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Cuento relleno con guarnición de crónicas y baladas en su salsa.

por Ernesto Gómez Mendoza
Artículo publicado el 26/08/2005

El baile de la Victoria (1) está lleno de recursos de veterano escritor, redactado en un estilo descomplicado e imaginativo, con ingenioso humor, y destila la atractiva y cautivante personalidad de su autor, Antonio Skarmeta. Por todo ello uno se siente bastante tentado a perdonarle su envoltura general de película rocambolesca (uno de los trucos del relato eskarmetiano es la depurada técnica cinematográfica, de acentuadas secuencias, que arrastran al lector y en su fluir alocado le hacen tragar las flaquezas de concepción de la fábula).

Un Skarmeta nostálgico del cine no estaba entre mis expectativas, pero hélo allí. No sólo por el recurso a manotazos a los patrones del thriller («malos y buenos», planeación y ejecución de un robo, figura femenina enigmática, rapidez del argumento) sino por la importancia concedida al tratamiento narrativo por secuencias, en el cual -insistimos- el autor es limpiamente maestro y adicto a los primeros planos (calcar los procedimientos del cine se consideró novedoso en los años cincuenta, un caso afortunado es El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez), Del Chile post-fascista cabría esperar más novelas que películas, las cuales son, al fin y al cabo, cuentos, ficciones muy diferentes de las novelas. El baile de la Victoria es ficción, de eso no hay duda. La pregunta es qué clase de novela es. Como en los cuentos, los personajes se conservan iguales a lo largo de la narración y son menos conscientes de sí mismos que los héroes novelescos, por lo tanto más hiperactivos y más arquetípicos. Ejemplo, Vergara Grey, experto en cajas fuertes caballeroso, irónico y mesurado, que para toda ocasión esgrime un aforismo chileno dulceamargo y conceptista. No se despeina en ningún momento, y tras los alocados hechos de que es protagonista sigue convencido de sus valores y costumbres con una extraña paz interior que ya quisiéramos tener muchos (estos ladrones discretos y galantes cuyos orígenes se remontarán quizá al folletín popular quien luego los cede al cine).

Como cuentero Skarmeta es insuperable y si renunciamos a que el libro nos de el relámpago de una novela y decidimos tomar lo que ofrezcan sus secuencias, disfrutaremos un «buffet»de fragmentos impresionistas plasmados con ternura, inventiva expresiva y un vivaz aparejo de imágenes poéticas frescas e irreverentes.

Si bien es cierto que por ninguna parte aparece la presunta novela ganadora del Premio Planeta 2003, este libro es, no obstante, uno de esos libros que a su modesto estilo lo cuestionan a uno y le muestran nuevos planos de la experiencia de la literatura. Se gana tu cariño porque te brinda vislumbres nuevos del (¿viejo?) problema del cuento y la novela. ¿Si el libro de Skarmeta es un cuento y un cuento de trescientas ochenta páginas ¿cuántos libros que reputamos novelas están en la misma situación de El baile de la victoria?

(El cuento largo tendría una importancia insospechada. En el plano de la práctica de la ficción la conciencia o no de que se elabora un cuento largo, tendría particular trascendencia).

En la «novela novela» se maneja el héroe con algo que podíamos llamar fino detalle o fino registro-es lo que da el tono, el famoso tono novelístico. Mientras que en el cuento los caracteres se ciñen más o menos a las posibilidad del tipo y del arquetipo, en la novela el personaje adquiere dimensión de Sujeto. Por último, el cuento despliega siempre un esquema maniqueísta rotundo.

La neurosis del novelista tiene que ser mucho más terrible que la del cuentista: tiene la curiosa manía de remedar a Dios y no es solo omnisciente sino ubicuo y prolijo. Los dos espíritus son diversos aunque pueden alternar en un escritor hasta que uno de los dos domine. En el autor chileno predomina el espíritu narrativo, es un creador de fábulas neto. Sin embargo, por suerte estas sutilezas no importan mucho a los lectores porque El baile de la Victoria a pesar de las paradojas de su estructura ambigua es un libro activo, que se interroga sobre su tiempo, que define un foco de diálogo y, en su forma «amigable», funciona como objeto de lectura en una época de masivo impacto de los medios de comunicación y las tecnologías del entretenimiento, que arrincona dramáticamente a la cultura literaria. El lector ideal de este libro es ese joven que anda siempre enganchado a un discman o aferrado a un «ratón».

Hace más de setenta años, Vladimir Propp después de mirar los cuentos rusos populares al derecho y al revés aisló unos patrones argumentales básicos del cuento que determinan un puñado de héroes y personajes arquetípicos. El príncipe puede ser huérfano o no, vencedor de mil batallas o de apenas tres, trovador o cazador, pero siempre tiene encomendada una misión, sea rescatar la princesa, destruir la fuente del mal, hallar cualquier objeto mágico, resolver un enigma o vencer con la pureza de sus sentimientos los encantamientos y hechizos de fuerzas oscuras. Incluso cualquier plebeyo que asuma una misión similar asume el rol de «príncipe». La idea es que los motivos, por debajo de modificaciones accidentales, se repiten en cada tipo de argumento. Esta morfología y no su extensión es la que hace que un relato sea un cuento y se manifiesta ricamente en El baile de la victoria.

