Pensar en la obra de Diamela Eltit es adentrarse en un caleidoscopio lingüístico que pretende que el lector/espectador asuma una posición que vaya más allá de la del mero placer o de la evasión. Se trata de una obra en la que el lector entra en una cosmovisón cuyo lenguaje es el de una arena de lucha, tal y como lo percibiera Bajtin, vale decir, un escenario donde poner en escena la construcción de un reducto de fuerzas sociales. Desde esta perspectiva, intento leer, dialógicamente, el concepto de texto en Diamela Eltit, que no se reduce sólo a sus obras ficcionales sino a todo su corpus literario.
La obra narrativa de la chilena se adentra en el orden simbólico de la escritura y deja un hilo de Ariadna que permite sumergirnos en ese orden. Se trata de un discurso que se cuela entre los intersticios de las palabras y en el que aparecen los vacíos representados en diversas esferas de su obra, sobre todo a través de la re-escritura de los mitos religiosos judeo-cristianos como una metaforización de la violencia. El acto de repetir una estructura establecida genera una lectura torcida que significa otras formas de relación. En efecto, el lector se enfrenta, entonces, a un terreno interpretatitvo que es doble o triple, generando así un mundo polimorfo sustentado en la complejidad de la sustitución o intercambio ideológico, necesario para una aproximación igualmente compleja a la obra de Eltit. En el centro de dicho intercambio, en su médula, se encuentra el “Síntoma Cultural”: sólo al des-cubrir éste se logra una compenetración con el mundo narrado. Éste a su vez, es encarnado desde un fondo metafórico como el palimpsesto, no sólo de una representación cultural sino como síntoma mayor: el de la violencia.
El Síntoma, para Freud, es la figuración simbólica de lo reprimido, el espacio de la tachadura, la marca de lo borrado o los restos de bordes de papel de un capítulo tachado o arrancado de un libro. Para Lacan, en cambio, vendría a ser la metáfora de una palabra amordazada. En todo caso, la construcción narrativa de Eltit (la caja de Pandora que ha creado), posibilita el encuentro con ese espacio anterior, amordazado y negado. Y he aquí lo que pretendo mostrar en este trabajo: aquella marca o síntoma que me/te/nos permite dialogar en la construcción metafórica de una violencia social, ya sea en la búsqueda de los restos (Freud) o en la lectura de lo silenciado (Lacan). En la obra de Eltit, el síntoma no será sólo un significante y/o significado reprimido, sino, por el contrario, la representación de un algo que queda excluido de toda articulación que sea considerada importante en la producción del discurso social y cultural de la nación. Se trata de verbalizar el gesto, la representación corporal y emocional, cuando no pueden ser enunciados [1].
El laberinto simbólico del Síntoma en la representación escritural de Diamela Eltit, viene a encarnar el performance de una identidad histórica, a la vez que el simulacro escritural, el Quid pro quo de la enunciación de una verdad que, paradójicamente, excluye/auto- excluye, a todo saber que se pretenda abarcador y sentenciador. La obra de Eltit está en constante pugna con las estructuras narrativas que se pretenden a sí mismas como cúspide de una marca de identidad cultural, como los Olimpos de los saberes. Al contrario, su obra representa un caleidoscopio de voces que posibilita una oposición a la totalización del saber. En su escritura no funciona la estructura todo poderosa, pues se trata de narrar una realidad social y, esta última, siempre deja rastros de la no circulación del engranaje[2]. Esta encarnación de lo excluido, vale decir, la verbalización del Síntoma, es clave para entender la construcción de los personajes de Eltit. Ellos no se construyen a partir de una directa representación social decimonónica cuya estructura se manifiesta en una fotoarmonía de una realidad (siglo XIX) o en una fantástico-armonía de la realidad (siglo XX); ellos describen el envés de contextos sociales o de momentos históricos, en los cuales sus protagonistas encarnan el “Otro Social” que se desconoce. Sólo el vacío que produce el ignorar una realidad rescata el síntoma social, lo descubre, lo in-corpora en el discurso y lo plasma escriturariamente, de modo tal que el lector pueda apreciar las imperfecciones que toda obra humana tiene en sí. Margen que es siempre igual y distinto del otro que en todo lector existe, motivo por el cual genera una presión que intenta dimensionar la demanda del goce humano. Este es un aspecto que veo explicitado en una entrevista que Diamela diera en 1983:
Ahí en la marginalidad está lo negativo, el reverso nuestro, lo que permite que nosotros seamos lo que somos. Por otra parte, es una resistencia al sistema, son una fuerza que puede hacer reventar al sistema. Personalmente yo siempre he sentido una compulsión a estar ahí. Pero al trabajar con esta marginalidad no tengo la intención de que ellos se rediman, al estilo del Realismo Socialista. Me interesa señalar, nada más, y con eso yo me comprometo a fondo. Si tú quieres, se podría relacionar más con el Naturalismo, en el sentido de mostrar algo que es marginal a la sociedad, pero que le pertenece[3].
