanticismo hay un narcisismo profundo en la poesía, que no afecta solamente al autor, sino también al lector. Éste tiene frente a ella una relación análoga a la del poeta cuando escribe. La comunicación está de algún modo eliminada, ya que en ambas perspectivas se produce una complacencia de cada uno consigo mismo. Prosa y poesía mantienen una relación con la comunicación, pero esta relación es casi inversa en el segundo caso. Ninguna de Las dos escapa a la comunicación, pero mientras la poesía va, de algún modo, a contracorriente de la comunicación para restituirla a sus profundidades, la prosa trata de superar la separación, o más simplemente, instaurar la comunicación.

Estas características de ambos lenguajes, las relevamos para poder entender el sentido de la mentada vocación poética. Porque no se trata de un problema cuantitativo. De hecho, en el concurso de cuentos del diario La Tercera, hace algunos meses, se recibieron la impresionante cantidad de 6.000 cuentos, lo que no habla precisamente de una carencia.  Lo que queremos plantear a la luz de los rasgos que le asignamos a la prosa, es que esta preponderancia de lo poético da cuenta de la ineficacia de los escritores chilenos en general, para producir textos que den cuenta cabal de nuestra realidad. Como en casi todos los países latinoamericanos, la sociedad y especialmente los estratos dominantes de ella, han logrado que la mayoría de los habitantes acepte la versión oficial de lo que es real, acerca de lo que significa vivir, trabajar, amar y morir en nuestros países, haciendo aparecer venerables una serie de mitos que constituirían el  “alma nacional”.

Es evidente que, con presupuestos tales, es imposible la tarea de hacer una literatura vigorosa y creíble, que provea visiones de mundo renovadas y libres de los flagelos que hemos enunciado. Esta es la tarea de los escritores jóvenes de hoy. Si no respondemos a este desafío histórico, sufriremos el castigo de la intrascendencia y el olvido.

 

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