EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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Biografía de mi biblioteca. La literatura es un juego

por Rogelio Demarchi
Artículo publicado el 31/12/2013

RESUMEN: ¿Cómo nace, crece y se desarrolla la biblioteca de una persona que, finalmente, al tiempo de ser lector, decide dedicar su vida a la literatura, sea como crítico, sea como docente, sea como escritor? ¿Qué lecturas se vinculan, cómo y con qué otras lecturas? Como el ejemplo más a mano que tengo es mi propia biblioteca, la observo desde una distancia crítica y trato de detectar los momentos más importantes de su historia: qué elecciones hice, bajo qué condiciones. En esta primera entrega, Julio Cortázar.

1. En noviembre de 1973, cumplí doce años. Poco después, me compré el primer libro de mi biblioteca de adulto. Yo, para entonces, ya tenía algunos libros, pero los perdí, los olvidé, o mis hermanos más chicos se encargaron de ellos. Eran libros para niños, por ejemplo, versiones ilustradas y reducidas de Ilíada, de Robinson Crusoe, de La vuelta al mundo en ochenta días. Tenían, o tienen, hoy, en mi recuerdo, el tamaño de un cedé, con una tapa dura forrada con un tejido amarillo y su correspondiente sobrecubierta. Pero ahora compraba un libro, no la adaptación de un libro. Y qué libro: Bestiario, de Julio Cortázar.

Cortázar fue un protagonista muy importante de 1973. Como Perón, volvió al país. El exilio de Perón había sido obligatorio y había durado diecisiete años, desde su derrocamiento en 1955 hasta una corta y autorizada visita que nos hizo en noviembre de 1972. Ahora había vuelto definitivamente, y en medio de una crisis de gran envergadura había sido electo presidente, una vez más, en setiembre. La presidencia peronista de Héctor Cámpora había durado apenas siete semanas, y había sucumbido frente a la Masacre de Ezeiza, que ensombreció el regreso de Perón, en junio, y que explicitaba la lucha violenta entre la derecha y la izquierda peronista [Bonasso, 1997]. De hecho, dos días después de las elecciones que ganó Perón, uno de sus alfiles, el líder sindical José Ignacio Rucci, fue asesinado por Montoneros [Reato, 2008].

Cortázar se había ido por su propia voluntad, en 1950-1951, cuando los atronadores bombos peronistas no lo dejaban escuchar tranquilo su música favorita, pero ese exilio voluntario por momentos se convirtió en obligatorio, a causa de nuestras recurrentes crisis políticas. En 1973, a diez años de la primera edición de Rayuela, Cortázar volvía al país (y a Sudamérica: recorrió cinco países) a presentar Libro de Manuel, la novela con que intentaba plasmar su compromiso político con los procesos revolucionarios en marcha, algunos abortados dramáticamente en el transcurso de ese mismo año, como el chileno, el más notorio, con el golpe que terminó con la vida de Salvador Allende e instaló la dictadura de Augusto Pinochet. Casualmente, Cortázar había asistido en Santiago a las elecciones de marzo, antes de entrar al país por Mendoza, y declaraba, a poco de llegar, que «el espectáculo de Chile es absolutamente extraordinario. Es un pueblo que lleva en la sangre una especie de sentimiento de legalidad, aunque sea en las formas, porque la campaña preelectoral era violenta por ambas partes»; con todo, y a pesar de que el resultado había favorecido al gobierno de la Unidad Popular, Cortázar calificaba el futuro chileno como «grave y crítico» [Soriano, 2012 (1973)].

2. Yo era consciente de todo ello, a pesar de mis doce años, por imperio de la época y de la escuela. En 1972 había ingresado —examen de selección de por medio— a la Escuela Superior de Comercio Manuel Belgrano, dependiente de la Universidad Nacional de Córdoba, que ofrecía una propuesta pedagógica de vanguardia: que los niños con quinto grado de la escuela primaria aprobado, iniciasen un secundario de ocho años de duración, en el que asistirían a clases mañana y tarde cuatro de los cinco días de la semana (el quinto día era de media jornada). Ciencias, artes, idiomas, deportes. Todo era igualmente importante en nuestra formación, que era, no casualmente, la primera palabra que designaba a todas las asignaturas que cursábamos: Formación Lingüística Castellana, Formación Histórica, Formación Humana.

