EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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Una vuelta por la ciudad. O formas para salir del sistema.

por Jaime Lizama
Artículo publicado el 12/08/2015

“Sólo se escapa a la banalidad manipulándola, dominándola, zambulléndola en el sueño, entregándola al poder de la subjetividad”
“Tratado del buen vivir para las nuevas generaciones”
Raoul Vaneigem
“La sabiduría exige una nueva orientación de la ciencia y la tecnología hacia lo orgánico, lo amable, lo no violento, la elegancia y lo hermoso”.
“Lo pequeño es hermoso”
E. F. Schumacher

 

PROLOGO
Más allá del individualismo desmesurado que promueve la publicidad y las nuevas redes sociales, y que gobierna tanto nuestra cotidianeidad como la escena de lo público, es que estos textos se atreven afirmar que la vida está decididamente en otra parte. Esto puede sonar a una declaración de principios y, en cierto modo lo es, pero sobre todo es una toma de partido frente al espectáculo de una cultura cotidiana que cae en el solipsismo kisch y en una mirada muy complaciente respecto de los dilemas de la vida tanto privada como pública; de los dilemas de las libertades públicas en medio de un hedonismo gatillado desde los sueños o las pesadillas opudeístas.

La subjetividad cautiva en esta jaula de hierro de nuestra peculiar sociabilidad, suele contar con muy poco espacio de crecimiento, pues en ella tanto la privacidad como la libertad personal se encuentran cuestionadas y entre paréntesis, postergadas a un discreto segundo plano, dado el hecho que no resultan funcionales a la lógica seudo hedonista que propicia el sistema neoliberal y su política de entretenimiento y banalización cultural in extremis, hasta el cultivo de una cierta histeria colectiva.

Estos textos, por lo mismo, pretenden transitar de lo cotidiano a lo público y lo público a lo citadino, donde suelen aflorar aquellas experiencias inéditas y cargadas de un sentido interpersonal, estilos y formas de vida que se desmarcan y se escapan de la estandarización que establecen los Medios o el consumo acrítico de las nuevas tecnologías; en especial de aquellas tecnologías que aquí llamamos de “bolsillo”, es decir, de aquellas que se acotan exclusivamente al uso individual y fetichista de nuestros objetos más personales y exclusivos, siempre del tamaño de la última generación que apremia y presiona constantemente sobre los deseos ciudadanos.

En una importante medida estos textos transitan también por la ciudad, por su devenir azaroso, sus intersecciones e interpelaciones de sentido, y la producción de nuevos espacios urbanos. Caminar, pasear la mirada por lo que creíamos haber visto, dejarse llevar por ese esplendor efímero de la hermosura, como nos alentaba en los años setenta al autor de lo “Pequeño es hermoso”, y para quien era urgente producir una nueva economía como si “todos” realmente importáramos, es una decisión que debemos tomar para llevar a cabo nuestras mejores y más lúcidas experiencias.

Otros caminos a seguir, por fuera o por dentro, es el predicado ineludible de una sociedad más diversa y libre, menos sometida a las prerrogativas de un economicismo que quiere cubrir o encubrirlo todo, avasallando todo lo que se le atraviesa en el camino, no importante si con ello se va la vida o la vida de trastoca en una experiencia imposible de llevar cabo, imposible de ser vivida.

Estos textos pretenden transitar y divagar por la ciudad, un tanto por el ocio del hacerlo, y también para establecer aquellos estatutos que nos vuelvan cada vez más libres.

 

UNA VUELTA POR LA CIUDAD

Aun cuando nuestra natural tendencia sea “domiciliarnos”, encerrarnos en la experiencia puramente familiar, el rito de lo colectivo nos seduce, ardientemente, desde los espacios públicos. Muchas veces, a partir de la intensidad de la calle y de la provocación de lo que Benjamín llamó el azar de la “última mirada”… de ser vistos para luego, en el mismo instante epigonal, no ser visto nunca más. El riesgo de lo melancólico, pero también una pasión por aquello que jamás habríamos previsto “al pasar”.

Salir de las casas y de lo privado, y callejear abiertamente la ciudad, pudiera parecer en si un proyecto pueril de vagabundeo y de aventurismo, pero en el seno de una sociedad privaticia y domiciliaria, refiere más bien a un ejercicio de una verdadera ritualización e imaginación de lo urbano. De su uso decididamente a pie, en medio de una ciudad prácticamente sitiada por la barbarie o la antropofagia automovilística. De un bullicio y una alerta que cruza los cuerpos y desmaterializa el horizonte.

La ciudad está ahí, en el horizonte de nuestra vida cotidiana, con sus espacios públicos no necesariamente regimentados o administrados, a la espera que tales espacios ritualicen, con su fuerza lúdica o simbólica, esas vidas personales en suspenso o indecisas de emprender el recorrido o la caminata libre por la urbe en incesante asedio y huida.

La ciudad probablemente se sufre (con sus ruidos y sus infinitos tacos), pero su verdadero rito y significado es vivirla, experienciarla en sus fugas o en sus múltiples epicentros de deseos los que, gracias a la noche, emergen sobre un particular paisaje o topografía que se yuxtapone a los recorridos más habituales de la jornada de todos los días. La noche metamorfosea la ciudad y misteriosamente la transforma en su opuesto intoxicado de luces: puede incluso que nos perdamos o alguien nos pierda en sus desvíos inexcusables o en su ruta fuera de todo lugar.

Vivir la pura irritación de la ciudad o el efecto de sus inconveniencias, es tener con ella un trato exclusivamente convencional, signado por la estricta relación de intercambios individuales y por el precario beneficio que otorgan sus servicios públicos a la convivencia cotidiana.

La ciudad hay que intimidarla, poseerla en cierto modo, cifrar con ella innumerables complicidades, de otra manera no será más que un anticipado infierno en la tierra. La ciudad no sería sino el espectáculo de nuestra propia decadencia.

Pero, al mismo tiempo, una ciudad en extremo limpia y aséptica, sin ningún tipo de ritos, no sería sino una ciudad extremadamente sospechosa, una ciudad imposible de ser inventada por la imaginación. Precisamente, el tatuaje, la inscripción urbana o el graffiti, son el síntoma de una huella, de una apropiación simbólica, imaginaria y deseante de la ciudad. Borronearla es también una forma para que, en definitiva, la ciudad no nos olvide, o nos abandone a nuestra propia suerte en medio de la deriva citadina.

Damos una vuelta a la esquina como quien se interna en el aparato digestivo de la ciudad, en los espacios que solemos no reparar cotidianamente, pues devenimos sólo a través de su superficie, de sus veredas o calzadas más o menos comunes, que nunca suelen ser interrumpidas. Pero dejamos nuestra bendita huella en esa ciudad imaginada, vista con los prismáticos de nuestra extrañeza o melancolía, de ese lugar que dejamos, de ese paisaje que creamos junto a otra persona, de ese rincón que fue el tamaño del deseo llevado finalmente a cabo una noche donde comenzaba a caer suavemente la lluvia.

Entonces, retornamos más tranquilos y en paz al domicilio, luego de ese paroxismo de signos y de señas que nacen y mueren en la urbe.

En cierto modo, la hemos dejado atrás, pero al mismo tiempo, la llevamos junto a nuestro cuerpo donde vayamos, incluso al irnos a vivir completamente a solas, apasionadamente nuestra intimidad, en el olvido pasajero que acometemos para sobrevivirla y volver a ella con más ahínco.

En alguna medida, hemos cumplido con nuestra tarea de habitar este espacio que devenimos, en las ciudades infinitas que guardamos, y refugiamos en las estanterías de la memoria.

EL SAN CRISTOBAL EN EL HORIZONTE CITADINO
En su juventud, Antonio Skármeta escribió probablemente sus mejores cuentos, uno de ellos “el ciclista del San Cristóbal”, y de algún modo esa inscripción literaria sigue muy viva y reflejándose con naturalidad en todos aquellos asiduos ciclistas que cada fin de semana lo asedian. Pues, qué duda cabe, el cerro “San Cristóbal” sigue siendo el mayor ícono de nuestra ciudad y se ha convertido en el centro del peregrinaje ciclístico de los santiaguinos.

Pero el peregrinaje al San Cristóbal significa, sobre todo, una nueva y paradigmática experiencia de lo urbano, la que no sólo ha desbordado aquella tradicional “visita” al zoológico o al teleférico, como lo fue en su momento, sino también la visita o la caminata hasta la cima misma del San Cristóbal: ahí donde se yergue la imponente virgen que mira hacia el sur de una Capital que se extiende de forma inexorable hasta perderse en su delirio inmobiliario.

Esta experiencia, qué duda cabe, se ha vuelto irremediablemente profana, con toda su mezcla variopinta, producto de la inexcusable diversidad que arrastra consigo la vida citadina en el Santiago del siglo XXI. Es decir, ya no en el Santiago que fue, sino en el Santiago que está irremediablemente siendo.

Esta nueva experiencia de lo urbano se asocia ahora con una forma mucho más intensa de ocupar los espacios públicos. Si es posible decirlo, antes se ocupaba el espacio público bajo la vivencia de lo que llamamos “paseo”, que reflejaba cierto pintoresquismo de éstas y otras costumbres citadinas del “Santiago que fue”. Ahora se trata de una militancia urbana activa, construida a partir de una manera muy significativa, de la actividad física, es decir, del footing, la caminata, el yoga, la cicletada, como experiencias de un hacer colectivo de apropiación más ardorosa del espacio público.

De algún modo, cada uno quiere establecer el encuentro directo o indirecto con el otro en función de un definido estilo de vida, que tiende a aparecer como una manifestación de identidad urbana a partir de la actividad o de la acción que se comparte y se acomete, y donde, en última instancia, los sujetos se reconocen y se habilitan unos a otros, en ese espacio que les pertenece sin ningún tipo de diferencias o normas impuestas al espacio público.

Esta experiencia de lo urbano está conectada muy íntimamente con la voluntad de intervenir el habitad y la ciudad con estándares de exigencia superiores a un pasado donde la calidad del espacio público no contaba con la ingerencia activa de los ciudadanos. Es decir, cuando la ciudad se encontraba alejada de los afanes y de las experiencias citadinas abiertas, en cierto modo abandonada a su transcurrir puramente vial o entregada, sin más, a la estandarización del mercado inmobiliario y su asalto indiscriminado a los barrios. En el mejor de los casos, se vivía la ciudad provincianamente, en un discreto segundo plano, sin tomar partido en su discurrir, en el anonimato pasivo y más o menos entreguista de lo público.

Nos encontramos ahora ante un nuevo tipo de apropiación y de vivencia. Se trataría aquí, incluso, de una renovada tribu. Una tribu distante de aquellas tribus juveniles de los ochenta o los noventa, las cuales apelaban siempre a la construcción de una “huella” en la ciudad. Un tipo de inscripción que se expresaba en el grafiti u otras intervenciones que significaban “marcar” a fuego una urbe generalmente inhóspita, excluyente, vigilada o derechamente marginal; marcarla para apropiarme al menos parcialmente de ella en circunstancias tan peculiarmente opresivas. En esas circunstancias, existía poco espacio para no vivir sólo la extrañeza de la ciudad, pues más bien se la padecía y se la violentaba cotidianamente.

Se trataban, por lo mismo, de experiencias citadinas identitarias, que no obstante resultaban ardorosamente “semióticas” en la profusión infinita de sus tatuajes o grafitis, pues solían traducirse en la instalación final de signos, o de ese lenguaje que se yuxtaponía sobre la ciudad, realizando su simulación o bien su consumación fantasmagórica: siempre otra ciudad que negaba necesariamente la existente, bajo una denominación o un signo estandarizadamente político o contradictatorial.