La autora re-edifica una mirada estética a partir de la dualidad del mundo verdadero y el mundo aparente en cuya base se intenta encontrar una identidad del original. La imagen de la semejanza es siempre una versión que posee una marca, un detalle, una seña, que la hace distinta del original. Eltit translada los fenómenos significativos de la enunciación para mostrar el error, la torcedura del proceso de interiorización de las producciones artísticas que son consideradas estructuras totémicas en el mapa cultural nacional. Este desplazamiento posibilita la interiorización de formas y conceptos ya que es en el “error” en donde se producen los espacios de conocimiento. Vale decir, una semiótica que autoriza la articulación de lo invisible, de lo innombrable, ya sea en la microfísica estética social (el margen citadino) como en aquello que se pretende sea penumbra del lenguaje.
Ahora bien, asomándome a otra dimensión de la problemática que vengo considerando, me engancho con Frederic Jameson, en “Cognitive Mapping”, cuando establece que el imperialismo capitalista crea una distancia entre los espacios estructurales y la producción artística. Fenómeno que tiene como responsable la marginación constante de los grupos representativos de la “barbarie”. Vale decir, la experiencia real con la que el individuo dialoga con el arte se fue limitando a un mínimo espacio en su entorno social en la metrópolis. El residuo del performance de la lógica social patriarcal establece un vacío representacional dentro de la realidad nacional, pues mediante la estructuración ya mencionada se genera una especie de castración del Otro, de lo Otro. Aspecto que aniquila, borra, tacha discursivamente y así en el imaginario social, al otro, al margen, porque el otro, en su corporalidad, destruye la imagen idílica de la narrativa nacional[4]. Este “denial” social crea una ausencia/presencia de este “otro-bárbaro” en la cultura, pero la “Cultura” misma, con sus conocimientos, sabidurías, lenguajes y formas quedan al margen de la experiencia del “bárbaro” y es ese bárbaro el que adquiere voz en la narrativa de Eltit. El héroe decimonónico se enfrentaba a la lucha entre la barbarie y el progreso, siendo este último representativo de los valores humanos esenciales. El héroe globalizado, por el contrario, se ve enfrentado a la violencia capitalista que sacrifica valores humanos, sociales y democráticos, generando una deshumanización de ese individuo, ya catalogado “otro”, haciendo de él un monstruo. Frente a esta realidad, el novelar de Diamela Eltit se imbuye en el movimiento cíclico-histórico de la violencia en Chile y genera un performance de la misma. El Otro, en la obra de Eltit, desplaza al héroe clásico por excelencia, tuerce el sentido metafórico de la escritura moderna y recrea un “héroe” que se construye a partir del sentido abyecto que toda marginalidad posee. Con este movimiento, con esta torcedura, se re-identifica al “síntoma social”, re-significándolo desde lo primitivo, desde lo des-aprehendido. Ejemplo claro de lo que vengo diciendo, se da en obras como El Padre mío, Los Vigilantes, Lumpérica y Aunque me lavase con agua de nieve, por nombar algunas. En estas obras las clásicas divisiones patriarcales entre espacios públicos y privados, externos e internos, se proyectan en múltiples puntos de fuga en los que se entreteje una simultaneidad de síntomas que carecen de una ficcionalización lineal.
