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El corazón en la novela El Rastro de Margo Glantz

por Carmen Itzel Ramírez
Artículo publicado el 08/08/2020

Resumen
El presente ensayo tiene como finalidad analizar las diferentes interpretaciones y significados que la palabra “corazón” tiene en la obra El rastro de la escritora mexicana Margo Glantz.

“Me llamo Nora García”, punto y aparte. Así, de manera seca, contundente, comienza la novela de Margo Glantz El rastro,[1] en la cual ella, Nora García, la protagonista, regresa al pueblo donde vivió para asistir al entierro de su exmarido Juan, mismo al que también nosotros, los lectores, acudimos y en el que la acompañamos por el monólogo de largo aliento que sostiene durante la velación del cuerpo, en la procesión que va de la casa donde se realiza la misa de cuerpo presente y, finalmente, en el cementerio.

Y es que es justamente ese monólogo poetizado el que marca, como lo hace el corazón dentro del cuerpo, el ritmo de la obra. Varios son los leitmotiv que se encuentran en estas páginas: versos, estribillos de tangos, frases, imágenes, bigotes, pero son dos los imperantes: el corazón y la música, elementos con los cuales se van entretejiendo recuerdos, vivencias, emociones y sentimientos de Nora García: “De todos los órganos de nuestro cuerpo, sólo el corazón puede unirse poética y semánticamente a otra persona, sólo él se comparte y fusiona con el del amado porque está codificado en el campo de la significación con el alcance que tienen esos sentimientos” (Treviño, 2015: 152).

En una ocasión, se le cuestionó a Margo Glantz acerca de la anécdota de la novela, que para algunos se encuentra inacabada,[2] pero para Glantz lo relevante no era culminar o redondear la anécdota porque no hubiese ido más allá “de ser un tango sensiblero” —como ella misma lo expresa— de haber seguido por ese derrotero: el recorrido emocional que una mujer hace de quien fuera su gran amor, por los pasadizos de su recuerdo:

Como ella misma reconoce, Glantz no puede ser una escritora de masas: su constante indagación en las posibilidades de la escritura hace que su producción se aleje de esa narrativa más personal o introspectiva, de más fácil lectura y en apariencia más cercana a una problemática propiamente femenina con la que han logrado hacerse un espacio en el mundo literario otras escritoras hispanoamericanas de éxito. En el fondo, sin embargo, hay en sus novelas una reflexión sobre lo común, lo esencial, no sólo femenino, sino humano: el cuerpo, el amor, la muerte, el origen. Su escritura apela a un tiempo a la inteligencia y a la sensibilidad del lector, cautivándole a través del extraordinario manejo de la palabra (Aracil, 2003: 6).

No, la autora crea una historia de amor diferente: “El rastro, pues, no es una novela de amor sino el réquiem por su entierro: la muerte de la pareja ya ha ocurrido, ‘y esta segunda muerte —nos dice Julio Ortega— es (como el poema de Gorostiza) «una muerte sin fin», interminable y sin finalidad. Si la muerte ocupa todo el lenguaje, la muerte del amor lo vacía: la vida puede ser absurda, pero el amor es inexplicable” (Treviño, 20015: 155).

Margo Glantz ha señalado en reiteradas oportunidades que en sus diversos escritos ha focalizado partes del cuerpo: “Siempre he trabajado sobre el cuerpo, es una obsesión, y cada vez que hago un ensayo por lo general caigo sobre el cuerpo, así que no es un tema nuevo en mi escritura” (2003: 15), “He trabajado mucho el cuerpo, pero fragmentándolo; lo someto a un trabajo de disección, ruptura y examen microscópico” (Herrera, 2017: 55).