Decimos que ahora se trata, más bien, de una tribu ciudadana, de una experiencia citadina que ya no requiere de aquella resemantización o de ese alarde semiótico o performativo: la ciudad está ahora en el centro de la experiencia pública, metida o integrada en el corazón de los múltiples asedios ciudadanos, que no buscan otra cosa que la ciudad no vuelva escaparse de “nuestros pasos” y de nuestro recuperado horizonte público: que se mantenga viva, cordial, cercana a las acciones de esta nueva cotidianidad ciudadana, que ya no está disponible a que la urbe sea ilegitimamente privatizada o defenestrada en su frágil utopía humana.

Más asiduos y más comprometidos con la ciudad, la vida se vuelve, en última instancia, una experiencia urbana más radical. Ya son menos los que se quieren ir lejos de la mole de cemento, por el contrario, se ha establecido con claridad que la gran mayoría de los ciudadanos están dispuestos a enfrentar al demonio de mil cabezas, no sólo enfrentarlo sino que estableciendo límites y reinventando espacios exclusivamente de goce urbano, dejando atrás una historia donde la ciudad no era de nadie, ni siquiera de sus habitantes más asiduos y cotidianos. Parecía que sólo estaba disponible para un uso infinito del suelo, una infinitud sin ningún punto de conexión con la vida. Una interminable carretera perdida hacia la nada, como en el inicio de la película de David Linch. Pero aquí, en santiago de chile, no hay ninguna película.

EL ESPACIO DE LO PÚBLICO
Con bastante justicia podríamos afirmar que la sociedad neoliberal ha hecho uso abusivo e impertinente de la propiedad privada y de la experiencia cotidiana de lo que nos pertenece a cada uno, al extremo que la conciencia de lo de “uno” y de la propiedad personal, ha obnubilado cualquier experiencia más o menos normal de aquello que pertenece a lo publico, es decir, de lo que entendemos que nos pertenece a todos, o de lo “que es de todos”, ese espacio que está ahí y que no es de propiedad de nadie, que pareciera que estuviera o está arrojado a la calle y dejado en el no lugar de la indiferencia y la desidia ciudadana. Un hiato entre la experiencia de aquello que nos “pertenece” y de aquello que debiera ser, genuinamente, una experiencia de lo público.

Un nuevo horizonte de lo público, necesariamente debe alejarse de esa visión más o menos institucional, pesada, que suele entender, muy a la distancia, y de forma casi peyorativa, lo público como esa instancia que denominamos el “fisco”, aquello que nos pertenece y que al mismo tiempo, no nos pertenece bajo ninguna forma concreta. Más allá del “fisco”, debe existir un espacio de aproximación hacia una visión más concreta y real de lo que cotidianamente se percibe como un espacio de acción y de convivencia determinado desde el Estado y sus instituciones.

El ciudadano común no puede sino ver de una manera más bien abstracta el sentido y el bien público, en la misma medida en que se ha profundizado la experiencia del bien propio o el interés privado hasta su límite delirante, hasta el límite de una particularidad sin ninguna capacidad de contención, que implica también una forma de subjetividad desbocada y extremadamente líquida. El ciudadano atrapado en lo puramente privado, mira con distancia y casi con oprobio el devenir de lo público y de todas sus vicisitudes. La perturbación de lo público se haya aquí casi perfectamente consumada.

Pero, por cierto, al ciudadano no se le seduce ni se le convoca “políticamente” mediante la monserga tecnocrática de los llamados “bienes públicos”, tan vastamente dilucidados en Diplomados y en la propia diseminación de la Carreras de Administración Pública, que parecieran constituirse en el paradigma de la vocación académica por un tipo de gestión que pretende, casi de forma majadera, modernizar el Estado.

Probablemente, como ha ocurrido durante estas décadas en Chile, bajo esta forma nada de inocua, se terminan gerenciando los asuntos públicos mediante los puros mecanismos privados. Es decir, se ha terminado por simular lo público hasta su propio descrédito en el alambicamiento de la modernización, bajo la argucia del autofinanciamiento y la gestión áurica, distante, tecnocratizada, higienizada y, en resumidas cuentas, de espaldas a los ciudadanos, sin contar para nada con los ciudadanos.

Pero sobre todo lo que consignamos como: es “de todos”, nos pertenece a todos, tiene una dimensión emocional muy distante al llamado bien público: situado precisamente en ese extraño maridaje de la política y la tecnocracia. Ese gran espacio, esa distancia casi insalvable entre lo propio o lo mío, que cotidianamente vivencian los sujetos y ciudadanos en el aquí y en el ahora, y la dimensión estatal propiamente dicha, se construye y se despliega la indiferencia hacia lo cívico y las experiencias colectivas, aquello que denominamos la experiencia común, el lugar donde los ciudadanos se encuentran e intercambian sus vivencias: más bien lo usual de nuestra convivencia en el continuo desencuentro fundado en la desconsideración o la desconfianza hacia el otro, el otro que hemos encontrado al azar en el espacio público, en la aglomeración de las vías o en el cotidiano cruce de calles: una cordialidad en creciente descrédito, casi en la misma medida en que nos volvemos más aspiracionales y poseedores de bienes de consumo.

Nos ha quedado claro, que ese maridaje de la mala política y la tecnocracia se ha constituido en el paradigma de una experiencia truncada de lo público, de una convivencia que se desbanda y se disuelve el colectivización del consumo desmedido y del onanismo extremo de las nuevas tecnologías estrictamente personales.

El punto es que se vuelve imperativo acercar lo público, al extremo que en algún momento se nos vuelva algo propio, algo de mi incumbencia tanto o más como aquellos asuntos estrictamente personales o aspiracionales. Se apreciará así, la cordialidad de lo público y el respeto ciudadano que, arrojados de improviso a la calle, sigue pareciendo una realidad prácticamente inexistente, un espacio donde circula libremente el “stress ciudadano” y toda la culpabilidad y el reproche hacia lo “otro”.

Ya lo sabemos suficientemente, la política y sus organizaciones tecnocratizadas, no son precisamente el horizonte destinado a cubrir o conciliar la distancia o la fisura que aqueja a nuestra convivencia social, es más, las viejas prácticas políticas suelen provocar mayor desafección y desconfianza, prácticas que sólo satisfacen a determinados grupos y se cierran en la conformación de círculos de intereses muy específicos.

Así, lo que parecía público, a la vuelta de las vicisitudes o querellas entre los grupos, acaba privatizándose, sirviendo sólo a un reducido círculo de adherentes o simpatizantes que no querrán, en lo sucesivo, abandonar ya más sus espacios ganados al sudor de las seudos militancias.

Es por eso que el aprecio de lo público está antes y más allá de las adhesiones políticas y también más allá de una adhesión por aquello que entendemos como lo “republicano”. En otras palabras, se trata de recuperar lo público y sus espacios para el ciudadano de a pie, el ciudadano común y corriente, e incluso para aquel ciudadano que no tiene en su norte ninguna adhesión política o alguna particular inclinación republicana.

Lo más probable es que su “civismo” comience precisamente a partir de lo que podríamos llamar la “estetización de lo público”, el apreciar una nueva calidez y hermosura en los espacios públicos.

Se trata que, a cada paso, a cada caminata por el barrio, quede seducido por la belleza del urbanismo, el diseño de amplias veredas, el frescor de una plaza o la armonía de un nuevo mobiliario urbano, que modificara significativamente, sin proponérselo siquiera, una subjetividad pública construida rutinariamente desde strees y desde la demanda puramente económica.

La sociedad chilena, como tal, requiere ese contrapeso para situarse en la disponibilidad hacia lo público, con el objeto que la convivencia no se vaya, definitivamente, al tacho de la basura y todo el país se vuelva un emporio o, en el mejor de los casos, un tránsito unidimensional entre el Mall y las farmacias, sin ningún otro camino alternativo a seguir, sin posibilidad de pasear la mirada por espacios más amables y gratuitos, sin la posibilidad de que exista, a cada paso o momento, un atisbo de coerción o intimidación que no nos permita seguir adelante y cruzar decididamente hacia los otros.

FORMAS PARA SALIR DEL SISTEMA CAMINANDO
Bajarse del automóvil es, de alguna forma, bajarse transitoriamente del sistema. Otra forma: vagabundear por la ciudad sin un sentido preciso, sin ese deseo estandarizado que suele gatillarse desde el dominio y el control mediático.

Reinventar la vida cotidiana a partir de la lentitud, donde no debamos responder a ninguna “urgencia”, a ningún particular apuro, ni menos a un apuro por llegar “primero que nadie”. Sería mejor, incluso, no llegar a ningún destino.

Detenerse un poco más de la cuenta, mientras miramos lo que ocurre en la ciudad, sin pretender escaparse o pasar de largo, para que nadie sepa o sospeche que estuvimos ahí, fuera de lugar, marcando el paso. Mientras miramos lo que ocurre con toda parsimonia, con toda prescindencia del tiempo, fuera del tiempo.

Nos olvidamos que íbamos hacia un determinado lugar, nos olvidamos que teníamos un compromiso, una hora a la cual llegar y cumplir. Sin embargo, estuvimos dándonos vuelta durante mucho tiempo, estuvimos caminando a la deriva, sin condiciones, sin un destino fijo, sin una pauta o un sendero que llevara algún lado, pero, eso sí, sin la sensación de “estar perdiendo el tiempo”. Mientras pisábamos la calle sin urgencia.

Pero claramente perdimos el tiempo, nos fuimos por las ramas y pasamos así la tarde entera. Si se quiere, no supimos como se nos fue la tarde y nos enfrascamos en fruslerías cotidianas. Sentados en una plaza: mirando pasar a los otros, mirándonos casi de reojo en ese devenir de mutuo reconocimiento. Mirando pasar sin importar el resto de la tarde.

De eso se trata, de perder el tiempo en lo cotidiano.

Dejar por un buen rato, también, la “red” privada narcisista y salir al aire, al aire de lo abierto y de lo público. Salir a la calle como salir al patio.

Allí, en el espacio público, nos encontramos con el otro, hacemos el ejercicio de salir de nuestra particularidad, de exponerla sin mediaciones ni sospechas, viviendo esa experiencia de lo “ajeno” a partir de lo propio.

Por eso nos escapamos y abandonamos la pura experiencia narcisista. Dejamos atrás la vivencia del yo mirándose, obsesivamente, en el espejo.

No hay posibilidad, por otra parte, de salirse del mundanal ruido, si uno no toma medidas drásticas. No necesariamente cerrar nuestra habitación por todos lados y que no entre el ruido desde ninguna parte..

En realidad no se trata que nos apartemos de lo ciudadano. De lo que queremos alejarnos es de una cierta forma de entender la vida y lo cotidiano, como si esta fuera una pura carrera afiebrada por tener éxito y de ganar cualquier estupidez en el menor plazo posible.

Queremos apartarnos de una visión que ve la vida como un asunto de avanzar hacia delante y correr hacia una supuesta meta. Y esa meta no es más que la mascarada de un logro personal, pues la meta sigue a otras que nunca terminarán. Una posta hacia el vacío de la infinita banalidad. La meta, si es que existe alguna, es salirnos, en lo posible, muy radicalmente, de esa lógica interminable del stress.

Salirse de ese espacio de la rutinización, donde el sistema quiere que todos andemos al mismo ritmo, que todos pensemos igual, que todos hagamos las mismas cosas, en circunstancia que la libertad es que cada uno vaya por su propio camino, que cada uno busque su propia experiencia, sin que la normen y la definan los que siempre controlan la vida de los demás.

Tenemos que tomarnos el derecho de seguir nuestra ruta, seguir el camino del descubrimiento y no dar cuenta a nadie. Lo viejos patrones que quieren controlar y estandarizar la vida deben quedar en el pasado, deben abandonar la pretensión de seguir dirigiendo con el único objeto de que nada escape de sus manos, o que sus manos sigan recogiendo el fruto que no les pertenece.

