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Cuentos y relatos de la literatura colombiana, selección: Luz Mary Giraldo. Fondo de Cultura Económica, Bogotá, 2005.

por Sebastián Pineda Buitrago
Artículo publicado el 23/03/2003

Resulta interesante observar cómo toda antología literaria esconde cierto afán fundacional, de génesis. No puede ocultarlo la antología de Cuentos y relatos colombianos (2005) recientemente editada por el Fondo de Cultura Económica y con la selección de la profesora Luz Mary Giraldo. Comienza con los mitos indígenas de la creación. Aunque sabemos que los mitos no son cuentos en el sentido estricto del término, esta discusión plantea aspectos muy interesantes: muestra cómo la historia y la literatura nacieron y corren juntas. Sabemos que los pueblos indígenas no dejaron literatura escrita. Con todo, generalmente se les incluye en las historias y en las antologías del cuento colombiano porque el hecho de contar es tan antiguo como el hombre. Del verbo contar, asumo, viene el sustantivo cuento. La historia existe en cuanto se cuenta. De aquí que historia y literatura siempre aparezcan como machihembradas. Ambas, dijo Alfonso Reyes, se mecieron juntas en la cuna de la mitología. Y los mitos sirven tanto para la historia como para la literatura.

Tal vez esto sea lo interesante de esta nueva antología: Luz Mary Giraldo no se limita al género del cuento estrictamente como tal – como lo conocemos hoy – sino que abarca también el necesario mito, la crónica, el cuadro de costumbres, el relato. ¿Por qué se titula este libro Cuentos y relatos…? ¿Por qué no basta con cuentos? ¿Cuál es, pues, la diferencia entre el relato y el cuento? Según el diccionario (y los diccionarios por lo general abundan en imprecisiones) por cuento entendemos una narración breve de ficción, mientras que por relato entendemos también narración pero de un hecho real o al menos con supuestos reales. O lo que podríamos definir mejor: cuento es imaginación, relato anécdota. Quizás habría resultado útil para muchos lectores que Luz Mary Giraldo explicara bien esta cuestión de géneros literarios. En todo caso, de los mitos indígenas, la profesora y poeta bogotana pasa a los relatos de los cronistas de la colonia. Y resulta un acierto de su parte encontrar relatos – y hasta cuentos – en ciertos fragmentos de El Carnero de Rodríguez Freile, en los que aparecen brujas y mujeres infieles que más tarde marcarán la literatura colombiana. No es cuento tampoco, sino confesión, las páginas exaltadas y atormentadas de esa fina prosista del siglo XVIII comparable a Santa Teresa y a veces hasta superior: la Madre Josefa del Castillo.

De los relatos coloniales continuamos con los cuadros de costumbres de la primera mitad del siglo XIX. Casi todos estos cuadros toman como lugar de sus acciones la sabana de Bogotá, pues la literatura colombiana apenas estaba saliendo de su encierro colonial, es decir, del altiplano cundiboyacense. El afán del costumbrismo se cifraba en la mera anécdota sin mayor vuelo imaginativo. El cuento como tal todavía no había aparecido. Del costumbrismo sobresalen, con todo, las páginas maestras deReminiscencias de Santafé y Bogotá de Cordovéz Moure. Olvida, sin embargo, Luz Mary Giraldo (suceso común en toda antología) los fragmentos de otra crónica-reportaje, El crimen de Aguacatal (1874), de Francisco de Paula Muñoz, un detective antioqueño que encaró el primer reportaje policiaco en estilo literario -mucho antes de Sherlok Holmes- de uno de los primeros asesinatos perpetrados en la entonces tranquila villa de Medellín. Este Crimen de Aguacatal precursa, digamos, toda la literatura sicaresca.

Luz Mary Giraldo titula «El oficio de contar» al capítulo en el cual aparece verdaderamente el cuento colombiano. Comienza con Tomás Carrasquilla y con lo que podríamos llamar realismo antioqueño. Óigase bien: realismo, no costumbrismo, porque Carrasquilla ya crea personajes de ficción e historias sobrecogedoras, y no se limita a la fría agrupación de hechos y al desfile de personajes «bobos» como los costumbristas. Asume percepciones diversas, formas de vivir, obligando al lector a tratar con los personajes. Cincela una prosa clásica y, a menudo, deja entrever cierta óptica esperpéntica parecida a la de Valle Inclán. En cuanto a los cuentos de Efe Gómez, tal vez casi nunca hemos vuelto a ver tanta profundidad psicológica. Pero en la introducción que dedica a este capítulo esencial, la profesora bogotana no profundiza demasiado, lo cual, sin embargo, tampoco es esencial en una antología.

Del realismo antioqueño -Carrasquilla, Efe Gómez, Rafael Arango Villegas, Manuel Mejía Vallejo- prosigue con el realismo bogotano o del altiplano y los santanderes -Osorio Lizarazo, Hernando Téllez, Tomás Vargas Osorio, Jorge Zalamea- y con el cuento de vanguardia de la costa caribe representado por José Félix Fuenmayor, ese extraño precursor de García Márquez y Cepeda Samudio, que nos lega los primeros cuentos de ciencia ficción. Porque de estar enclaustrada en el altiplano, la literatura colombiana, como vemos, comenzó a saltar por las montañas de Antioquia hasta extenderse en la costa caribe, donde alcanzaría su mayor intensidad si pensamos en Cien años de soledad y La tejedora de coronas. Por cierto, con los cuatro cuentos de García Márquez que antologizó Giraldo comprobamos, a la luz de esta antología que recorre cuatro siglos y medio, la maestría narrativa del viejo narrador de Aracataca.

