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Llama diminuta es la escritura: sobre la poesía de Sergio Rodríguez Saavedra

por Julián Gutiérrez
Artículo publicado el 23/11/2021

Miramos el mundo una sola vez en la infancia,
el resto es memoria.
Louise Glück

 

sergio-rodriguezResumen
Este trabajo busca analizar la propuesta escritural del poeta chileno Sergio Rodríguez Saavedra en el contexto de la simbología del fuego, del problema de la colonialidad latinoamericana y de las posibilidades de la memoria. Lo anterior con el propósito de delinear la presencia de una poética lumínica que se constituye como forma de promover una actitud crítica respecto al relato de la historia oficial y de la modernidad predominante en curso.

Palabras claves: Poesía chilena, promoción post-87, Sergio Rodríguez Saavedra, utopía

 

Introducción
Leonardo Sanhueza, en su libro La partida fantasma. Apuntes sobre la vocación literaria (2018), junto con cuestionar las certezas en los relatos vocacionales de escritores, sugiere que el origen del destino literario tendría una relación fundamental con “los primeros lances imaginativos” ocurridos en la infancia y, en específico, con aquellos asociados a la presencia del fuego. Al respecto dice: “No hay cosa que ejerza mayor poder de atracción sobre un niño que la llama vacilante de una vela en la oscuridad, las brasas al rojo, las fogatas, las antorchas” (91). Situando así la emergencia de un imaginario de belleza y miedo, puesto que, por su docilidad cotidiana y su potencia indomable, el niño aprendería que el fuego puede ser controlado, pero no dominado. Con el fuego entonces –advierte Sanhueza– el niño “asiste al misterio de la literatura” (92).

A partir de la imagen del fuego, junto con evocar el mito “prometeico”, Sanhueza parece aludir también a la actitud primordial del poeta. Aquella que, según Gaston Bachelard, representa el ansia de “mirar un más allá de lo ya visto” (La llama 8). Y claro, esta búsqueda ardorosa de realidad –tan propia de la infancia–, en tanto deseo de ver y describir en la imaginación el mundo, no parece estar solo vinculada a la necesidad humana de acceder a una visión desenajenada o creadora de la realidad. Este impulso también está ligado a aquello que ha acompañado y definido a la figura del poeta, aunque con ciertas variaciones de énfasis, desde el Romanticismo hasta acá. No por nada Julie Jones, en un estudio sobre poesía e infancia, considera que la mayor muerte ocurre a las personas cuando estas pierden la plenitud sensorial; esto es: en tanto inician esa “mala costumbre” de hacerse adultos, producto del control que ejercen en la percepción las leyes de la lógica y las estructuras conceptuales. Es aquí cuando los seres humanos comienzan a vivir –a juicio de Jones– su principal destierro y caen en cuenta de la tragedia de una traición, así como de la necesidad de revertir el extravío de la vida, intentando retornar de la muerte al niño que fuimos, para mantenernos en fidelidad con lo más propio de nuestro ser que yace oculto y olvidado en la conciencia adulta: esa asombrosa intuición de la existencia que refiere Jaime de Ojeda en su prólogo de Alicia a través del espejo.

La escritura poética, entendida como aquella práctica que busca participar del “existencialismo fabuloso” (Bachelard, La poética 181), en su intento de entrar en contacto con el fantasmal mundo de la infancia, como naturaleza perdida, parece traducirse en un adecuar progresivo del material verbal a la tentativa de una posibilidad redentora: el deseo o sueño de mayor claridad y plenitud existencial. El poetizar como contraposición a nuestras miserias: nuestros claroscuros y agonías. Señeras, por lo cercanas e inevitables en esta reflexión, son las obras de Enrique Lihn y Jorge Teillier. Puesto que, además de servir de ejemplos, indican caminos aparentemente bifurcados de esta aventura de “piezas oscuras” y de “muertes y maravillas”. Es decir, una suerte de diálogo que no solo atraviesa –por la mitad– tanto el territorio largo de Chile como el espejo donde se mira (el siglo xx), sino que también tiene la virtud de proyectarse hasta hoy en nuestra poesía más próxima. Pues, como advierte muy bien Luis Andrés Figueroa: “Ambas poéticas, la de Teillier y Lihn, se interceptan en un plano de enunciación, deudor del surrealismo y la antipoesía, distinto del “yo” totalizador de los fundadores de la poesía chilena” (Al sur del espejo 270). Junto con este “yo” desprovisto de las condiciones del “pequeño dios” de ambas obras, parece perdurar también ese “sentimiento de extranjería” que las recorre y una suerte de convicción de que, frente a la amenazante alienación, la respuesta plantea la superación de lo individual, es decir: recuperar la voz de lo colectivo, del nosotros. Aunque la variante tiene relación con los grados de ilusión-escepticismo, maravilla-pesadilla, o de lenguaje magia-ciencia, ambos dan cuenta de una pertenencia crítica a una historia que ha maltratado lo humano y a una poética orientada a la indagación o recuperación de la realidad del ser. Esta en tanto “realidad secreta” o “hiperrealidad” que escapa a la “mirada” normalizada o impuesta por la dictadura de una influencia externa (modernidad globalizante) o de un lenguaje (uso convencional), haciendo necesaria la redención al calor de la más próxima y esquiva llama: la del fuego y la lucidez.

