Por aquel descuido ya patológico en él para los trámites y vencimientos burocráticos, Enrique Valdés Gajardo (1943–2010) agotaba en otoño de 1992 la generosidad de las oficinas diplomáticas de Chile en la ciudad de Chicago. Sin las planillas del visado en orden, ya no podrían ayudarlo. Las autoridades de inmigración le expidieron el ultimátum: debía abandonar su plaza de profesor en la Universidad de Purdue-Calumet, en el colindante distrito de Hammond, del estado de Indiana en Estados Unidos, y por ley marcharse cuando antes a su Chile natal.
Los amigos debimos tenderle una mano—una vez más—mientras armaba con prisa sus bártulos de última hora. Justo el 25 de noviembre de 1992, el día de Acción de Gracias por aquellos linderos cuya fealdad sólo los “milagros y mentiras” de la nieve encubren y desmienten, apuró un poema de su puño y letra en una hoja timbrada. Después de fotocopiarla, la repartió, con dedicatoria y firma agregadas, a cada uno de sus buenos samaritanos. Es posible que hasta ahora el poema haya permanecido inédito. Se titula “También quiero decir ‘gracias’…”
Al otoño de Hammond que me trae estos árboles
que a veces nos recuerdan la antigua primavera
Al Noviembre que ahora tan pronto se retira
Y a la nieve que trae milagros y mentiras.
Gracias por compartir el pan y la bebida
el vino de la tarde y de la poesía
La música que fluye cuando se está en el fuego
del aire, del agua, del río, de la Vida.
Enrique dice ‘gracias’ a los que le han tendido
la mano generosa, la voz. Y todos estos días
de libertad, de Paz:
De Poesía.
En efecto, la preponderancia a cada instante de la poesía en ese sentido libertador y de paz a menudo lo llevaba a desdeñar las obligaciones prosaicas de la vida ciudadana. Llegamos a consolidar una gran amistad a partir de 1987, al tiempo que ambos cursábamos los cursos del doctorado en la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign. Después de un breve lapso por caminos divergentes, coincidimos de nuevo durante otro año y medio como colegas del mismo plantel en la Universidad de Purdue-Calumet. ¡Cuántas veces hasta entonces lo vi enredado en uno tras otro trámite oficial!
Con todo, fundaba entretanto una revista, colaboraba con otras, sostenía un taller literario, dictaba conferencias, y de cuando en cuando, “serruchaba” en recitales el llanto noble de su violonchelo. Amén de los premios que le habían otorgado en su país por su obra literaria, al conocernos recién sacaba de la imprenta el poemario titulado Avisos luminosos. Su tesis de grado versó sobre la obra de Gabriela Mistral. Después de despedirnos, sale en 1996 la segunda edición de su novela Ventana al sur, y la colección de cuentos Agua de nadie. En 1998, publica otro poemario, Materia en tránsito, y en 2002, otra novela, Solo de orquesta.
La primera vez que lo leí me embargó el mismo golpe de asombro del cual, a más de un siglo antes, hablaba mi compatriota Eugenio María de Hostos al referirse a la literatura chilena. Son los chilenos los que en general mejor escriben el castellano, decía, y aunque sean “menos imaginativos que nosotros, los tropicales”, se destacan por la investigación libre del encomio hueco y “el uso preciso del adjetivo”. Leer a Enrique es todavía para mí conversar con él tal como conversan alrededor de la hoguera, con un buen tinto en vaso chato, los que se crían en las regiones de contornos muy extensos y exiguos de pobladores. La inmensidad une y obvia lo superfluo. Su voz había nacido en lo hondo del Río Baker, y en ese acallado torrente patagónico encauzaba también la voz de Nuestra América.
Al poco tiempo de afincar en Indiana, escribe y me regala “Árboles de Hammond”. Ignoro si se ha publicado.
Desnudos árboles del otoño de Hammond
donde penetra la cara gris del cielo. Desnuda
ventana de este cuarto
que dibuja lágrimas de tristeza en el torso
desnudo de los árboles.