En una entrevista concedida al diario El País, en 2019, Glantz destaca que su interés por el cuerpo se debe a que “se ha contado siempre desde una mirada masculina. Novelas importantísimas, como Madame Bovary, explican la mujer desde el punto de vista masculino. Me parecía importante desmontar esa mirada. Sentía que el pensamiento se estaba momificando con esa manera de ver”. Es en El rastro el turno del corazón[3] como protagonista:

Me interesaba el corazón en sí mismo, como el órgano principal de nuestro cuerpo que puede también enfermarse, dañarnos o matarnos si no funciona con el ritmo correcto (una de las posibles enfermedades: la arritmia) y a la vez utilizarlo en su acepción más trillada, como un símbolo del sentimiento, es decir, todavía creemos que es en el corazón donde se generan los sentimientos: Se dice que se rompe el corazón cuando tenemos un amor desgraciado: y a partir de allí surge una inmensa gama de expresiones y lugares comunes muy populares, cuyo punto de partida es ese órgano: está en los boleros, en las canciones rancheras, en los tangos que uso una y otra vez en la novela como el de Malena que “en cada verso pone su corazón”, o cuando se repetía la frase “la vida es una herida absurda” del tango “La última curda” cantado por Roberto Goyeneche, leitmotiv en la novela y que termina quizá sabia y desgarradoramente también, “corriéndole un telón al corazón” (Glantz, 2019: 175).

Erudita y sorjuanista por excelencia, Margo Glantz tiene, entre los cuatro epígrafes que nos adentran a la historia, el soneto de sor Juana que culmina con los versos “pues ya en humor líquido viste y tocaste / mi corazón deshecho entre tus manos”, idea con la que juega reiteradamente dentro de la obra: el corazón de Juan herido por la muerte —muere de un infarto al miocardio— “su corazón se le deshizo entre las manos (al médico) (cuando lo operaba), ese corazón antes deshecho entre las mías, la vida, me digo, la vida, esa inútil y absurda herida” (Glantz, 2019: 31),[4] y, aunque aun latiendo, el corazón también destruido de Nora. Blanca Estela Treviño en su obra De la vida como metáfora a la vida como ensayo, donde analiza las obras Las genealogías y El rastro, señala: “El rastro es una novela sobre el corazón, sobre lo que es un cuerpo vivo mientras el corazón palpita y funciona y lo que es un cuerpo cuando este órgano muere y el cuerpo queda exánime” (Treviño, 2015: 148). Nos encontramos, así, un gran corazón deshecho repartido por el texto.

Yo me permito, a mi vez, esbozar una fantasía poética, trazar una relación entre el corazón, ese órgano imprescindible que dibuja un jeroglífico, el de los sentimientos — ¿la fisiología del amor?— y la forma del soneto. Como el corazón, el soneto se cierra sobre sí mismo, jamás puede salirse de su marco, así se trate del vapor que la pasión hace asomar a los ojos, creo que, gracias al efecto de la combustión —una mezquina combinación térmica—, el corazón puede deshacerse en lágrimas, romperse, destruirse. La forma del soneto es muy parecida al corazón, este delicado instrumento cerrado sobre sí mismo que cuando se desborda ocasiona la muerte del cuerpo —en este caso particular, la muerte del cuerpo de Juan— y también la muerte del poema (131-132).

El entierro como disparador de texto es sólo el motivo que permite el desarrollo de los recuerdos de Nora:

El velorio desencadena ostentosamente los mecanismos de la memoria para evocar una vida compartida que motiva la escritura de Nora;[5]  esta experiencia se torna un ejercicio catártico que procura asimilar la pérdida del pasado, de la vida compartida con Juan donde la escritura deviene un afán por llenar la oquedad que entraña la muerte, el rastro de lo que esa vida dejó en el presente; resulta así que la memoria del pasado es lo único que puede rescatarse en el presente (Treviño, 2015: 148-149).