Esta confluencia de ímpetus descrita, que desmonta dicotomías y huye de reduccionismos, parece entroncar muy bien con la poética de Sergio Rodríguez Saavedra, en cuya obra converge la presencia de un sujeto que transita entre la desesperanza y la utopía, el influjo mágico de una memoria personal y el de aquella activada por la documentación y el estudio. Además de una elaboración lingüística que no solo manifiesta un giro surreal, sino también uno diseñado por la manipulación consciente de la palabra. Todo en una suerte de tensión que se amplía y contrae, como un juego constante, característica de un decir y pensar desprovistos de dogmas y prejuicios. Actitud propia de un sujeto que asume el ejercicio de la poesía, como se verá: 1) bajo la metáfora de un pequeño fuego –“Llama diminuta es la escritura”, dice– y 2) con el supuesto de que “un hombre envejece / sólo cuando olvida su primer sueño”. En referencia, tal vez, a ese arder crítico o sueño que anima toda escritura: encandecer los límites del lenguaje y de la propia vida; el silencio y la muerte, este doble trato con lo imposible como refiere Eduardo Milán. Imposibilidad vinculada al oficio del escribir y a la existencia objetiva del autor: problemática expresiva y existencial a la que Rodríguez Saavedra parece enfrentar con hidalguía a través de su trayectoria de ya más de 30 años de escritura.

Contexto, sujeto e intención escritural: tres aspectos para un atisbo de luz
1. Sobre el contexto escritural
, se puede plantear que la vida y obra de Sergio Rodríguez Saavedra parece situarse en una suerte de “entre”, frontera o margen: intersticio y concomitancia, territorio donde diverge y converge lo diverso; agonía y parto, tiempo de crisis; ambivalencia de la pira, ese allí donde el fuego alumbra o la luz oculta su oscuridad, como suele decir en sus versos. Por esto, tal vez, contiene también la impronta del sujeto que sabe y no deja de principiar, de buscar o explorar; inmerso siempre en ese claroscuro que es la realidad misma, con todo su suceder de certezas y contradicciones. Un resumen de su biografía señala que nace en Santiago el año 1963, crece en los sectores empobrecidos de la zona poniente (Maipú), realiza estudios universitarios en provincia (La Serena) y trabaja como profesor, enseñando a leer y escribir, en zonas vulnerables (La Pintana). Como poeta integrante de la denominada promoción post-87 o “Generación Apagada”, como él mismo denomina –aquella conformada por poetas que nacen en los 60, se educan en la dictadura y emergen con sus primeras obras alrededor del año 1987–, sabe muy bien de utopías y de sueños aniquilados. Todo dentro de una época signada por la noción de “fin de siglo” y sus polémicas sobre la postmodernidad y la implantación de un neoliberalismo que buscaba globalizarse a como diera lugar.

