EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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Sobre el pensamiento poético de Jesús Sepúlveda

por Julián Gutiérrez
Artículo publicado el 24/10/2022

Jesus-SepulvedaResumen
● Este trabajo busca analizar la propuesta poética de Jesús Sepúlveda (ver imagen)  en el contexto de la utopía de lo Uno Todo que, en vínculo con la visión premoderna propia de los pueblos originarios y de algunos movimientos contraculturales como el anarquismo verde, parece configurar la alternativa de un paradigma sistémico. El objetivo es delinear la presencia de una poética que, en su proceso de desarrollo, se presenta (y promueve) la salida a la alienación predominante.

Palabras claves: Poesía Chilena, promoción pos87, Jesús Sepúlveda, utopía

 

Atento al sonido del universo
dando cuenta de las visiones / de la tierra
Lawrence Ferlinghetti

 

Introducción
La vida moderna, en tanto sistema fundamentalmente racionalista, mercantil y tecnológico, ha intensificado modos de existir alienantes; una forma de vida en donde el ser humano, junto con deteriorar su vínculo social, va perdiendo su capacidad de experimentarse como factor activo en la captación del mundo. Erich Fromm, en su lectura de Marx, advierte que, en la sociedad capitalista, la naturaleza, los demás y el propio ser se convierten en algo ajeno, lejano y hasta contrario al sí mismo, afectando gravemente las posibilidades de la vida humana. El sentimiento de vacío, tedio, soledad y desarraigo son algunas de los síntomas de esta situación deshumanizante. Sin embargo, en este vivir enajenado, suele latir, también –a modo de resistencia o necesidad vital– un deseo de trascendencia y unidad: nuestra utopía de lo Uno Todo.

Lo Uno Todo, entendido como utopía de la unificación del yo con la totalidad, constituye uno de los principales impulsos humanos. La preponderancia del mito de la “Edad de Oro”, del “Paraíso Perdido” o del “Buen Salvaje”, en tanto idea de una “época feliz” dada por la plena comunión del ser humano con el mundo, parece cruzar gran parte de las culturas que, de una u otra manera, han entrado en “contacto” hasta hoy. La vida premoderna, los antepasados indígenas y la propia infancia, en alguna medida ayudan a corroborar esta idea, y cobran fuerza en la memoria, a la hora de dar sentido a este anhelo que funciona como representación crítica (reconstrucción de la realidad existente: de la negación, exclusión y dominio) y como guía para una situación futura (deseo de reconciliación y reunificación con la totalidad). Durante la época moderna, esta visión “edénica” ha significado una forma de reclamo contra la desolación, la violencia y la alienación del mundo; por lo que su elaboración obedece a una necesidad de ruptura: visualizar una alternativa a la realidad vigente, una opción capaz de alterar el orden dominante, en el sentido de recuperar o volver a apropiarse de la existencia “una” y “total”.

La poesía, ya sea aquella vinculada a la actitud romántica o vanguardista, ha mostrado un especial énfasis en el propósito de recobrar la unidad perdida. El poeta romántico, a partir de una determinada conciencia heroica y dolorosa, producto del reconocimiento de las propias limitaciones humanas, y de cierta soledad e impotencia, instala el anhelo por lo absoluto y lo único como expresión de una resistencia. Rafael Argullol, uno de los principales estudiosos del romanticismo, plantea que lo romántico implica “un estado especialísimo del espíritu –dictado por la intraducible Sehnsucht, anhelo, ansia, nostalgia– por el que el hombre, extrayendo energía creadora de su desencanto y su desolación, busca, a través de la imaginación y del sueño, el camino de la plenitud y de lo ilimitado” (54).  Un impulso similar parece existir luego en los poetas simbolistas que, dentro de su concepción del mundo como misterio, invitaban a entrar en ciertos estados de ánimos –casi sobrenaturales– para vislumbrar las secretas “correspondencias” existentes entre lo concreto y aquello que no vemos. Estado de “videncia” que, mediante un desarreglo de los sentidos o alteraciones síquicas, permita acceder a las profundidades de la vida misma para, así, transmitir aquellos misterios a través de símbolos: un lenguaje capaz de evocar o sugerir lo desconocido. En el caso de los poetas de las vanguardias, el intento de liberación de la subjetividad creadora y receptora no sólo implicó una radical denuncia contra las formas sublimadas de la poética instituida, sino que también se trató de un decidido esfuerzo por unir poesía y vida. Todo sustentado en la ambición de reconfigurar el mundo, de captar esas dimensiones perdidas y cambiar la realidad. Siempre en el sentido de ampliar el universo cognitivo del ser humano, incorporando dimensiones de lo posible y de lo imposible, para así completar la realidad y lograr ese ansiado “hombre total” huidobriano o esa “plenitud” postulada por Nietzsche. En definitiva, este deseo de ir y ver más allá de los límites que nos separan, como una forma de acceder al infinito y eterno, parece pervivir luego en movimientos como la Beat Generation estadounidense, el Nadaísmo colombiano, el Hora Zero peruano y el Infrarrealismo mexicano –sólo por nombrar algunos–, y en una diversidad de autores hasta hoy.