En ese replanteamiento de lo cotidiano, es que uno no debe darse por vencido. Por el contrario, mientras por todos lados se intente que haya una regimentación y control sobre los ciudadanos, tenemos que reproducir el camino distinto, el desvío necesario hacia otra forma de convivencia, hacia otra forma de entenderse con los otros. Hacia una “nueva cordialidad” que sepulte una vida pública cautiva de los intereses privados.

Habrían nuevas rutas que transitar por fuera,
Yo me iría derecha y tranquilamente por fuera,
Los que caminan desviándose o inventando atajos, también
Todos nos iremos finalmente por fuera antes que la locura de los dueños
de casi todo, termine por envenenar completamente la vida.

EL GRADO CERO DEL CIUDADANO
Vivimos absurdamente en la sociedad del exceso y, al mismo tiempo, en la sociedad de la escasez, invisibilizando al ciudadano de todos los días.

La sociedad del exceso es aquella que se agota a si misma, aquella que no es capaz de contenerse ni medirse adecuadamente. Una sociedad que hace de la producción inútil una necesidad de consumo, aunque se trate precisamente de un consumo fugaz e intrascendente.

La ecuación entre el “tener” y el “ser” se haya absurdamente inclinada hacia la ansiedad y la obsesión de tener “más que los otros”. Los “otros” se convierten en la referencia de mi escasez o de mi opulencia: postulamos a querer ser más, básicamente en función de lo que acumulamos o tenemos.

En cierto modo, soñamos con “acaparar” y tener nuestro propio mercado negro a buen recaudo. En lo posible, sin que nadie se dé cuenta y pasemos desapercibidos en el páramo ciudadano.

Hay un cierto consumo obsceno, o bien todo ese consumo que se extralimita y no se contiene a si mismo, es ya obsceno. Replicamos una necesidad que no existe, aunque funcione como deseo o anhelo de querer aquello que todavía no tenemos. Pero de este modo nos anticipamos a los “otros” y les ganamos.

¿Podría el sistema sobrevivir, si no consumiéramos como obsesos?

Probablemente no. El sistema se vendría abajo y caería como una mole pesada y grotesca, en medio de la desolación del Tótem en ruinas de la torre del “Costanera Center”, en la ciudad de Santiago.

No obstante, en la sociedad del exceso y de la escasez, estamos cifrados y cooptados por la publicidad, es nuestra erótica aun cuando nos limita a orgasmos sin trascendencia, o a coitos que se “interrumpen” unos con otros a través de tandas infinitas, que no están disponibles para que “acabemos” en algún punto del espacio y del tiempo. Aquí, no hay final, no hay pausas, no hay proceso posible. La vida misma se vuelve inviable bajo esos puros menesteres y espasmos adquisitivos.

Pero el sistema no deja de vivir en el endeudamiento como su tabla de salvación, como su predicamento y su escalera para llegar al cielo.

Ante todo, yo “tengo” y luego soy. No soy más que el conjunto de lo que he acumulado en bienes de consumo. Somos una suma de posesiones que, a la vuelta del camino, quedará reducida a una pura acta testamentaria.

Yo y la fetichización de cada uno de “nuestros” objetos para que viajemos, alienados, por el despojo del mundo, para la decadencia del mundo, y para que el mundo caiga en una bancarrota estúpida e innecesaria. Incluso, antes que los alardes puramente especulativos caigan como un pademónium en pleno rostro del capitalismo globalizado.

Allá, ni siquiera muy lejos, están los que no tienen nada, los que han sido privado de los “bienes” más elementales, deambulando o vagando por la miseria tercermundista irredenta.

Porque, con globalización o sin ella, con red social o sin ella, el tercer mundo no ha dejado de existir, sigue ahí parado en medio del exceso y de nuestra desmesura individualista.

Aquí, una opulencia engañosa.

Una obesidad producto del equívoco de un consumo insensato, de una economía insensata que no cree en los sujetos, que no cree en las personas, sino en la oferta y la demanda, en la reproducción infinita de la pre y la pos-venta.

En la oferta y la demanda indiscriminada, más allá de todo el sentido de las proporciones. Más allá de cierta decencia para establecer los límites y no caer bajo el dominio de una obesidad mórbida: una ilusión ingenua del desarrollo gatillada desde la pura despensa de los alimentos cotidianos.

En el fondo, consumimos más allá de la cuenta, para desperdiciar, para desechar incluso lo no desechable, y aumentar in extremis la basura cotidiana.

La basura que se sigue acumulando fuera de nuestras propias narices, para no presenciar el espectáculo de su fealdad y de su hedor apocalíptico, y no sentirnos cómplices de la putrefacción planetaria.

En un determinado momento, desechamos hasta lo propiamente humano. Partimos por desechar a los viejos, o supuestamente todo aquello que ha dejado de “producir”, que ha dejado de servir, de un modo u otro. Que ha dejado de ser un engranaje propicio y necesario para que el sistema siga siendo, alambicadamente el “sistema”.

No “producir” o no hacer nada que esté al servicio de la economía, es el comienzo del fin. El comienzo de la devaluación del individuo ante la sociedad y sus pares, el comienzo de la jubilación existencial anticipada.

En cierto modo, es el grado cero del ciudadano, pues poco a poco, sin que nadie se de cuenta, se le van aminorando los derechos, hasta llegar a un punto que ni siquiera está seguro si es parte o no de la sociedad del exceso.

El ciudadano queda entonces preso y a expensas de su inexorable disolución personal.

El ciudadano vive la pérdida de su ciudadanía, y de la sensación de una vivencialidad precaria, la pérdida de su significado…

La sociedad del consumo excesivo, no ha podido no funcionar bajo la premisa de la depredación humana.

II. ¿LIBERTAD O COERCION?
NUDISMO Y DERECHO ANIMAL
El nudismo no es andar simplemente empelotas por ciertos lugares especialmente habilitados del territorio, o bien por aquellos espacios de nuestra propia privacidad. Probablemente es el acto más inocente de nuestra existencia, pues inicialmente todos fuimos nudistas involuntarios. Pero está claro, el nudismo no tiene nada de inocente o de gratuito. Por el contrario, es tomarse demasiado en serio el cuerpo, tanto en lo que “es” como en su proyección o en la imagen del mismo. El nudismo, en cierta forma, es una “descodificación” del cuerpo, la instancia donde la corporalidad ha dejado de “pesar” y se transforma en una pura actitud o, términos más duros y estrictos, en una suerte de ideología.

Asumir el nudismo como ideología tampoco tiene nada de malo, sobre todo en occidente donde la ideología del alma ha dominado casi por completo. Pues lo más atractivo de esta ideología es que toma al cuerpo como centro y no subrepticiamente a la sexualidad y toda su residualidad supuestamente impura. En otras palabras, el cuerpo desnudo, tomado como presencia natural, desborda el tema de la pura pulsión sexual y su comentario perverso o incluso pornográfico y, por lo mismo, su condena puritana.

El nudista, ya sea mujer u hombre, toman el cuerpo no como una suerte de provocación erótica, sino como una actitud vital de despojo, de desprendimiento civilizatorio, de desacato a la norma. Desprendimiento que, desde luego, se funda en la crítica a la separación tajante que establece la Cultura Judeo-cristiana entre la humanidad y el resto de los seres vivos, como si se tratara de realidades absolutamente contrapuestas. Nosotros acá, el “resto” en las cavernas o en el submundo de una naturalidad aguijoneada por el pecado o la irracionalidad: estamos y nos sentimos ontológicamente por sobre los animales. Nuestra supremacía, incluso, nos viene dada por un Dios con rostro humano.

Por otro lado, también el nudismo podría funcionar como el recordatorio que somos “hijos” de naturaleza antes que todo. Esta simple pero radical declaración, echa por la borda el gran lugar común que nos ha inoculado la religión durante mucho tiempo: que somos “hijos” de Dios. La conflictividad de esta última declaración, es que constituye la base de legitimidad del antropocentrismo, en tanto ideología que establece que los seres humanos somos superiores al resto de los animales.

Es aquí donde perfectamente el nudismo se relaciona con el “derecho animal” y todas sus consecuencias. Seamos claro, este derecho no apunta candorosamente a la responsabilidad de que cuidemos a nuestras mascotas y salgamos de tarde en tarde a darles un paseo por los parques, o bien, recorrer con ellos ufanamente la ciudad y sus plazas.

Entre ese mero cuidado burgués y domiciliario por las mascotas y su manutención, y el “derecho animal” propiamente tal, existe un verdadero abismo. Aquí se trata de cuestionar, incluso, la legitimidad de la misma domesticación, de si es legítimo tener animales para el uso personal o familiar, ya sea por gusto, por afecto, por moda, por chochería o por el simple afán de lucrar mediante el cruce de especies valoradas o exóticas. Muchos, a partir de esta suerte de propiedad privada que ejercen sobre las mascotas, se sienten y se consideran, por derecho propio, partidarios y defensores de los animales.

El pro-animalismo tiene que ver, fundamentalmente, con recobrar el estatuto autónomo y salvaje de las especies, por lo mismo con la liberación de todo tipo de cautiverios, ya sea científico, circense o recreativo, y con el fin de la matanza indiscriminada de animales. Recobrar el estatuto de independencia de los animales, implica, al mismo tiempo, que nos cuestionemos en primera instancia por su domesticación y, enseguida, por la validez de nuestra convivencia cotidiana con aquellos que son “nuestros” pares. En nuestro fuero interno, al estar cerca de ellos y quererlos, nos hace creer que, de por si, estamos siendo respetuosos y comprometidos con el destino animal (al menos con los que tenemos en casa), en circunstancias que estamos en el mínimo de un mero proteccionismo privado.

Pero más que a los animales, nos estamos protegiendo a nosotros mismos, o bien estamos sumando otros “bienes de consumo” al patrimonio de nuestras vidas: siendo otro aspecto más de la extensión de nuestras propiedades privadas que se van acumulando de acuerdo a un nuevo status quo. De hecho, portar mascotas, se ha convertido en una reconocida e inequívoca señal citadina de prestigio y de identidad social. Los “otros” nos comienzan a ver y a valorar en función de esta nueva convivencia, de esta nueva relación y “tolerancia” con los seres llamados “inferiores” o simplemente mascotas-.

En otras palabras, la defensa de los animales, más que un mero apego emocional o familiar a esas mascotas que forman parte de nuestra cotidianeidad, implica en primera instancia un compromiso “cívico” o político con aquello que les sucede en los distintos ámbitos de la sociedad; de si nuestro peculiar afecto hacia ellos va más allá de exhibirlos como presas de una colección exótica para provocar la admiración de los amigos, o se extiende, en el mejor de los casos, a una visión solidaria hacia aquellos animales, que no son los nuestros, que sufren apremios y son sometidos bajo su condición de seres “irracionales” e inferiores, a su producción en serie y su sobreexposición pública, más o menos circense o recreativa.

A partir precisamente de esa supuesta “condición animal”, es que establecemos nuestra superioridad y nuestro alejamiento de la naturaleza. Planteado así, el nudismo estaría mucho más cerca de una verdadera política de pro-animalismo que la sola condición de cuidar y de dar afecto a nuestras mascotas al interior de la familia. En cierta forma, nos está planteando recuperar no una supuesta “irracionalidad” o un retornar a una vida salvaje, sino apreciar el despojo de un humanismo apremiado por los prejuicios religiosos y conservadores y establecer, desde ya, los “derechos” que deben ir de mano con el reconocimiento de ese nuevo estatuto de la vida animal.