Traspasados por la luz de la mañana
levantan su música de invierno,
sin hojas y sin flores. Palidez de la muerte
que antecede el invierno como si agazapada
la nieve estuviese esperando en el cuarto del lado
entre la música de Weber y un violonchelo.
Desnudos los árboles de Hammond. Soledades
de la música y del sonido que penetra
como un hilo de agua entre las ramas sin vida
de las plantas.
Algo transita en ellas todavía.
La sabia vida agazapada llora,
la música de la tierra se levanta y penetra
en las raíces y sube a la corteza.
Por la ventana el rostro gris de todo el universo
Tu rostro oculto, dios, tus manos frías
tu cimiente que todo lo renueva
aún la muerte
con este vaso de música y tristeza
que es Weber, una flauta y un violonchelo.
La ventana desnuda, convertida en espejo gracias al plateado posterior que ofrece “el torso desnudo de los árboles”. No son tanto las experimentaciones vanguardistas de la forma las que lo poseen como lo son en cambio las imágenes de cala intralímites. Así tocaba el violonchelo, al dominio de “la música y del sonido que penetra /como un hilo de agua entre las ramas sin vida /de las plantas.”
Siempre sospeché que no era de su total agrado enmarcarse a razón de un criterio meramente coyuntural en la llamada Generación de la Diáspora, o de la Dispersión. El poeta de la Naturaleza se halla abandonado en los elementos en sí migratorios del “fuego / del aire, del agua, del río, de la Vida”. En el cuento titulado “Lo visible y lo secreto”, hacía decir a su narrador: “Porque toda nuestra historia no es más que una madeja tejida y destejida por el sur implacable de Chile y por nuestra absoluta carencia de arraigo.” Y más adelante: “…la ciudad me ha encarcelado. Me muevo en ella como un prisionero que trata siempre de escapar, pero un detalle insignificante, como una cajetilla de cigarrillos olvidados en su celda, lo retiene y lo hace regresar”.
Enrique habría preferido quedarse algún tiempo más en Hammond. Le urgía recabar ciertos compromisos, algún detalle insignificante. El mismo desarraigo, su congoja antártica, lo inclinada a descubrir en cualquier lugar cómo “la música de la tierra se levanta y penetra / en las raíces y sube a la corteza”. Hoy lo recuerdo así, chambreándole a la visita el tintano mientras uno de aquellos guisos de su tierra humea en el fogón, “agazapado” en la música y la poesía, y ajeno hasta la sorna al hielo detrás de la ventana, y a las obligaciones esas que nos impone la ciudadanía.
3 comentarios
Enrique Valdéz es uno de mi poetas preferidos. Gracias por recordarlo aquí.
Enrique Valdes no se ido. ¿Como se puede marchar un personaje asi? El sigue en nuestra memoria, para siempre. Como decia Jorge Manrique en sus ´Coplas¨ …y aunque la vida murio, nos dejo harto consuelo su memoria. RIP querido camarada.
Muy fiel retrato, por Egberto (a quien no tengo el agrado de conocer). Como historiador de Aysén, y, por supuesto, como escritor, sentía que su escritura contenía un particular y secreto enlace con mi alma debido a los años (1952-1960) que viví de joven en aquel territorio patagónico. No le conocía personalmente. Cruzamos correos electrónicos entre Santiago y Valdivia, que poco y nada aportan, a veces. Pero el año 2007, octubre, cuando recorríamos de regreso aquellos parajes del Austro profundo, imposibles de describir, nos encontramos en Chile Chico para una cita de escritores y compartimos durante dos días alegres e inolvidables mesas. Mi impresión de Enrique Valdés no pudo ser otra que comprender que su alma estaba impresa en sus escritos como en efecto estan allí las aguas, los bosques, las montañas y el viento del Baker y de Lago Verde. La misma armonía de su instrumento de cuerdas. Enrique no debió irse tan pronto.