En esta sensibilidad descrita, situamos al poeta Jesús Sepúlveda. Sin embargo, su búsqueda de “una realidad total” debe ser entendida dentro del contexto de la historia del pensar latinoamericano. Pensar que, por su sentido emancipador y abiertamente crítico, se ha desarrollado en respuesta a la necesidad de aquellos (otros) a quienes se les ha negado la posibilidad de constituirse como tales. Por tal razón, se trata de un pensamiento que, desde una impronta eco-libertaria, intenta ir más allá de los marcos del orden predominante para, así –desde los márgenes o la exterioridad del sistema mismo–, proponer la existencia de otro mundo posible. Ese menospreciado y negado. De esta manera, su discurso constituye una reflexión que, utilizando los mecanismos de la subversión, entronca, por un lado, con la utopía de los pueblos originarios de las Américas y, por otro, con la de los movimientos contraculturales surgidos en el sur de nuestro continente. Dentro de la primera, se trata de aquella visión que, en oposición a los poderes neocoloniales, resiste contra la globalización neoliberal a través de la propuesta de modelos alternativos de convivencia solidaria. Dos utopías representativas, en dicho sentido, son: el Buen Vivir o Sumak Kawsay (de las comunidades andinas) y el de la Tierra sin Mal (de las comunidades guaraníes). El Buen Vivir, alternativa radical a la ética del “vivir mejor” que forma parte del mito del progreso ilimitado, consiste en vivir en comunidad, hermandad y solidaridad, en armonía entre las personas y la naturaleza; en compartir y no competir; en alcanzar el equilibrio entre los seres humanos; en vivir con creatividad y acción conjunta; en recuperar la cultura de la vida en armonía y el respeto por la Madre Tierra; en respetar su capacidad de autorregulación de la vida y del planeta; en devolver el camino del equilibro; en definitiva, volver a ser (cf. Tamayo 233). Por su parte, la Tierra sin Mal trata del sueño que siempre nos ha dado la vida, tiene relación con la concepción del mundo como un espacio no perturbado y que es suelo intacto: un lugar privilegiado e indestructible en el que la tierra produce por sí misma sus frutos y donde no hay muerte (cf. Tamayo, 235-236). Y aquí, por extensión, constituye un vínculo evidente con la cosmovisión de la mayoría de las comunidades originarias o primitivas del planeta. Visiones como las de los mapuches, por dar un ejemplo cercano, se incorporan y adquieren vigencia por su ineludible vinculación con la naturaleza y la Tierra que andamos, por la convicción de que a Ella pertenecen: “Somos los brotes de la Madre Tierra –dice Elicura Chihuailaf – en una relación de igualdad con sus demás componentes” (34). Y luego añade:

Los pueblos indígenas sabemos que la Tierra es “Sagrada”, por lo que todo lo que se le hace a ella nos lo hacemos a nosotros mismos (…) por eso (…) decimos también: Quienes tenemos más legitimidad para proteger a la naturaleza somos los propios pueblos indígenas del mundo. Llevamos milenios compartiendo nuestra vida con ella, porque somos parte de la Tierra. No solo protegemos los árboles sino también las fuerzas del universo y de la Tierra que permiten la vida. Nosotros no creemos que se pueda separar la montaña de los árboles ni tampoco los espíritus de nuestros antepasados sobre nuestra vida presente. (210-211).