Un elemento clave del escenario contextual, que es necesario remarcar, es la arremetida que acontece en el inicio de la década del 70, en América Latina y particularmente en Chile, contra los movimientos populares y los imaginarios de transformación en boga: modernidad, marxismo, vanguardias, etc. Acción que se manifiesta a través de golpes de estado y gobiernos dictatoriales que, a sangre y fuego, instauran, no solo la política de la muerte y la tortura, sino también, la censura y el control del saber. Implantándose, de esta manera, un nuevo imaginario, una nueva percepción de la realidad, que logra permear incluso las esferas del arte mismo. Muchos comienzan a hablar, entonces, de la instalación de una suerte de “clausura” de una época o imagen de “cierre”. Junto con hablar de “fin de siglo”, se comienza a enfatizar la idea de “fin de la modernidad”, “fin de la ideología”, “fin de la historia”, “fin de la utopía” y una serie de otras “muertes” decretadas para dar cabida a un nuevo orden o imaginario de oclusión, sustentado por las ideas de la postmodernidad y el neoliberalismo. Especie de necropolítica que, extendida a la literatura, se manifiesta en teorías que hablan de la “muerte del autor” (Roland Barthes, Michel Foucault) y “muerte de la poesía moderna” (Eduardo Milán, Octavio Paz, Haroldo de Campo). Esto por el supuesto predominio de un sujeto esquizofrénico que (sin centro ordenador, a modo de un surrealismo sin inconsciente o de un eclecticismo irracional), incapaz de imaginar un cambio o una alternativa al orden vigente, apela al pastiche (parodia vacía, sin sátira) para construir una poesía sin capacidad crítica. Reduciéndose, así, el ejercicio poético a un simple acompañamiento de la normalidad hegemónica, sin ánimo de antagonismo. Es decir, una poesía desprovista de toda dimensión política o utópica. Condición que, como veremos, no aplica para el caso del autor y obra en revisión.

Si consideramos la trayectoria literaria de Sergio Rodríguez Saavedra, tanto en su etapa de formación –a fines de los 80, en el seno de la Universidad de La Serena–, como en la de maduración (iniciada a principios del 90, en Santiago, donde además funda y dirige la revista La Punta de Buque, la editorial Santiago Inédito, anima actividades culturales locales y escribe críticas en medios nacionales), Rodríguez ha sido alguien que siempre ha dejado en evidencia su compromiso con aquellos lugares relegados de la sociedad y de la cultura establecida. Este claro compromiso político se manifiesta en un quehacer literario que, al adoptar el “ethos” vanguardista (y por lo tanto moderno y utópico), parece operar en relación antagónica y democratizadora respecto a las prácticas del poder hegemónico. No se trata, como veremos, de un “poeta en lugar tranquilo” (como dice Milán), sino más bien de un autor que, desde la incomodidad y el desasosiego, se plantea en conflicto con aquellas expresiones totalitarias que, a todas luces, limitan, enajenan o atentan contra lo humano. Algo de esto anuncian los títulos que conforman su obra poética: Suscrito en la niebla (1995), Ciudad poniente (2000), Memorial del confín de la tierra (2003), Tractatus y mariposa (2006), Militancia personal (2008), Centenario (2011), Ejercicio para encender el paso de los días (2014), Patria negra patria roja (2016), Días como peces (2020); así como las antologías: Nombres propios (2017), publicada en España, y Antología de agua y hueso (2018), publicada en Colombia. Hay en este listado de nominaciones, como se puede apreciar, alusiones a determinados espacios físicos y temporales, pero también referencias a una determinada visión e identidad: la de una escritura situada y en tensión tanto con las posibilidades “lumínicas” de la palabra como con las “luces” de la Historia.

2. Respecto al sujeto predominante, creo que la obra poética de Sergio Rodríguez Saavedra constituye un corpus armado en torno a un hablante que, junto con adentrarse en una subjetividad de voces diversas, parece dar testimonio de una comunidad maltratada y del consiguiente suceder de una pérdida, una ausencia o un anhelo relegado por el demoledor tránsito de la historia. Esa historia que –como se sabe–, para el caso de Latinoamérica, nos atraviesa desde la invasión europea hasta acá, mostrando el rostro de una modernidad ajena e impuesta, además de abiertamente negadora y excluyente. Esto, al fundamentar una ideología de la “superioridad” europea y ejecutar, primero, una conquista colonial y genocida contra los pueblos no-europeos; y, luego, desde los nacientes estados, el predominio de una elite de características aristocráticas que, hasta hoy, ha instalado una estructura de abuso y exclusión contra la mayoría popular. Para el caso chileno, esta situación ha significado, entre otros tantos hechos, una política de exterminio de la población y las culturas originarias, matanzas de obreros, tortura y desaparición de movimientos populares de izquierda, discriminación y abuso contra las mujeres, etc. Esto es, una “Historia” que, desde el punto de vista de quienes la escriben con mayúscula, ha sustentado un supuesto “triunfo” en aras de un orden que se ha traducido, para la mayoría, en orfandad, negación, sufrimiento y muerte.

