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REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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«Adios, Roa, amigo»

por José Antonio Alonso
Artículo publicado el 28/04/2005

CONOCÍ A ROA BASTOS EN EL AÑO 98 CUANDO llegué a Paraguay para trabajar como profesor de lengua y literatura inglesa y comparada en dos importantes universidades del país. Y fue en un momento convulso, difícil, en el que el país aún estaba tratando de bajar de un régimen dictatorial a una democracia todavía no asimilada y mucho menos consolidada. Le conocí en un momento de luchas internas peligrosísimas en el que interactuaban los partidarios del dictador Strossner que a la sazón trataban por todos los medios de dar un nuevo golpe militar que perpetuase el aciago fantasma de la dictadura y un grupo de liberales (con Yoyito a la cabeza) cuyo objetivo era hacer respetar los principios de libertad, tolerancia, y paz en el país. Roa entonces, a pesar de su edad, se mantenía lúcido y siempre dispuesto a embarcarse en nuevos proyectos literarios. De política no deseaba hablar porque en su fuero interno conocía ya de antemano, y muy bien, el carácter del hombre paraguayo: «siempre metido en un cajón y temeroso de salir del mismo en busca de nuevas ideas y horizontes», como él decía. En seguida de conocernos por mediación de la simpatiquísima profesora paraguaya Luz María Ojeda, de la Universidad Evangélica de Paraguay, comenzamos a forjar una amistad que ha durado hasta el día de su muerte. He llorado mucho por ello, lo confieso. Soy un hombre muy sensible y creo que, al contrario de lo que me decían los fascistas en mi niñez, el hombre debe llorar y mucho. Roa Bastos me acogió ya desde nuestro primer encuentro con un gran afecto y una cordialidad que jamás voy a olvidar. Recuerdo nuestras primeras reuniones en la famosa y elegante cafetería El Bolsi de Asunción donde pasábamos bastante tiempo hablando de los nuevos talentos dentro de la literatura paraguaya o nuestras tertulias literarias en la Universidad Autónoma de Asunción donde tratábamos de buscar las claves y los nuevos elementos discursivos en la narrativa contemporánea en lengua guaraní. Hablando de su obra Roa me decía que sus novelas eran fundamentalmente el resultado de una fusión a tientas y a ciegas de entresijos históricos, intrahistóricos y ahistóricos con el fin de mostrar la genuina identidad paraguaya; una identidad forjada por medio de acontecimientos absurdos e irracionales que tristemente lograron arrastrar a innumerables inocentes convertidos en mártires poco después y condecorados por las manos de aquellos mismos próceres que pusieron en marcha la rueda de un devenir histórico funesto. Roa me decía que sus novelas tenían que mostrar ese mismo sentido absurdo e irracional de la historia paraguaya forjada a través de retazos confusos y míticos, de sinsentidos y sinsabores amargos. Por eso, en las más grandes novelas de Roa como «Yo, el Supremo» o «Hijo de hombre», el discurso literario tiende a formalizarse a través de técnicas narrativas inherentes a los ideologemas de la postmodernidad, a la deconstrucción y al decurso historicista al más puro estilo de Dérrida, Lyotard, o Culler. En estas últimas obras puede apreciarse un gusto por la ruptura del espacio y del tiempo; por las transgresiones en los papeles diegéticos del narrador; por la puesta en marcha de varios narradores polfónicos que abundan en la novela y «narrativizan» (más que narran) los acontecimientos étnicos y antropológicos de sus personajes; por la variada inserción en el texto (al estilo de Jorge Luis Borges y otros narradores y cuentistas hispanoamericanos) de intertextos multidisciplinares; por el cultivo de lo que él denominaba la archiescritura de primera línea, llevando a cabo todo tipo de juegos léxicos polisémicos destinados a provocar en el lector primario diferentes reacciones y a obligarle a tomar una postura crítica en los hechos narrados en la fábula; al versátil juego de la rizomaticidad y del palimpsesto (conceptos ambos muy bien explicados por el crítico chileno Fernando de Toro); y a la introducción de citas y referencias bíblicas o