Como todas las instituciones de esa época, la escuela estaba altamente politizada. En su club estudiantil, así llamábamos a nuestro centro de estudiantes, militaban todas las corrientes políticas reconocibles en la escena nacional: recuerdo de inmediato una sigla, la TERS, Tendencia Estudiantil Revolucionaria Socialista, y junto a ella desde los cristianos a los guevaristas, pasando por los radicales, los distintos grupos peronistas (la derecha por un lado y la UES, la Unión de Estudiantes Secundarios, dominada por Montoneros, por el otro) y los comunistas, más el siempre algo exótico agregado de los independientes, bando en el que me contaba, porque yo era el delegado de mi división, así que también iba a la escuela los sábados a la mañana, que era el día fijado para las sesiones ordinarias del club.

No tengo la certeza, pero no me cuesta imaginar por qué no me había enrolado en ninguna agrupación y participaba de nuestro club como independiente: yo era, para decirlo con un término de aquellos años, culo inquieto, demasiado, así es que no me debía de resultar agradable ninguna de las sillas en que cada organización política quería que sus militantes se mantuvieran bien sentaditos y sin chistar, porque la disciplina que todas ellas imponían era verdaderamente draconiana. Además, me podía seducir la opción por el socialismo por lo que llegaba a captar del asunto, pero no me agradaba la vía elegida para alcanzarlo: ¿qué era eso de dejar de ser burgués, de proletarizarse, de irse a vivir a las villas o de ir a trabajar a las fábricas? No, todo lo que yo quería —aunque tal vez me estoy adelantando un poco— era estudiar, vestir bien, escuchar buena música, leer mis libros, tomar fotos, y soñaba con viajar, no con trabajar… Si vale la comparación, casi como Cortázar, que podía apoyar a Cuba pero vivir en París, y que dice haber discutido con los barbudos de distintos puntos del continente y haber quedado aterrado al percibir que «la revolución que de ellos iba a salir no iba a ser mi Revolución» [Cortázar y Prego Gadea, 1997]. Yo no sería Cortázar, claro, pero mis compañeros bien que se creían barbudos, de modo que burguesito independiente y vamos discutiendo tema por tema a ver qué sale.

3. Al narrar sus vivencias junto a Pablo Neruda, Jorge Edwards [1990] cuenta que una noche de 1953, en medio de una reunión en la casa del Poeta, se subió a una silla y le gritó, divertido: «La Patria no son los grandes volcanes, los ríos arteriales, las cordilleras, las selvas del Canto general. Nada de eso. ¡La Patria son las tías!». Si en la poesía de Neruda suele destacarse la naturaleza, en las ficciones de Edwards se destaca la parentela.

El comienzo de mi biblioteca —y algunas de sus etapas intermedias— es un buen argumento para darle la razón a Edwards: la Patria, una parte importante de ella, a lo menos, son las tías. Para el caso que nos ocupa, aclaro, las hermanas de mi madre. Mi madre tuvo nueve hermanos, ocho mujeres y un varón. De todos ellos, conocí a siete mujeres y el varón —la otra niña falleció de pequeña. Cuando yo era chico, sólo una de mis tías estaba casada y sólo una de las solteras tenía su propia casa. El resto —cinco mujeres y el varón—, vivía con mi abuela, que ya no tenía marido (para mí, nunca lo tuvo). De mi tío, puedo decir que fui consciente de su crecimiento, porque lo vi ir a y terminar la escuela, hacer el servicio militar, empezar a trabajar; de mis tías sólo puedo decir que eran mujeres que andaban entre los veinte y los treinta, con toda la amplitud y variedad que expresan ambas décadas.

En esa casa había libros, no en la mía. En la mía estaba el diario, que mi padre leía todos los días, a la mañana, a la siesta, a la noche, y con el que me enseñó a leer cuando tenía cinco años. En la casa de mi abuela, en aquel primer tramo de los setenta, había todo tipo de libros, aunque no hubiese una biblioteca claramente organizada, un mueble tal, digamos, en algún rincón del living. Recuerdo perfectamente a mi tío sentado en un sillón leyendo El exorcista, de William Peter Blatty, o a una de mis tías acostada en el diván mientras leía Las sandalias del pescador, de Morris West, dos buenos ejemplos de los best sellers de aquellos tiempos. Otra tía era la propietaria de las obras completas de Federico García Lorca, editadas por Aguilar en papel biblia, que durante un tiempo sólo pude hojear y leer si ella se sentaba al lado mío y yo le demostraba mi cuidado por esas páginas tan livianas, que de nada se arrugaban y se podían romper. Dos de mis tías más jóvenes, por último, han quedado asociadas en mi recuerdo a los libros más modernos que había en la casa de mi abuela: los libros del boom latinoamericano y todo lo que vino después. Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar, más Jorge Amado y Manuel Puig, cinco nombres que entonces aprendí.