De aquí que en la totalidad del proyecto poético de Sergio Rodríguez Saavedra adquiera centralidad y sentido la presencia de un sujeto que, siendo uno de los excluidos, toma la voz y hace partícipes a todos aquellos que, a través de los siglos, y a lo largo y ancho del territorio, han sufrido la marginación y el fracaso todavía en curso. En esta comunión humana están simbolizados: indígenas expoliados del norte, centro y sur del país; mujeres marginalizadas de la ciudad y del campo; y personas de distintos oficios –entre ellos poetas, pugilistas, brujos, mineros, pescadores, campesinos o simples caminantes– y edades –niños, jóvenes y ancianos–. Todos: seres unidos por la experiencia de una vida vedada de toda posibilidad de felicidad y sueños. Ejemplo claro de esto son los libros Suscrito en la niebla, Ciudad poniente, Memorial del confín de la tierra, Centenario y Patria negra patria roja.

En Suscrito en la niebla, adquieren contorno esos seres (in)visibilizados cuyos sueños e ilusiones parecen rápidamente haberse esfumado: hecho bruma, humo, polvo, negrura. Aquellos que no tuvieron la oportunidad de brindar ni bailar, pues para ellos la vida solo ha significado: “un puñetazo”, “promesas despedazadas” o un arrastrarse “hacia la noche”. Emblema de esto es el poema donde el sujeto hace referencia a Martín Vargas, ícono de una época en que los medios oficiales hacían parecer posible el sueño del éxito, peleándole a la vida, para luego aprender de golpe que:

… el “pega Martín, pega” se ha transformado
en la búsqueda de una pega mal salariada
… y ese automóvil flamante
es un hueso quebrado en la memoria,
recuerdos que tiran la toalla
y caen derrotados en este rincón (18).

O “La Rosa allá de Renaico”, poema que alude al drama de la migración, a través de una mujer que, luego de haber abandonado su tierra natal y sufrir la desilusión en la ciudad, retorna despojada de sueños y futuro, tal como se puede leer en las siguientes dos primeras estrofas:

Me cuentan, Rosa Bravo,
que ya no eres la mujer brava que conocí.
Te has divorciado y vuelto al sur.
Dicen que levantas animitas en la garúa
mientras en los charcos contaminados
las pisadas de tus hijos desfiguran el cielo (20).

En Ciudad poniente, por su parte, se hace presente la arquitectura de una especie de “urbis ruina”. Una ciudad donde los que ahora sufren las calamidades de la vida son, nada más y nada menos, quienes constituyen la base humana y cultural de nuestra sociedad mestiza y pluricultural. Por lo tanto, ya no se trata solo de pisadas que desfiguran el cielo de la mayoría de los hijos de este territorio llamado Chile, ahora la tragedia alude también directamente al sueño masacrado que está en las bases de la propia nación: un orden que, desde su fundación, pareciera construido para el aniquilamiento de quienes aquí habitaban y en beneficio de la minoría colonizadora. Un país tumba, una ciudad cementerio: la madre tierra bajo cemento. Espantosa imagen para tan “largo desfile de ausentes” que, desarraigados y ciegos, “acordándose de tablas sin salvación”, fueron aprendiendo “el lenguaje sin alma” y a entregarse “a modo de encomiendas / a dueños alemanes, norteamericanos y coreanos / que nunca podrán cantar el Himno Nacional” (38). Extensa crónica de un derrumbe. Desde indígenas que pensaron “que una vez caída esa armadura / la ciudad también puede ser humana” (31), hasta el profesor normalista que es visto “caminar por calles / que amanecen cada día más oscuras / cuando ya sus exalumnos / escriben con cortapluma el abecedario” (63). Personajes para quienes “pasó tanta agua por sus horizontes / que se fue borrando la tierra natal / como la orilla de un río talado” (32).