Por otra parte, desde los movimientos contraculturales, se trata de una visión que se liga con la utopía alterglobalizadora o altermundialista, la que se presenta como alternativa al pensamiento único y a la antiutopía de la universalización capitalista, hoy hegemónica desde fines del siglo xx. Hechos significativos, en este contexto, son: la lucha de los seringueiros de Brasil, después del asesinato de Chico Mendes en 1988; la manifestación popular que hizo fracasar la reunión de la Organización Mundial de Comercio en Seattle en 1999; el primer Foro Social, en 2001, en Porto Alegre; entre otros. Todos bajo el lema de “otro mundo es posible” y sustentados en una diversidad cultural, social, política, religiosa, étnica, laboral, etc., que, lejos de ser paralizantes, es fuente de innovación en todos los niveles:

La utopía alterglobalizadora de otro mundo posible no es uniforme sino plural en un doble sentido: en cuanto engloba varios mundos posibles, y en cuanto reconoce y mantiene las diferencias y las divergencias en una atmósfera de respeto e inclusión (…) Está comprometida con la tarea de salvar la biodiversidad, la cosmodiversidad, la eticodiversidad, la etnodiversidad, la multirreligiosidad, y propone un mundo plural de universos solidarios, es decir, descentralizados, pero conviviente. (Tamayo, 141-142).

Estas expresiones utópicas constituyen algunas de las referencias o puntos de contacto (más que de mira, como suelo decir) con los que es posible relacionar la propuesta poética de Jesús Sepúlveda. Autor que, en el contexto del problema de la colonialidad del saber civilizatorio y las posibilidades de un pensar de otro modo, parece plantearnos una poética del desplazamiento hacia el contacto con los más propio, como forma de posibilitar –desde la búsqueda misma– el encuentro con lo más auténtico y misterioso que hay en nuestro vivir.

 Tres huellas de un pensar/religar
1. El extrañamiento
es una de las vivencias principales del sujeto alienado. La incomodidad o el desafecto con el entorno “impropio” constituyen su primer impulso para la búsqueda o el desplazamiento hacia un lugar mejor: el más allá anhelado. Señal de rechazo a un mundo que es visto como ajeno a las posibilidades de la propia vida. Esa vida más plena que parece no tener lugar en el aquí. Dimensión crítica que, considerando la obra y el contexto biográfico de Jesús Sepúlveda, puede ser entendida como un cuestionamiento tanto a la ciudad dictatorial vivida en Chile –lugar donde se origina su escritura a fines de la década del 80–, como al pretendido nuevo orden mundial, vivenciado desde su partida de Chile en 1995 y su posterior radicación en Estados Unidos, hasta hoy. Ambas realidades –aquí/allá, sur/norte–, de corte capitalista y de efectos avasallantes, corresponden a los entornos no aceptados por el sujeto poético y escritural, al asumir una actitud de rebeldía a través de una escritura y vivencia declaradamente contrarias a la sociedad imperante.

Los dos primeros libros de Jesús Sepúlveda, publicados durante su estadía en la ciudad de Santiago de Chile bajo los títulos de Lugar de origen (1987) y Reinos de los príncipes caídos (1991), presentan un corpus poético armado en torno al discurrir de un sujeto urbano, juvenil y popular. Sujeto que, situado en los márgenes de los dictámenes de la cultura autoritaria del periodo, manifiesta una voz y postura que desafían las pautas del orden que imponía la dictadura, pero también las agendas militantes de las izquierdas tradicionales de esos años:

En esa época había un corpus de literatura panfletaria, o de compromiso social, que permanentemente estaba tratando de imponer su visión socializante o “marxistoide” a la realidad. En ese contexto literario comencé a escribir y, obviamente, mis preocupaciones eran políticas, las que pasaban por la necesidad de desarrollar un discurso literario y rebelde que fuera directo. Estaba un poco en oposición a los autores que trataban de sortear la censura, eludiendo la realidad, o que la aludían mediante las llamadas estructuras verbales de “lo no dicho” (Sepúlveda, J. “La poesía” párr.13).

