EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
PORTADA | PUBLICAR EN ESTE SITIO | AUTOR@S | ARCHIVO GENERAL | CONTACTO | ACERCA DE | ESTADISTICAS | HACER UN APORTE

— VER EXTRACTOS DE TODOS LOS ARTICULOS PUBLICADOS A LA FECHA —Artículo destacado


Lo que leyó Karine sobre Pardo y
La Silla de Ruedas

por Ricardo Cuadros
Artículo publicado el 04/05/2007

Texto escrito con ocasión del lanzamiento de la novela
La Silla de Ruedas
de Adolfo Pardo

 

Hay un tipo inmóvil en un cementerio de automóviles, un tipo de pelo entrecano entre miles, centenares de miles de motores y carrocerías, cristales quebrados y ruedas al aire, cerros de tubos de escape, maleteros, culatas, ejes, pirámides de restos mecánicos bajo un cielo plomizo, el tipo levanta los brazos y bosteza, se fija en la horquilla oxidada de una moto de 350 cc., en su estanque de bencina. Entre su cuerpo flaco y los restos de la moto hay una acumulación de parachoques, alambres y asientos desfondados, pero él, sin reparar en el riesgo a provocar una avalancha de hierros que podría aplastarlo provocándole una larga agonía, avanza pisando el capó de un Chevy Nova del sesenta y cinco, la patente sin año de un Opel Caravan, la portezuela hundida de un Suzuki donde todavía se puede leer, en letras amarillas, que prestó servicios a la panadería El Sol de Trigo, brinca sobre un abismo que huele a aceite resecado por el sol y el abandono, y toca por fin, con mano temblorosa, el manillar de la moto. Es la misma que fue suya en otra vida, en Santiago de Chile. Con sumo cuidado, por momentos abriendo los brazos como un pingüino para mantener el equilibrio, busca entre las gomas y latas hasta encontrar una bola plateada de fibra de vidrio, se la encasqueta y amarra bajo la barbilla, sube a la moto y arranca. Desde lejos la silueta del motociclista en la cumbre del cementerio de automóviles recuerda una escultura de arte povera. Más de cerca se oye con claridad el ronquido del motor acelerado a ochenta kilómetros por hora, bajando por la Alameda hacia el poniente, en una noche quieta de verano en la capital de Chile. Desde mi lugar en el asiento trasero, agarrado a la cintura del conductor como un chimpancé a la espalda de su madre entre las lianas, podía distinguir en la oscuridad de mi propio casco un texto en castellano que corría lentamente de izquierda a derecha. Me preocupaba la velocidad a la que íbamos, adelantando micros vacías e iluminadas como submarinos transparentes, pero pude leer con claridad: “El cuarto estaba en penumbras pero cuando se me acostumbró la vista pude ver una gran cantidad de muñecas tiradas por todas partes. Arriba de la camilla, en la butaca, por el suelo y en el escritorio. No sé cuántas muñecas habría allí, pero por lo menos había tantas o más que las que cualquier niña en su sano juicio pudiera desear”. Adolfo encendió un cigarrillo y el conductor de la micro nos observaba por el espejo retrovisor, pero éramos los únicos pasajeros y sabíamos que no diría nada. No creo que hayamos conversado de este fragmento de La silla de ruedas, con Adolfo nunca hablamos de literatura. Bueno, digamos que las muñecas eran de Marina, que tenía 69 años pero representaba 13, un monstruo adorable como cualquier personaje de esta novela suya y de la anterior, Los insobornables. Adolfo le daba largas caladas al cigarrillo y hablaba animadamente, pero yo sólo escuchaba el silbido del viento, le miraba los labios y trataba de imaginar lo que me estaría diciendo, pero sólo oía el viento que entraba por las ventanillas rotas de la micro que ya había cruzado la avenida Brasil y seguía bajando velozmente por la Alameda hacia la oscuridad del poniente. Marina era una muñeca grande, probablemente inmortal, y el alter ego de Adolfo en la novela, que también