Pero, al mismo tiempo, desde ese mismo “humanismo” que no estima plantear nuevos derechos, el nudismo también debe ser considerado fuera de la norma, prohibido a partir de la correcta moral sexual, es decir, de reducirlo a una conducta inadecuada que se aleja de las normas y de nuestras “buenas y sanas costumbres”, a objeto que una “epidemia” como ésa, no se extienda y para muchos se convierta en un estilo de vida. Mientras esta “práctica” sea llevada a cabo sólo por algunos pequeños grupos, desde un punto de vista político y cultural, aquello no debiera conllevar peligro alguno, siempre y cuando nadie la legitime o le dé carta de ciudadanía en el mundo de los derechos individuales. Es decir, mientras se mantenga como una extravagancia de amigos o conocidos, no habría de que preocuparse, pues se trataría casi de una pura frivolidad. El nudismo sería, de ese modo, una mera conducta llevada a cabo por pequeños grupos con cierto aire de “avant garde”.

Entonces, como práctica exótica o rara, el nudismo resulta casi inofensivo, un mero reflejo de que la desnudez era el estado inicial y primigenio de nuestra individualidad, a la cual siempre volvemos sin siquiera darnos cuenta. Pero, al mismo tiempo, se trata de un estilo de vida peligroso, incluso subversivo, en la medida que deja traslucir un “no” a las funcionalidad de los roles y estilos de vida definidos por la ley de la pura tradición y el conservadurismo.

De este modo, el pro-animalismo y la práctica nudista pueden ir perfectamente de la mano, bajo la especie de un retorno a lo natural y el quiebre con la lógica humanista que establece la supremacía del hombre y su poder indiscutido sobre la naturaleza y todas sus formas de vida.

Se nos abre, desde esta perspectiva, un nuevo conjunto de “Derechos” que no habíamos considerado desde el horizonte de lo “Humano, demasiado humano”.

LA PRIVACIDAD ENTREDICHO
En la sociedad narcisa en que vivimos, siempre habrán productores y managers de las comunicaciones que persiguen que lo privado, que lo íntimo, sea conocido por todos, que quede expuesto impúdicamente a lo público. Esta exageración, sin embargo, se ha vuelto un contenido de primera necesidad de los mass-media y de las llamadas redes sociales. Entonces, la invasión de la “privacidad” se vuelve un requerimiento, una forma muy abusiva de lo que llamamos transparencia, pues se trataría, más bien, de la disolución misma de la realidad personal, en plena era de un individualismo “líquido”.

A partir de un cierto punto, comenzamos a vivir la degradación del individuo.

A partir de cierto punto, no hay forma de sortear lo privado en su traducción a lo público. Es decir, todo lo privado se vuelve una mera excusa de una vida sucedánea al puro espectáculo y de la obsesiva autopromoción.

Todo lo íntimo comienza a ser traficado en lo público, muchas veces de una manera burdamente adolescente, como si de pronto los sujetos fueran indiscriminadamente narcisos. Pero más allá de la fascinación que provoca una siempre efímera “fama” mediática, el discurso de fondo que aquí se encuentra en juego, es la justificación del ritual de la des-privacidad como medio privilegiado para lucrar y comerciar consigo mismo, ya sea mediante el reality o el farandulismo, que se trafica como espectáculo o entretenimiento de masas.

La dirección de la producción de lo mediático o de lo que académicamente se denominan “industrias culturales” va, precisamente, en ese mismo sentido, diluyendo todo lo posible los límites y las fronteras de lo privado y lo público.

En cierto modo, se pretende que nadie guíe o conduzca su vida de forma autónoma o de manera absolutamente personal. El derecho a la privacidad o el querer vivir sin que nadie se entere de lo que hacemos o no hacemos en nuestro espacio personal, puede resultar altamente sospechoso, extraño o fuera de lugar.

Nada más alejado de lo que promueven los artífices o los ideólogos de la impudicia mediática que pueblan los pasillos de la industria audiovisual de masas.

De acuerdo con esta ideología de una subjetividad “in extremis”, el control social o la coerción se debería ejercer no precisamente sobre esa vasta distorsión valórica propugnada por los “hombres huecos” o los oráculos de lo que el público quiere, sino sobre aquellos que cultivan su privacidad y la establecen en el centro de la vida personal y no la transan en el mercado de la compra-venta de las subjetividades.

Sin embargo, alguien debe tener algún tipo de control sobre la extrañeza de estos individuos que no transigen, los sujetos no pueden andar por ahí sin que nadie esté al tanto de lo que hacen o no alcanzan a llegar hacer. La libertad soberana debe estar monitoreada todo el tiempo. La mirada tiene que estar puesta en forma acuciosa sobre los “otros” para estar al tanto y saberlo todo.

Es precisamente a partir de aquí, desde donde se articula el concepto de lo público desde la pura perspectiva del control y de la seguridad ciudadana, lo que a la postre sólo viene a confirmar la fragilidad de nuestro mundo personal en el contexto de una transparencia sospechosa y fundada vagamente sobre la “fama” Warhoniana de los 15 minutos.

En gran medida la entretención, la farándula y los Reality de todo tipo, quieren dejar establecido que la privacidad no existe o no debería prácticamente existir, pues no habría posibilidad que existiera la intromisión, el exhibicionismo y la invasión absoluta de lo otro, sin el cual no habría propiamente espectáculo, show, divertimento o autopromoción.

Para ese mundo, todo lo privado debiera ser público, no debiera haber nada que impidiera que la “privacidad” pueda ser invadida o sometida a su sobreexposición impúdica. Aquí ya no hay ninguna necesidad de establecer límites, al contrario, el que nos los haya, hace posible que exista y se justifique la producción mediática de corte populista en los medios masivos.

En este punto, lo mediático y la coerción de las libertades se dan absolutamente la mano, constituyen una misma mirada interesada y borrosa de las subjetividades y de la vida personal de cada uno. Dicho de otro modo, la transparencia artificial de lo mediático se condice casi en forma lineal con el control social y su política de no perder jamás de vista al individuo, que no se va vaya fuera de su alcance y de su insomne ojo ubicuo.

De esta forma, sobreexponerse, exhibirse, auto manipularse, no son más que el estilo publicitariamente “narcisista” de mostrar a los otros, lo que siempre debió haber permanecido en la esfera de lo propio y de lo personal. En ese espacio casi sagrado donde la subjetividad establece el horizonte de la dignidad de los otros y del estricto tono personal. Esto es, la delicada construcción del otro que no es yo, sin tener de por medio ninguna estrategia de autopromoción en marcha o en escapada libre.

Algo o mucho de la intimidad debe quedar siempre a buen recaudo, cuidada bajo la llave de una prudente reserva: el sujeto no puede ni debe ser cooptado emocionalmente en su fuero interno, dilapidado como persona. (En cierta forma, la tortura es la forma extrema de esta invasión).

Salvaguardamos a los otros, a partir de la custodia de nuestra propia privacidad, constantemente invadida y asaltada, chapuceramente, por la desvergüenza mediática y las múltiples estrategias publicitarias – sentimentales, siempre visadas por los custodios de las audiencias y del “gusto” popular.

LA SOLEDAD DE LA RED
Sin facebook, sin twitter, sin red social, sin medios, de pronto acaece la parálisis o el silencio.

Antes, por mucho tiempo, habíamos chapoteado en el bullicio tranquilizador de estar siempre “conectados”, dispuestos a todo lo que se antepusiera ante la mirada.

De algún modo, nos hemos ido dado cuenta, casi desaprensivamente, que estar conectados resultaba ser un puro fraude tecnológico o, lisa y llanamente, un engaño publicitario en el pináculo de la soberbia comunicacional y toda su impertinencia.

Nadie, a estas alturas, sin embargo, podría poner en cuestión ese andamiaje de sofisticación productiva de “estar al tanto”, a no ser que se tratara de un “primitivista”. No obstante, irónicamente, no hemos dejado de ser primitivos o básicos a partir, precisamente, del miedo a estar provisoriamente desconectados o sin ningún tipo de señal que nos de cuenta de nuestra “ultramodernidad” sin interferencias.

El miedo de no estar al tanto, de no saber del otro, de no saber lo que ha ocurrido en un lapso de tiempo, resulta ser el punto oscuro o hueco de la comunicación y la comunidad perfecta. Deseamos, mediante esa vía, saber al instante si al otro que queremos le ha pasado algo malo. Mientras estemos al “habla”, aparentemente ninguna situación extraña podría llegar a ocurrir o estar ocurriendo: no podríamos depender para siempre de este nuevo absoluto “técnico” en su expresión obsesivamente cotidiana.

Pero acontece y acontecerá que, tarde o temprano, perderemos o extraviaremos la “señal”, quedándonos sin ella, en el completo vacío de citas, mensajes o signos.

Ni siquiera se tratará de una falla tecnológica.

Se trata, más bien, de una falla humana. Pues hemos pensado y creído que el aparato que llevamos en nuestras manos era el objeto mágico, el talismán que nos conectaba a “todo” y nos volvía poderosamente inmunes a lo imprevisto y lo accidental de la ocurrencia mundana.

En cierto modo, los nuevos Medios han agudizado esta seductora “fabula social”, según la cual ciertos fetiches de nuestra particular modernidad de “bolsillo” o portátil, nos insta y nos salvaguarda ante cualquier experiencia de vida, incluso de aquellas más extremas, operando con el supuesto que gracias a esos dispositivos es posible, en última instancia, tener todo bajo control, en especial las relaciones con nuestros más cercanos.

Pero más allá de sus infinitas posibilidades, el sortilegio de nuestra “tecnología de bolsillo”, no estará nunca en condiciones de ofrecernos una ruta segura y sin ningún tipo de estropicios en nuestros destinos personales. Si así fuera, estaríamos bajo el control de una tecnología deleznable.

De esa misma manera, sin siquiera darnos cuenta, teníamos la creencia que habíamos abolido el azar, la casualidad y todo lo inesperado e imprevisible que suele acontecer en la vida.

Pero el azar es parte de la propia existencia humana.

Está al lado de cada uno y la tecnología, aunque se trate de la más sofisticada, no podrá abolirlo o hacerlo desaparecer del horizonte.

Por eso, no es malo desconectarse por un tiempo, alejarse por un rato de la pretensión de creernos el centro de la atención planetaria. Se trata de pasar, desde la distancia, a un discreto segundo plano, pasar sin que nadie note que estamos o que no, lejos de la ansiedad de sentir que tenemos el control de lo que acontece a todo evento, en circunstancias que “navegamos”, vamos en una cierta deriva, donde los otros no tienen porqué, también, mantenerse idénticos o simétricos en sus espacios de referencias.

Dejar esa ansiedad de tener que estar ahí, en el meollo de los “hechos” y ser parte de esa primera fila, sirve para una estricta ecología de la mente, estar por un tiempo fuera de la musiquilla, pasar por un tiempo outsider y sin que nadie diga nada al respecto, en medio de una especie de profana peregrinación hacia el silencio o la distancia hacia aquellos que creemos nos pertenecen hasta el final de los tiempos.

Vivir en esa discreción o esa templanza, es una forma de no creerse el cuento de nuestra supremacía, y de nuestro supuesto poder de controlar y monitorear a los otros hasta en sus más infinitos detalles, en especial sobre aquellas cosas que posiblemente llegarían a hacer, que no deberían llegar a hacer.

Vivir esa forma de prescindencia o desapego, en definitiva, no vuelve más modestos, nos aleja por fin de la idolatría del yo y de su infame desprecio hacia aquellos que son diferentes, distintos o inexcrutables.