De aquí que el sujeto poético, según el análisis de Luis Cárcamo, es principalmente uno que, desde su condición de “extraño” en la ciudad de fines de siglo XX, dialoga con la “figuración del poeta-cisne realizada por Charles Baudelaire, en medio de la moderna y modernizadora experiencia citadina del París de mitad de siglo XIX” (“Ciudad” 52). Con una actitud eminentemente crítica, recorre la urbe de un modo político: en su sentido de ruptura y disensión, asume una perspectiva callejera capaz de tensionar los espacios de la cultura y los territorios de poder. Tal como se puede apreciar en el siguiente poema de Sepúlveda:

V. Mi lugar de origen
es la calle
donde está la vida.
Es el Bronx

el sector Franklin -donde mueren los valientes-
la olvidada Av. Matta
donde eructa el Buda arrepentido
y se entierra el nirvana.
Es el barrio del diablo.
Son las calles del vicio” (Lugar 39).

Estos versos prefiguran nuevos marcos referenciales para la construcción de escenarios poéticos: órbitas periféricas y marginales, categorías que extreman las restricciones del canon o la norma. Nueva sensibilidad y otra forma escritural: en disenso. El barrio centro no comunal, esa tierra baldía entre la Av. Matta y la calle Franklin, zona tremendamente fundacional en el trabajo de Sepúlveda y en su primer libro, Lugar de origen. Al respecto, Sepúlveda señala:

Esa pequeña aldea marcó mi dialecto rítmico: la jerga primera que aprendí a hablar como individuo independiente. Luego la demarcación territorial constituyó nuevos nexos de pertenencia. Mi identificación con algunos paradigmas culturales de tipo generacional: cierta iconografía fílmica, la experiencia subversiva de una cultura juvenil contestataria, el rock y especialmente la cultura del “hueveo”. Luego, con el tiempo, se fueron mixturando e hibridizando. Por otro lado, también están las experiencias de tipo frontal: la dipsomanía, por ejemplo. Y no solo las drogas sino el alcohol. Experiencias que constituidas en categorías culturales están presentes en casi toda mi producción textual, y que, de un modo u otro, configuran gran parte de mi imaginario (“Entre-vista” párr. 7).

A partir de Hotel Marconi (1998), su tercer libro y que marca el inicio de su etapa en Estados Unidos, el entorno lo constituye la ciudad norteamericana y, por extensión, la de aquel mundo que pretende globalizar, dictatorialmente, una economía de mercado que pone en riesgo la vida y la subsistencia futura. Aquí el entorno sigue siendo percibido como amenaza y aquello donde es muy difícil resistir o sobrevivir, pues: “cuando has arruinado tu vida en una ciudad / ya la has arruinado en todas” (Hotel 67). Es el fin de siglo y de una centuria vista como “agónicamente ramera” que “no da tiempo al poeta” (Lugar 53) y que se muestra como un territorio de sombras, de cárcel, en donde solo es posible experimentar la soledad, el desarraigo y el olvido; la propia destrucción del ser. Según la lectura de Jaqueline Cruz, si bien estos espacios parecen concretos, igualmente adquieren un sentido abstracto, pues tienen nombre, pero no características definidas: “Más que un espacio físico, el hotel del título es un ‘lugar’ mental que metaforiza el profundo desarraigo del protagonista” (Cruz, párr. 3). Un reflejo de esto son los últimos versos del poema “Eugene, Oregon”:

… Volveré a una habitación en cualquier ciudad
y derramaré los ceniceros
El pasajero ignora el nombre de la próxima estación
El corazón que no revienta
registra el paisaje en sus ojos caídos y solos
Manuscritos ilegibles se apoderan del cuaderno
Postales sin dirección que nadie recibirá (Hotel 51).

En la segunda parte de Hotel Marconi, se pasa de una voz fragmentaria y vacilante, pero al fin unitaria, a un conjunto de ocho voces, igual de marginales y enajenadas que el hablante principal. Quizás porque, en definitiva, no son voces autónomas, sino las voces que lo habitan y a través de las cuales proyecta sus extremos, a menudo sórdidos, de desamparo (el feto abortado de “Sucia de moscas”), agresividad (el Cholo asesino y caníbal de “Tango desnudo”) y locura (el epiléptico de “Lula & Sailor”). Los primeros versos de este último poema dicen:

esa calle me vio nacer     la censora lee mis papeles
nada pierdo con fumar     la avenida americana –hermano–
todas las noches miro un Ford blanco que cruza mis deseos
ella rompió mi corazón
todo lo vivo desaparece      detente Elvis   puedo fumar?
sólo un Aullido en la noche de Brooklyn
hay una sombra en mi pecho -ojalá fueras tú-
alguien dice epilepsia
la avenida es larga como el insomnio
cuando niño jugaba a la muerte
ella me vio en el suelo   echando espuma y sangre
como un perro febril que persigue su propia cola … (Hotel 93).