En medio de ese desorden creativo que era, para mí, la casa de mi abuela, también entré en contacto con la música de la época: de la Cantata de Santa María de Iquique, que cantaban los Quilapayún, a The Beatles, de Eydie Gormé y el Trío Los Panchos a Jethro Tull, de Salvatore Adamo a la monotonía de Ernesto Sabato recitando su Romance de la muerte de Juan Lavalle, de Charles Aznavour a la banda de sonido de la película Estado de Sitio (que hablaba de la guerrilla uruguaya, cosa que supe porque se hizo un libro con el guión de la película y documentos conexos, y alguna de mis tías lo compró).

4. Y en medio de ese desorden creativo que era, para mí, la casa de mi abuela, estaban los ejemplares de las primeras ediciones de Rayuela, de Último round, de La vuelta al día en ochenta mundos, de Historias de cronopios y de famas, los títulos con los cuales Cortázar demostraba todo lo que se podía hacer con la literatura si se la tomaba como un juego al cual el escritor se entregaba con la misma seriedad y responsabilidad con que un niño se zambulle en el juego suyo de cada día, y si le toca morir se muere sin discutir el asunto, y si le toca vivir en la selva come hojas de las plantas.

En esos libros, Cortázar jugaba con el género novela, con el formato y la organización interna de un libro, con la lengua y las palabras, con la biblioteca, con las convenciones que organizan una escritura. Rayuela era todo eso, pero a pesar de todo eso, todavía se podía decir que era una novela. Las instrucciones para subir las escaleras o para darle cuerda al reloj, que aparecen en los Cronopios, podían pasar por divertimentos literarios, propios de un autor con gran imaginación. Ahora, ¿qué eran Último round y La vuelta al día en ochenta mundos? Libros de misceláneas, cosas distintas —en tema y forma— mezcladas hasta correr el riesgo de que el conjunto parezca inconexo. Una palabra técnica de moda entonces para designar estas mezclas: libro collage. Hoy se diría libro objeto. Había textos en prosa y poesías, ensayo y ficción, fotos, dibujos. Cambios de tipografía. Uso horizontal o vertical de la página. Último round, además, traía las páginas cortadas transversalmente, de modo que, cuando uno lo hojeaba, podía componer diferentes combinaciones entre cuatro páginas, las dos de la parte superior más las dos de la parte inferior… ¿Una reinterpretación de la rayuela de lectura que proponía Rayuela?

¿Y ese título de clara referencia boxística? A propósito de una reciente reedición, cuando se cumplían cuarenta años de la original, escribí: «Si se puede entender la escritura como una pelea (con el lenguaje, con la biblioteca, con la tradición, con la idea misma que lo lleva a uno a escribir), hay que decir que Cortázar enseña que se debe combatir en nombre de la libertad. Último round es eso, desde la primera a la última página. Es expresión cabal de lo que ha conseguido un escritor en cada uno de los asaltos que ha durado esa pelea» [Demarchi, 2010].

Un texto de ese libro que sigue siendo claro ejemplo de hasta dónde se debe librar ese combate en nombre de la libertad es “La inmiscusión terrupta”. Sus primeras dos oraciones: «Como no le melga nada que la contradigan, la señora Fifa se acerca a la Tota y ahí nomás le flamenca la cara de un rotundo mofo. Pero la Tota no es inane y de vuelta le arremulga tal acario en pleno tripolio que se lo ladea hasta el copo» [Cortázar, 2009 (1969)].

Y ese libro, por cierto, también luchaba contra la censura que imponían las (cortazarianamente dicho) goriladuras latinoamericanas de la época e incluía textos de alto contenido político, como “Acerca de la situación del intelectual latinoamericano”, que da cuenta tanto del tránsito personal como del colectivo: «De la Argentina se alejó un escritor para quien la realidad, como la imaginaba Mallarmé, debía culminar en un libro; en París nació un hombre para quien los libros deberán culminar en la realidad» [Cortázar, 2009 (1969)].