PROHIBIDO PROHIBIR
La sociedad chilena, hoy por hoy, sufre un nuevo tironeo conservador: el tironeo del “prohibicionismo”. Esto como si Mayo 68 no hubiera existido jamás, menos bajo una de sus frases más entrañables: “prohibido prohibir”. Prohibicionismo, en tanto nueva versión de la coerción social en pleno despliegue y corazón del neoliberalismo, que no pretende sino que la instalación, en forma desembozada, de aquella política pública que no tiene otro fin que controlar los estilos y las apetencias privadas de cada uno de los ciudadanos. Precisamente, controlar nuestros mejores y más intensos deseos. De alguna manera, hemos dejado el miedo en el pasado, pero ahora nos quieren inocular el rubor de nuestros pequeños vicios.

Bajo esta política represora, que pone en cuestión los derechos individuales, entre otras cosas, no se deberían acometer muchas de aquellas pasiones que nos agradan: no se debería fumar prácticamente en ningún lugar público, sin que no se esté sometido a condiciones muy estrictas. Tampoco se deberían consumir determinados tipos de drogas en forma privada, ya sea solo, entre amigos o con un grupo de conocidos. No cabe, de este modo, que en el espacio público se llegue a consumar la plena libertad ciudadana, a no ser que se trate del consumo de bienes más o menos “inocuos” y desapasionados, aquellos que llamamos con tanto candor “bienes de consumo”.

Al mismo tiempo, así como el individualismo neoliberal avanza sin ninguna impudicia en todos los órdenes, el llamado prohibicionismo en forma paralela avanza sin constatar la incoherencia que denotan ambos ismos. Pues se trata de prohibir en medio del mayor despliegue publicitario de deseos, donde prácticamente no existe ningún rincón de la sociedad que no sea susceptible de ser mercantilizado: todo a la postre puede ser traducido y convertido en mercado y en una zona de lucro. Sin embargo aquí, en esta “zona santa”, no cabe control alguno, pues los deseos constituyen la fantasía misma del individualismo, tan caro y tan apreciado por el sistema y su economía.

Así pues, en esta zona santa de la economía y del mercado “puro”, no cabe coerción o límites a ningún tipo de consumo: todo está y debe ser permitido en nombre de la “libertad” de elegir o de lo que pomposamente denominan “economía de libre mercado”.

Pero el asunto de fondo es, precisamente, instalar el “prohibicionismo” justo en esa instancia en que el consumo comienza a comprometer o asociar eso que llamamos “valores”, es decir, en aquellas instancias de nuestra realidad cotidiana, donde el consumo, por decirlo de alguna manera, deja de ser intrascendente y se vuelve una acción y un deseo más acuciante, más allá de la planicie de lo que habitualmente realizamos todos los días. En otras palabras, mediante el expediente del establecimiento de normas que “regulen” las conductas en el espacio público, se quiere controlar y estandarizar lo que se debe y no se debe hacer, bajo una especie de blanqueamiento social y del puritanismo de las pulsiones, como si solo invocando la moral y las “buenas costumbres” se diluyera el significado hedonista del consumo.

Permisividad y prohibición, son las dos caras del hedonismo neoliberal, donde la “libertad” siempre se relaciona y se juega en el espacio de los mercados santificados por el opus dei. Permitimos todo o casi absolutamente todo en función de un desenfrenado extremismo consumista, pero al menor descuido, nos intentan delimitar los espacios de las verdaderas opciones de vida. En otras palabras, se proclama a los cuatro vientos un hedonismo sin ley y sin regulación, y se prescribe sobre aquellas conductas privadas que tienen que ver con las decisiones estrictamente personales, en particular con lo que hacemos con nuestras vidas y con nuestros cuerpos. En esa zona de importancia vital para cada uno de nosotros, los celadores de las buenas costumbres y de la moral, pretenden imponer sus puntos de vistas y sus visiones sectarias y discriminatorias a toda la sociedad, sin ningún rubor y sin ninguna vergüenza, casi como un mero reflejo de su herencia largamente autoritaria, ajena para siempre al transcurso de la modernidad.

Así las cosas, no sólo hay que prohibir prohibir, sino también despenalizar a todos los ciudadanos y desacralizar todos los lugares o “zonas santas” instauradas por el pensamiento y la práctica conservadora, la que aún sigue creyendo o postulando, que lo laico y la secularización es una invención del demonio y del mismísimo Karl Marx.

LA VIDA ESTA EN OTRA PARTE

1.
Puede que seamos libres de una forma básicamente pequeña, sin pensar apenas en la libertad de disentir, en la libertad de ver y de apreciar las cosas y la realidad de una forma distinta, es decir, fuera de estandarización, la uniformidad o la norma. La libertad entendida de una forma profundamente personal, autónoma, centrada en el “para si”, prácticamente sin necesitar a nadie en el camino, es nuestro paseo hacia lo distinto, hacia la no repetición del libreto al cual nos tienen habituados. En efecto, a través de esa básica desobediencia, nos escapamos de la domesticación, de hacer lo que los otros siempre hacen y seguirán haciendo hasta el fin de los días.

Irse a otra parte, significa no necesariamente cambiar de lugar o irse definitivamente a la punta del cerro, significa cambiar de rumbo, no continuar con la pauta y tirar por la borda lo que se hace necesario tirar. Para ello hay que estar dispuesto a cambiar, dispuesto abandonar ciertas cosas, abandonar lo que supuestamente es de “uno”, abandonar para despojarse de una construcción digitada por el peso del pasado. Por ahí debiera caminar “nuestra” libertad, uno debiera ir tras ella, ir por el camino donde no se tiene nada entre las manos, nada que nos supedite a hacer las cosas de una determinada manera, a la manera como lo quieren los que establecen los criterios de la conveniencia y las reglas que ellos mismos no suelen respetar o cumplir.

Se debería ir cierto modo solos, sin que nadie este controlando o supervisando lo que hacemos y, sobre todo, lo que no hacemos y no queremos llegar a hacer. Ir por ahí sin pedir ningún permiso o salvoconducto, para que luego nos rastreen y sigan como sabuesos tras nuestros pasos y así no abandonar la ruta e impedir que nos salgamos de madre. Pero igual debemos ir, debemos ir como transhumantes, ermitaños o aventureros, para ir por el camino borrando las huellas, las secuelas de una identidad originada en la pura costumbre o la obediencia. Hay que ir, aun cuando perdamos definitivamente el rumbo.

2.
En algún minuto, todos deseamos ser eternamente jóvenes y nos negamos a que el tiempo pase por nosotros. Y, por lo mismo, odiamos que pase el tiempo y nos convirtamos inadvertidamente en viejos.
A medida que pasa el tiempo, incrementamos peligrosamente el miedo a la vejez. El miedo a no seguir siendo iguales a como somos “ahora”.
¿Será inteligente pretender ser eternamente joven, o comportarse como si lo fuéramos?
El miedo a la vejez arrastra consigo el miedo inevitable a la muerte.
De alguna u otra manera van de la mano, el uno al lado del otro y uno termina por aplazar su enfrentamiento, es decir, su diálogo pacifico y soberano antes que ya sea demasiado tarde.
Antes que ya nada sea posible llegar a reparar
De pronto la muerte llega
Y estamos demasiado atrasados en medio del camino.
No es que uno ande pensando como obseso en la muerte próxima o lejana, tan sólo se quiere señalar que cada edad tiene su particular tiempo.
El paso del tiempo debería ir con uno en forma definitivamente amistosa.
En cierto modo, compartiendo tus propios pasos, y en el mejor de casos, al lado, es decir, en huellas que se confunden y que se detienen al unísono en cada parada que hacemos, en cada pausa y en cada vuelta que le damos a la vida.

3.
Pocos desean estar solos. Acostumbrados a que nuestro yo sea escuchado y, por lo general, ser tomado en cuenta, se nos torna arduo y complicado que nadie esté a nuestro lado para reconfortarnos y alimente constantemente nuestro indiscutible ego.
Hay que ser un tanto estoicos
No estar siempre pensando que hay otro que nos escucha y que suele ocupar un espacio no menor en lo que somos,
¿Pero qué es lo que somos realmente?

Eso solo lo sabremos en nuestra más profunda soledad; cuando ya no hay nadie, ni antes ni después y todo queda más o menos en suspenso. Es decir, cuando ya los ropajes y las imposturas ya no sirven, y se convierten en trastos inútiles.

De pronto, sin dar nos cuenta, comenzamos a cultivar el nudismo. En silencio, cultivamos nuestro despliegue de solitarios y nos volvemos animales en el sentido más preciso de las palabras. Hablamos a través de nuestro cuerpo y nuestro cuerpo nos señala la ruta en medio de la vorágine del enmascaramiento y la simulación.

Nos vamos por ahí hacia otras rutas y empezamos de nuevo.

4. (Indicaciones para caminar de espaldas)
Se trata de caminar de espaldas, sin pensar que estamos caminando de ese modo, pues muchas veces ni siquiera nos damos cuenta si lo hacemos hacia adelante o hacia atrás.
Al mismo tiempo, sin dejar de pensar en lo anterior, se tiene que ir despacio, o a lo menos reflexivamente lento, como si éste fuera nuestro último paseo por la tierra.
Es decir, nuestro último momento de locura,
Hay que ir pensando que el mundo puede funcionar perfectamente bien si uno va al revés, y si todos, cual más cual menos, al querer avanzar estamos retrocediendo. En cierto modo, volviendo sin querer y sin siquiera darnos cuenta, a nuestro punto de origen. En ese punto, no sabríamos si ir hacia delante o hacia atrás, hacia arriba o hacia abajo.
En ese punto la vida se encuentra absolutamente al borde de la libertad,
Al borde del abismo y de la necesidad de volver a nacer.

APROXIMACIONES A LO COTIDIANO
La cotidianeidad, en muchas ocasiones, puede ser una verdadera travesía en el desierto. Te olvidas de algo o sientes que dejaste de hacer una minucia aparentemente intrascendente, y el día se transforma en un caos que se desborda por todos los rincones inimaginables: en resumidas cuentas se horada lo cotidiano.

He ahí cuando se comienza a perder nuestra fina e inapreciable afinidad con los objetos. Y en muchos casos, resulta todavía más decisiva esa irreconocible pérdida de afinidad con los objetos, que la propia armonía o entendimiento con las personas que están permanentemente cerca o de trato habitual. No nos damos cuenta o no percibimos que las cosas o los objetos suelen tener siempre una “realidad” más sólida e influyente que las propias personas que frecuentamos. Y si bien estamos hablando de algo que roza el Fen shui, nos referimos a algo todavía mucho más inasible o derechamente aleatorio, por lo que no cabe aquí sino de hablar de aproximaciones o consideraciones muy inciertas o incipientes sobre el tema.

Lo primero que uno atina a decir es que debe existir una zona de la realidad que no tiene otra función que succionarse a si misma, mediante el azar, la casualidad u otras estrategias que aún desconocemos. En otras palabras, vivimos bajo una especie de hoyo negro de lo cotidiano, donde la realidad se nos oculta o simplemente nos hace jugarretas, transformando casi todos nuestros actos en desatinos que rozan el drama de humor.

“Actos fallidos” para el sicoanálisis, como si todo fuera producto del inconsciente, o la vida fuera una parte marginal de la sicología personal, sustrato exclusivo finalmente de la infinidad de los acontecimientos cotidianos.

Sin embargo, los objetos son reales y, como decíamos, desbordan la realidad misma. Es decir, están siempre presente, pero particularmente su “ausencia” tiene un efecto invisible e igualmente intenso sobre los acontecimientos, porque muchas veces lo que acontece y lo que ocurre se relaciona con ellos mismos. Los objetos de alguna forma también se hablan.

Incluso, se podría afirmar que lo objetos que un determinado momento ya fueron, vuelven sobre su dominio, recobran de algún modo, su soberanía silenciosa e imperturbable, más allá de lo que hagamos o dejemos de hacer.