Como se puede ver, y tal como señala Álvaro Leiva, se trata de “figuras que hablan desde el fondo de su bestialidad y soledad” (párr. 10). De esta forma, concuerdo también con Leiva, se podría decir que se trata de la expresión de sujetos que no hablan sobre la otredad, sino que desde esa otredad misma que ellos encarnan, en su condición de “interdictos” o seres abrumados por las prohibiciones y los calabozos: “Vuelvo a los rincones de la ciudad / con proceso pendiente y libertad en espera” (Hotel 21). De aquí, entonces, la comprensión de la idea de “lo bárbaro” asociado a la noción de un sujeto percibido como extranjero: el Otro, el salvaje, el que transgrede las leyes, el que marca una ruptura con el orden social imperante. Noción muy presente en la totalidad de la obra de Jesús Sepúlveda desde su arranque.

2. El cuerpo como vehículo de conocimiento e iluminación es otra de las percepciones claves que parecen dar sustento al anhelo vinculante presente en la escritura de Jesús Sepúlveda. Deseo que supone una crítica a la idea cartesiana de sujeto incorpóreo y a las construcciones racionalistas de percepción y conocimiento orientados a la desmagificación del mundo: negación o reducción de la naturaleza. Perspectiva que, como se sabe, no solo ha sustentado una lógica instrumental y un orden alienante –separación y predominio del individuo sobre el mundo, de la mente sobre el cuerpo–, sino que también la imposición de un sistema civilizatorio de trágicas consecuencias para el medioambiente y el ser humano. Sepúlveda, en una actitud contracultural, de resistencia o de simple lucidez, recupera un saber ancestral que, junto con entender al ser humano en sincronía con la totalidad, reivindica la importancia del cuerpo y lo natural como condición necesaria para esta ansiada integración con el todo. Dicha visión se puede rastrear, fundamentalmente, a partir de la publicación del libro eco-anarquista El jardín de las peculiaridades (2002) y de los poemarios Correo negro (2001), Escrivania (2003), Antiegótico (2013) y Secoya (2015).

En el poema “El puente”, del libro Correo negro (22), el cuerpo se asocia a la imagen de un “puente extendido”, “que cuelga de extremo a otro”, como figuración de una esperanza que parece proyectarse hacia una vinculación o contacto posible. Si bien el autor parece partir de la conciencia de cuerpos corroídos, precarios o debilitados, esta percepción se plantea en la búsqueda nostálgica de recuperar esa fuerza o “naturaleza latente”, como en la metáfora del poema “El animal tiene hambre” del libro Escrivania (11-15). Las pulsiones, deseos y cuerpos de esta tercera fase de la poesía de Jesús Sepúlveda, junto con ahondar en una “corporalidad frágil”–seres precariamente animados y animales–, reafirman el ansia de una resistencia o voluntad de permanecer: un cuerpo en rebeldía contra la muerte o la anulación de lo natural. En el poema “Yagé”, del libro Secoya, al preguntarse por la condición humana, por el “¿qué somos?”, el hablante comienza asumiendo la naturaleza de seres expuestos al deterioro: “Perlas enlodadas que limpian la mente / Residuo turbio del pedregal / Perlas pedregosas que palpitan” (27). Para luego pensar en cómo protegernos, limarnos, cuidarnos, todo bajo el supuesto de que constituimos: “[u]na cristalería de lujo que hay que limpiar” (Secoya 29). Esto porque, tal como se anuncia desde el título de su poema “Relumbre” –donde alude a una incapacidad del ser humano para discernir o revelar otra realidad–, todos estamos llamados a limpiarnos la mirada para ver lo que se esconde detrás de lo aparente, porque: “La luz nos acompaña cuando cerramos los ojos” (Secoya 37).