5. Mis tías me acostumbraron a que, en vez de regalos, recibiese dinero contante y sonante con el que yo me compraría luego lo que se me diese la real gana. Mi ejemplar de Bestiario, la primera vértebra en la columna de mi biblioteca, por ejemplo. Unos 10.5 centímetros de ancho por unos 16.5 centímetros de alto. Bien a tono con el niño grande o el adolescente chico que yo era. No sólo de edad, sino también, o sobre todo, de tamaño. En la escuela, como nadie nos había enseñado que el bullying era señal de maltrato, para nosotros era síntoma de afecto, así que mis compañeros solían decirme Chichón y yo encantado de la vida. (Las señales de maltrato, cuando las había, se saldaban en la esquina o en los alrededores, a solas, a veces con palabras y a veces con trompazos.) Yo era, para que se entienda bien, el chichón del suelo. Así de nada. Enano, también sabían decirme.

Bestiario es el primer libro de cuentos de Cortázar, y su primera edición es de 1951. La segunda recién llegó en 1964. Entre una y otra, Rayuela y el boom. Mi ejemplar corresponde a la decimocuarta edición, de noviembre de 1973, con pie de imprenta fechado en diciembre, tirada de 10.000 ejemplares.

En una carta de abril de 1954, Cortázar [2012.a] se autocalifica como un not-at-all-seller, alguien para nada vendedor o que no es vendedor en absoluto. La intensificación de la negación, algo evidente, tiene su fundamento en la realidad: «En la última liquidación semestral me acreditaron $ 14.60 de derechos de autor. Pero ahora no dudo que llegará a los $ 20». Sin embargo, un año más tarde, en enero de 1955, afirma que la «última liquidación semestral arrojó la suma de doce pesos» [Cortázar, 2012.b].

En diciembre de 1959, en una carta escrita desde Buenos Aires, señala que sus editores «se frotan las manos» porque Las armas secretas y Bestiario «se venden enormemente» [Cortázar, 2012.b], pero aún falta bastante para una reedición (¿acaso una, otra, ironía?). De hecho, recién en una carta de agosto de 1968 reconoce que puede pensar en la posibilidad de, ante el inminente contrato por la edición de 62 Modelo para armar, pedir un adelanto de «un par de miles de dólares», ya que ahora sí «Sudamericana vende lo bastante bien mis libros» [Cortázar, 2012.c].

Ángel Rama [1984 (1979)] ha demostrado cómo el boom —y Rayuela dentro de él— dispara la venta de los libros de Cortázar, a partir de 1964, cuando de cada título suyo se hace una reedición de 3.000 ejemplares, que se repite al año siguiente y aumenta, en el caso de Bestiario, a 7.000 en 1966 y a 11.000 en 1967, para alcanzar la increíble cifra de 23.000 ejemplares en 1969, en dos tiradas. El pico máximo de Rayuela sería de 26.000 ejemplares en 1968, en tres tiradas, y 20.000 el de Las armas secretas, en 1970. Todos los fuegos el fuego, en su primera edición, de 1966, acumuló 28.000 ejemplares en cuatro tiradas; y tras los 8.000 de la reedición de 1967, se tiraron 24.000 en 1968. Estos números, por si vale aclararlo, sólo representan las ediciones argentinas. Y para que se dimensione el impacto del boom: si las primeras ediciones de Bestiario y de Las armas fueron de 3.000 ejemplares y debieron pasar años para que se agotaran, las primeras de Rayuela o de Todos los fuegos se agotaron en alrededor de un mes; y además, sumando los cuatro títulos citados, entre 1964 y 1970, nuestro mercado absorbió un promedio anual de 60.000 ejemplares de sus libros (con un máximo de 74.000 en 1968 y un mínimo de 39.000 en 1967).

Así es que, aquí, si bien la palabra boom debe entenderse como un alza brusca en las ventas de un producto, tal vez no sea exagerado decir que el boom de la narrativa latinoamericana creó —no potenció— el mercado de la ficción; un mercado que no existía antes de 1962, cuando Mario Vargas Llosa obtuvo el Premio Seix Barral con La ciudad y los perros y la novelística de América Latina se proyectó con fuerza hacia el primer plano de la literatura mundial [Demarchi, 2012].

6. Es verdaderamente inquietante participar como lector de los juegos que Cortázar plantea en los ocho cuentos de Bestiario. Algo del orden de lo extraordinario irrumpe, sin explicación alguna, en la vida cotidiana y la altera de un modo dramático, a veces trágico. En la intimidad de la propia casa puede haber algo que atente contra nosotros y nos haga daño o nos lleve a huir como una única alternativa para sobrevivir (“Casa tomada”, “Cefalea”, “Bestiario”); o puede que se trate de algo que está en nosotros mismos y se manifiesta sin que medie nuestra voluntad (“Carta a una señorita en París”); o puede que otro sujeto (cualquier otro) sea el agente ideal para que esa fuerza extraña se motorice en nuestra contra (“Ómnibus”, “Las puertas del cielo”, “Circe”, “Lejana”).