“Exagero, me digo, es la noticia de su muerte, el regreso a la casa, el temor a recordar demasiado,[6] la seguridad de volver a ver gente que detesto y me ha hecho daño, lo de siempre, las incertidumbres del corazón” (13), incertidumbres que no sin razón siente porque vuelve a una lugar que le perteneció, pero no más, a ese “jardín de la casa (que alguna vez fue mía y de Juan y de los niños y de los perros y los gatos, más bien del gato)” (39). Se encuentra junto al cuerpo de Juan quien también es y no es: se trata de un Juan caricaturizado por un bigote que nunca antes había usado, un bigote inoportuno que cambiaba totalmente su fisionomía, disfrazándola, degradándola, y sosteniendo entre sus manos la cruz de una fe que no profesó, un Juan tan absurdo como el caleidoscopio de invitados que acuden a despedirlo, como esa herida absurda que es la vida, se repite Nora García:

Vuelvo a inclinarme sobre su rostro, lo observo, lo miro, miro su rostro, su cuerpo —lo que alcanzo a ver de su cuerpo—, repaso y reitero uno a uno los detalles: la corbata banal que lleva puesta, el saco color verde paja, el ataúd de tosca madera clara, su vulgaridad. Juan, sí, Juan, a quien tanto le gustaba la ropa bien cortada, las corbatas finas (de marca), las camisas impecables (a la medida, siempre de buen gusto), de Balenciaga (22).

Pero también estamos frente a una Nora García que es y no es “ya no es él, ya no soy yo, dejamos de ser, somos otros”, observamos a una mujer que se ha sentado en el recuerdo dejándose llevar por toda clase de sensaciones: “Y recuerdo los besos de su boca, el sabor de su lengua, yo Nora García, y ella, Nora García, recuerda y llora” (97); es la remembranza de su vida amorosa y musical junto a Juan la que cimbra con violencia la idea que tiene de ella misma y de quién es “de estos recuerdos que se me enciman y me violentan y que tarareo, no puedo desprenderme del olor a moho” (73), olor que desde que llegara a la casa —a enfrentarse con lo que es y ya no es, con el corazón muerto de Juan, con el suyo que desconoce por momentos— que la acosa y la hostiga solamente a ella, que la agobia; sus memorias trasmutadas en aquel persistente hedor “se siente un fuerte olor a moho, lo invade todo, el cuarto, el ataúd, mi persona, ya huelo a moho, a humedad, a una densa humedad” (14), “y durante toda la procesión el olor de las flores y de los cirios no ha logrado mitigar el sucio olor a moho que me persigue, me inunda y que a lo mejor sólo yo percibo, sólo a mí me persigue” (94).

Asimismo, es a través de sus reflexiones que Nora busca confirmarse y reafirmarse a lo largo de su monólogo: “yo, Nora García, que soy chelista y antes estuve casada con Juan (que ya murió y fue pianista)” (61), razón por la cual, entre este ser y no ser, se pregunta obsesivamente si no es a ella a quien se le debiera dar el pésame “¿Es a usted a quien debo darle el pésame? Negando con la cabeza, la mujer se dirige, rápida, a la entrada principal). (¿No hubiera debido preguntármelo a mí? ¿No era a mí a quien hubiera debido darle el pésame?) (¿A mí, Nora García?)” (16), buscando así, quizá, que con ello el otro, los otros, la reconozcan y reconozcan su dolor pues son dos los corazones que en ese momento están deshechos, el de Juan por la enfermedad y el de Nora por amor. Bajo este panorama, el otorgamiento del pésame sería para ella encontrar su lugar dentro de ese espacio y de ese tiempo: “Muchas cosas, me digo, son obsoletas, sonrío, ¡qué barbaridad! La banalidad de asistir a un entierro, de estar en medio de los ¿dolientes?, ¿cómo una invitada más?, ¿una vulgar invitada más? (37).

Si bien es parte esencial para el desarrollo de la trama, el corazón de Juan no es el que inquieta, pues éste ya se ha detenido, ya no hay algo que puede hacerse por él, es, sin embargo, el corazón de Nora el que observamos en un ir y venir frenético, es incluso su corazón, a través de los recuerdos, resucita por momentos a Juan. Como acotara Glantz, deseaba en El rastro explorar sus varios significados y se nos presenta polarizado en las figuras del pianista y la chelista: por un lado como músculo, en sus minucias fisiológicas, datos científicos; por el otro, en su sentido romantizado, el corazón como lugar donde se gestan las pasiones tales como la ira y el enojo —diría Nora en diferentes momentos “muerto el perro se acaba la rabia”—, sensaciones que aureolan a la protagonista: “¿No se estará peleando Nora García, no se estará peleando Nora García con el muerto? ¿Con aquel que ya no es el que es ni el que era, que ya no es Juan, que ya no puede serlo, sombra vana, porque a él, a este cuerpo que alguna vez fuera el suyo, se lo están comiendo ya los gusanos” (98). Y la respuesta es sí. Nora se está peleando con el Juan de sus recuerdos y con el que ya no tiene vida, pero, más aún, con ella misma porque “mi corazón estaba dentro del suyo, y el suyo dentro del mío”, empujándola dentro de su vorágine emocional que, sin embargo, no muestra al resto de los presentes.