Al parecer, con los objetos al igual que con las personas, hay que cerrar ciclos, es decir, cerrar el ritual de su propio tiempo, sin llegar a menospreciar o perder, sin darnos cuenta, el propio punto de vista. Los objetos podrían desaparecer o bien dejar de ocupar los espacios que habitualmente ocupan, bajo determinadas coordinadas y uno comienza a perder los puntos de contactos, a perder los puntos de conexión que hace que todo transcurra en forma más o menos habitual, bajo un indudable aliento de cotidaneidad. De ese modo, se comienza a caer en el vacío, en el absurdo de no encontrar nada a la mano, que todo se escapa de forma irremediable hacia un lugar que sólo los objetos conocen y dominan. Los objetos, querámoslo o no, terminan por perderse o huir hacia esa zona X.

Antes la pérdida de esa especie de sincronía, no se debe anular la perspectiva que todo, en algún momento, volverá silenciosamente a su punto, bajo una especie de fuego lento en que las cosas recobran su lugar en el espacio y que, casi por arte de magia, uno vuelve a percibir que los objetos comienzan a perder su extrañeza, esa especie de confusa alteridad que los ha mantenido distante sin saber exactamente debido a qué.

Esa interrupción ha acaecido sin siquiera darnos cuenta. Ocurre una fuga que despistó o puso en cuestión el supuesto orden de lo cotidiano, produciendo ese incomprensible desajuste entre el yo que deambula y las cosas que se golpean unas con otras. El desconcierto así, asalta miserablemente la realidad.

Andaremos a tientas por un buen rato y ocurrirá que todo está perdido, que lo que estaba ya no está y que lo que creíamos que se ubicaba exactamente en un punto en el espacio, no era más que una sensación o un vago recuerdo que la realidad y los objetos seguían siendo los mismos, aunque la realidad nunca fue ni remotamente la misma.

Lo cotidiano así, se oculta y escamotea su propia tragicidad en cada una de sus ausencias o extravíos. Su momento ineludiblemente oscuro es la inquietante sombra y el silencio que los objetos proyectan sobre nosotros.

No cabe sino mantener la calma, y otorgarles a los objetos el tiempo que requieren y se merecen. Su alejamiento provisorio y su pérdida, forman parte de la estructura fugaz y aleatoria de lo cotidiano. Si no fuera así, estaríamos sujetos para siempre a una mirada unilateral y despótica sobre el mundo que nos es cercano y familiar.

Habría una suerte de transparencia completamente engañosa, una pura ilusión de objetos sin densidad ni sombras.

III LA EXPERIENCIA CITADINA
El Forestal en la ciudad
Volver la mirada sobre esa ciudad, recobrarla en cierto modo, pero evitar siquiera rutinizarla, sin esa identificación pasmosa que nos lleva a pasar por ella como quien pasa sobre imágenes que nos parecen siempre las mismas. El espejismo de la memoria y su doble pasión.
De citadinos habituales de nuestra urbe que de pronto se extrañan, nos perdemos en medio del tráfago, en medio de una multitud que nos absorbe en pleno centro de Santiago. Y se nos viene a la mente que estamos a unos cuantos pasos del parque Forestal, a unos cuantos pasos o en medio de otra ciudad, de una ciudad que “es” o “era” entrañablemente la nuestra, sin darnos cuenta siquiera que estamos todavía a medio camino de conseguir intimarla, hacerla por fin “nuestra”, ineludible, en los pastos del Forestal, o bien a pocos pasos de olvidarla completamente y luego caer en el detalle del recuerdo, el recuerdo de aquella calle, recuerdo cuando íbamos de la mano y tu dijiste “ese” café es de mi absoluta predilección, justo ahí en esa punta de diamante que bifurca la vieja calle Merced, ahí a escasos metros, a escasísimos metros del Forestal o bien encima de nuestro Parque que nos arropa en su intenso lenguaje. Merced como decir Cavafis o como decir “fragmento de un discurso amoroso” de Roland Barthes, que recorre tu cuerpo mientras leías sin mirar a nadie.
Y Justo ahí fijamos ese detalle, esa postal, como si ésta fuera una ciudad distinta a la nuestra, una ciudad que llevábamos dentro, fijada para siempre en el olvido y sin embargo seguía aquí, al lado nuestro, más bien al lado de tu recuerdo en medio del Forestal, el tuyo, justo frente a la fuente del poeta Rubén Darío, hasta cuando ya nadie se recuerde que pasábamos por el Forestal y por esas calles, que pasábamos para dejar esa huella, ese detalle de nuestra supervivencia en “esa” parte de la ciudad, en esa zona cortaziana que era nuestra y era de nadie. La ciudad que algún día dejará de ser y formara parte de un montón de escombros, desperdicios de un sueño citadino para el recuerdo.

El discurso citadino
El discurso urbanístico al igual que el discurso económico, están llenos de cifras, asfixiados por la pedantería numérica. Lo nuestro es una paranoia a favor de la ciudad, con mayor precisión a favor de lo citadino; un discurso sobre los que miran el transantiago y se quedan abajo, un recorrido abierto, discontinuo desde la otra vereda, pacíficamente en medio del bandejón, en plena furia del taco, la detención donde todo se vuelve irritadoramente insondable. Políticamente incorrectos, dejamos que la furia se transforme en aniquilación, en una hecatombe a los pies de un millar de peatones. La ciudad discurre, el discurso logra finalmente introducirse en los callejones o pasajes de nuestra supervivencia. El discurso queda al alcance de nuestras manos, en la medida que lo habitamos, lo caminamos y lo volvemos a caminar hasta el final del callejón sin salida. Son nuestros infinitos pasos que avanzan hacia esa ciudad que inventamos y que se nos escapa.

Una pausa en el camino
Una ciudad donde el tiempo no pase rápido, donde el tiempo se decante, se obture. No se trata que el tiempo pase al olvido; más bien, un tiempo edificado mediante sus pausas, atajos donde las cosas dejen de servir sólo un tiempo y pasan para siempre al olvido. Todo se va al tacho de la basura bajo una duración de pura identidad capitalista; un tiempo sin porosidad, sin espesor, un tiempo vano. Estamos a tiempo y vemos como éste se consume sin remedio en el mercado de las baratijas o de la pura obsolescencia neoliberal.

El signo “pare” atraviesa entonces la ciudad para enunciar que estamos, fatalmente, a tiempo. A tiempo de no morir. A tiempo de ser abandonados por nuestros propios pasos. Una pausa justo en el medio de la naciente tecnopolis que simula o se traviste de ciudad, cual si estuviera al alcance de cada uno de sus habitantes dispersos.

Llueve sobre Santiago
Llueve sobre la Capital y se siente un aire irreal, una sensación que si bien estamos metidos en la ciudad, al mismo tiempo nos atraviesa un aliento, un efluvio que cruza todo lo exterior, todo aquello que captamos desde fuera. Sin aviso y sólo por el efecto de la lluvia, lo exterior de materializa de otra manera, no sólo como un simple correlato, sino bajo la consistencia de la conexión de una cosa con otra, gracias a un humus, a ese sonido persistente e inclasificable que cae sobre la ciudad; que la cuestiona, la interroga y la pone entre paréntesis hasta el sobresalto.

Como si la ciudad tuviera que hacerse cargo de todo lo que pudo llegar a ser, o sea, de su utopía devastada, y sobrellevarla hasta las últimas consecuencias.

El patio de bellavista
En medio del patio del barrio bellavista, creemos que es posible hablar de un urbanismo citadino, no de ese antiguo urbanismo apegado a las normas, sustraído a los sujetos, afecto sólo al formalismo irredento de los espacios públicos. Aquí en el Patio, otrora ese antiguo referente de las partes traseras de las casas, bajo ningún aspecto es un lugar ya homogéneo, indiferenciado y abusivamente degradado como aquellos “patios” seriales de comida rápida de los grandes centros comerciales.

La cita aquí no se ha vuelto ni siquiera un remedo, sino una burda parodia, sin un dejo siquiera de nostalgia, al menos, sobre ese tiempo de la infancia. Un patio perfectamente posible es éste, donde se puede pasear o mirar sin la pulsión agobiante de ocupar, densamente, un lugar en el espacio. Aquí lo dispuesto no es desocupación. Menos depredación, promiscuidad o anomalía. El patio vive aquí su propia infancia, sin menoscabar o degradar la nostalgia.

OKupa
Desocupamos y ocupamos la ciudad. Vaciamos definitivamente nuestro habitad. Una ciudad prolijamente al descuido, al socaire. Y el abandono urbano, quiere ser ocupado por la vagancia y la querencia citadina. No esa nada más que eso: ocupar un espacio, un espacio en demolición, un espacio sobre un cielo de escombros. Tan así que comenzará el baile sobre un millar de tablones, sobre la prefiguración de un hogar o, mejor, de la errancia en torno al domicilio que se satisface sobre su entorno inequívocamente sitiado. La ciudad es la que a veces ocupamos muy familiarmente, sin pensar siquiera en los otros, en el más perfecto abandono de los otros. No hay nadie afuera mientras tanto que importune el cierre perimetral de alambradas.

El desconocido en la ciudad
( yo soy otro)
En varias ocasiones, caminando en el trayecto del metro Manuel Montt y el edificio del Servicio nacional de turismo, el desconocido al pasar me ha dicho: cómo está ingeniero, sin ser yo ni remotamente un ingeniero. Pienso que se ha equivocado conmigo, me ha tomado por “otro” o, lisa y llanamente, soy el doble de un viejo amigo suyo o de “ese” transeúnte que se pasea libérrimamente por su cabeza. La tercera o cuarta vez, ya no pienso, me inmiscuyo decididamente entre la gente, evitando esa extraña cercanía, esa zozobra que de pronto me llame, exactamente, por mi “propio” nombre y me convierta en el “otro”, en el personaje que se pasea por su cabeza como si se tratara del primer transeúnte extraviado en el anonimato de la ciudad: una especie de primer hombre.

Barrio Italia intervenido (año 2008)
100 letreros intervenidos por 100 artistas. Letreros tipos A que recuerdan, que rememoran, que citan los viejos almacenes de barrio y su estética publicitaria. El arte como seña o punto de ubicación en el mapa. Una intervención a partir de esas señas distribuidas simétricamente por el Barrio Italia. A partir de la (re) instalación de viejos letreros de madera que remedan aquellos almacenes de antaño y su instalación callejera. Hitos para la mira de los transeúntes. Puntos de referencia para hacer el recorrido por J.M. Infante, Santa Isabel, Román Díaz, Rancagua, Av. Italia, Condell, Marín. Bien podría hacerse ese recorrido perfectamente a pie o un recorrido turístico montado en una bicicleta.

Algún día estos carteles pasarán al olvido, pero esas calles seguirán ahí, rememorando que en el año 2008, 100 letreros fueron desplegados por el barrio Italia, para actualizar o recrear el arte del cartel callejero que publicitaba la cotidianeidad barrial de antaño, mucho antes que el Barrio Italia se transformara en una barrio de moda, entrando en el 2012.

La otra plaza Italia
O la disputa entre BAQUEDANO Y BALMACEDA

Todos sabemos que la plaza Italia, más que un espacio físico, más que un área sugestivamente verde, es un holograma incrustado en el cerebro urbano de los santiaguinos, es una referencia ineludible de nuestro oriente y poniente, nuestro sur y norte, pero sin embargo nos hemos habituados a establecer como icono de referencia obligado de ese imaginario la estatua del General Baquedano, en circunstancias que debiéramos acceder o instalar en ese imaginario al más cívico de los iconos que se emplazan alrededor de ese epicentro capitalino: el monumento del presidente José Manuel Balmaceda, que aunque mira precisamente hacia el poniente de Santiago, es decir, hacia el Santiago de “los de abajo”, parece no estar a la vista de los capitalinos, parece ocultarse a la percepción ciudadana, y finalmente ocultarse a su significación política, como si Balmaceda no estuviera ahí, como si Balmaceda nunca hubiera estado en la Plaza Italia, como si nunca hubiera estado presidiendo desde ese no lugar toda la larga y ancha Alameda hasta perderla de vista. Como si quisiéramos que Balmaceda siguiera relegado en el patio trasero de la Plaza Italia.

