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El héroe romántico en El rayo de luna, de Gustavo Adolfo Bécquer.

por Iván Tapia
Artículo publicado el 31/08/2015

En el presente trabajo intentaré dar cuenta de las características del concepto héroe romántico aplicables a la leyenda El rayo de luna, escrita por Gustavo Adolfo Bécquer.

Con este objetivo, en un primer momento examinaré las particularidades asociadas al romanticismo, entendiéndolo como movimiento cultural desde lo literario. Desde ahí tomaré la noción de literatura gótica con el fin de ejemplificar la importancia que tuvo el elemento subjetivo e imaginativo en la configuración del héroe romántico. En un último momento, aplicaré este concepto para la lectura de El rayo de luna.

El sueño de la razón produce monstruos.
Francisco de Goya

 

I           Romanticismo
Según los teóricos literarios que han estudiado el movimiento cultural conocido como romanticismo, es necesario reconocer la abundancia de opiniones disímiles en relación a las características que pueden ser consideradas como sus rasgos definitorios. Gran parte de esta situación se debe a la inmensa cantidad de aspectos que el romanticismo abordó, criticó y reformuló; principalmente como una reacción contestataria ante los cánones impuestos por la ilustración y el clasicismo. Estos últimos, a diferencia del romanticismo, impulsaban una visión de mundo basada en un orden formal, simétrico y restringido de las cosas, aplicado en áreas como la arquitectura, filosofía, las artes, la literatura, entre otros. Este orden rígido y contenido, propio de la ilustración, estaría basado en la idea de que la razón podría llevar al hombre al desarrollo y, por ende, a la felicidad, gracias al conocimiento racional y objetivo de los fenómenos del mundo.

Ante este panorama ordenado del mundo y de la realidad, surge como oposición el movimiento romántico que, iniciado en Inglaterra, pronto abarcó Alemania y se extendió a otros países, incluyendo España, a pesar de que en este último se dio de forma más bien breve pues fue rápidamente absorbido por el realismo, movimiento de características antagónicas al romanticismo.

Numerosos fueron los países en los que el romanticismo se propagó como forma estética literaria y si bien, como decía, manifiesta características diversas de acuerdo al lugar y contexto donde se manifiesta, existe una idea que logra aunar al resto y presentarse como el espíritu del movimiento: la importancia radical de los sentimientos personales, únicos y subjetivos del artista creador. Es decir, mientras el clasicismo se afanaba por encontrar aquellos rasgos comunes en la experiencia humana, el romanticismo se adentró en vivencias de índole más personal, únicas e irrepetibles, de quienes producirán arte. Según el crítico argentino Álvaro Melián:

Si el espíritu que podemos llamar clásico subordina la sensibilidad y la imaginación a la razón, la sensualidad a la inteligencia, las facultades afectivas y espontáneas a la capacidad reflexiva y a la voluntad consciente, el romántico, por su parte, invierte sencillamente este orden, con las múltiples y profundas consecuencias que de ello pueden derivarse (Melián, 1954: 10).

Por tanto, desde el romanticismo es ahora la razón el elemento que será puesto en jaque, dejando el espacio creativo libre para la imaginación y la construcción de mundos artísticos y literarios que no se ajustan necesariamente a los cánones racionales mantenidos por el movimiento anterior.

Según Melián, el romanticismo constituyó no sólo una respuesta estética ante el clasicismo imperante, sino que logró imponerse como una forma de vida particular cuya característica fue la primacía del sentimiento, la imaginación y la exaltación personal, como ya he señalado. En este sentido, el romanticismo, más que corresponder a un movimiento particular, referiría a una “cierta disposición esencial del alma humana; disposición que se infunde necesariamente en todas las manifestaciones afectivas e intelectuales del individuo de que es dueña” (Melián; 1954: 10).

Bowra (1972) señala por su parte que, particularmente desde la poesía, la “imaginación creadora está íntimamente conectada con una visión particular de un orden invisible que existe más allá de las cosas visibles” (1972: 291), y que, por tanto, para llegar a ese orden invisible de las cosas, era necesario que el artista creador considerara, o más bien hiciera protagonista, el mundo de sus sentimientos. Así, desde el romanticismo cobra relevancia lo que antes era menospreciado, el mundo subjetivo y personal del creador:

Para ellos [creadores clasicistas], lo más importante de la poesía era la expresión fiel de las emociones o de los sentimientos [no personales, sino más bien comunes], como ellos preferían decir. Deseaban expresar, en términos generales, la experiencia común de los hombres y no entregarse al capricho personal para concebir nuevos mundos. Para ellos, el poeta era un intérprete más que un creador; un hombre dedicado a mostrar las atracciones de lo ya conocido, más que a valorar a las regiones de lo desusado y no visto (Bowra, 1972: 13).

Interesante resulta observar la distinción que hace Bowra con respecto al concepto de imaginación al señalar que ésta no desempeñaba prácticamente ningún papel en la actividad artística de los literatos no románticos. La misión de ellos, aclara el autor, no era crear nuevas realidades a partir de su propia riqueza imaginativa, sino más bien efectuar como intérpretes de aquella realidad, vaciándola o traduciéndola en un texto literario. Es desde la emergencia del romanticismo, por tanto, que la imaginación pasa a ser un tema discutido y cobra real importancia como motor de las nuevas producciones artísticas literarias. Es esta nueva época la que posibilita la expresión subjetiva de los escritores y poetas a través de sus obras, dando luces ya no de las mismas generalidades conocidas sino de particularidades personales: “los poetas románticos adquirieron una conciencia más profunda de sus propios poderes, y sintieron aquella misma necesidad de ejercerlos, imaginando nuevos mundos de la mente” (Bowra; 1972: 14). Mario Vargas Llosa (1971: 24), por su parte, dirá que la ficción “no es el retrato de la historia, sino más bien su contracarátula o reverso, aquello que no sucedió y que precisamente por ello debió ser creado por la imaginación y las palabras, las ambiciones que la vida verdadera era incapaz de satisfacer”.