En Lumpérica y Padre Mío se advierte, por ejemplo, esta verbalización de la desazón de un alma a la intemperie. Intemperie que no es sólo física, concreta, sino también es ese espacio no tangible a los ojos, pues se construye en el interior del ser humano. En este lugar se estructura una especie de aturdimiento, en la medida en que la enunciación de lo que allí ocurre relata la vejación de un capitalismo patriarcal. Se trata de un espacio de pronunciación, performance del individuo en un complejo social:
Situación ahora no fílmica sino narrativa, ambigua, errada. Pudo decir por ejemplo: esta plaza está rodada llena de pasto a pedazos. Mis piernas ya no brillan cuando las froto, ni los vellos se erizan, estos vellos que cubren sutilmente mis piernas. Ya no me gusta arrastrarme por allí debajo del farol que me contagia su descascaro. Porque mis piernas más bien se cubren de tierra y entonces no noto la erguida de los vellos que me traspasan, ha sí, me penetran. (Eltit,1983: 45)
Padre Mio es comunista con la cédula de identidad, pero lo hace por negocio, ya que el Padre Mio vive de la usurpación permanentemente con el señor Luengo que es el señor Colvin que le sirve para la Antártida. Tiene hombres influyentes que le arreglan los papeles, los archivos que ocupan cargos en el Estado. Se deshizo de ellos ya que ninguna persona que vivió con él le conviene, -por esto que le estoy conversando yo-, porque él le trabaja a la usurpación permanentemente. (Eltit, 1989: 26)
En ambos casos se representa a un cuerpo desnudo de las marcas culturales, cuerpo de mujer/hombre, que se ha disociado de la erótica de Mercado y/o del Estado para desafiar al lector/a a abordarla en su naturaleza misma, lo que remite a un medio primitivo. En el primer caso citado, Lumpérica, la protagonista no tiene voz: tal y como se ve en el fragmento recién citado su silencio queda marcado doblemente por el narrador, quien primero establece lo no fílmico del suceso y segundo, afirma “pudo decir”. En el fondo, se está asegurando que ella no lo dijo y, por lo tanto, su discurso es, básicamente, silencio y movimiento. Protagonista producida por retazos de cuerpos como gestos no verbales que deambulan por la ciudad. La palabra, medio ante el cual el síntoma se hace visible, en esta construcción es amputada del cuerpo de la protagonista. La suya es una existencia a partir de la mímesis de un ser humano. En el segundo caso, en El Padre Mío, el protagonista, Padre Mío, va a deconstruir la estructura Estatal, patriarcal del orden a partir de la denominación personal. A cada persona le corresponde un nombre familiar que estructura una patria potestad, siempre masculina y que el Estado resguarda como la estructura principal de la nación. La dislocación de este poder se aprecia en la idea de “usurpación permanente”. Si tomamos como verdad lo dicho por Padre Mio, el orden mismo queda expuesto a la disolución, por lo tanto la estructura básica de lo nacional sería una mentira, una ficción. Distinto, y al mismo tiempo en conjunción directa, se da la representación de la protagonista en la obra Aunque me lavase con agua de nieve. Para ella su concepción del poder estatal, frente a la apreciacion que ese mundo hace de su ser, va siempre disminuyéndola hasta la fragmentación:
ME ESTREMEZCO. Mi cuerpo se levanta en medio de una armonía que conozco. (Actúo en este lacerante y casi congelado tiempo que transcurre sólo para el cumplimiento monótono de un mito). Mis brazos, mis pies, mis manos, mis caderas, mi hombro. Lo rotundo de mis miembros se hace leve. La avidez en las miradas de los que me rodean origina la perfección de cada uno de mis gestos. Ah, hoy caerá la cabeza de Juan, volverá a rodar la cabeza de Juan. Han pasado ya más de cincuenta años desde el instante del encuentro y aún seguimos encadenados a la misma escena infinita. Juan y yo. Pero Juan permanece ajeno, borracho en la taberna. Lo sé. Pese a que todo haya terminado de escribirse, antes y más allá de mi presencia, cuando mi baile haya concluido la cabeza de Juan se precipitará decapitada (Eltit, 1993: 2).