Santiago no es Chile
No podríamos negar que amamos Santiago; esto bien pudiera entenderse como un regionalismo al revés. Pero un Santiago no entendido como el “centro”, como el lugar de la representación cartográfica, sino Santiago entendido a partir de los santiaguinos, a partir de la vivencia citadina de lo cotidiano, dejando de lado el “oficialismo”, el “patrimonio”, el enfrentamiento de la capital y las regiones, es decir, ver y sentir desde el interior de la urbe, desde su más íntima y entrañable pulsación urbana, sin importar para ello su locación, sin importar siquiera su “centralismo” fetiche o compulsivamente anacrónico. Así, bajo esta nueva premisa, Santiago es solamente la ciudad que nos desvive y nos extravía, o bien nos habilita, hacia el final del día, en la inconducente errancia citadina que nos vuelve al domicilio y a ratos, nos deja en la absoluta deriva.

Un día muy particular
El día mundial sin autos por las calles, es ciertamente una utopía o, en el peor de los casos, se trataría de una hecatombe de proporciones. Todo pareciera venirse abajo, pero, sin embargo, es solamente eso, un día sin autos. Un día sin ningún particular apremio, un día anómalo, un día solamente donde la ciudad podría vaciarse y, al mismo tiempo, de forma intempestiva, llenarse de zombis y almas perdidas que buscan el ruido de motores que los volvían aturdidamente felices.

Maratón
La maratón de Santiago no es exactamente la maratón de “San Silvestre” o la maratón de “Nueva York”, pero es la maratón que está aquí, al alcance de nuestros pasos y que hace que todo ocurra de manera distante, que por unas cuantas horas Santiago sea una pista transformada por peatones, por caminantes que miran el paso de centenares de corredores a través de las calles, calles o avenidas que horas antes estaban atestadas de vehículos, de ruidos, de ulular de sirenas que hacían añicos todo vestigio de una utopía citadina en el centro mismo de la Metrópolis.

El otro café
Hubo un tiempo que en Santiago-centro proliferaron los llamados café con piernas, más bien desbordaron las galerías y se saturó un cierto tipo de tráfico citadino, una invisibilidad urbana por exceso, por copamiento de lugares abiertamente públicos hacia los no lugares, es decir, hacia un ocultamiento sospechoso del deseo, un tráfico oficinesco que hizo de lo citadino una pulsión privada, media oculta, no por eso clandestina o cuestionadora. Un Santiago sitiado hasta que aparecieron los café libros, especialmente en el barrio Bellas Artes, en Mosqueto, en José Miguel de la Barra, asediando compulsivamente la librería “Metales Pesados” del poeta Sergio Parra, (ya tan mítica como la sesentera “city light” de Lawrence Ferlinghetti”), sitio desde donde se puede percibir perfectamente bien el trasero augural, aunque no inmaculado del Cerro Santa Lucía, nuestro interregno citadino por excelencia. Gracias a eso, en efecto, volvemos a deambular y salir de la asfixia de aquella invisibilidad que hacía que lo público fuera defenestrado por lo privado a toda costa.

La otra carrera nocturna
En medio de calles y autopistas, los corredores nocturnos parecen conformar un nuevo club, una especie de “ciclistas furiosos” o un “club de la pelea”. Correr solo en la noche, anónimamente, sin que nadie los vea o los capture a la primera, es el placer difuso o invisible de lo público: una privacidad imbuida por la libido de la calle.

La noche cae y comienza el desfile anónimo. Lo importante, eso sí, de todo este afán urbano, es que los automovilistas no vean aquello como una locura o como si esta tribu se fuera a tomar por asalto las calles o la propiedad privada, en circunstancia que bien podrían los corredores recogerse en el espacio privado y quedarse absorto mirando fijamente en la pantalla el último correo electrónico o el último fetiche narcisista que arroja la llamada “red social” sobre lo privaticio y obscenamente individual.

El transantiago en la oscuridad
Sin el metro, el transantiago habría colapsado estrepitosamente. No sólo el transantiago, colapsó al mismo tiempo la tecnocracia: el discurso de la pura opacidad ciudadana, donde los sujetos, los peatones, los transeúntes, no existen sino sólo como cifras de un palimpsesto trasnochado. El ocaso de ese discurso no debiera volver atrás, no debiera volver a tomar por asalto a la ciudad con su delirante ortodoxia. La miseria política de la tecnocracia siempre se hallará al otro lado de la vereda, es decir, en las antípodas mismas del discurso citadino, del discurso que se pasea con los otros y se alimenta de esas calles que habitamos y que, al poco rato, se nos vuelven entrañables.

Hay que ir darse una vuelta a la esquina, entonces, y no perderse por una segunda y definitiva vez en las mazmorras de una forma de ver la realidad que tiene sólo por objeto pulverizar para siempre el significado de la ciudad.

El nihilismo mediático
Estábamos en la perfecta ciudad virtual, dijiste.
Una ventana virtual en forma de “red” que ha suprimido para siempre las puertas: aquí ya se ha instalado la abolición del caminar, de dar pasos hacia los otros o el otro, sea en cualquier punto imaginable de la ciudad o incluso inimaginable.
Bien podría ser la “red social” el comienzo de un narcisismo extremo y aún de un narcisismo universal al alcance de todos: sólo a partir de la misma soledad, a partir de la intimidad venida a menos, en este pleno siglo que se inicia.
A fin de cuentas, en la red todos se miran, todos comparecen al mismo tiempo, en un tiempo que ha diluido en definitiva el espacio real: ese espacio que contenía la densidad del contacto entre los cuerpos, que haría posible la proximidad y la lejanía entre aquellos dos sujetos encontrados al azar, ni tan lejos ni tan cerca, sólo en la perfecta distancia que desnuda nuestra indiferencia y no pone al albitrio de los otros.

INSTANTANEAS DE UN EXTRAVIO
“Donde hay dos o tres parejas que en este momento se pierden en las sombras, ella cree ver una muchedumbre”.

Galerías del Centro
1.
Santiago centro tiene un perfecto recorrido interior. Galerías que aparecen y desaparecen entre las bulliciosas calles céntricas, entradas y salidas que dialogan y parecen comunicarse en consonancia con ese otro Santiago que no se ha ido, que sigue ahí, metido en la galería España o Imperio, donde años ha uno cruzaba y de golpe se encontraba con el teatro Opera, pues había alguna razón para que nuestras galerías se ordenaran interiormente alrededor de una sala de cine: El Gran Palace, el cine imperio, el España o el cine Roxi, aunque al ingresar a esa galería quisiéramos no ver esa sala triple X, en circunstancias que lo más probable que sin esa sala aquella entrada no sería lo mismo, quedaría un hueco, una clausura.

2.
Hay galerías para todos los gustos, es decir, galerías para todo tipo de paseante, galerías atiborradas de tiendas de ropa o de negocios de joyerías; galerías silenciosas, discretas donde el paseante no siente por ningún lado la agresión de la necesidad o la urgencia de una compra, al contrario, la mirada se distrae, se detiene más allá de la cuenta y se pierde en el puro goce de estar, de la detención en medio de la ciudad bulliciosa que está afuera, que de pronto nos dio la sensación de estar en su interior metafísico, antes o después de toda demolición o rearme.

3.
Arterias que cruzan y se superponen como vasos comunicantes. A veces cruzar de una galería a otra significa acoplarse de verdad a la ciudad, realizar su topografía exacta pero misteriosa, un puzzle imaginado para no salir más de ella, a no ser a través de una superficie que aflora a un portal: el portal Fernández Concha sin esa gloria probablemente de antaño, cruzado por paseantes que se estacionan en forma muy provisoria frente a la hilera de los puestos de completos al paso, cobijados bajo ese portal que sirve de punto de confluencia antes de extraviarnos al interior de esas galerías que simulan un perfecto crucigrama.

4.
Aquellas galerías céntricas eran la excusa o bien el fundamento para que la casualidad citadina tuviera lugar. De pronto, mientras permanecíamos frente a un escaparate sin saber exactamente sobre que objeto se fijaba la atención, se reflejó esa imagen en la vidriera, una imagen en reverso, es decir, una imagen irreal pero al mismo tiempo intensamente verdadera, reflejo de la necesidad o de la obsesión de saber que estabas ahí, en un punto indefinido e indefinible de esos lujosos tableros de ajedrez que extraviaban la visión para siempre.

5.
Pasar por ahí es lo mejor que nos podía ocurrir. Citarse en el pasaje no era sólo una medida de seguridad, era también una medida de seducción, igual la ciudad ingresaba en persistentes oleadas y no era fácil distinguir tu silueta en medio de todos esos cuerpos que aparecían y desaparecían constantemente. No era fácil esperar, no era fácil no distraerse en el escaparate de ropa interior y toda esa imaginería fetiche de minúsculos negros y rojos. Esa galería en particular bebía la mirada, volvía acaso más impredecible, más agónico el momento de la aparición o de la última vez.

6.
Hay galerías que también son como pasar de una calle a otra. Una especie de pequeño desvío, de dejar más rápidamente una calle para ingresar a otra: un perfecto atajo si se quiere. Una entrada por Huérfanos para salir rápidamente por San Antonio, aunque pudiéramos percatarnos que en el giro que hace la galería hacia la salida de esa calle, nos topamos en forma desaprensiva con un cine triple X, como a la pasada, como si ese cine fuera un simple accidente en el camino, una anomalía o, si se prefiere, una desubicación total en medio de un comercio aparentemente “inocente” o perfectamente legal y establecido.

7.
Mientras caminamos por el centro de Santiago, aparecen y desaparecen las imágenes de la errancia. Esconden para sí el misterio de la ciudad. Un trafico necesario y que seduce a infinitos transeúntes que se vuelcan inadvertidamente en el interior de su aparato digestivo. Puede que por ello las galerías son como las entrañas de la ciudad o bien, conformen una ciudad diferente, la ilusión de otra urbe, de la cual ya no quisiéramos salir ni escapar. Pareciera que estuvieran ahí desde siempre y cuando la ciudad se arruine o Santiago desaparezca del horizonte, permanecerán como únicos testimonios de lo que fue o de lo que alguna vez fue habitar en medio de infinitos escaparates y miradas que se cruzaban y se yuxtaponían en la memoria.

LECTURAS EN LA VIA PUBLICA
El texto que transcurre en la urbe
Podría tratarse de una intervención urbana sobre la página, sobre la lectura.
Aún cuando la urbe es una escritura básicamente huidiza, errante, que fluctúa entre el ruido y el silencio, que deja que todo pase, que democratiza sin ningún alarde, que deja que sólo hablen los pasos, puros pasos al azar…
Miles de pasos sin jerarquía, que dan sentido o forma a lo que creemos que es nuestra ciudad, que bien sabemos que nunca será de nadie. Y que el texto que la encubre o interpreta, todavía menos: UN SIMPLE COMENTARIO MIENTRAS LA CIUDAD ARDE O SE DERRUMBA ANTE NUESTROS OJOS.

