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“Girl” de Jamaica Kincaid, o el mandato.

por Andrés Ugueruaga
Artículo publicado el 19/12/2011

Esta pieza de Jamaica Kincaid, que aparece en En el fondo del río, sólo consiste en los consejos impersonales –y casi siempre domésticos– que una madre le da a su hija. Lo que más nos salta a la vista es su naturalidad, al punto de pensar que no se trata de un texto literario; podemos imaginarlo como un mero pedazo de papel que una madre le escribió a su hija (una carta enviada de un país lejano, que la chica con ansiedad abrió y leyó en su pensión, una tarde cualquiera); podría tratarse también de la voz de la madre rodando por la mente de su hija.

En el ensayo de María Teresa Andruetto, “La escritura de Babette”, escribe: “Durante un verano, poco antes de que apareciera Como agua para chocolate y cocina y escritura se pusieran de moda, mientras le explicaba a una de mis hijas cómo hacer una comida que me había enseñado mi madre, tuve cabal conciencia del traspaso cultural que madres a hijas (y ya no sólo madres y no sólo a hijas) hacemos en la cocina.” En “Girl” hallamos justamente tal transferencia mucho más que cultural, pues en ese breve texto coexisten varios elementos destinados a la supervivencia: el tema de la comida, la sexualidad y la salud abundan en esta prosa.

Reproduce un sistema semejante al de los tabúes, aunque expresados de forma individual; la madre, sin saberlo, es la emisaria de un esquema sin dudas ancestral. He ahí la punta del ovillo: la de toda una obra, la metáfora perfecta de un futuro que inexorablemente hoy, quizás ya ocurrió. En este monólogo yace la esencia misma de una relación; el punto de contacto entre una muchacha con la persona que la trajo al mundo. La narradora que figura en “Girl” resguarda así una doble acción: la de la mujer ancestral y la de la madre de la chica tan parecida a la que conocimos en Annie John, en Autobiografía de mi madre. ¿Se tratará de una chica pobre de una isla del Caribe? ¿Se tratará de una chica que baja de un barco…que acaba de llegar a un país del norte? Las narradoras de las novelas de Kincaid suelen moverse en estas circunstancias.

Es un segmento que se ensambla perfectamente en cualquier fragmento de cualquier obra de Kincaid, un segmento por siempre implícito en cualquier libro de nuestra escritora. El espacio en donde la madre es la vertiente de un mandato algo hostil; la figura maternal tan influyente en sus narradoras, promotora de que en nosotros, permanezca la convicción de que la hija es la prolongación de la madre, y sus textos, una continuación de ambas. En nuestra obra en cuestión perdura el efecto de historias desarrolladas en lugares y tiempos irreales, siempre desde un Yo que mora sus días en el mundo. Tales semblantes parecerían confirmar esa fricción de irrealidad, algo que se desarrolla con el letargo de un espejismo, un poco a la manera de Descartes, cuando el filósofo se refiere a “ese demonio malicioso” que lo engaña. Entre tales exhortaciones, tan categóricas, se asoma la ley, la ley misma de la vida “No piensen que he venido a desautorizar a la ley o a los profetas; no he venido para eliminarla sino para cumplirla” (Mateo 5:17), parecieran apuntar las narradoras en la obra de Jamaica Kincaid.

Sin embargo el término “ley” es demasiado insatisfactorio cuando consideramos el carácter enérgico y atávico con que la madre le transmite sus preceptos a esta chica. En tal entramado de tareas se muestra un destino por recorrer; se muestran palabras y consejos propios de un juez interno, presentes tanto en la madre como en la hija. Después de todo, dichos reparos son revelados de generación en generación, trabajados a fuerza de sufrimientos y rigores, para soportar el peso de la vida. En ellos se imbrican la historia que ocurre y se desarrolla en las obras de nuestra autora, en donde se recapitulan las vejaciones de un país pobre y sometido; el sistema colonial; el paso del tiempo; el crecimiento del cuerpo; el mar como un inmenso desierto; el sexo como algo a menudo por descubrir; la muerte; los seres o espíritus que intentan agredir a esa niña, aunque siempre un adulto hace que ella no los vea.

Leemos de este modo sólo lo que esa chica debe cumplir. Leemos también el amor y la demanda de una madre sin duda distante y hasta impersonal, que pregona los quehaceres de una verdadera mujer. En caso de omitirlos, le significarán a su destinataria el destierro a un páramo mágicamente atroz. Pero en las protagonistas de la escritora (en este caso, la destinataria de múltiples preceptos), no hallaremos a una Madame Bovary, la mujer caprichosa y loca procuradora de amantes, ciudades y luces, como tantas otras cosas. Digamos, entonces, que en este cosmos de espacios, personajes y tiempos, no existen dialécticas. Advertimos, pues, su rigidez sujeto a las sogas de lo prefijado: un mundo isleño, colonial, absoluto y originario: el punto en donde Colón pisó tierra y descubrió así a todo al Nuevo Mundo.

A pesar de que no se presentarán rebeliones ni tardanzas en el cumplimiento de estos preceptos –en estas premisas tan simples de cómo realizar las tareas de la casa, de cómo amar a un hombre, de cómo pescar–, se encuentra oculta la condición de una vida. La vida de una mujer en tanto crece. En tanto viaja lejos de su tierra. La vida que prolifera extraña y abundante por todos lados. En “Girl” convive un marco espacial en donde el tiempo parece esfumarse como la marea. Así, tales lecciones serán su brújula y su compañera de viaje. Porque texto de pronto adquiere fuerza propia, ya no nos importa quién lo escribió ni para quién. Se trata de un objeto perdido y anónimo que encontramos por ahí, sin que lo pidamos. No nos importa cuándo fue escrito, pues esos consejos conviven en las personas desde hace siglos; son parte de la conciencia de las personas. Son la evidencia del doble exilio de una chica, la de un viaje sin retorno. Una chica con un pasado y un país; ninguno de los dos se volverá a cruzar ante sus ojos, a no ser por el ejercicio de la memoria. Los consejos de su madre son por ende la evidencia de una chica que guarda en su mente las imágenes de paisajes y vivencias irrecuperables. “Sea cual fuere la causa, la infancia es un país del cual somos exiliados y al que nunca podremos regresar en realidad y como en casi todo exilio adonde vayamos llevaremos con nosotros la impronta y la nostalgia de esa tierra primera.”

Pues en los libros de Kincaid no hay rebeliones ni actos violentos, sólo una conciencia que no para de contar cómo el destino se impone por encima de todo, con más peso que toda el agua de los siete mares. “Girl” es por lo tanto la conciencia de un destino; la razón de una quehacer futuro; la expectante edificación de una mujer. Es el mandato jamás expresado y que por fin se presenta en esas pocas líneas ante nuestros ojos. Sabemos que la destinataria las leyó, las escuchó en su memoria, y todos así sabremos de qué se trata, y recordaremos además, los atributos de estas tareas.

“Girl”, para finalizar, trasciende lo textual, es si no el motor, al menos uno de ellos. Uno de los que justifican y congregan a cada uno de sus libros, la porción implícita que nos cuenta de un cosmos inocentemente cruel.

Links consultados:
http://bcs.bedfordstmartins.com/virtualit/fiction/criticaldefine/marxessay.pdf
http://niusleter.com.ar/usleter/usleter123.html
http://www.escarabeo.com/ensayo/po
http://www.robertexto.com/archivo1/totemytabu.htm
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