Del corazón inerte de Juan parten las reflexiones médicas, anatómicas, científicas; del de Nora, las de carácter emocional y sentimental. Al igual que ocurre con diversas ideas que se repiten a lo largo de la novela, la imagen de que el corazón de Nora se encuentra en sus ojos también es recurrente: “Con los ojos siempre cerrados, cada vez que lo sueño es otra la vida que yo vivo, las agujas clavadas en medio de la frente, de su frente, de la mía, la de la muerte que viene a cerrarle los ojos, los ojos que se murieron al verlo, al verlo así con dos agujas en diagonal […]” (23), “El corazón, yo lo usaba en los ojos” (24). Esta correlación —corazón-ojos— parte, inicialmente, de identificar otra: corazón-boca: “lo que dice el corazón parece expresarlo la boca, y sin embargo esa correlación termina en un engaño retórico, porque las palabras suelen ser mentirosas. (¿Acaso Juan no me engañó aunque me jurara amor eterno?)” (121). Ya en 2001, antes de la publicación de El rastro, en su ensayo “El jeroglífico del sentimiento: la poesía amorosa de sor Juana”, Glantz expresaba esta inquietud:

la palabra, en apariencia fiel reflejo del sentimiento, lo traiciona y al hacerlo desvirtúa a la razón. En ese transcurso impalpable que hace visibles, o mejor, audibles, los movimientos del corazón, los sentimientos se falsean y se convierten en engaño, un engaño retórico. ¿Es imposible expresar la pasión? ¿Cómo destruir la barrera que el mismo cuerpo impone? y, sobre todo, ¿cómo romper la cárcel de la retórica y de la cortesanía que en última instancia estarían irremisiblemente ligadas? (Glantz, 2005).[7]

Como puede deducirse, de esta incertidumbre —“¿Cómo podemos saber si el amor que otros nos manifiestan es sincero?” (106), pregunta Nora García— retornamos a la relación corazón-ojos: “¿Se lee en la mirada lo que siente el corazón? ¿Se transparenta la verdad en los ojos, en la expresión de la cara, en el gesto de la boca, en el mío cuando toco el chelo o cuando Juan tocaba el piano […]” (98-99). Dado que no es posible fiarse de la palabra, se recurre a una manifestación distinta:

Si sólo el corazón es verdadero y si la palabra es mentirosa ¿qué puede hacer el amante para que el amado reconozca la autenticidad de la pasión? […] También mencioné la correlación que sor Juana establece entre el corazón y la boca, correlación fallida puesto que termina en un engaño retórico, como palabra mentirosa. De esta oposición metafórica se deduce una exigencia: la de contar con otros elementos corporales sustitutivos que puedan revelar lo inefable; efectuar algo así como una radiografía amorosa del corazón, o —como dice Paz— «la geometría de los afectos». Un desplazamiento metonímico se produce y los ojos sustituyen a la boca: oímos literalmente con los ojos: «Oye la elocuencia muda / que hay en mi dolor, sirviendo / […] las lágrimas, de conceptos» (Romance 6, 24). Así, un término, el corazón, se revela en otros términos manejados como los estados diversos de una misma identidad, desarrollados a manera de distintos momentos de la misma historia (Glantz, 2005).

