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Critica, patriarcado e intolerancia.

por Jaime Lizama
Artículo publicado el 18/11/2015

Luego que la crítica Patricia Espinosa, perpetrara una agudo y afilado comentario de la última novela de Fuguet: “No ficción”, la cual ha contado con un especial despliegue publicitario y de prensa, cierto medio literario se le ha venido encima en forma particularmente embravecida, de autores que tal vez esperaban la oportunidad de saldar cuentas por los análisis nada de complacientes o políticamente correctos de la académica, vertidos sobre más de algunos de ellos. Habría que recordar que hace un par de años, una arremetida liderada por Sebastian Edwards, que defendía abiertamente una literatura más bien laxa, pretendía además, ilegítimamente, establecer los parámetros de una “crítica” que debía ser casi una expresión subalterna y poco menos que una mera promoción servil de una obra. En el artículo, Edwards aparecía como el portavoz de la causa “literaria” que integraban, aparte de él, Roberto Ampuero, Pablo Simonetti, entre otros, y en bando de la crítica adversa, se suponía que se parapetaban Patricia Espinosa y Juan Manuel Vial, básicamente hermanados por el rencor y la mala leche, y la preferencia inconfesada por los textos oscuros, barrocos y sectarios.

Más allá del lugar común con que suele designar el medio literario a su contraparte crítica, lo que no se entiende, en el fondo, es la legitimidad del discurso crítico, vale decir, la construcción de una lectura autónoma, que debe dialogar sin complacencias, develando textos o subtextos, más allá de lo cual una obra tiene o no consistencia. En otras palabras, el discurso crítico no tiene por misión levantar o devaluar a un autor o a una obra, bajo la especie de un remedo o tardía réplica del circo romano, sino, más bien, de inducir una lectura, de construir una aventura paralela de rigor interpretativo, pero siempre relativa y provisoria.

Sin embargo, llama la atención, en este particular caso, que la aversión hacia el comentario señalado de Patricia Espinosa, no sólo se sumen nuevos actores (ahora desde Rafael Gumucio hasta el mismo Matías Rivas), bajo la forma de un castigo patriarcal del género contra la osadía rebelde de una crítica, que desde la subalternidad, sólo debiera decir lo políticamente correcto, y no salirse nunca de ciertos márgenes, sino que también añoren y que ejecuten y lleven a cabo votos de nostalgia por el gran pontificado de la crítica, léase Alone o Ignacio Valente, sin mencionar siquiera otras tipos de acercamiento y de lecturas críticas, menos canónicas, apostólicas y hegemónicas, como aquellas situadas más cerca del diálogo y la reflexión decididamente laica de Martin Cerda o Mariano Aguirre, por solo nombrar un par de críticos y ensayistas que jamás se entendieron a si mismos como una cofradía aparte y superiores respecto de los propios autores; ajenos y distantes de esos críticos canónicos instaladas soberbiamente en el púlpito de la última palabra y de la verdad transcendente; muy por el contrario, buscaban el diálogo y la interrelación constructiva entre la crítica y la producción literaria: también como una forma de cohabitar y articular la ciudad “letrada” con todos sus conflictos y tensiones.

Adicionalmente, nuestro medio es particularmente intolerante; no estamos habituados al debate, la beligerancia reflexiva o el diálogo crítico, menos que un crítico de género femenino establezca una decidida mirada disruptiva sobre el medio literario o la instalación mercantil de determinados autores, que suelen ser dominantes en el estadio groseramente neoliberal en el cual se mueve y se escenifica nuestra particular producción cultural. Si a partir de una obra literaria, ya sea una novela, ensayo, crónica o poemas, la lectura es capaz de articular un desplazamiento crítico hacia sus conexiones ideológicas o de presupuestos simbólicos más o menos estandarizados, es porque el discurso dicho y no dicho no es inocente desde un punto de vista estético y político. En otras palabras, la crítica no podría no ser sino una escritura en conflicto, pues como decía Enrique Linh, la literatura es un vasto campo minado.

Si Patricia Espinosa, articula esas señas y esos dispositivos en forma provocativa y cuestionadora, es a partir de una visión nada de complaciente con el aparato cultural y literario chileno, que tiende arrastrar tics y “colusiones” mucho más habituales que las que operan, descarnadamente, en el ámbito económico. Lo que cabe llevar adelante es intensificar los debates; aceptar que la crítica es un aparato cultural que no puede relativizarse de acuerdo con los parámetros promocionales de un autor o de otro, y donde no por tratarse de una crítica de género femenino, se le debe vedar o prohibir la capacidad y la valentía de establecer una escritura transgresora y sin pelos en la lengua, como si aún estuviéramos viviendo en la época transicional donde no cabía quebrar huevos ni menos insolentarse contra los poderes instituidos y “soberanos”. Precisamente, gracias a la reflexión crítica, desde Salazar a Mayol, y de Bolaño a Lemebel, entre otros notables autores, es que hemos podido arrancar y dejar definitivamente atrás, el pantano maloliente y cínico de una transición eternamente pactada, que atravesó por completo los 90 y una parte significativa la primera década del 2000.

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Requerido.

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