El segundo tomo de la antología de Cuentos y relatos de la literatura colombiana es el más extenso aunque sólo abarque cuentistas de la segunda mitad del siglo XX. El tiempo -sumo crítico- no ha decantado lo suficiente el rebaño de los cuentistas contemporáneos. Entonces la antología se disgrega en subgéneros, tales como violencia, ciudad, erotismo, oralidad y escritura, imaginación y fantasía, tradición y novedad, minicuento y cuento infantil. A nuestro juicio los subgéneros obedecen a modalidades accesorias y que, por tanto, no han de tomarse como modelos únicos a seguir. Cada antología tiene sus gustos y libertades. De estos subgéneros resulta particularmente interesante el del erotismo. Giraldo seleccionó cuentos como «Memorias de un convento frente al mar» de Germán Espinosa, en el cual una monja termina desnudando a un curita en lo alto de un campanario. También el ingenioso cuento de R. H. Moreno-Durán, «El informe», en que inventa una enfermedad según la cual el almizcle de las muchachas vírgenes enloquece a los hombres.

Otros cuentos que merecen suma atención son los agrupados en «imaginación y fantasía»: demuestran por de contado cómo Colombia posee ya una tradición de narrativa fantástica -discernible del cuento fantástico argentino al que se limitan los estudiosos del género en Latinoamérica-. En este subgénero se juntan varias generaciones. Entre aquellos que podríamos llamar clásicos en el género, encontramos «La nueva prehistoria»de René Rebetez, «El dios errante»de Gómez Valderrama, y «El pez ateo de tus sagradas alas»de Gonzalo Arango. Y de los nacidos en la segunda mitad del siglo XX, vemos de Julio César Londoño «Pesadilla en el hipotálamo», de Joaquín Mattos Omar «Hombre pierde su sombra en un incendio» y de Andrés García Londoño «La plegaria del jardinero». Tal vez sea la primera vez que muchos lectores se topen con textos de estos dos últimos escritores. Pues bien, no se llevarán una desilusión. El cuento de Mattos Omar es brevísimo, de una factura casi perfecta y, por lo mismo, de un desenlace knock-out, que apenas sospechábamos por el epígrafe de cierto verso de César Vallejo. El cuento de García Londoño, mucho más extenso, principia policiaco y deviene filosófico ante las reflexiones que arranca el cadáver de un (una) hermafrodita suntuoso(a). En el diálogo-informe que rinde al ministro, el investigador-narrador menciona la esperanza, como Diótima en el diálogo platónico, de que algún día aceptemos la belleza sin afanarnos por poseerla.

En cuanto a los demás subgéneros, Giraldo agrupa vagamente en «tradición y novedad» cuentos que, por el tema, pedirían pertenecer a subgéneros más precisos. Por ejemplo, cuentos como «El día de la partida» de Enrique Serrano y «El regreso» de Juan Gabriel Vásquez podrían pertenecer perfectamente al subgénero de narrativa histórica. Aunque, ya lo hemos dicho, los géneros y subgéneros no son más que modalidades de la costumbre en una época determinada. La buena literatura prescinde de los géneros. De allí que encontremos a veces ensayistas con marcado estilo literario, tanto o más que muchos novelistas o poetas. Por eso, en mi modesta opinión, los mejores cuentos de esta antología son precisa y significativamente los que en mejor prosa vienen vertidos. No se trata de una crítica meramente estilística. No. Se trata de advertir y entender cómo todo cuento solicita la forma en que debe ser narrado. El cuento de Gonzalo Arango, por ejemplo, viene narrado en una prosa si se quiere desmañada porque lo solicita el argumento nadaísta, místico. El cuento de Moreno-Durán, antiguo abogado, viene en prosa notarial porque se trata de un «Informe», y así sucesivamente.

Puede parecer curioso que de esta antología de Cuentos y relatos colombianos estemos sonsacando como teorías literarias. Pero es otra de las funciones que prestan las antologías, que a más de guiar y divertir, arrojan luces en torno a la recepción de la literatura, es decir, invitan a preguntarnos por qué se antologiza este cuento y aquel otro no, qué los hace memorables y selectivos en el vasto mundo de la literatura. Ayudan, pues, a las evoluciones del gusto literario. Según Alfonso Reyes en su «Teoría de la antología» (en La experiencia literaria): «Las antologías – prácticamente tan antiguas como la poesía – tienden a correr por dos cauces principales: el científico o histórico, y el de la libre afición. Éstas últimas, en su capricho, pueden alcanzar casi la temperatura de una creación…». Reyes se refiere a la musa crítica, musa inspiradora toda buena reseña, panorama, historia y antología literaria que se haga. A juicio de cada lector queda responder si la antología de Luz Mary Giraldo alcanza la temperatura de una creación. (Necesito una frase de remate que te involucre a ti y continúe la idea: Un «a mi juicio» o un adjetivo que cumpla esa función antes de la palabra «antología» en la última frase).

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