Mismas voces que, describiendo desde la ausencia, parecen transitar también por Memorial del confín de la tierra. En donde personajes, tanto del norte como del sur, van dejando entrever la conciencia de un despojo. Ese que ha empobrecido la vida de mineros, pescadores, campesinos; mujeres, ancianos y niños, pero para quienes está presente ese impulso de comunidad expresado a modo de un ritual, liturgia o conmovido memorial, capaz de convocar a esa ceremonia cotidiana donde todo el dolor confluye en una vida como sacrificio, tal como lo expresa el poema “Las cuatro operaciones de los hombres del caliche”:

Y cuando se viene la cansada
estos hombres semidesnudos
sacan amarras sus cinturas,
curvan el cuerpo hacia atrás
como si la mañosa los soltara del útero,
lavan almas unos a otros
repitiendo raciones del almuerzo.
No parten el pan ni son apóstoles
pero siempre parece que alguno
fuérase a crucificar (12).

Finalmente, Centenario, libro que, desde su título, alude a esa inentendible celebración de la patria a la que algunos invitan a festejar, pero que otros, como en el caso de los históricamente explotados, no se sienten llamados a participar, pues tienen conciencia, como el hablante que dice: “Soy el insomne de este hastío y cavo raíces cada noche hasta llegar al sueño enterrado … Soy el insomne que piensa, a sabiendas, que mañana será el mismo día” (107). Y Patria negra patria roja, poemario en que el sujeto testimonia sobre los changos, población indígena negada del norte, y donde la diversidad de voces que lo pueblan confluye en una que sigue siendo changa por ser parte de un territorio que aún tiene sus huesos:

Sigo siendo
algo que se pega al territorio
donde los huesos quieren
hablarnos historias que ya nadie
intenta recordar (77).

En suma, se trata de tipos humanos dolientes y amenazados por el olvido o la desesperanza, que habitan un mundo hostil, acentuado por la presencia de la lluvia y un amanecer oscuro. Personajes que muchas veces toman la voz para hablar en primera persona:

Mi sombra se ha vestido de rojo
como una mujerzuela de cabaret.
Me avergüenza su forma de coquetear
con el atardecer.
Una animita de postal merece mayor respeto,
digo yo.
Mi sombra, como las ausencias, es todo menos su luz (53).

Con todo, se trata de un sujeto que con su testimonio o crónica de una derrota construye una iconografía de la deshumanización, de una maquinaria de la demolición humana, de la destrucción y desaparición, pero, también, de una resistencia, de alguien que hace frente y llama a resistir “la lluvia” desde la más precaria pero digna condición de la militancia: “Sigo pateando piedras por amor al arte / Gritando en los funerales / VENCEREMOS” (Memorial 18). Invocando siempre la solidaridad, con la conciencia de ser parte de una comunidad de voces dolientes que sabe que la subsistencia está sustentada en el encuentro, la memoria y el sueño. Testimonio de esto son estos dos fragmentos de poemas del libro Memorial del confín de la tierra: A) “…a pesar del naufragio continúo un viaje donde perderé la razón, buscando desesperado la memoria de los idos para que esta tierra acune nuevamente algún cantar, alguna canción” (7). B) “…Parto mi pan frente al espejo / para que todas las ánimas multiplicadas / alcancen su ración y caminen entre nosotros / con el hambre en el olvido” (14). En definitiva, se trata de un sujeto degradado y vulnerable, pero plenamente consciente de: 1) las limitaciones que parece imponerle la vida a un sector de la sociedad y 2) el paso de una historia que ha significado la destrucción tanto del tejido social como del sueño colectivo por el cual no queda más que seguir honrando y resistiendo a través de la memoria.

3. En cuanto a la intención escritural, se puede desprender de esta poética una visión que parece plantear cuestionamientos relevantes acerca de las condiciones y posibilidades tanto del poeta como de la propia poesía. Situación que adquiere evidencia, sobre todo, en los libros: Tractatus y mariposa, Militancia personal, Ejercicios para encender el paso de los días y Días como peces. En estos poemarios, el autor no solo deja entrever su ya sabida visión de un entorno catastrófico y deshumanizante, sino que también explica una mirada sobre el sentido de la escritura que practica, pudiéndose destacar, entre otros: 1) una visión precaria de las nociones de poeta y escritura, concebidas bajo las metáforas de un Prometeo degradado, incapaz de transmitir el fuego iluminador de la palabra y, a la vez, 2) un impulso de realización ligado a un escribir vinculado a una memoria entendida como espacio depositario del sueño común: lo que pudo ser, tabla de salvación de lo humano.