Nadie pensaría al cruzar las primeras páginas que se interna en un cuento porque ellas se refieren a sórdidos asuntos carcelarios. La primera «secuencia» (término en este caso más apropiado que capítulo) nos informa con lujo verbal y toques de crónica periodística del poco romántico perfil del héroe, Angel Santiago, al presentarlo en una corta entrevista con el alcaide de la prisión, que deja gracias a un decreto de amnistía, y al establecer que el muchacho fue violado por un grupo de presidiarios para satisfacer los gustos extraños del alcaide. La entrevista tiene la finalidad de sondear los alcances y la solidez de los proyectos de venganza del joven, y está expuesta con la inmediatez del guión cinematográfico, salpicada con los inventos verbales de Skármeta. Salir de la cárcel con el alma fresca, con tan pocos traumas, es cosa de cuento.

Para que creamos en él, Skármeta recurre con virtuosismo al truco de certificar cada vuelta del argumento con los «detalles reveladores» de la crónica de escuela norteamericana, que inducen la «suspension of disbelief» y, así, los lectores creemos en ese alcaide homosexual que despide al interno con nostalgia, después de consultarlo sobre un juego de ajedrez en curso y presionarlo para que se lleve su bufanda de lana de alpaca peruana, enternecido por el incompleto vestuario con que el joven sale al invierno santiaguino (Santiago, Chile es el escenario de la historia). El cine deja ver sus orejas sutilmente en esta secuencia inicial; ese cine que es hijo de los cuentos del mundo, bien provisto de héroes y villanos simpáticos como el Alcaide Santoro. Todavía, con la atmósfera invernal y de tráfago citadino con smog que encuentra Angel Santiago fuera de la cárcel abrigamos expectativas de novela, pero la liberación de otro preso, Vergara Grey, a quien ninguna caja fuerte resiste, legendario ladrón fino, héroe de pobres y marginales, despedido con honores de almirante por sus compañeros de reclusión, saludado por quienes lo reconocen en la calle y ansioso por darle un vuelco a su existencia «artística» y compensar, haciendo buen uso de su parte del fruto del golpe que lo puso en la Cana, a su mujer e hijo por los sinsabores y verguenzas conexos con su talento, nos devuelve al cine, sin que protestemos mucho tampoco, porque Skármeta lo hace con esa artera maestría de los virtuosos de cualquier cosa.

Cabe otra analogía para explicar este libro encantador pero dispar: se trata de un cantar de gesta, con gesta suficiente para juglar y medio. El héroe vaga por este mundo y sus caminos con cierta aura melancólica (Angel Santiago incluso comienza en la tercera o cuarta secuencia a andar a lomo de caballo, de rucio, entre el smog de Santiago). Su objetivo es castigar a un villano. Pero encuentra a una princesa encantada. Victoria Ponce, «La Victoria». Una princesa posfascista, de ajustados jeans, enfrentada a contrariedades, embebida en la danza, perseguida con exámenes absurdos por los profesores de matemáticas y castellano, envuelta en el duelo por el padre asesinado por la dictadura. El caballero andante se pone a su servicio desinteresadamente. En una novela, el amor que la Victoria inyecta en su sangre lo hubiera hecho cambiar y Angel Santiago tal vez hubiera dejado la bohemia por amor a su princesa. No en este cantar de gesta (chanson de geste). Los dos amantes están demasiado ocupados enfrentándose a los agentes del mal y en plan de gesta heroica no les faltan los auxiliadores, hados padrinos y enanos solidarios. Con su ayuda sortean obstáculo tras obstáculo y ello es la razón del surtido de personajes secundarios que Skarmeta introduce con desparpajo y con ternura, aunque el lector (todavía esperanzado en la novela prometida) no se trague tanto la idea de que en cada vuelta de la vida nos espera, disfrazado de gente, un ángel más que dispuesto a darnos la mano.

El gran episodio de este cantar se produce a su debido tiempo de cinematográfica manera. También se abre una caja fuerte con los caudales mal ganados de un pez gordo de la junta militar.

En el personaje de Victoria Ponce hay un germen de novela. A diferencia de Angel Santiago y del fino ladrón de cajas fuertes, la chica tiene una relación abrasiva con el mundo, que para empezar le ha quitado al padre. La agresividad la sublima en la danza.

Victoria Ponce y por financiar las clases de ballet paga un precio altísimo. Su figura es una metáfora de la terrible combinación de destrucción y creación implícita en el arte. Una imagen de la adicción en que se puede caer luego de experimentar la unidad del ser a través del arte. La vida es un torpe novelista. Creo que más torpe novelista aún es la realidad latinoamericana.

La realidad chilena la siente Skarmeta dentro de estos trazos de cuento o cantar, de fábula o crónica. Con un sentimiento de ternura por esta realidad que de tan trágica y espontánea determina un verosímil de cuento, que puja por la novela y lo que le sale es fábula, nostalgia.

 

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