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Tengo miedo torero: Siete tacos de aguja contra el toro rabioso.

por Iván Candia
Artículo publicado el 06/06/2004

Tengo miedo torero, la primera novela de Pedro Lemebel, publicada en 2001, está narrada en tercera persona por un matador de labios rosa que, lejos de toda inseguridad mariposona, asesta siete estocadas en el corazón del gobierno militar, desnudando, a tajo abierto, las debilidades de la masculinidad hegemónica que emerge con el general Augusto Pinochet. Lemebel exhibe los sostenes y las medias del Chile dictatorial, entonces, con el objeto de dar una bofetada en los rostros de los «hombres valientes soldados» que, sin lugar a dudas, reorganizaron el modelo de relaciones de género.

Pedro Lemebel estructura su texto sobre la base de dos historias que corren de manera paralela: el romance platónico de la Loca del frente y el revolucionario Carlos y el matrimonio apocalíptico de Augusto Pinochet y Lucía Hiriart. Ambos relatos se conectan por el atentado del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), en el cual participan, de una forma u otra, la Loca y Carlos, contra el dictador en el Cajón del Maipo.

R. W. Conwell propone un modelo para la organización social de los géneros, dominados ampliamente por las masculinidades que, a todas luces, resulta idóneo para analizar Tengo miedo torero. Para el teórico norteamericano la masculinidad hegemónica: «no es un tipo de carácter fijo, el mismo siempre y en todas partes.

Es, más bien, la masculinidad que ocupa la posición hegemónica en un modelo dado de relaciones de género, una posición siempre disputable» (La organización: 10) Para esto, un grupo determinado establece una dinámica cultural por la cual exige y sostiene una posición de liderazgo que no sólo exige la subordinación de las mujeres, sino, también, de aquellas masculinidades que se encuentran en un nivel inferior y en la que los homosexuales están en el peldaño más bajo.

En ese sentido, resulta imprescindible la complicidad de los hombres con el poder – aun cuando no sean parte del escaso séquito que practica los patrones dominantes en su totalidad – que, por lo demás, favorece su posición económica, política y social.

La masculinidad hegemónica, que está conformada por nociones de género, raza y clase, establece relaciones de marginación con los grupos subordinados, que pueden incluir desde la exclusión política y cultural hasta la violencia legal o callejera. No resulta extraño, bajo esa perspectiva, que instituciones como el Estado, la escuela y los lugares de trabajo se vean influenciados por esa supremacía.

La dictadura militar tuvo como uno de sus rasgos centrales la presencia de una masculinidad hegemónica que, en buena medida, responde a la propuesta esgrimida por el sicólogo Robert Brannon, en 1976, en orden a que la masculinidad es el repudio implacable de lo femenino; el ejercicio de la fuerza y el control de las emociones; la puesta en marcha de la osadía y la agresividad; y, por último, la demostración del poder, la riqueza y la posición social (Homofobia: 51)
Todo lo anterior se traduce, desde luego, en el imperio de una hombría inspirada por los valores del mundo militar, es decir, fuerza, valor, orden, disciplina, entre otros, que penetra todas las esferas del quehacer nacional.

No se puede soslayar, a ese efecto, que los modelos heroicos oficiales de la época son Arturo Prat y Bernardo O»Higgins. Asimismo, se trata de una comunidad de raza blanca, de clase alta y, a todas luces, partidaria del régimen, vale decir, de extrema derecha.
Tengo miedo torero espejea, en ese sentido, la discriminación inmicericorde que ejerce esa masculinidad hegemónica hacia los grupos subalternos. En este punto, resulta clave la posición de Francisco Núñez, quien propone que la literatura de Pedro Lemebel está atravesada por una triple marginación sexual, política y del Sida (Literatura: 7) La última novela de Lemebel aborda, sin embargo, tan solo las dos primeras segregaciones expuestas recientemente, enfatizando, claro está, la exclusión del mundo gay.

Bajo ese prisma, es significativa la actitud castigadora e inconsecuente del padre de la Loca del frente que intenta corregir sus preferencias sexuales a punta de correazos, aunque al mismo tiempo cae en prácticas homosexuales pasivas, deslegitimadas, en todo caso, por una sociedad latinoamericana que, según Lancaster y Cooper, considera como un signo de virilidad la penetración a todo evento: «Su nervioso corazón de ardilla asustada al grito paterno, el correazo en sus nalgas marcadas por el cinturón reformador. Él decía que me hiciera hombre, que por eso me pegaba (.) A él tan macho, tan canchero con las mujeres, tan encachao con las putas, tan borracho esa vez manoseando.