Se trata de un discurrir determinado por el “tictac” de una temporalidad que resuena entre sombras y fantasmas, y que se va asentando en una práctica de escritura como memoria y memorial, considerando que sus poemas –en variados niveles– constituyen registros de una “conciencia-recordar” en tránsito (Cárcamo 15). Signo o huella de una memoria atávica, una sensibilidad primigenia, o consciencia mayor que busca ser recobrada. Percepción que, a decir de Jesús Sepúlveda, parece ser posible solo dentro de una práctica arraigada a una noción de mente vinculada a los sentidos del cuerpo y no a partir de la noción que da centralidad al mero logos. Por lo que uno de los caminos de liberación –ese buscado desvanecimiento del ego cartesiano en favor de una suerte de sensorialidad integrada a lo orgánico–, se vincula con aquella dimensión chamánica que, en claro contacto con la obra de Néstor Perlongher y de Carlos Castaneda, considera el cuerpo como un “instrumento de conjuro” e incorpora el uso de plantas psicotrópicas. Todo, a través de ciertos ritos ancestrales a los que el poeta se acerca, movilizado tal vez por aquel imperativo que considera al ser como ese bien precioso “que hay que limpiar”. La práctica del pensar poético parece darse, ahora, con mayor intensidad y apertura, a lo onírico, lo mágico, lo sicodélico; al desarreglo de los sentidos, las experiencias rituales e invocaciones nativas; al uso de psicotrópicos como la cannabis, el peyote y la ayahuasca… En definitiva, al recorrido de la senda del poeta mago, hechicero, brujo o chamán: Poeta vidente, para quien “[e]l universo se transparenta en cada pupila” (141). Experiencias, todas, que dan centralidad al propio cuerpo y se instalan fuera de la racionalidad occidental, incorporando lugares, culturas y saberes otros. Prácticas que propician la liberación del ego y el desmonte de cualquier relación de poder que condicione, manipule o impida vivir en sincronía con la totalidad o nos saque del presente: ese fluir del aquí y ahora cotidiano. Al respecto, en su libro El jardín de las peculiaridades (2001), Sepúlveda nos dice:

La disolución del “yo” en el espíritu de la naturaleza permite que el ser se manifieste en toda su plenitud […] El asunto es aprender a vivir en este jardín planetario sin control ni autoridad. Y si la vida es un viaje, hay que dejarse llevar por la corriente del río sin imponer un control que la detenga. La corriente del río es la corriente de la naturaleza (96-98).

3. La escritura como contacto con lo desconocido, con el otro, con aquello que habita y mueve a quienes escriben. Esta es la concepción poética que, en definitiva, parece tomar fuerza en la obra de Jesús Sepúlveda. Para él, como para una larga tradición de poetas de esta impronta, la escritura es percibida como una práctica que, en ruptura con la supremacía de la razón instrumental, explora el misterio en busca de mayor videncia y libertad. Suerte de “fluidez” existencial concebida por un cuerpo-conciencia capaz de verse en un confluir con el todo: plena comunión con el fluir del tiempo presente, los otros seres y el entorno general:

La conciencia continúa expandiéndose y el individuo sigue explorando las cavernas oníricas de su subjetividad, ampliando los marcos de interpretación de los fenómenos que constituyen la realidad en pos de la formación psíquica de un sujeto pos civilizatorio que, quizás en un futuro no tan lejano, pueda fusionarse al cosmos y logre conectarse nuevamente con el cuerpo vibrante de la naturaleza (Sepúlveda, J., “Textos” 10).

Por lo tanto, hay en su práctica escritural un impulso vital que se orienta al contacto con los límites, no tanto del lenguaje mismo o los convencionalismos de su uso, sino los de la propia conciencia o con las limitaciones que el pensar convencional impone a nuestra manera de experimentarnos en el mundo. Estas son las fronteras que parece querer palpar la escritura de Jesús Sepúlveda para, desde allí, tantear nuevos estados que impliquen arremeter contra el statu quo y ampliar el horizonte de lo vigente: otras configuraciones y posibilidades de existencia. Por lo tanto, su escritura no aparece tanto como una actividad asociada a un mecanismo constructivista que intenta controlar el azar, la forma o la (im)posibilidad de significar. Constituye fundamentalmente un quehacer vinculado con la experiencia vivida y vivificada por la conciencia o la pulsión del pensar creativo mismo: “lo que no se puede hacer con el lenguaje / se conjura con el cuerpo / lo proyecta la conciencia” (Poemas 213). Siempre en el sentido de un avanzar en las posibilidades re-vinculantes de algunas dualidades tensionadas por la lógica racional imperante: ser-existencia, vida-arte, realidad-ficción, finito-infinito, individual-universal, uno-todo.