En Tractatus y mariposa, el sujeto poeta, en clara referencia al mito clásico, alude a su condición de escritor como un Prometeo que roba el fuego y proyecta su luz a través de las palabras que escribe, pero termina arrojado e incendiado en la calle, como en una especie de purga o juicio público:

Yo que robé fuego
para iluminar tus sentidos,
inteligencia en la máquina de escribir
y muchas sílabas alumbrando
el precipicio de la noche

ahora me rocías con bencina,
y me tiras en la calle de los travestis (47).

Todo el libro, como muestra de un sostenido impulso y constante de escritura, parece asumir el tiempo memorial en un intento por custodiar nuestra “huidiza condición humana”, como muy bien lo recalca Fernando Quilodrán en su prólogo (12). La memoria pasa a ser, así, el principal recurso desde donde se escribe –entiende, ilumina y sostiene– el dolor y el sueño humano, dejando en claro que la escritura es un “oficio de tinieblas”, un “cantar del olvido”, puesto que:

Aprendemos gramática y métrica
como un perro aprende a traer
palos arrojados al aire
pero no tenemos ni el olfato
ni el salto que el sol dejó
flotando en frente de algunos,
escasos, ancianos elegidos (24).

De aquí que “nuestros pobres recuerdos” sean, para el autor, solo “escritos en caligrafía bruta […] que una máquina arrastra al botadero” (24). Esta imposibilidad es reafirmada en el poema “El eco y el alfabeto”, cuyos versos dicen:

No hemos dicho esas palabras
y no habrá necesidad
pues un secreto tiende a ser huida
y de aquella silueta lo que finalmente queda
es la memoria.

No traspasaremos silencio de hoja
en hoja como hacen los poetas (69).

En Militancia personal el autor parece radicalizar esta situación de precariedad o limitación del poeta, a quien, producto de la apremiante situación objetiva o humana, no le queda más opción que resistir, siempre en el entendido de que la principal amenaza de la palabra (vista bajo la metáfora del fuego iluminador prometeico) es la “lluvia”, la “niebla” y la “noche”. En tal contexto, la escritura parece un ejercicio inútil, un dibujar “ventanas en la niebla” (9) o “La condena” de “encadenar” o ahogar letras “en oscuras mazmorras” (17). Y donde “recordar es siempre una ocasión / para entristecerse y tomar una cerveza” (28); pues, en tan cruenta realidad, al poeta solo le queda abandonar “su Olivetti al desvarío” y observar cómo “la madrugada se apodera del silencio” (52).

Por su parte, en Ejercicio para encender el paso de los días, tal vez el libro más metapoético, el autor parece no dejar dudas de esta visión de escritura esbozada: un poeta que se ve como “un Prometeo de segunda clase” (14) cuya escritura, en coherencia con una percepción degradada, es entendida como “una diminuta llama” (11). A través de todas sus páginas, la metáfora del fuego (fugaz y pequeño) emerge como una disminuida posibilidad frente a la inminencia permanente y gigante de lo “oscuro”, la “noche”; la “niebla”, la “lluvia” o la “ceguera”. Sin embargo, la invitación sigue siendo escudriñar en la ausencia, adentrarse en la terrible noche, puesto que el poeta nos reafirma la seña final del escribir:

… La escritura
es el reflejo de un cabo de vela que un hombre
piensa en esta distancia que jamás existió.
Sueña que alguien levanta los ojos
para encontrar esta noche una última esperanza.
Esboza este mensaje para ese parpadeo (17).