Tan ardiente su cuerpo de elefante encima mío punteando, ahogándome en la penumbra de esa pieza, en el desespero de aletear como pollo empalado, como pichón sin plumas, sin cuerpo, ni valor para resistir el impacto de su nervio duro enraizándome» (Tengo: 15 -16)
Con todo, Lemebel simboliza la odiosidad hacia los gay fundamentalmente a través de la figura de Augusto Pinochet, quien formula diversos juicios al respecto en la novela: «¡Un maricón!

Eran homosexuales. Dos degenerados tomando sol en mi camino. A vista y paciencia de todo el mundo. Como si no bastara con los comunistas, ahora son los homosexuales exhibiéndose en el campo, haciendo todas sus cochinadas al aire libre» (Tengo: 49)

El general Pinochet muestra, además, la marginación de determinada clase política mediante la dura analogía entre los sectores de izquierda y el mundo homosexual: «Corte eso, que en este país de lauchas nadie se atrevería cruzarse en mi camino, le ordenó al chofer.

Nadie que yo conozca, pensó, menos ese Frente Patriótico Manuel Rodríguez, que son puros estudiantes que juegan a ser guerrilleros. Son puros cabros maricones que tiran piedras, cantan canciones de Violeta Parra y leen poesía. Mire qué hombrecitos, chiquillos pollerúos que recitan poemas de amor y metralleta» (Tengo: 137)

Pese a que Lemebel tiene conciencia de la fuerza de las envestidas del toro dictatorial – tal como hemos evidenciado con antelación -, Tengo miedo torero no se limita a poner en el tapete esa situación, sino que parodia las directrices que sustentan ese orden.

Pedro Lemebel dirige sus estocadas hacia las masculinidades del relato. La Loca del frente constituye, en esa línea, un símbolo de subversión contra las hegemonías sexuales, debido a que, tal como plantea Paola Díaz, esta clase de personaje: «perturba el orden de los lineamientos genéricos, dado que contiene en un solo espacio – su cuerpo – contenidos masculinos y femeninos, resultando un bricollage de estilos inacabados, incompletos, donde el orden de las cosas no es el establecido, pero tampoco el opuesto, que no cierran su proyecto genérico» (Homosexualidades: 41) A diferencia de otras categorías de homosexuales, tales como los gay y los travestis, que son funcionales al sistema social mediante el solapamiento y la relegación al cubículo femenino respectivamente, las locas constituyen una transgresión al constituir seres andróginos que no pueden ser reducidos por el control social.

Si a eso sumamos la importante ayuda de la Loca al FPMR para realizar la emboscada contra Pinochet y, especialmente, su pervivencia a las redes de la dictadura, estamos ante la presencia de un personaje que subvierte el orden establecido al igual que el destino tradicional de los homosexuales en la literatura continental. Lo anterior, adquiere mayor relevancia al considerar el trágico destino de los gay en novelas similares, tales como El beso de la mujer araña de Puig, en la que Molina, finalmente, es sacrificado.

Uno de los puntos más elevados en la desvirtualización de la masculinidad hegemónica acaece en la figura de Augusto Pinochet – símbolo máximo del poder social de la época -, que no sólo debe enfrentar el agotador acoso de su esposa y, en ese sentido, los continuos cuestionamientos a sus determinaciones, sino que, más relevante aún, el fracaso absoluto de sus concepciones valóricas, políticas y de su formación militar: «En el asiento trasero, el Dictador temblaba como una hoja, no podía hablar, no atinaba a pronunciar palabra, estático, sin moverse, sin poder acomodarse en el asiento. Más bien no quería moverse, sentado en la tibia plasta de su mierda que lentamente corría por su pierna, dejando escapar el hedor putrefacto del miedo» (Tengo: 174)

Bajo esta misma perspectiva, aunque en una escala mucho menor, se encuentra el proceso de feminización que experimenta Carlos que, progresivamente, va sucumbiendo a las redes de la Loca del frente – especialmente a sus juegos dialógicos princesa/cochero – y que incluso se siente tentado a llevarla a Cuba. En esa línea, no es la identidad genérica la que impide la materialización del amor homosexual, sino la madurez y la experiencia de la Loca que rechaza una aventura con escasa posibilidades de éxito.

Pedro Lemebel maquilla un escaparate literario que exhibe las dinámicas de control de la masculinidad hegemónica del régimen militar y, especialmente, los mortales ataques de la bestia de lentes oscuros. Asimismo, las uñas de colores y las boquitas pintadas que, ocasionalmente, emplean los discípulos de O»Higgins. Tengo miedo torero testimonia, en definitiva, las hombrías extraviadas en los regimientos y que aparecieron, entre perlas y cicatrices, detrás de un poste cualquiera en la noche santiaguina.

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