Si bien la escritura de Jesús Sepúlveda denota cierta confianza en las posibilidades significativas de la palabra, también se trata de una poesía que da cuenta de un evidente aprendizaje de lo que él mismo refiere como “los teje y maneje del lenguaje” (“Entre-vista” párr. 7). Al respecto, Cárcamo, junto con decir que cada poema de Sepúlveda es gramática a la vez que acontecer de un encuentro, observa lo siguiente:

En la medida que avanzamos en su lectura, que pasa el tiempo cronológico e imaginario de estos textos, su lenguaje se va dotando de mayor pulcritud y complejidad. Más aún, Sepúlveda va haciendo más y más patente su elaboración del poema como una marcada tensión entre desborde y medida, delirio y equilibrio, en el tramado tenso y contradictorio del lenguaje (7).

Los textos de Sepúlveda, en tanto tejidos, son entramados que, en su dinámica o ánimo de unir, reunir y configurar, ponen en contacto realidades y dimensiones diversas, así como géneros y expresiones consideradas regularmente como separadas. Su obra reúne poesía con filosofía, saber científico y mítico; pero también diferentes idiomas, lenguajes y autores, en una incorporación de las distintas lecturas o diversos viajes biográficos que, a modo de “manicomio de voces”, se expresan y ejercen disidencia. De esta manera, a través de su escritura, el poeta insiste en rehuir los esquemas que aíslan, limitan o reducen. Al respecto, en una entrevista manifiesta:

Mi utopía es borrar esa línea de separación y hacer que la poesía sea parte de la vida cotidiana, para que esta se viva poéticamente. En tal sentido, es necesario tener cierta integridad estética, además de una radicalidad permanente en la vivencia diaria. A veces, a través de la poesía, se logra penetrar lo que hay de impenetrable en lo cotidiano, haciendo que el aspecto más misterioso de la existencia se vuelva habitual (Sepúlveda, J. “La poesía” párr. 8).

Se trata de una escritura que, como Cárcamo observa, en su desarrollo va ampliando su indagación en las “posibilidades metafóricas y simbólicas del lenguaje poético”, “recuperando el diálogo con el simbolismo, a lo Baudelaire” (9). Tal vez con la intención de rehuir del lenguaje representacional (lógica positivista), debido a su concepción de mundo como misterio a dilucidar, más que como entidad posible de ser explicada racionalmente. No hay en esta poesía un énfasis por nombrar los objetos, sino, más bien, un esfuerzo por sugerirlo, evocarlo, dejando entrever las secretas afinidades entre el mundo sensible y el mundo espiritual.

Por su apertura a diversas experiencias, viajes, contactos, o por las propias dinámicas del desarrollo personal asociadas a la vida, el lenguaje de su poesía va intensificando y variando, no solo su temática, sino también el simbolismo y las imágenes que transitan entre lo más “directo” o transparente y lo más figurativo, adquiriendo ciertos pliegues o giros de intensidad, por la densidad semántica y los efectos alucinatorios que algunos textos logran alcanzar. De esta manera, los diversos lugares, realidades y escenas comúnmente evocados, pueden movilizarse hasta una superposición más compleja, como en “a la sombra de la secoya”:

En la noche del mapache
el árbol es un templo

El gato cuatralbo deja su estela furtiva
entre la cocina y el lavadero

El poeta escribe en su cuerpo
Tatuaje de luz y sombra

Grillos en los rincones de la casa de agosto
Los filamentos del hinojo tienen movimiento

El caldero libera la energía del sol
se eleva la luna en la malla azul

Estrella fugaz en tibia tarde de aerolitos
En cada detalle habita el nervio de la vida (Poemas 242).