Finalmente, en Días como peces, la propuesta de Sergio Rodríguez Saavedra parece lograr su máxima coherencia por su admirable rigor y elaboración: un lenguaje que al fin consigue tornase en esa precisa luz buscada y dejar, en su transcurrir, los más luminosos “segundo[s] de luz”, que señalara como parte de su poética (Ejercicios 18). Esto, a través una historia mínima protagonizada por una simbólica pareja compuesta por un abuelo y un niño –“un hombre y un niño / [que bien] pueden ser un niño y un hombre” (32)– que se instalan en la orilla del mar para pescar algo de ese infinito. Aquí el autor plantea la metáfora de la poesía como una escuálida carnada, incapaz de capturar algo: “comida de gusano la poesía / mosca que a nadie atrae” (17). Y el poeta, una persona-pez adherida “al silencio” (21), en el límite de su temor y abismo. La confluencia de la memoria y la infancia parece ser, en esta analogía viejo-niño, una luminosa puerta de acceso a la propia conciencia y sueños del poeta: un mar de luminosos peces liberados de toda lógica y premunido de prodigiosos deseos: “algún día conoceré aquella isla / de donde emigró mi padre” (51). Esto, tal vez, para nadar hacia “este horizonte / buscándome en aquel abismo” (55). Pues, más allá de esta posible sutileza en la lectura, no olvidemos que para el poeta Sergio Rodríguez Saavedra, la precariedad de la realidad y del lenguaje solo despierta el desafío de una respuesta: resistir. Una escritura como “ritual de resurrección” o “diminuta llama” que busca perseverar en la más acuciante oscuridad, o el abismo, tal como lo dejaba claro ya en los versos de su segundo libro, Ciudad poniente: “Y yo sigo escribiendo, / tratando este poema como otro pique avanzando / presuntuosamente contra el abismo” (8).

A modo de conclusión
En tal perspectiva, considerando lo desarrollado en los puntos anteriores, creo que una de las posibles intenciones que subyacen en la obra de Sergio Rodríguez Saavedra es cuestionar la Historia y, desde la memoria, visibilizar lo que el “vencedor” oculta o hace desaparecer. Propósito que, en concordancia con una importante tradición poética, parece también sostenerse en la experiencia de una historia que, por estar sustentada tradicionalmente por el discurso oficial del poder, suele mostrar una cara enormemente negadora y catastrófica. Ejemplos de este aniquilamiento son los horrores sufridos, a partir de la invasión europea, por la población indígena y afrodescendiente; luego, a partir de la construcción de los estados oligárquicos, por la mayor parte de la población mestiza, la clase trabajadora y las mujeres: epítome de esto, las violaciones y aberraciones cometidas a partir de las dictaduras propagadas en respuesta a los avances populares en los 70, estructura de abuso que, para el caso de Chile, se mantiene en plena vigencia hasta hoy. Se trata de una historia que, de una u otra manera, como en muchos otros lados, además de negar las posibilidades de existencia de otredades, también destierra la esperanza de una vida mejor. Por eso, tal vez, la voz hace ver la necesidad de poner término a esta situación de sometimiento: “Que nos colonicen una vez / –ha dicho estas aguas nieves– es suficiente” (Ciudad 26).

Parece coexistir en el discurso de esta obra, entonces, una clara crítica a la realidad contextual que es vista como injusta, asfixiante y aniquiladora de lo humano, no propicia para la vida; junto a una visión de realidad que es proyectada como deseada o necesaria para una realización humana. Una intensión con capacidad todavía de tensionar lo existente, una esperanza que subyace como posibilidad ocultada, maltratada o desterrada; pero que, por sobrevivencia, convicción o compromiso, el sujeto poético parece sentirse responsable de descubrir, custodiar y develar. Pues sabe que la mayor amenaza está, no tanto en la muerte asociada a la vida material, sino aquella simbólica y más peligrosa (por lo definitiva): la que ocurre en el corazón y en la memoria. Y esto acontece seguramente porque el sujeto ve en cada atisbo de dolor, de sufrimiento; en cada derrota, decepción; o en cada gesto o mirada, no solo la huella de un sueño, sino, en ellos, el reflejo de sus propios y profundos anhelos. He aquí la convicción, entonces, que parece sostener al sujeto que transita a través de esta poesía: en la arquitectura de este espanto, de este país y continente construidos bajo el peso de una horrorosa noche, y de esta campante ceguera, podrán maltratarnos, humillarnos, convertir lo querido en escombros o cenizas, romper nuestros huesos y hacerlos desaparecer bajo cemento, pero no podrán quitarnos la memoria y los sueños: aquello que pudo ser. No por nada, en Centenario, el hablante afirma: “Soy el insomne de este hastío y cavo raíces cada noche hasta llegar al sueño enterrado” (107). Y como complemento de esta idea, en Memorial del confín de la tierra, el poeta dice:

Sólo sabemos que los ancianos son las señales de ruta
Y sus nombres perdidos esos senderos que tañen
Y esta línea –difumándose entre el cuerpo y la nada–
El inicio, el único inicio que nos queda
Cuando ya todo acabó (8).