Este relato de sí misma, al contrario de los dos anteriores, muestra la certeza de un saberse conectada dentro de esferas que intentan poseerla para convertirla en mero instrumento de muerte y, por lo mismo, representa una crisis en tanto reconocimiento de su esfera social. Por otro lado, Salomé, la protagonista, al igual que los dos casos anteriores, estatuye figura actancial a-histórica. Se trata de relatos en donde el conocimiento que los protagonistas tienen de sus propias historias permite la valoración de éstas como un recurso de poder. El choque, el hacer explotar dos dimensiones, transforma la narración en un espacio temporal polivalente y ambiguo y, por ende, pluridimensional.
Los tres discursos de mi análisis tienden a explorar los orígenes de un deseo de redención del destino bíblico, social, literario, asignados a la mujer y al hombre. La narrativa de Eltit genera un movimiento que restituye el ser en su totalidad y lo resitúa en la esfera de las narraciones sociales y nacionales. En estos casos el lector se encuentra con narraciones inversas a las ejecutadas por el lenguaje y estética fragmentarista, escépticos de la posmodernidad, el que deja la figura total para centrarse en los pedazos que sobran. En un sentido contrario, las narraciones de Diamela Eltit (sus personajes) parten del fragmento, del descuido, de la marca que queda bajo la borradura, para in-corporarse, adquirir una totalidad y, así, al generar un movimiento, entran a pertenecer a un estado anterior a la fundamentación de la historia. Al re-inventar el espacio se invita al lector a vivir la paradójica amnesia de la modernidad; vale decir, que se ha “consagrado” (en un sentido profundamente religioso) la memoria nacional/estatal al monumento, de allí que se convierta en una mítica estatal. Este es el límite en que coinciden la construcción y deconstrucción humana, en cuanto a que, tras la búsqueda de pertenencia a una cultura global-moderna-civilizada, el argumento de base tiende a borrar la memoria, en la medida en que la nueva cultura es un constructo de imaginación. Diamela Eltit parte desde los fragmentos, los concentra en un cuerpo para luego ir deshaciéndolo, tratando de buscar las huellas primigenias que fundamentaron al mito histórico. Se trata de un juego narrativo en que renacen las figuras de seres marginales que han perdido todo, que han sido abandonados por el orden divino/mercantil/dictatorial o estatal y, por cuyo poder, se han convertido en los exiliados simbólicos. Son personajes síntomas de una decadencia del poder (cuando el poder mismo se ha extremado), pues, para tener poder, hay que tenerlo sobre alguien[5]. Así, enunciaciones que pueden ser consideradas “locura” por su fagmentariedad y supuesta incoherencia lógica, se transforman y generan un punto de acceso a lo irracional divino, a lo atávico y olvidado. Es por este motivo que existe la necesidad del farol en Lumpérica, símbolo fálico que quiere imponer un alumbramiento de la mujer como una forma de nombrarla. Se trata del pequeño dios que quiere poseerla y no permitirle que acceda a la sabiduría total otorgada por el fruto del árbol prohibido. La protagonista se niega a este poder, se auto exilia, es una Lilith escapándose del poder total. Pero su libertad tiene un precio fatal, ya que el final carente de muerte física que el mito de Lilith posee, hace que el personaje deba asumir el rol de lo innombrable[6]. Lo mismo se puede contemplar en la protagonista de Lumpérica con un cuerpo definido a partir de lo único que le permite auntonomía: las piernas. Espacio que ha sido denominado como femenino per se. En este destazar corporal ella es obligada a renunciar a su condición de “ser humano” total y complejo para convertirse en hembra fragmentada producto de consumo. Cuerpo deseado, objeto privilegiado en la sociedad, creado para satisfacer lo que no puede ser más que el ojo. Se resemantiza, entonces, la acción de mirar, ya no sólo del lector, sino también de los personajes que la siguen con los ojos. La mirada ha transformado el espacio-deseo del voyeur para convertirse en mirada = posesión = consume: el objeto ya no es placer sino signo de mercancía.