De este desplazamiento metonímico que ocurre al llevar la expresión verdadera de la boca a los ojos, surge como respuesta la manifestación del llanto (boca → palabra / ojos → lágrimas). Bajo esta perspectiva, son las lágrimas, en estricto sentido, la expresión más sincera y verdadera, pues éstas “van más allá de las palabras”, idea que se acentúa con los versos “ya en líquido humor[8] viste y tocaste / mi corazón desecho entre tus manos”, como es sabido, este líquido humor que escribe sor Juana, y con el que Glantz juega dentro de su obra, no es otra cosa sino el llanto, idea afirmada en distintas formas y en distintos tiempos dentro de la novela:

“Las lágrimas, manifestación evidente, si son verdaderas (¿cómo probarlo?), de la más absoluta sinceridad. Pero si lo son, si las lágrimas son sinceras (no de cocodrilo como se dice vulgarmente), sí, si son verdaderas, las lágrimas van más allá que de las palabras” (107).
“¿Puede desnudar su corazón quien llora? ¿El llanto deja entrever un corazón verdadero?” (121).

“Las lágrimas hacen posible que el amante advierta la transición entre lo invisible y lo visible: los sentimientos que parecen falsos cuando se expresan solamente con palabras y acciones concretas —por ejemplo las caricias o los regalos— son pálidos reflejos de su veracidad, de la veracidad del corazón, y sólo es sincero y precioso el llanto derramado que humedece las manos del amado como las lágrimas que alguna vez yo derramara sobre las manos de Juan colocadas sobre mi rostro” (128).

De esta forma se presentan dos figuras importantes mediante los cuales el corazón —en su acepción sentimental-emocional—  se manifiesta: la boca y los ojos: con la boca se engaña, con los ojos, en apariencia, no; y ambas, a su vez, se encuentran ejemplificadas en María y Nora: sabemos que el relato de Nora es de carácter introspectivo, pocas son las intervenciones verbales que ella tiene, su discurso, además, parte de las observaciones que hace de lo que ocurre en derredor suyo, mientras que María, por otro lado, se encuentra —o por lo menos así lo pareciera— hablando todo el tiempo “en realidad no quiere oírme, no le interesa lo que digo, quiere ser ella la que hable” (27), e incluso a medida que habla, Nora observa la transmutación que ocurre en los labios de María dando de ella una imagen grotesca:

la forma en que mueve la boca, muy aprisa, ya no entiendo lo que dice, no me importa, me he pasmado, hipnotizada, mirando cómo escupe, frenética, las palabras, su labio inferior empieza a adelgazarse mientras habla; su labio superior, mucho más grueso que el de abajo, desaparece poco a poco, y justo cuando dice se me parte el corazón sólo de pensarlo, sus labios apretados por el rencor, ya no tiene boca, se la ha tragado, su rostro ha quedado dividido en dos mitades, una herida sanguinolenta lo cercena, bien marcados los labios de la herida, es de un intenso rojo (¿carmesí?) (esa herida absurda que es la vida) y deja un rastro oscuro (28).

Las reflexiones y emociones, al igual que con los movimientos de sístole y diástole, van y vienen entre el sentimentalismo y la racionalidad, se expanden y contraen,[9] reflexiones en torno al arte, la música, al pasado, al hombre, al contexto del hombre, a la enfermedad, al amor, a la muerte del amor y a la muerte del cuerpo. Con una imagen serena delante del resto de los ¿dolientes? (se pregunta ella), su interior se manifiesta atribulado, algunas veces confirmando, en otras más, cuestionando: “¿Adónde van a parar los movimientos del corazón? ¿Los sinceros y puros movimientos del corazón? Yo me lo pregunto, justo ahora, aquí, en este mismo instante, con curiosidad malsana: ¿qué sentirán los asistentes a este entierro? ¿Qué siento yo? ¿Qué pudo sentir Juan antes de morir, antes de que el corazón le estallara en mil pedazos?” (116).

Indiscutiblemente indisoluble del tema del corazón y sus acepciones, se encuentra el otro gran motivo de la novela: la música:

El rastro está construido como una partitura musical, cuyo tema principal es el corazón de quien ama ante la muerte, y que acude a intercalaciones de elementos constantes, que aparecen una y otra vez, con una “obsesión monocorde” reproduciendo idénticas imágenes, asociaciones y escenas, pero con gradaciones distintas para llegar luego a esa parte de la novela donde Nora García describe en detalle el músculo cardiaco y se detiene en su estructura y funcionamiento. Como si la narradora quisiera, a fuerza de hablar sobre él, poder reparar, salvar, el corazón roto de Juan (Treviño, 2015: 154).

