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En memoria de Robero Bolaño.

por Ricardo Cuadros
Artículo publicado el 08/11/2003

¿Qué hace importante a un escritor? Su manera inigualable de expresar la realidad y sus fantasmas. Es el caso de Roberto Bolaño, que acaba de morir en Barcelona, a los 50 años. En sus novelas, cuentos, poemas, artículos y entrevistas, Bolaño construyó una obra perfectamente actual, a la vez que entroncada en la literatura universal.

De manera divertida y provocadora, Roberto Bolaño hizo de sí mismo una figura literaria en la que confluían un lector lúcido, un satírico a la manera de Quevedo, un sujeto consciente de sus limitaciones, un escritor de tiempo completo. Recuerdo haber conversado en Barcelona, a comienzos de los ochenta, con un poeta que se contó entre sus amigos, el chileno Bruno Montané, que me dijo de él: «Roberto es un hombre obra». Montané sabía de qué estaba hablando. Otro escritor, el también chileno Alberto Fuguet, publicó unas líneas a la muerte de Bolaño que sintetizan el sentir de muchos: «Lo admiré tanto como lo temí. Un personaje genial, tanto por su genio como por su mal genio». Entre aquel cuasi secreto «hombre obra» de hace veinte años y el personaje admirado y temido del 2003, se construyó la personalidad y la escritura de Roberto Bolaño.

En la mirada de Bolaño, expresada en síntesis enorme en su novela Los Detectives Salvajes – me permito retomar en este párrafo lo dicho en otro lugar -, los latinoamericanos que nacimos en los años cincuenta estamos todos marcados por el sino trágico de las utopías traicionadas. Éramos demasiado pequeños cuando se estaban gestando los proyectos de transformación radical del mundo y cuando llegamos a la edad de participar descubrimos que teníamos que movernos entre escombros y cadáveres. No obstante, seguimos soñando, y este deambular entre el sueño y la pesadilla creo que corresponde plenamente a la transición (latinoamericana) entre las fuerzas de nuestras culturas locales y las de la globalización de las comunicaciones y del capital transnacional, la transición entre modernidad y posmodernidad.

La popularidad que ha alcanzado la obra de Bolaño es una señal de que esta mirada, trágica aun cuando a menudo nos haga reír o sonreír, corresponde a los síntomas de una época. Hemos dejado atrás, de manera bastante brutal, un tiempo en que creíamos posible la felicidad y vivimos este comienzo de siglo semi acogotados por la violencia y la mentira, por el atropello cotidiano del sentido común y el diálogo, en Nueva York, Kabul y Bogotá, en Ramala y Monrovia, aquí mismo donde escribo y usted lee. Roberto Bolaño, sin haber escrito una sola línea de «literatura política», es uno de los autores políticamente más certeros del cambio de siglo, cerca de otros como el colombiano Fernando Vallejo y el argentino Ricardo Piglia. Bolaño apostó por la representación del desastre y su novela Nocturno de Chile o sus cuentos del volumen Putas Asesinas, nos hacen sentir, cada vez que entramos en sus páginas, que el mundo se nos está viniendo abajo y que todos hemos aportado con un pequeño empujón para este derrumbe.

En noviembre del año pasado, la Universidad de Poitiers organizó un coloquio sobre su trabajo, en el que participamos unos quince académicos y escritores de varios países. Las ponencias de ese coloquio están por publicarse y serán una referencia en el estudio de su obra. Roberto Bolaño estaba invitado a ese coloquio, cómo no, pero se disculpó a última hora por motivos de salud. Nunca me lo imaginé muy bien, la verdad, allí en la sala oyéndonos hablar en términos académicos de sus personajes, de las filiaciones literarias y filosóficas de su obra, de la estructura interna de alguna de sus novelas o cuentos, de los alcances de su escritura en la narrativa y la sociedad latinoamericanas. Bolaño sabía mucho de literatura pero su formación no era universitaria sino puramente individual, callejera, de conversación con amigos y reflexión profunda. Tal como me cuesta un poco imaginarlo en aquellas reuniones de Poitiers, creo, también, que hubiera sido fabuloso tenerlo allí, con su cigarrillo y su cara de desconfianza. Estoy seguro que nos hubiéramos divertido de lo lindo.

Roberto Bolaño sabía que su enfermedad hepática era grave, por lo menos desde mediados de los noventa, cuando comenzó a ser reconocido como un escritor notable. Trabajaba contra el tiempo y cuando terminó Los Detectives Salvajes, en 1998, en una de sus cartas me hablaba de su cansancio, después de tamaño esfuerzo. «Terminé mi novela. 720 páginas. Un verdadero infierno. Y tras la corrección, algo por lo menos he aprendido: NUNCA MÁS escribiré un libro tan extenso». Como sabemos hoy, se recuperó pronto del agotamiento y ese nunca más (en mayúsculas en la carta) pasó al olvido: la novela que dejó inconclusa al fallecer, titulada 2666, iba ya por las 1000 páginas. Creo que Roberto tenía conciencia de que su cuerpo no lo acompañaría hasta donde su mente creativa se proponía llegar, y cada día de su vida se convirtió en horas de lucha para completar su obra. Poco antes de ingresar al hospital por última vez, le entregó a su editor, Jorge Herralde, el volumen de cuentos El Gaucho Insufrible, que saldrá al mercado el próximo mes.

La figura de Roberto Bolaño ha entrado, con apenas 50 años de edad, en la región misteriosa de los escritores que mueren demasiado pronto, como Reinaldo Arenas o George Perec. Es extraño pensar que no envejecerá con nosotros, si es que llegamos a viejos. En estos días he vuelto a releer algunos poemas suyos y me detengo en las últimas líneas de uno titulado Resurrección: «La poesía entra en el sueño/ como un buzo muerto/ en el ojo de Dios».

Amsterdam, 18 de julio de 2003

 

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