se llama Adolfo, era un personaje que escribía su propia historia, en París, donde mediante la venta de unas muñecas supuestamente incaicas se ve envuelto en los delirios y francachelas de una secta que consideraba la inmortalidad como un fenómeno bastante probable. La micro se había detenido y el chofer se esfumó sin siquiera decir adiós. Adolfo me dijo entonces que Frédérique, la francesa de la silla de ruedas, creía firmemente que él era inmortal. Deambulamos un rato entre la gente, en una plaza rodeada de edificios y cafés. Era el Nieuw Markt, en el corazón del barrio rojo de Amsterdam. Entonces Adolfo dijo que él mismo no estaba tan seguro. ¿Muy seguro de qué?, le pregunté. Lo pensó un rato y respondió: no estoy muy seguro de nada. Entramos al Lousje a tomar unas cervezas y aparecieron unos amigos, una polaca y su novio indonesio. “Les presento a mi amigo Adolfo Pardo”, les dije, “es escritor”. La polaca lo quedó mirando a los ojos y murmuró que su rostro le era familiar. Pedimos otra ronda de cervezas. “¡Ah!”, soltó la polaca “¡ya sé. Tú eres amigo de Karine!”. Los tres mirábamos ahora atentamente a Adolfo, que se encogió de hombros: “Sí”, dijo, “conozco a una Karine, una chiquilla argelina”. La polaca salió corriendo del café, dijo que a buscar a la tal Karine. Según está escrito en La silla de ruedas Karine tenía un hermano siamés, Rachid, con el que vivía unida a la altura de la cintura, felizmente los dos mirando hacia el mismo lado. Después de la operación de independencia, Rachid murió en el hospital y lo último que se supo de Karine era que se prostituía en el Saint Denis parisino. “No me extrañaría nada que esta mina anduviera por aquí”, dijo Adolfo, mientras llegaba la tercera ronda. En efecto, al poco rato entraron al Lousje la polaca y Karine con sus zapatos de taco aguja, sus pantalones de cuero y una chaqueta corta abierta en el escote. A la luz de los tubos fluorescentes sus ojos verdes producían destellos como si llevara esmeraldas en las pupilas. No tuve oportunidad de enterarme cómo la polaca hizo la conexión entre Adolfo y la ex siamesa argelina, la escena era feliz y celebramos el encuentro con otra pasada de cervezas. “Tengo el auto estacionado por aquí cerca”, les dije cuando ya estaban cerrando el Lousje, “si quieren vamos a tomar algo a mi departamento”. No pude encontrar el auto. Estás borracho, decían ellos. Mentira, alegaba yo, lo que pasa es que en este barrio todas las calles son iguales. Finalmente tomamos un taxi y durante el trayecto Karine hablaba en voz baja con Adolfo, no sé de qué. Con el trinar de las aves madrugadoras desperté en el sofá, con el cuello torcido y un pie descalzo, el otro metido a medias en un zapato taco aguja. Vi a Karine de espaldas, vestida con una de mis camisas, tecleando un texto en la pantalla del computador. Me moví lentamente y el mundo se movió en sentido contrario. Adolfo Pardo no estaba con nosotros. “Dile que me acuerdo de una noche, en Santiago, cuando me fue a dejar a mi casa en su moto”. Karine tecleaba como si no me hubiera oído. “Dile que lo quiero mucho, que me alegra ene la publicación de La silla de ruedas y que espero verlo pronto”. Intenté incorporarme en el sofá, quería ver lo que estaba escribiendo, pero el cielo raso se torció peligrosamente y preferí quedarme quieto. La ex siamesa argelina puso punto final, imprimió las tres carillas, se desperezó con una estirada de brazos encantadora y dijo que iba a hacer café. Al rato vino a sentarse a mi lado. Afuera brillaba la frescura de la primavera holandesa. Karine comenzó a leer con una voz igualmente primaveral, de persona conocida.

Ricardo Cuadros
Amsterdam, 6 de mayo de 2007

Print Friendly, PDF & Email


Tweet



Comentar

Requerido.

Requerido.




 


Critica.cl / subir ▴