En la composición narrativa de El rastro, Margo Glantz se acogió a dos ejes esenciales y complementarios: el corazón, sus aflicciones físicas y espirituales, y a la variación, una de las formas más conspicuas del arte barroco. En palabras suyas: “una de las formas más tradicionales de la música clásica, presente en las obras de todos los grandes compositores: las variaciones, en este caso las Variaciones Goldberg de Johann Sebastian Bach, un tema muy breve, a veces casi anodino, [que] se puede convertir en un tema magnífico tanto en la escritura como en la música” y que fue experimentado también por otros compositores (Treviño, 2015: 156).

Nora es chelista y Juan fue un “compositor, director de orquesta y magnífico pianista”. Ubicarlos a ambos dentro de la esfera musical imprime mayor fuerza en la connotación sentimental que se le da al corazón. Es en el arte donde la emotividad y la sensibilidad se manifiestan de manera descarnada: “en la interpretación de una obra musical se modula la voz del corazón (la voz universal del corazón), de otra forma la interpretación sería inane, totalmente vacía, estéril y perversa” (113).

En El rastro Margo Glantz realiza un exhaustivo y erudito tratamiento del corazón y de la música: “está siempre presente como motivo y como forma marcando el pulso tanto musical como cardiaco en las aspiraciones y variaciones de los temas. La música y el corazón funcionan como leitmotiv que circulan y se entremezclan”, dice al respecto de la obra la actriz y directora de teatro Analía Couceyro quien diera vida a Nora García, en 2014, en la adaptación teatral de la novela.

Al igual que Las variaciones Goldberg, de Johann Sebastian Bach, interpretadas por Glenn Gould, los razonamientos de Nora presentan dos ritmos, uno inicial y otro a medida que culmina la historia. Cuando llega a aquella casa que ya no es suya, al inicio, son impetuosos, impulsivos, frenéticos, desordenados: “Se oyen retazos de conversaciones (Soñé que me perdía), palabras sueltas (desperté furiosa), desparramadas (ya no me encontré.), oraciones hipócritas: pesan, algunas marcan (¿A quién se le da el pésame?, dice alguien, con arrebato retórico de prócer), configuran un lenguaje que aunque mutilado se inscribe en la piel como tatuaje” (24); con el transcurrir del tiempo, si bien los temas en los que piensa Nora siguen bailando entre ellos, la cadencia es distinta: se siente menos convulsa, más pausada e incluso se detiene en detalles circundantes de la reflexión o el recuerdo en turno; si bien el ritmo de su pensamiento nos conduce de una imagen a otra, hay algo en ellas que aunque no sea perceptible a primera vista, las conecta: de la sala donde se encuentran velando el corazón inerte de Juan pasamos a una tertulia, celebrada en esa misma sala, donde escuchamos declaraciones de Gould sobre su interpretaciones primera y última de Las variaciones Goldberg, declaraciones dichas por Juan, y de ahí mismo nos conducimos al lecho donde yace Nastasia Filíppovna, apuñalada en el corazón… otro corazón deshecho. Partimos de un cuerpo sin vida —el de Juan— y volvemos a él —el de Nastasia—. En este vaivén discursivo pensaremos, también, que Mishkin alcanzó la serenidad “¿una verdadera paz otoñal, como la que alguna vez quiso alcanzar Gould?”, se volverá nuevamente a Gould y a lo dicho por él, que dijo Juan… y de nuevo estar junto al cuerpo de Juan. Es también este mismo vaivén fragmentario en las observaciones personales de Nora el que nos despoja de la solemnidad del sepelio de Juan; es casi festiva la manera en la que asimila lo que ocurre a su alrededor: “¡Vaya, me digo, más que un entierro esto parece un circo, un almacén de curiosidades, un museo, también, ¿por qué no?, un desfile de modas!” (106), al respecto dice Víctor Gerardo Rivas, académico de la unam y filósofo:

el tono con el que Margo escribe es casi siempre festivo. Hasta cuando nos habla de lo más terrible, recurre al guiño, al gracejo o al juego de palabras que despojan a la expresión de cualquier tremendismo y la dotan de fresca vitalidad. El intersticio (noción que junto con la de escritura y la de borrón define la obra glantciana) impide la elongación del texto y condiciona un sentido fragmentario, en principio incoherente pero con una trabazón interna indudable. Tal es la de la vida, cuya comprensión resulta, después de todo, algo mucho más sencillo y lúdico de lo que parece; basta con que sigamos el consejo que Margo nos da en Las genealogías: “hay que meterse profundamente como cuando uno se baña en el agua; eso es la eternidad” (Rivas, 2006).

***

El rastro es, sin lugar a dudas, una novela compleja que puede ser estudiada y analizada desde distintas temáticas; reta nuestras habilidades lectoras desde el título mismo que puede remitirse a distintos sentidos: el rastro como señal o huella que queda de algo, en este caso la huella que vamos siguiendo de la relación —y todo lo que ésta conlleva— de Nora y Juan a través del flujo de conciencia de la chelista, o de la misma Margo Glantz y de su amplísimo bagaje artístico, musical, cultural e intelectual que va dejando en cada de las muchas intervenciones ensayísticas de su obra; rastro como el lugar donde se mata y desangra y desuella el ganado pues la sangre también es otro elemento de constante presencia: la sangre del corazón de Juan y de todos los corazones, en general, cuando Nora habla sobre su fisiología, La sangre de las bestias que inunda la pantalla del televisor de Nora; puede tratarse de todas estas relaciones semánticas, o de alguna solamente, o ninguna, pero, sin duda, El rastro nos invita a recordar, o a leer, El príncipe idiota, a escuchar las Variaciones Goldberg, a investigar sobre Ludwig Wilhem Carl Rehn.

Sin embargo, como mencionábamos anteriormente, el marco de la novela no cambia, se habla fundamentalmente del mismo suceso: la muerte de Juan, su velorio, su sepulcro. No se trata sino de un tema único que se presenta variado, pero en el cual se puede reconocer siempre un armazón constante que subyace: la ruptura del corazón; el cual, sin embargo, se muestra una y otra vez en distintas circunstancias, enmascarado con distintos personajes y a través de diversas aproximaciones, pues como bien afirma Nora García “el corazón puede y debe concebirse de muy diversas formas”. Y sí, también con esta entrañable novela, Margo Glantz nos ha entregado su impetuoso y apasionado corazón (Treviño, 2015: 164).

Fuentes consultadas
Aracil Varón, Beatriz (2003), “Margo Glantz: el rastro de la escritura (entrevista)”, en Anales de la literatura española, Universidad de Alicante, España, documento pdf, recuperado de: https://cutt.ly/vyLEmEV

cehm Fundación Carlos Slim (2020), Mesa 4: El rastro reaparece │ Celebrando a Margo Glantz, recuperado de: https://cutt.ly/8yGVvYt

Cervantes virtual (2017), El rastro: sobre la novela de Margo Glantz, recuperado de: https://cutt.ly/ryGXm0w

Glantz, Margo (2019), El rastro, Almadía Ediciones,
Ciudad de México, 184 pp.

_______ (2005), “El jeroglífico del sentimiento:
la poesía amorosa de sor Juana”, en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes,
recuperado de https://cutt.ly/xiB6e45

Halfon, Mercedes (2014), “Sangre de amor correspondido”,
en Página 12, recuperado de: https://cutt.ly/RyGG8ZX

Herrera, José Luis (2017), “Entrevista con Margo Glantz: escritora interdisciplinaria, intercultural e intergenérica”, en La Colmena, documento pdf, recuperado de: ˂https://cutt.ly/8yLE1fJ˃.