¿Y el ojo entonces? El ojo que lo lee, errático, sólo constreñido por su propio contorno, se encarcela en una lectura lineal. El ojo que recorre la fotografía se detiene ante el corte (su corte) y reforma la mirada ante una molesta, impensada interrupción. (Eltit, 1983: 20)
La protagonista, cortada en su materialidad misma, de los trazos y dibujos de otros creadores, de otras miradas autoriales solapadas, ella misma doble, oblicua, elástica y móvil, eróticamente clandestina, se mueve oblicua y se camufla en el pasto. Se integra en esta acción a un espacio mayor, se apropia de la naturaleza, hace suyo el espacio de la grama para así integrarse a un espacio mayor:
Pero es de este modo como construye su primera escena (…).Para qué decirlo: está bajo el farol. Está bajo el farol de la plaza y aunque cunda el frío por estos lados se tiende sobre el pasto a dormir. Pero el sueño no llega y se da vueltas para cambiar de postura, Prueba a permanecer siempre con los ojos cerrados para que no se le espante el sueño. Es una imagen completamente distinta para el que la lee. Se revuelca sobre el pasto cruzada por su terco insomnio. Se estira toda. Desde lejos es una sábana extendida sobre el pasto, desde cerca es una mujer abierta, desde más lejos es pasto, más allá no es nada. Está tan oscuro en la plaza. Desde la acera del frente es un cuadrante iluminado. Como un zoom es la escritura. Reaparece la mujer que duerme o quiere dormir, pero no es así: es el placer de extenderse jugando con el deleite de su propia imagen. Infantil tendida es ésta. De mentirosa lo hace. Porque jugar a la distorsión de la mirada por falta de luz, ha sido una actividad explotada hasta el cansancio. Vence así el equívoco, crece la confusión y el insomnio es un hecho fugaz. Todo este movimiento no es más que para lograr frotar una de sus piernas en el pasto y es por eso que finge no poder dormir, como si su mente no abarcara más que ese estado. Se da vuelta deseperada en su lecho, pero su conciencia está pendiente de cada rozada de su pierna sobre el pasto, ese extremo momento en que sus vellos se erizan levantándose de la pierna y creando otro circuito de cercanía. (Eltit, 1983:22)
En esta misma dirección de posesión y, con esto, de agenciamiento social, podemos ver cómo, en la oratoria de El Padre Mio hay una constante repetición de la alocución: “Padre Mio”. Desde mi perspectiva, en este gesto se genera una distancia, un modo de nombrarse igual y distinto a la vez del padre. Padre Mío, como el Caín bíblico, ha sido expulsado del espacio ideal del Edén. Padre Mío y Caín han sido condenados a vivir sin amigos ni familias:
A mí me intentaron matar antes por él, cuando necesitó dinero él, ya que lo necesitó cuando mataron a mis familiares. Se deshizo de ellos porque a él no le convenía, ya que ellos fueron elegidos para despistar, porque él subsiste de ingresos bancarios ilegales, pero él es el que da las órdenes aquí en el país. Le da las órdenes al rey Jorge que vive en la calle Zapadores, él vive por acá. A mí me corre una póliza de seguro de vida de los hombres de privilegio y de preferencia, y a mis familiares también (…) Lo que estoy conversando no es mentira, ya que les di una explicación a unas cuantas personas por lo mismo, pero él hace lo que quiere. A mí me quería tener en un recinto recluido para silenciarme, para que yo quedara silenciado en el personal de la Administración, porque yo tengo que solicitar el dinero bancario a ustedes (Eltit, 1989: 27).