Andrés Avellaneda [1983] ha hecho una lectura muy interesante de estos cuentos. Primero, advierte en ellos el ideologema de la invasión, cuyo funcionamiento o despliegue se explica de la siguiente manera: «el ingreso de lo extraño a la manera de una invasión; la descomposición del mundo de lo concreto-trivial-familiar-común donde esa invasión irrumpe; el intento, por parte de los personajes, de adaptarse a lo anormal y extraño que invade, sin intención de explicarlo o conocerlo. Predomina la incertidumbre respecto de las causas y del desenlace. Lo que queda magnificado es pues el concepto mismo de invasión y de defensa infructuosa, repliegue, aceptación e inevitabilidad».

Segundo, relaciona este ideologema con la época de producción de los textos y concluye que es una forma de respuesta a la invasión del peronismo: hasta la emergencia de este movimiento político, en la década de 1940, la cohesión social, cultural y política estaba asegurada por grupos que provenían de las clases medias y altas. Para estos grupos, el peronismo representa «un fuerte desafío»: hay, ahora, otros grupos que luchan «por constituirse un espacio político y cultural propio»; entonces, los primeros se sienten invadidos por los segundos.

Tercero, en términos generales, «para la mayor parte de la clase media intelectual esto significó un tironeo ideológico y cultural que sólo dos décadas más tarde comenzó a ser entendido», algo que se puede aplicar al propio Cortázar si se observa su tránsito político desde un antiperonismo apenas militante o íntimo de los años cuarenta a su opción por el socialismo y su comprensión del fenómeno peronista en los años sesenta.

Vuelvo a sus cartas. En varias oportunidades, indica que renunció a sus cátedras universitarias en Mendoza (Literatura Francesa I yII) en 1946 —comienzo de la primera presidencia de Perón— porque no estaba dispuesto a quitarse el saco, una forma de hacer referencia a las presiones tantas veces denunciadas para que los docentes adhirieran al régimen y se sumaran a los descamisados peronistas. En 1955, un amigo lo pone al tanto del bombardeo de Plaza de Mayo, en medio de un fallido golpe de Estado contra Perón, suceso que interesó a la prensa europea, por supuesto: «no me siento capacitado para hacer comentario alguno», responde Cortázar. (Perón cayó, finalmente, meses más tarde, ese año.) En 1956, menciona su interés en publicar unos veinte poemas «con el título general de Razones de la cólera, y que directa o indirectamente se refieren a la Argentina, a mí como argentino, al mundo lamentable y repugnante que me tocó vivir del 46 hasta que me mandé mudar en el 50». En 1957, celebra que ahora en Buenos Aires se puedan ver buenas películas, algo de lo cual los argentinos estuvieron privados «durante el reinado de Juan I», o sea que designa a Perón como un monarca (despótico, claro, y no ilustrado, porque censura las artes); dice admirar un libro de Ezequiel Martínez Estrada porque recrea «con tanta fuerza la sopa grasienta del ambiente peronista», y lo pone en línea con su novela El examen, entonces inédita; y llega a comentar un discurso del general Pedro Eugenio Aramburu, presidente de facto, «cuyo tono oratorio me parece perfecto». (En 1970, Aramburu será secuestrado y ajusticiado por una guerrilla peronista hasta entonces desconocida: Montoneros.)

7. Hay marcas en los cuentos de Bestiario que indican el gorilismo de aquel Cortázar. Creo que alcanza con tres ejemplos.

Primero, “Casa tomada”. El título y la primera oración anuncian y encuadran el relato: «Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia». El verbo en pasado determina que ya no se tiene eso que gustaba, que algo puso en crisis esa posesión, y rompió además los vínculos que los unía con el pasado. Eso no sólo les pasa a ellos, sino también a otros como ellos: las casas antiguas sucumben, porque ya no valen como tales sino como materiales. Hay, entonces, un cambio de época muy fuerte: cambió el sistema, la forma de vida, etcétera.

