Si alguien dijera que Mano de obra pertenece a Michel Foucault o a Karl Marx, no parecería del todo increíble y aunque no es así, por lo menos autoralmente, si podría serlo ideológicamente.
Desde estos dos autores pareciera recibir influencias Diamela Eltit al presentarnos un relato que linda con la desesperación, con la marginalidad, pero por sobre todo con una crítica descarnada hacia el ente conocido como mercado encargado de disciplinar a las masas productivas.
Lo interesante es que esta crítica se hace desde dentro, es decir, participando activamente en él. En la obra el ataque está disfrazado de trabajadores, de mano de obra utilizada, abusada y manejada como objetos (importante es decir que esta visión está dada por los mismos trabajadores y por nadie más.) Estos cuerpos están siendo docilizados por el ente disciplinador que utiliza las herramientas que él posee para hacerlo: los encierra, los clausura y así logra tener el control. El supermercado es la primera «prisión» de estos cuerpos, mientras que su propio hogar se transforma en la segunda. Es decir, el mercado no los deja escapar y así logra que cada sujeto, cada cuerpo esté en su lugar. Cada uno tiene la «prisión» que merece porque tienen un rango determinado que sólo podrá cambiar si el mercado quiere que cambie (si se es trabajador, o si se es supervisor no es decisión propia, sólo se es un títere de este ente disciplinador.)
Viendo la obra así, se considera que no sólo están siendo colocados en su lugar sino que también están siendo marginados por el mercado. Para algunos lo marginado, lo excluido, lo fisurado se encuentra en la base del mercado y este lo ignora. Pareciera, en realidad, que el mercado «hace como que ignora» ya que es consciente de lo valioso que es lo marginal, de lo productivo que puede llegar a ser y del provecho que puede llegar a obtener de los que lo necesitan. No los excluye sólo los disminuye.
Los marginados, o los disciplinados, no pueden criticar expresamente al mercado porque corren el riesgo de quedar fuera de él, y lo necesitan. No se puede agredir al mercado sin que este tome represalias. Sin él no se puede vivir, por lo tanto se debe ser él. Los cuerpos están tan manipulados como cualquier objeto del supermercado; se posee tan nula capacidad de respuesta que no se pueden cuestionar decisiones y no se pueden atacar los actos del mercado aunque tu dedo se vaya entre los desperdicios del pollo trozado. Así el trabajador es explotado, deja de existir como sujeto y se transforma sólo en cuerpo que, en términos de Perroux, es explotado para conseguir las metas, es decir, sólo se busca la plusvalía por medio de objetos productivos.
Cuando Nietzsche se burla del concepto de libre albedrío, el mercado lo aplaude y lleva a la práctica las palabras del alemán aplastando el espejismo de este concepto. «Nadie puede optar, sólo yo decido lo que puedes y debes hacer» parece decirnos. Ni el más fiero puede derrotarlo, ni el más hábil puede eludirlo.
Diamela Eltit es tan consciente de esto que lo expresa diciendo que el súper mercado ha creado lectores que leen lo que se les entrega y no lo que quieren leer. En este sentido los lectores también seríamos otros trabajadores más de este ente al que no podemos rechazar porque si lo hacemos quedamos fuera de las transacciones y también, del mundo.
Eltit demuestra el poder del disciplinador en su figura más representativa dentro de la obra: Enrique. El gran Judas, el que vende todo aquello por lo que ha luchado y se hace aliado de su enemigo de siempre. Enrique también se vende como burda mercadería.
Así, en su capacidad de ente poderoso y de titiritero disciplinador, el mercado logra que todos actúen en torno a su deseo. Eltit perfectamente podría ser Enrique, traicionando a aquellos que compartían su lucha contra el mercado. Pero es inevitable escapar de él, tanto para ella como para nosotros; es imposible no estar jugando su juego; más todavía cuando nos llama con un gran letrero de neón que nos dice SE SOLICITA MANO DE OBRA.
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