En esta visión de lo ancestral como reserva de una esperanza, de un mejor porvenir; parece haber una clara alusión a la cosmovisión mapuche y su cultura de arraigo. Elicura Chihuailaf, en su libro Recado confidencial a los chilenos, nos comparte que los mapuches son “una cultura de los Pewma / de los sueños” y añade: “nosotros –aún en medio del tráfago de la ciudad– podemos sentir la ternura que es el pensamiento de nuestros abuelos y de nuestros padres” (45). En coherencia con esto, se puede plantear que, a la luz de lo ya revisado de la visión escritural de Sergio Rodríguez Saavedra, la metáfora del escribir como “diminuta llama” o “segundo de luz”, ocurre en una circunstancia no propicia: la del predominio de lo oscuro, representada por el tránsito acelerado y agobiante de una modernidad que parece arrancar con todo arraigo. Por lo que, el ejercicio de escritura parece sustentarse en el intento por alumbrar y dejar en evidencia una claridad necesaria, ese pequeño fuego capaz de convocar y de hablar de una herencia: voz heredada. Esa palabra compartida, capaz de portar el sueño primordial: esa “rendija de luz”, como dice Chihuailaf (37). Palabra sostenida en la memoria, movida por un compromiso con el sueño comunitario, de esa América y de ese Chile negado, pero de alguna manera visualizado ya por poetas como Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Pablo de Rokha, Violeta Parra, Víctor Jara, solo por nombrar algunos/as.

Por otra parte, se podría sostener también que en esta poética hay algo de esa percepción romántica sobre las ruinas como posibilidad de un nuevo inicio, de la muerte como entrega heroica que se eterniza, sobrevive más allá; y, sobre todo, una nostalgia de lo humano expresada en la unidad perdida y de la cual el niño que fuimos es la constancia más clara de esa realidad posible. Esa comunión, percepción y sueño que todos experimentamos en la infancia es finalmente de lo que se trata, aquello necesario de restituir, tal como lo declara el poeta en Memorial del confín de la tierra:

Seré la tumba de mi padre algún día.
Navegaré esos pasillos de la casa natal
gritando entre su niebla
un nombre que nadie escucha (23).

[Seré] aquel niño que cruza
cargando entre ausentes la memoria de su padre (40).

Retorno o constatación de la infancia como sueños no reconocidos por la percepción racional y empírica, de la que esta poética parece querer ir en su rescate: esos sueños sustentados en un arraigo y también aquellos de liberación surreal que se filtra por medio de los mecanismos de la escritura misma. En este sentido, el sueño parece ser un niño escondido, un niño interior que, aunque late siempre, su existencia parece estar negada por las pautas del orden y el exceso de razón. Una memoria engendrante capaz de conmover el presente, de movilizar el tiempo hacia una esperanza humana, por ser fuerza sustentada en el vínculo, la inocencia y la ternura que parece permearse a través de la desolación y el espanto. Por esto, más allá de este sueño de infancia, es la metáfora de una reminiscencia persistente, de una crónica fecundada por el sueño de un futuro posible de las clases postergadas: un sueño colectivo, de comunidad, de igualdad y justicia social, por lo tanto, un sueño de humanidad. Por tal razón, se trata de una poética que, en diálogo con lo que dice Jorge Millas, tiene la virtud de instalar la esperanza como una condición ética e ideal necesario para salvaguardar las posibilidades de la existencia humana frente a las múltiples amenazas de aniquilamiento que emanan de la vida cotidiana concreta. Pues, como advierte el filósofo chileno: “[Finalmente,] lo justo, lo humano, lo “histórico”, es oponer al devenir ciego, la acción consciente; al ataque, la resistencia; a la fatalidad, la voluntad creadora” (36).

Julián Gutiérrez

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