El nos remite a dos hermanos solteros que viven juntos. Pertenecen a la clase alta, son ricos, viven de rentas. El varón parece un alter ego de Cortázar: le interesa la literatura francesa, la busca vanamente en las librerías porque «desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina», marca de época que señala a la Segunda Guerra Mundial pero también a los cuarenta y por lo tanto a la emergencia del peronismo. Los libros del hermano, curiosamente, están en la primera parte de la casa que es tomada por los invasores, a quienes no ven en ningún momento, pero siempre los oyen porque son ruidosos. ¿Es excesivo pensar que los invasores, en el cuento, toman primero la biblioteca porque a lo primero que renuncia Cortázar, en la realidad, es a sus cátedras?

Segundo, “Las puertas del cielo”. El doctor Marcelo Hardoy recuerda, a partir de la muerte de Celina, que compartió con ella y con Mauro, su pareja, un carnaval en 1942, el año previo al golpe que instala al entonces coronel Perón en el poder, como si dijese: la relación entre “los de arriba” y “los de abajo” siempre existió, pero ahora (después de Perón) la relación es otra. Hardoy es abogado; Mauro, un puestero del abasto, es su cliente; Celina trabajaba en una milonga, dice primero Hardoy, que es el narrador, pero luego dice cabaré.

¿Qué hace entonces con ellos? Registra la diferencia, los observa antropológicamente, hace fichas con sus anotaciones. «Íbamos juntos a los bailes, y yo los miraba vivir», confiesa Hardoy, y más tarde abunda: «Me parece bueno decir aquí que yo iba a esa milonga por los monstruos, y que no sé de otra donde se den tantos juntos. Asoman con las once de la noche, bajan de regiones vagas de la ciudad, pausados y seguros de uno o de a dos, las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes, apretados en trajes a cuadros o negros, el pelo duro peinado con fatiga […]»; la descripción continúa, es algo larga, y recorre todos los motivos —de raza, de clase, de formación estética— por los cuales él no puede ser parte de los monstruos, entiéndase los cabecitas negras, el populacho peronista.

Tercero, “Ómnibus”. El chofer, el guarda y los pasajeros son una pequeña comunidad, dividida fatalmente entre un ellos y un nosotros. El chofer y el guarda, los que conducen, están con la mayoría, que se identifica por las flores que portan. Unos y otros miran con desprecio a los dos pobres infelices —la minoría— que no llevan flores, y en más de una ocasión el chofer se dispone a agredirlos pero la amenaza no se concreta porque algo lo interrumpe y lo hace retroceder. Al final del recorrido, los dos jóvenes, apenas descienden del ómnibus, compran flores para confundirse con los otros.

8. El propio Cortázar reconoció el problema de varias maneras. Uno, aun cuando en una carta de marzo de 1953 señalaba que “Las puertas del cielo” «sigue siendo, para mí, mi mejor cuento», en 1970, en un diálogo con Francisco Urondo, que analiza Avellaneda en su trabajo, al relato sólo le guarda «algún cariño» y no duda en admitir que «es un cuento reaccionario; eso me lo han dicho muchos críticos con cierta razón, porque hago allí una descripción de lo que se llamaban los “cabecitas negras” en esa época, que es en el fondo muy despectivo; los califico así y hablo incluso de los monstruos, digo “yo voy de noche ahí a ver llegar los monstruos”. Ese cuento está hecho sin ningún cariño, sin ningún afecto; es una actitud realmente de antiperonista blanco, frente a la invasión de los “cabecitas negras”».

Dos, en su diálogo con Prego Gadea, señala que «no había tratado de entender el peronismo», algo que le fue posible después de que la revolución cubana le mostrara, «de una manera muy cruel y que me dolió mucho, el gran vacío político que había en mí, mi inutilidad política. Desde ese día traté de documentarme, traté de entender, de leer; el proceso se fue haciendo paulatinamente y a veces de una manera casi inconsciente».

Tres, en las clases que dio en Berkeley, sostuvo que su obra pasa «por tres etapas bastante bien definidas», que se pueden caracterizar con tres palabras claves: «una primera etapa que llamaría estética (ésa es la primera palabra), una segunda etapa que llamaría metafísica y una tercera etapa, que llega hasta el día de hoy [1980], que podría llamar histórica» [Cortázar, 2013].

