A lo largo de los años ochenta, el testimonio artístico-político de Pedro Lemebel no se dejó de transcurrir, entre intersticios desolados pero igualmente ardientes, por aquellos espacios públicos arrebatos a puro pulso a la dictadura. Mientras Mariana Callejas y su cohorte de escritores eunucos, propiciaban el “oficio” de la escritura, perfectamente contiguos al “oficio” de la tortura y del horror, desde el “Colectivo de Escritores”, pasando por “Coordinador cultural”, hasta la “Yeguas del Apocalipsis”, Pedro Lemebel fue construyendo su peculiar subjetividad política y cultural, desde donde la escritura de las crónicas iban pasar a constituirse en el registro de su transgresión más feroz y provocativa a la novelística chilensis noventera. Aquella prosa relamida de los herederos de Mariana Callejas, rejuvenecidos vía “Zona de contacto” del Mercurio, bajo el auspicio Skarmetiano, Lemebel no tuvo más aliados que la Radio Tierra y, quizás, la referencia casi marginal de la escritura de Diamela Eltit, en directa pugna contra el canon mercantil de los 90.
Por eso es que resulta tan poco pertinente el comentario de Antonio Skármeta a propósito de la partida de Pedro Lemebel: “Que la atractiva figura histriónica de Lemebel no postergue a un lugar secundario su prosa”. Como si el Lemebel “histriónico” no fuera el mismo del de su “prosa”, en circunstancias que precisamente su “prosa” es el resultado de una subjetividad radical, no producto de una experiencia claustral, aséptica y asexuada con el “oficio” literario, sino de una experiencia porosamente barrial, salvaje, barroca, contracultural y, por último, jugada y provocativamente histriónica. Mal haríamos, y no atravesaríamos la mediocridad literatosa, si a Lemebel lo licuáramos en el puro canon y en el género “prosístico”, dejando fuera o expurgando todos los elementos más transgresores, controversiales y deslenguados de su subjetividad, dejando fuera su oficio performacístico, su radicalidad homosexual, su rebeldía política no por simple adhesión o militancia a una izquierda cada vez más extrema, sino por un ejercicio y una experiencia extremadamente cómplice con la calle, la marginalidad y lo popular, sin perder nunca un olfato y un instinto de clase descomunal, que le salía rebeldemente por los poros, como le salía a la Violeta Parra, o como le salía a su amada Gladys Marín.
Lemebel, como cáustico contradictor, también vivió agudamente sus contradicciones, en el límite de su deseo corrosivo contra el poder abrigaba también una líbido de contagio con algunos de sus símbolos culturales más proclives a ser “subvertidos” para la causa, o bien para “su causa”, como si estos sujetos relacionados con el poder o cerca de él, en la práctica ya formaban parte o integraban una especie de oculta camada de “compañeros de ruta”, aunque en el estricto espacio público conservaran una cara acomodaticiamente neutral, pero siempre políticamente progre, es decir, de la estricta bonhomía gestual del Poder.
No es de otro modo, como habría que entender la amistad de Lemebel con la Ministra de Cultura Claudia Barattini, amistad que está en las antípodas, por ejemplo, de su amistad cómplice con la poeta Carmen Berenguer. Aquí, como diría Bolaño, hay un abismo, una tensión irresuelta. No sería irrisorio pensar que el “oficialismo” cultural guardaba un especial sentimiento de culpa por no haberle entregado el premio nacional de literatura a Lemebel, precisamente por haber respondido u obedecido al mandato “concertacionista” de honrar a una de sus figuras más leales a su política adocenada y legendariamente consensual. Lo políticamente correcto era premiar a Antonio Skármeta, él representaba el “alma” y la trayectoria más luminosa de la Concertación, aunque ya ésta fuera una realidad póstuma, o precisamente, por eso mismo, como ya no existía, la mayor epifanía era halagarla con ese premio, simbolizando y premiando a “esa” cultura, y no a otra, que arrastraba una tribu marginal y callejera.
Lemebel fue construyendo su gestualidad “histriónica”, no sólo en la calle, en ese forcegueo frontal en el cruce con el deseo de los otros, evitando caer en el encierro sadomasoqua foucaultiano, que denunció con extrema lucidez en una entrevista antológica, también la articuló desde los lugares doctos que conflictuaba, y recorría como quién cruza la alambrada llena de infinitas trampas, siempre con el desasosiego y con los pies de plomo de un avanzado hijo ilegítimo de la escuela de la “sospecha”.
Sin embargo, su escritura de un barroquismo salvaje e intensamente lírico, más allá de su predilección por Perlongher o su singular afinidad con Carlos Monsiváis, también proviene, aunque de forma lateral y por contigüidad biográfica cómplice, de Nelly Richards, Diamela Eltit y Carmen Berenguer, pues para Lemebel fue clave el encuentro con la transgresión feminista de los ochenta, de la cual emergió toda su radicalidad y rebeldía.
2 comentarios
..Bien su vida y su prosa, su prosa y su vida «…seguirán viviendo y llenaran el mundo».
Uno más de unos cuantos, curiosa-mente deben morir para vivir en este país, no sin antes, decir que el «PAN ES PAN Y EL VINO ES VINO» (Duro, con hongos, rico sabroso, malo pero weno…) lo que garantiza un pase directo al sótano y cerco cultural..al chaqueteo y miedo, de estar de a-cuerdo, demostrando no estar de acuerdo.. Y la muerte curiosa-mente resucita, afor-tuna-da-mente, el mundo ya sabe de él y es demasiado tarde para sepultarlo en el olvido…
Nada más que explicable que el poder desconociera el gesto transgresor de Lemebel. Creo que no se merecía ese adocenamiento de los llamados»premios nacionales». Su «prosa colisa» camina sola, no requiere de reconocimientos oficiales. Larga vida le espera a su obra.