pseudoreligiosas que pudieran combinar muy bien con la cultura guaraní y la de otras tribus indígenas (como ayoreos, nivaclés, o tupí-guaraní), etc. Roa me decía que gustaba y disfrutaba cambiar por completo la estructura formal de la novelística tradicional y evitar «el tiempo cronometrado» en la novelística, esto es, toda noción de un tiempo cósmicamente perfecto que permitiera al lector navegar por el curso de la historia con una lucidez y claridad que la historia paraguaya nunca había tenido. Porque como él me decía, cuando el dictador sale a escena, el tiempo deja de existir y de contar; todas las cosas dejan de latir para ubicarse en un estado de total vacuidad, hasta que todas ellas, por ausencia de ese tiempo y espacio predeterminados y mecánicamente perfectos, se marchitan y finalmente se mueren. Después Roa entraba como en un estado de letargo y se refugiaba en sus recuerdos de la historia paraguaya que a posteriori iban a servir para otros libros como el de «Los conjurados del Quilombo del Gran Chaco». En ese libro ofrecería una visión personal, junto con otros tres autores más (uno argentino, otro brasileño y otro uruguayo) acerca de la triste Guerra de la Triple Alianza (1865-70), en la que tres grandes países como Argentina, Uruguay y Brasil, a instancias de Inglaterra debido a su desmedida ambición mercantilista, tratarían de luchar contra Paraguay hasta someterlo vilmente y diezmar su población de hombres por completo. También en esa última obra Roa me decía que había tratado de ofrecer su perspectiva particular de esa calamitosa guerra con los ojos de un paraguayo cosmopolita acostumbrado a ver siempre su país dominado y sometido por otras culturas foráneas. Aunque muy amena de leer y no exenta de esa archiescritura tan multidireccional rica en matices semánticos, «Los Conjurados del Quilombo del Gran Chaco» no alcanzó ese efectismo narrativo de «Yo, el Supremo», «Hijo de Hombre», «Contravida», «Madame Sui», «El Fiscal» o «Moriencia», entre otras cosas, porque quizá, cada obra perseguía un fin distinto. Roa también solía decirme que al final, todas sus obras se convertían en un pastiche o collage literario de millones de elementos fundidos entre sí cuya intencionalidad última y final (si la hubiese) podría al menos columbrarse diseccionando el todo en micropartes. Ese mismo collage implicaba, seguía diciendo, una metáfora histórica del pueblo sometido desde la misma llegada a Asunción de los españoles (con la presencia de Martínez de Irala, Cabeza de Vaca, Juan de Salazar, o Juan Melgarejo), pasando por el Mariscal Francisco Solano López y la intrusa extranjera de Madame Lynch, hasta llegar al dictador teutónico Stroessner y sus secuaces germanos. Roa tampoco obviaba decirme que en sus obras había tratado también de unir todos esos elementos históricos con el fin de mostrar al lector la esencia más honda y refinada del pueblo paraguayo, su ser más intrínseco, más irracional que cuerdo, como consecuencia de su gradual devenir histórico «en descenso». Y como el mismo Roa era paraguayo, él me decía que como paraguayo tenía esa misma dualidad o dicotomía bilateral de sus novelas, es decir, ni podía prescindir de sus hábitos antropológicos europeos ni tampoco de los autóctonos de la cultura guaraní. «¿Y qué mejor manera de expresar esto que a través del lenguaje castellano-guaraní?», añadía. No es de extrañar, por lo tanto, que Roa tratara de crear primero una atmósfera paraguaya adecuada antes de comenzar a «diegetizar» a sus personajes impregnando el texto de vocablos propios de la cultura paraguaya y de vocablos puros procedentes del guaraní más popular. ¿Quién no recuerda algunas de esas palabras o expresiones coloquiales en guaraní sacadas de sus obras tan melódicas para el oído como Tereiko porãke, Iporãnte ha nde. Rehecháma piko che irû Poli? o Mba’éichapa oiko nde rogaygua? Ahora Roa se me ha muerto y ya no me va a comentar nuevos aspectos de sus novelas, ni voy a poder gozar de una amistad que nunca dejaré de agradecer a mi fortuna, pero sus obras, como él decía, «quedarán como testimonio de todo un pueblo que vive para sufrir y sufre para morir en vida».

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