Las evocaciones que hace Padre Mío de su “padre-poder-jefe”, están siempre referidas a la muerte, al sacrificio y, sobre todo, a la injusticia, a la impunidad. Este Caín desterrado revive las últimas palabras de Jesús: “¿Padre Mio, por qué me has abandonado?” Por otro lado, deja la duda de ¿Quién es el Padre Mio de este personaje?, ¿Por qué su discurso está siempre centrado entre un yo y un él que es yo, al mismo tiempo? ¿Quién es capaz de poseer un poder tan grande en el pequeño Edén chilensis?
En otra esquina de esta misma percepción aprecio la verbalización de esta Salomé de Aunque me lavase con agua de nieve: ya no se integra a la mitología bíblica re-significando una cultura occidental, sino que se conecta a la simbólica de la Malinche, la traidora, la destructora de todo espacio edénico anterior a la imposición cultural. Salomé- Malinche repetirán la misma historia una y otra vez, y en ninguno de los casos la historia las salvará[7].
Una proyección de estas lecturas me permite ver cómo se paradojiza la idea de perverso creando una vuelta de tuerca a todo poder. Recurriendo a Michele Foucault, para quien la realidad social es en sí perversa, pues pretende mostrar o manejar un orden definido normal, repito que existe un patrón a través del cual los seres humanos deben guiarse. Y es esta perversidad normativa la que es rechazada por los personajes que analizo: son personajes que han accedido a la cumbre del poder, lo conocen pero se alejan de él. En el alejamiento del orden deconstruyen el valor de la norma, de lo socialmente correcto y establecido y lo restituyen en el discurso como una fuerza obligatoria que se ejerce sobre seres humanos en quienes la estructura paterna fracasó. Si la base de una sociedad es dicha plataforma, al torcer su investidura existe la posibilidad para el lector de acceder al espacio de lo comúnmente denominado “locura”[8]. De allí que estos personajes se vean imbuídos por la definición de locos, asesinos y/o prostitutas, de todas formas se les marca con el signo de la muerte. En los casos que vengo analizando se puede ver cómo los personajes manejan autoconcientemente el discurso de la muerte como una forma de construirse. La protagonista de Aunque me lavase con agua de nieve, por ejemplo, sabe que la historia la tiene marcada como asesina, sabe que la historia ya la ha condenado y que ella deberá repetir el ciclo, pues el poder patriarcal considera que es necesario que así sea para integrarse al orden social. Recordemos que Foucault pone atención a la manera en la que el loco es integrado a un orden social dentro del cual su espacio es el de un individuo destinado al encierro. Personajes estos que van mostrando la experiencia de su subjetividad como la vivencia de un extraño, un extranjero, pues se niegan a aceptar el “orden” superior, que les ha fijado desde antes un modo de ser.