EN EL VIEJO NORMANDIE
Se trataba de esas películas: “El jardin de los finzi-contini” o mejor esa otra de Etore Scola, que se llamaba “Nos habíamos amado tanto”, la recuerdo perfectamente dijiste tú y miraste hacia donde esos chicos que se bañaban en la fuente alemana en el tórrido sol de enero del 2012. Esa fuente alemana que no era precisamente donde todo el mundo iba a comer algo a la pasada, ésta era la otra fuente, la que veíamos al recorrer a lo largo del Forestal: era parte de aquel paisaje, ese paisaje citadino que nunca queríamos dejar atrás, en la penumbra de lo puramente anodino. Entre el Forestal y el antiguo cine Normandie, hoy Centro Cultural Alameda, transcurría esa rememoración como si fuera ayer, como si fuera ahora que cruzamos esta trastienda de Plaza Italia, antes del olvido total de los años ochenta.

LA OTRA POETICA
“Madame Edwarda”, “Nadja”, “Fragmento de un discurso amoroso”, “El mono gramático”, esos sí que eran poemas sin serlo bajo esa apariencia extraña, enigmática, fuera de toda definición o inscripción en alguna estirpe especial de textos, en alguna lista de lecturas de una clase universitaria de literatura demasiado previsible o canónica o bien simplemente arbitraria. Pero amábamos esos textos, para ser más precisos, esos textos hacían el recorrido inexcusable hacia el más allá de esa clasificación burda de géneros, de esas señas de identidad que a la postre no sirven para nada, a no ser para escamotear lectores, dejarlos a la deriva o, como diría alguien, a la buena de dios o abandonados a su propia suerte.

TRANSFUGAS POR LA PAGINA
Ser tránsfugas es una forma de ir más allá. Cioran fue un tránsfuga, Gombrowicz lo fue todavía más. Bolaño, en gran medida, también lo fue. La diferencia es que Bolaño volvió, aunque pasajeramente, aunque volvió en forma somera, sí retornó, aunque siempre por momentos, volvió a su tierra prometida. No debió haberlo hecho nunca. No estoy seguro que haya sido por una cuestión de nostalgia. Mejor hubiera hecho no haber vuelto jamás, como lo hizo Cioran, como lo hizo Witold Gombrowicz. Es muy probable que hubiera vivido más de los 50 años, no sé si mucho más, pero al menos más que los 50, como aquellos dos tránsfugas que no volvieron a cruzar el muro o las demudadas cortinas de hierro..

LITERATURA B
Baudelaire, Benjamín, Bataille, Beckett, Barthes, qué significa esta lista más allá del gusto o de una elección estrictamente personal? Aparentemente podría significar una silenciosa alianza, una especie de conspiración soterrada o subversiva contra la literatura misma. Pudiera ser el lado B o el lado oscuro de esa literatura, aun cuando una conspiración pasa por una concatenación en extremo rigurosa y en extremo casual. La literatura b es una especie de suplantación o una renegación a la manera de Blanchot.

IDEM
Podría llegar hasta decirse que Samuel Beckett escribió lo que escribió a partir de aquel remoto incidente con el vagabundo. En cierta forma también por su relación cotidiana y familiar con Joyce, pero esencialmente por aquel incidente, por lo inconmensurable y, al mismo tiempo, vacío de ese incidente. El sujeto en cuestión lo ataca y no sabe por qué lo ataca. No es que no recuerde o no quiera llegar a su motivación más “profunda”; simplemente no lo sabe. He aquí todo el asunto, admitamos que podría andar por ahí la “problemática” beckettiana.

LITERATURA B CHILENA
Bruno Vidal, Marcelo Mellado, son los estandartes de nuestra literatura B. No son probablemente los únicos, puesto que se trata, en efecto, de un discurso a contra corriente o a contra pelo, propio de una cierta iconoclasia o apostasía. No deberían ser los únicos, en medio de una literatura muy mayoritariamente burguesa o pequeño-burguesa, ya sea vista desde la depredación minoritaria de la academia o desde el filisteismo domesticado de los compadrazgos y las sectas. No deberían ser los únicos, a no ser que estemos en el precipicio y no haya ninguna posibilidad de dar vuelta la página y dar un paso hacia el vacío.

BEFORE THE DEVIL KNOWS YOU” RE DEAD
O la opacidad del placer
Algo así como “media hora en el cielo antes que el Diablo sepas que has muerto”. Aunque la traducción de la película de Sydney Lumet no es exactamente ésa, no recuerdo por qué tengo en mente ese título, especialmente esa “media hora en el cielo”, como si se tratara de un canto de sirena.
Puede que se trate de aquella escena inicial del film, de esa primera escena celestialmente mortal, angustiosamente erótica, donde el Diablo parece revolcarse en el paraíso, o bien, gozar intensamente en el cielo, antes que todo acabe para siempre, porque está clarísimo que cuando el placer acabe, comenzará de inmediato la maldición eterna.

OTRAS HUELLAS EN EL CAMINO
Se sabe que a Walser le gustaba caminar o, mejor, le obsesionaba caminar y particularmente de noche, cuando era muy probable que ya nadie anduviera por las calles o los caminos, sólo él con su obsesión o su urgencia que barruntaba sin límites. El caminante habitual o el paseante, no suelen acortar distancia o ir derechamente de un punto a otro, por lo común merodean desaprensivamente el espacio o, si se quiere, recorren la distancia sin ninguna particular urgencia, casi siempre alrededor de, tanteando la porosidad de los propios pasos en sintonía o en acuerdo con el paisaje que se ofrece como una bendición. Walser, y en cierto modo también Cioran, recorren para “descifrar” la distancia, para que el espacio tienda a suprimirse en el transcurso del esfuerzo físico, o bien para rumiar a campo abierto el puro desaliento que ha comenzado a corroer el alma.

EL BAR AL FINAL DE LA CALLE
No sé por qué el nombre de ese bar (INSOMNIO), me sonaba de una sugerencia que me desbordaba, como el nombre aparentemente masculino que encubría, tras ese manto que pretendía distorsionar el género, la identidad de una mujer o más bien la “mina” que arrebataba todos tus sueños y los mandaba al infierno. En todo caso se trataba de una distorsión que no tenía que ver con ninguna especie de travestismo. Quiero decir, era un bar que no remitía ni al viejo Bukowski ni a Lemebel.

Un bar si se quiere ochenteno, no el típico bar ochenteno de aquellos años perdidos en medio de la dictadura. Me refiero al Galindo o al Jaque Mate, que simbolizaban ese recorrido alrededor de la plaza Italia. (No tomo en cuenta al “Castillo” o al “Baquedano” o incluso el “Venezia”, que si bien estaban en la ruta de ese derrotero que no llevaba a ninguna parte, venían desde otra historia, ni mejor ni peor, pero tal vez desde un registro que nunca tuvo pretensiones de lo “bohemio” o de referencias siquiera a un cierto mundo cultural disidente o politizado).

Ese bar al cual me refiero se llamaba el “insomnio”, en noches o madrugadas de otoño o de invierno donde transcurrieron ciertos momentos bastantes fugaces o aleatorios. Me explico: uno iba allí o te llevaban no como un parroquiano o habitué que sabe que tiene que llegar a un lugar bien determinado, sabiendo o buscando un consumo específico o algún ritual que no encontrabas en ningún otro lado de la ciudad, sin semejanza siquiera de una “Unión chica” o de una “piojera”.

Una cierta irrealidad de Bar habría que llegar a decir. Un bar que emergía tal vez sólo en la madrugada de ese otoño o invierno de fines de los ochenta, si no recuerdo mal. Algo que emergía cerca del Forestal y del Mapocho, cruzando el Mapocho para ser más exactos. Pero debo decir que el Mapocho me parecía “real” sólo a partir de la vuelta o del regreso desde el “insomnio”, de ese bar que para mi no tenía ninguna consistencia o más bien adquiría cierta consistencia a la salida del lugar en cuestión, cuando Rita F parecía ir a mi lado o yo al lado de ella, no recuerdo con quién más y allá quedaban la Carmen B y la Nelly, por lo que no lograba establecer o concebir una distancia entre el cruce por el Mapocho y la gente que se quedaba todavía en el “insomnio”. Ahí recién tomaba en cuenta que existía el mentado bar, sólo por la certeza que algunas personas o sujetos ya no seguían contigo: aún así parecía existir una utopía del nosotros en esa dispersión, en esa estampida al inicio de la madrugada.

Y de pronto se te venía a la cabeza que a ese lugar no llegaban más que aquellos sujetos o bien que abrían sólo para contener a esas 5 o 7 personas, a todo reventar 10. El asunto es que, para decirlo en pocas palabras, nunca tuve una clara noción topográfica de aquel lugar, quiero decir, una precisión espacial o una lucidez de coordenadas precisas o bien una cartografía más o menos identificadora. Es más, siempre tuve la impresión que durante el transcurso del día, el “insomnio” no tenía ninguna razón de ser, perfectamente podría haber desaparecido completamente del mapa y nadie se habría dado por enterado. Ni siquiera esos 5 o 7 parroquianos.

A veces pienso en ese lugar y se me viene de golpe una ausencia, un vacío, un hoyo negro que se instalaba entre aquellos que se quedaban y los que, como yo, partía antes que todo comenzara, quedándome siempre en el prólogo, disipándome en el puro preámbulo insatisfactorio y sospechoso del tipo que se pasa escurriendo antes de tiempo: acaso una epifanía ochentera como metáfora del ocaso del dictador o de su ocultamiento y travestismo.

En algunas ocasiones aquello bien pudo llegar hasta entenderse como una especie de política del pasar colado o “desapercibido”, de llegar y no dejar ni siquiera una huella. Sé que muchas veces me fui, me escurrí sin que nadie lo notara: una instantánea de la fugacidad a lo Walser o definitivamente la prefiguración de la potencialidad desertora. Desertar de la política, de la poesía, del espacio público, de uno mismo, etc..

Sin embargo, una vez el tipo se quedó, pero no fue exactamente en el “insomnio” donde ocurrió esa permanencia en el tiempo, esa fidelidad al lugar por esas razones inconfesadas, pero que siempre recaen en el mismo leiv motiv.

El cuadro al cual me refiero debió ocurrir con posterioridad de aquellas instantáneas citadinas, del Forestal o del Mapocho. Debió ocurrir en los inicios de nuestra democracia de pacotilla, en un departamento sobre el “Venezia” donde algunos perpetrábamos la “Piel de Leopardo”, básicamente el Sepúlveda, el Valenzuela y el Pertier y esa presencia extrañísima que sin estar estaba o merodeaba o algo por el estilo, hacia el fondo de la revista y que no era otro que Alexis Figueroa, el único “poeta salvaje” genuino que atravesaba la ciudad de Santiago y solía engullir mostaza en los bares a los cuales lograba entrar, o mejor, sabotear o perpetrar, por lo general, en forma silenciosa, en esa errancia sin fin, pero que al final remitía a su lugar de origen, es decir, hacia ningún lugar posible, en medio de su propia ciudad ausente, su Concepción maldita.

Esa conjunción que marcaba el fin de los años ochenta: en el “Cuervo” Jordi Lloret y Lucho Tirso, presentado aquel librito “La ciudad es un cuerpo de citas”, que exudaba precisamente de esas instantáneas su tufillo errabundo e iconoclasta, entreví ingenuamente la visión de un comienzo (los años noventa), que eran en verdad la perfecta capitulación de lo vivido en esos años (más tarde Moulian lo llamará también transformismo), fue en efecto el comienzo de la simulación o del travestismo, pero que en aquel bar, que estaba contiguo al viejo Normandie, nos volvió proclives a ese último rito ochenteno de esa hora ya póstuma, donde no sé si Alexis Figueroa se cruzó con Lloret, si Tirso cruzó palabras con Nelly Richards o si Carmen y Teresa se hablaron en ese momento final, antes de que fuéramos parte de la canallada, antes de ser partes (probablemente sin querer) de aquellos pactos sin ningún significado social donde todos fuimos sumidos en la derrota.

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Requerido.

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