Esa primera etapa, regida por un ideal estético, abarca desde Bestiario hasta “El perseguidor”, incluido en Las armas secretas (1959), que inicia la segunda etapa, en la que «el personaje se convertía en el centro de mi interés», de modo que comenzó a interesarse «cada vez más por los mecanismos psicológicos que se pueden dar en los cuentos y en las novelas», y parte de esa indagación aparece novelada en Los premios pero sobre todo en Rayuela. La tercera etapa es histórica porque se plantea la búsqueda de “el-más-allá-de-Oliveira”, salir del egoísmo y el individualismo de un sujeto centrado en su propia felicidad para llegar a ver el conjunto, la sociedad, donde no hay otra referencia explicativa que su vinculación con la revolución cubana, en 1961: «durante casi dos meses no estuve metido con grupos de amigos o con cenáculos literarios; estuve mezclándome cotidianamente con un pueblo que en ese momento se debatía frente a las peores dificultades, al que le faltaba todo […] Me di cuenta de que ser un escritor latinoamericano significaba fundamentalmente que había que ser un latinoamericano escritor: había que invertir los términos y la condición de latinoamericano, con todo lo que comportaba de responsabilidad y deber, había que ponerla también en el trabajo literario». Obras representantes de esta etapa, entonces, Libro de Manuel y Nicaragua tan violentamente dulce.

Tal vez se pueda proponer una ligera corrección: la obra de Cortázar no admite fácilmente el término etapas, que implica una cronología (esto primero y después esto otro), se lleva mejor con la idea de capas, cosas que tienden a superponerse [Demarchi, 2013.b].

Con todo, en la autocrítica de Cortázar hay que subrayar un par de cosas sumamente importantes. Por un lado, que yo (y conmigo, tantos otros, si se recuerda los números estudiados por Rama) estaba (estábamos) leyendo la primera etapa cuando él había producido ya lo más notable de la tercera, de modo que nuestra lectura estaba o podía estar fuera de foco, lo que no necesariamente tiene que ser malo porque tal vez (nos) permitía ver otras cosas. Por otro lado, que, a diferencia de un Borges, por citar un ejemplo a mano y nacional, que cuando modificó su posicionamiento político en el campo cultural retiró de circulación su obra previa, Cortázar cambiaba de posición política pero no renunciaba a su libros anteriores sino que, por el contrario, hasta él mismo los seguía leyendo “en público” y no dudaba en criticarles ciertos aspectos.

9. Retomo, reformulo y concluyo: es verdaderamente inquietante participar como lector de los juegos que Cortázar plantea, en los ocho cuentos de Bestiario y en otros libros, porque más allá de la posible lectura política hay espacio para una singular lectura existencialista [Demarchi, 2013.a].

Parto de la famosa “incorrección política” que habría cometido Cortázar en Rayuela al diferenciar un “lector hembra” de un “lector macho”, donde “hembra” es aquel que abandona en las primeras páginas todo libro que no respete el planteo de la novela usual, mientras que “macho” es el que se vuelve «obligadamente cómplice» de estos relatos alternativos —novelas escritas como antinovelas, ejemplifica— que, «por debajo del desarrollo convencional», le murmuran «otros rumbos más esotéricos», lectura cómplice que hace del lector un «copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma» [Cortázar, 1965 (1963)].

Y llego a ese magistral cuento que es “Continuidad de los parques” [Cortázar, 1987 (1964)], donde el lector no es sólo protagonista de lo que lee sino que sería la víctima de lo que lee.

En ese tránsito, las hipótesis que elaboro son: primero, que Cortázar, según se vea, aspira a y demanda que el lector se identifique con los personajes y las acciones mientras lee, pero que pueda percibir luego (desde una posición crítica) la “conciencia autoral” que hizo posible el relato en cuestión; segundo, que Cortázar espera que el lector reconozca entonces que eso del orden de lo extraordinario que irrumpe, sin explicación alguna, en la vida cotidiana y la altera de un modo dramático, a veces trágico, no es otra cosa, en última instancia, que la angustia que nos provoca el vivir.

Tristán D’Athayde [1949] lo ha descrito filosóficamente: «el mundo no tiene sentido. Lo real es lo contradictorio. La vida es una fuerza ciega que nos lleva a la nada. El hombre no puede vencer al mundo. El mundo se burla del hombre. Entre el hombre y el mundo hay una barrera infranqueable. Y, a pesar de todo, el hombre no puede escapar del mundo. De ahí el sentimiento de la angustia ante la vida, que es, para los existencialistas, el sentimiento fundamental del hombre frente a la vida».