A modo de conclusión
Sin el ánimo de pretender un resumen “definitivo” y “concluyente” sobre el pensamiento poético de Jesús Sepúlveda, esta exploración realizada permite remarcar algunas ideas que puedan contribuir a una necesaria discusión. En primer lugar, es posible decir que el sujeto escritural presente en la obra de Sepúlveda trasunta, en el deseo de ir más allá de lo establecido, un impulso utópico: liberar la propia conciencia de todo aquello que condiciona, limita e imposibilita ser parte de la totalidad en expansión: el Uno-Todo. Esto en claro rechazo a una sociedad neoliberal que, a través de la razón instrumental y lo digital, intenta someter, normalizar y aislar al ser del propio mundo y su existencia. En definitiva, hay en esta propuesta, entre otras tantas variantes, un intento de hacer que la poesía recobre su vínculo con la vida y que el cuerpo recupere sus sentidos y condición de principal vehículo de conocimiento e iluminación. Todo por medio de la destrucción de aquellas relaciones de poder que impiden vivir en armonía con la naturaleza, o imposibilitan la liberación del ser de todo condicionamiento y manipulación. Por lo que su imaginería, asociada a una cierta nostalgia del “paraíso perdido”, tiene la capacidad de proponernos, de manera más o menos clara, una idea de mundo: “[uno] poblado de comunidades desjerarquizadas, autónomas y libertarias, que operen con el pensamiento analógico y estético” (El jardín 55).

La propuesta de Jesús Sepúlveda forma parte de aquella tradición que proyecta hasta nuestros días visiones de poetas asociados a movimientos como: el Simbolismo francés, ciertas vanguardias como el Surrealismo, la Beat Generation estadounidense, el Nadaísmo colombiano, el Infrarrealismo mexicano, el Hora Zero y el Kloaka peruanos, por nombrar algunos. En tal sentido, es posible identificar en esta obra a lo menos dos constantes: 1) Un apego más evidente a una concepción de escritura intuitiva o praxis insólita (impulso no dominado), más que a una idea constructivista e intencionada de la creación. 2) La vigencia de un ethos y una necesidad (irrenunciable) de mayor verdad, conciencia y lucidez posible, como uno de los desafíos de la escritura poética. Esto permite afirmar que, frente a cualquier diagnóstico de un posible declive del horizonte de los saberes, esta poesía parece seguir siendo un lugar para la expresión de un pensar-decir libre y, por lo tanto, para el ejercicio de la crítica y de la oposición.

El pensamiento poético de Jesús Sepúlveda, como se ha dicho, –por su impronta eco-anarquista y utilizar los mecanismos de la subversión–, entronca, por un lado, con la utopía de los pueblos originarios de las Américas y, por otro, con la de los movimientos contraculturales surgidos en nuestro continente. Pero no solo eso. Su dimensión desiderativa adquiere aún mayor trascendencia, relevancia y vigencia, puesto que contribuye a cuestionar el paradigma predominante, aquello que Humberto Maturana ha señalado como: esta cultura básica en la cual los seres humanos modernos occidentales estamos insertos, “la cultura patriarcal europea” –esta de la competencia y que justifica el control y la negación del otro–. Y reivindica aquella otra, de un paradigma emergente, que el mismo Maturana alude como: la cultura prepatriarcal o “matríztica”. Esa de la comunidad y donde la red o conversaciones se guían por el dinamismo armónico de la naturaleza, evocado y venerado bajo la forma de una diosa, la colaboración, la aceptación y el amor, y sin operación de control o negación del otro (Cf. Amor y juego). Expresión más o menos visibles en movimientos sociales y comunitarios que buscan profundizar una democracia participativa (Igor Ahedo) o un estilo de vida basado en los principios de la permacultura (David Holmgren), por nombrar algunos de los modos silenciosos que cada vez más van constituyendo hoy nuestra esperanza. Nuestra necesaria y decisiva esperanza.

 Julián Gutiérrez

Ver entrevista del autor a Jesús Sepúlveda, publicada en esta misma página el 11/09/2008

Bibliografía
Argullol, Rafael. El Héroe y el Único. El espíritu trágico del Romanticismo. Barcelona: Acantilado, 2008.
Borges, Jorge Luis. La memoria de Shakespeare. Madrid: Alianza, (1997) 1998.
Cárcamo, Luis. “Lugares, residencias y resistencias: La poesía de paso de Jesús Sepúlveda”. Poemas de un bárbaro. Jesús Sepúlveda. Santiago: Contragolpe Ediciones, 2013. 7-15.
Chihuailf, Elicura. Recado confidencial a los chilenos. Santiago: LOM, 1999.
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