La expresión de esta negatividad dialógica abre la entrada a ese espacio cerrado para mostrar otra forma de violencia: la violencia estatal en el orden citadino. Las formas de organización social que conllevan las leyes estatales, sociales y/o de mercado son confrontadas desde las distintas verbalizaciones que los personajes hacen de sus realidades. El tipo de violencia que genera una estructura social y económica como la impuesta en el espacio contemporáneo produce la segregación compulsiva del ordenamiento de la ciudad para dejar que, el espacio y el tiempo, sean sujetos de apropiación por las instituciones estatales y modernas. De allí que, en la obra de Eltit, se metaforicen los “espacios vacíos”, tanto en el discurso mismo, como en la imagen recreada por los personajes. Sus identidades se ven como una fractura, un vacío en el cual el orden estatal masculino ha creado la semantización de la nación. Estética que se ve expuesta en el análisis que la autora hiciera de la obra de Sade:
La obra de Sade deja en evidencia una aguda tecnología de la crueldad que se produce a partir del ejercicio de una economía hiper racional. Un martirio que está inserto en la matriz de un desviado programa político que parece asegurar que existe una profunda relación entre los poderes hegemónicos y un extenso remanente libidinal. Una relación que sólo se puede resolver en el acto de trasponer, precisamente, los límites de poder que el poder representa, y así poner a prueba (como satisfacción) el grado de poder del poder. (1)[9]
En El Padre Mío, por ejemplo, se representa esta escenificación de la creación social desde el vacío, performance que expresa, como en un mural, la relación poder-deseo-obscenidad:
Yo tengo que solicitar el medicamento en compromiso, no el que está actualmente en compromiso judicial con la mentalidad. De contar el señor Colvin con la máquina desintegradora, pero él se opone, porque él quiere deshacerse de todas las personas que tienen compromiso para quedarse con las garantía bancarias una vez más. Porque él no las representa, él perdió sus derechos en los juegos de azar. Pero eso no lo saben ustedes, y el Padre Mio también las perdió.(Eltit, 1989: 34)
La puesta en escena que genera el habla de Padre Mío verbaliza las cualificaciones sociales de la nación bajo el poder totalitario y con esto, estructuran la ideología misma. En el quiebre de la lógica verbal e histórica solo se subrayan los aspectos imaginarios poco problables de ser reales y los rasgos simbólicos, vale decir metaforización del orden y estructura familiar, que todo discurso nacional/estatal posee.
En conclusión, el habla de Padre Mío, de Salomé, de la protagonista de Lumpérica, crean una performatividad que no es sólo una plasmación lingüística sin un rumbo fijo, sin una lógica estructurda; por el contrario, creo que es un acto de habla intencional. Al asumir el control de sí mismo el sujeto incorpora una forma de poder, en la medida en que materializa una serie de efectos. Sus discursos/sus hablas/sus narrativas se cohesionan en una cadena compleja de eslabones que convergen en el vacío que estatuye la base del poder. Desde esta perspectiva, lo que constituye sus hablas no es algo rígido y, por el contrario, la característica ontológica que éstas poseen asume una conciencia epistemológica. Se estatuye en la base de que el conocimiento de la realidad social sólo se da en un proceso histórico. Parafraseando a Sonia Montecino, el mito es escándalo histórico en que algunas mujeres se situaron para dar sentido a una política de dominación. De allí que la obra y la posición estética de Diamela Eltit eluda este forcep y se plantee en una esfera en donde, al re-articular el poder, re-significa la representación mítica de castigo, sacrificio, desobediencia, para, en este movimiento, re-semantizar el concepto de muerte, poder y violencia. Me parece que Diamela Eltit, en una ondulación nitzscheana, se cuestiona sobre la conceptualización de la verdad y el rol que este valor moral juega en la sustentación de una idiosincracia nacional. Creo que la respuesta a esta pregunta se estatuye en la alteración de las metáforas y de las metonimias con las que se ha construido la historia humana. Mitos embuidos en adornos poéticos y retóricos que le han permitido un uso ilimitado y, debido a esto, se les considera como verdades.
[1] Sandra Lorenzano afirma que el lenguaje de Diamela Eltit mantiene una opacidad que: “se manifiesta en una política narrativa que obliga a una mirada diferente, a una mirada desautomatizada, alejada de las conveciones establecidas dentro de la institución literaria (…) Es a través de esta opacidad donde su escritura despliega su capacidad de dispersión más subversiva, en el quiebre de códigos impuestos que la llevan a una exploración y a una experimentación permanentes sobre los límites de la narración” (12).
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