Cortázar lo ha ficcionalizado, por ejemplo, en “Una flor amarilla” [Cortázar, 1987 (1964)], que bien podría ser el paradigma de su poética: la vida, como algo individual e irrepetible, y a la cual, de un golpe y para siempre, la muerte le pone fin, es refutada por el peso de la “realidad”, que nos brinda la posibilidad de descubrir seres iguales a nosotros, sujetos que no son nuestro calco sino figuras análogas que repiten nuestra pobre existencia hasta el infinito. Así, lo natural queda relativizado por lo cultural, o si se prefiere, por la conciencia del existir colectivo: vivimos una vida que no es vida y pensamos una muerte que no es muerte porque todos los hombres no hacemos más que recomenzar una misma historia, todo el tiempo; para usar la metáfora de Albert Camus, somos Sísifo cargando una y otra vez la misma piedra que siempre se nos cae antes de llegar al objetivo. Por eso es que vamos de una imbécil vida fracasada a otra imbécil vida fracasada…

A la angustia del Yo, la contiene la utopía del Nosotros. Vuelvo a Camus: lo único que equilibra el absurdo del mundo es la comunicación entre los hombres; de allí que su “cogito” fuera me rebelo, luego somos…

Hasta el día de hoy, se lo suele ningunear a Cortázar reduciéndolo a “lectura-para-adolescentes”, pero nadie se anima a explicar por qué podría ser tan bien leído (y querido) por los adolescentes. Creo que esta es la explicación: es posible que la adolescencia sea la etapa de la vida en la que más fácilmente percibimos la angustia existencial. Los relatos de Cortázar, entonces, ayudan a entender lo que uno siente. Si más tarde, cuando nos volvemos adultos, no queremos seguir reconociendo la presencia de esa angustia —un volcán siempre activo, que en cualquier momento puede exhibir toda su potencia—, es otro tema. Es uno, de ese modo, el que se resta como lector, lo que no significa que esa lectura ya no tenga posibilidad de significarnos algo.

Rogelio Demarchi

 

Bibliografía
Avellaneda, Andrés [1983] El habla de la ideología. Modos de réplica literaria en la Argentina contemporánea. Sudamericana, Buenos Aires.
Bonasso, Miguel [1997] El presidente que no fue. Los archivos ocultos del peronismo. Planeta, Buenos Aires.
Camus, Albert [1973 (1942)] El mito de Sísifo. Losada, Buenos Aires.
[1973 (1951)] El hombre rebelde. Losada, Buenos Aires.
Cortázar, Julio [2013] Clases de literatura. Berkeley, 1980. Alfaguara, Buenos Aires.
[2012.a] Cartas 1. 1937-1954. Alfaguara, Buenos Aires.
[2012.b] Cartas 2. 1955-1964. Alfaguara, Buenos Aires.
[2012.c] Cartas 3. 1965-1968. Alfaguara, Buenos Aires.
[2009 (1969)] Último round. Siglo XXI, Buenos Aires.
[1987 (1964)] Final del juego. Sudamericana-Planeta, Buenos Aires.
[1973 (1951)] Bestiario. Sudamericana, Buenos Aires.
[1965 (1963)] Rayuela. Sudamericana, Buenos Aires.
—y Omar Prego Gadea [1997] La fascinación de las palabras. Alfaguara, Buenos Aires.
D’Athayde, Tristán [1949] El existencialismo, filosofía de nuestro tiempo. Emecé, Buenos Aires.
Demarchi, Rogelio [2013.a] “Cortázar: una poética contra la angustia”. En Silabario, Revista de Estudios y Ensayos Geoculturales, 16, Córdoba.
[2013.b] “El profesor, objeto de estudio”. Diario La Voz del Interior (suplemento temas), Córdoba, agosto 25.
[2012] “Mapa de una explosión”. Diario La Voz del Interior (suplemento ciudad x), Córdoba, noviembre 15.
[2010] “Julio vuelve a jugar”. Diario La Voz del Interior (suplemento vos), Córdoba, enero 23.
Edwards, Jorge [1990] Adiós, poeta… Tusquets, Santiago de Chile.
Rama, Ángel [1984 (1979)] “El «boom» en perspectiva”. En Ángel Rama (editor), Más allá del boom: literatura y mercado. Folios, Buenos Aires.
Reato, Ceferino [2008] Operación Traviata. ¿Quién mató a Rucci? La verdadera historia. Sudamericana, Buenos Aires.
Soriano, Osvaldo [2012 (1973)] “Julio Cortázar llega a la Argentina convencido de que a pesar de las contradicciones, se consolida la vía al socialismo en América Latina”. (Edición original: diario La Opinión, Buenos Aires, marzo 11 de 1973.) En Cómicos, tiranos y leyendas. Selección y prólogo de Ángel Berlanga. Seix Barral, Buenos Aires.
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