Marco, Joaquín (2002), “El rastro”, en El Cultural, recuperado de: https://elcultural.com/El-rastro

Negri, Ana (2020), “El cuerpo del texto: los textos de Margo Glantz”, en Este País, recuperado de: https://cutt.ly/OyMX4Va

Poblet, Natu y Carlos Clerici (2014), “Entrevista a Margo Glantz: El rastro”, en Leer es un placer, recuperado de:
https://cutt.ly/3yGZvZr

Prieto, José Manuel (2003), “Un rastro en el aire”,
en Letras Libres, recuperado de: https://cutt.ly/syGHC8O

Rivas, Víctor Gerardo (2006), “La autora: apunte biobibliográfico. Margo Glantz: poética de una vida”, en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, recuperado de: https://cutt.ly/IyXvloG.

Treviño, Blanca Estela (2015), De la vida como metáfora a la vida como ensayo, documento pdf, recuperado de: https://cutt.ly/SiNeu1W

Zabalbeascoa, Anatxu (2019), “Margo Glantz: ‘Un amor clandestino me hizo sentir que mi cuerpo, que me disgustaba, era un cuerpo entero’”, en El País, recuperado de: https://cutt.ly/eyMLDrB

 NOTAS
[1] Premio Sor Juana Inés de la Cruz y finalista del Premio Herralde.
[2] La siguiente cita pertenece al artículo “El rastro” en la versión digital del diario El Cultural: “La característica que prima en esta novela de Margo Glantz es la pedantería. Hay grandes novelas pedantes, como La montaña mágica de Thomas Mann, pero por desgracia, la de la mexicana Margo Glantz, multipremiada profesora emérita de la unam, alcanza la mínima cota. […] El tema es tan simple como la descripción de la estancia de una mujer, Nora, chelista de profesión, en el velatorio y posterior entierro del que fuera su marido, Juan […]. El peso del ensayismo es tal que hace desaparecer el casi nulo hilo conductor del relato. […] La narradora consigue un ritmo apasionado en el discurso. Pero no ocurre de igual modo en los breves ensayos con los que nos obsequia con excesiva frecuencia. Sin duda ha manejado fuentes de diversa naturaleza para construir esta, quizá, novela; que, por descontado, no responde a las expectativas”. Al respecto de El rastro como novela ensayística, Blanca Estela Treviño realiza un estudio ampliamente recomendable.
[3] Como dato curioso, la palabra corazón se encuentra escrita en un aproximado de 293 veces.
[4] Todas las citas de El rastro provienen de la edición De Nuevo Almadía que se publicó en 2019; se anotan entre paréntesis sólo las páginas correspondientes.
[5] Es importante destacar que si bien sí estamos frente a los pensamientos y reflexiones de Nora, lo hacemos a través de su propio metatexto: “Por alguna razón que no alcanzo a explicarme, y mientras escribo estas líneas en las que describo el entierro de Juan […]” (139); las cursivas son mías.
[6] Las cursivas son mías.
[7] Este ensayo fue publicado en 2001 en La producción simbólica en la América Colonial: interrelación de la literatura y las artes, editado por José Pascual Buxó, pero en este texto las citas han sido recuperadas de la versión digital publicada por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
[8] Las cursivas son mías.
[9] El discurso rítmico de Nora es palpable de principio a fin de la novela, pero queda mayormente manifiesto en las inserciones parentéticas que introduce por momentos dentro de su monólogo: “Admiro su blusa de seda, la caída es impecable, ¿Armani? (diseñador que admiro con locura y cuya ropa no compro por avara). ¿Por qué habré venido tan mal vestida a este entierro? Una pashmina color gris perla le abriga el cuello (a lo mejor es un shatush, es delicada, y en la orilla, bordadas, unas flores en tonos grises (más oscuros que el resto de la tela y en el centro un lunar rojo, quizá guinda, ¿parecido a la flor que los colorines tienen en la punta de sus ramas descarnadas?), sí, ahora están de moda las pashminas color pastel, aunque la gente verdaderamente elegante se compra más bien un shatush de impalpable pelusilla, calienta mejor que las martas cibelinas ¡y no pesa nada!) (¿por qué usa una pashmina en este lugar tan caliente?)” (33-34).
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