Si bien el movimiento romántico compartió elementos comunes en sus distintos modos de expresión, dentro de él surgieron, a su vez, numerosas corrientes que se diferenciaron en la forma de dar cuenta de esta nueva estética. Una de estas corrientes fue el género gótico, que anidado desde las pasiones sentimentales de los escritores, tomó forma en una serie de relatos ambientados bajo lúgubres, tétricos y oscuros parajes que daban cuenta también de la imaginación y sentimentalismo que el escritor romántico quiso expresar.

Según el sociólogo y crítico peruano Carlos Calderón (2009) “lo gótico nace como forma de rebeldía del romanticismo. Lo gótico forma parte de la rebeldía romántica contra el espíritu burgués. Lo gótico desde que nace será marginal. Pero el rebelde romántico no apunta a transformar la sociedad, se mueve en el mundo de la imaginación” (2009: 61). Es decir, el romántico / gótico no apuntó – como sí lo hizo, por ejemplo, el realista – a lograr una radiografía social que intentara dar cuenta objetivamente del mundo, sino más bien quiso adentrarse en los propios y oscuros rincones mentales y desde ahí configurar la creación artística. En este sentido, lo gótico, como forma de expresión romántica, intenta narrar la oscuridad de la que el clasicismo huyó: “sin castillos ni fantasmas no habría novela gótica […] en lo gótico estamos hablando de mitos ancestrales” (Calderón, 2009: 60).

Lovecraft es otro de los autores que intenta definir el género. En el texto El horror sobrenatural en la literatura, publicado en 1927, añadirá que no solo el afán explicativo animaba estas incipientes narraciones románticas, sino también el gusto por experimentar la emoción del miedo ante aquellas situaciones que quebraban lo cotidiano:

La incertidumbre y el peligro unidos a cualquier vislumbre de lo desconocido, conforman un universo de amenazas espirituales de índole maléfica. Y si a esa sensación de temor numinoso se le agrega la irresistible atracción por lo maravilloso, entonces nace un complejo sistema de agudas emociones y de excitación imaginativa […] El miedo es una de las emociones más antiguas y poderosas de la humanidad, y el miedo más antiguo y poderoso es el temor a lo desconocido.[…] (Lovecraft, 1995:5).

Lovecraft señalará, así, que “alrededor de los fenómenos incomprensibles se tejían las personificaciones, las interpretaciones maravillosas, las sensaciones de miedo y terror tan naturales en una raza cuyos conceptos eran elementales y su experiencia limitada” (1995:6).

Resumiendo: hasta el surgimiento del romanticismo, los artistas solamente habían hablado y creado a partir de lo visible y de lo común (clasicismo). Luego de la instauración de lo romántico comienza a tomar fuerza el mundo personal de los sentimientos, expresados a través de la literatura, gracias a la imaginación. Uno de los géneros literarios románticos en que esta imaginación es puesta en práctica de manera prolífica, es el ámbito de lo gótico: “lo gótico es y será siempre literatura imaginaria por excelencia […] la narrativa gótica nos cuenta sobre hechos de una realidad absolutamente imaginaria” (Calderón, 2009: 60).

Dentro de los narradores considerados como románticos y que, además, se vincularon estrechamente con las narraciones góticas, se encuentra la figura de Gustavo Adolfo Bécquer. Este autor contribuyó al movimiento a través de los numerosos relatos en los que es posible apreciar el espíritu personalista que animaba la búsqueda de los románticos.

La obra de Bécquer abordó distintos campos de expresión, desde la pintura, el dibujo hasta la literatura. Dentro de esta última disciplina, es posible hallar obras de teatro, artículos de crítica literaria y numerosos relatos pertenecientes al género de leyendas. Éstas, principalmente en relación al género gótico, daban cuenta de aquel espíritu sentimental que los románticos se esforzaban por dar a conocer, plasmados a través de una estética particular:

Este nuevo andamiaje dramático consistía principalmente en un castillo gótico de tenebrosa antigüedad, sus vastas dimensiones y sus oscuros recovecos, sus salones desiertos o destartalados, sus húmedos pasillos, sus catacumbas recónditas y espeluznantes y toda una galería de espectros y sombras amenazantes, formando un núcleo de suspenso y ansiedad demoníaca […] el ámbito armonioso para una nueva escuela estaba maduro y el mundo literario aprovechó la oportunidad (Lovecraft, 1995: 16 – 17).

Ahora bien, para comprender el ideal de mundo romántico desde donde estos relatos son articulados, es necesario presentar un concepto que logra aunar narrativamente todas las cualidades que este movimiento intenta plasmar. Me refiero al concepto de héroe.

 

II.        El héroe
Según la Real Academia Española, la definición de héroe recibe numerosas acepciones de acuerdo al contexto al que refiera la palabra, o la disciplina desde la cual se hable. Desde un punto de vista mítico, la academia nos dirá que la palabra corresponde a un ser “nacido de un dios o una diosa y de una persona humana, por lo cual    le reputaba más que hombre y menos que dios” (RAE, 2012).

Desde la literatura es posible afirmar que aquella definición entrega las características principales del concepto primordial de “héroe”, surgido desde narraciones mitológicas que entregan una interpretación sobre hechos trascendentales o grandes acontecimientos de la historia. Los héroes, desde este punto de vista clásico, corresponden por tanto a personajes mitad divinos, mitad humanos, que, según sea la narración, deberán recorrer una serie de etapas:

Llamado a la aventura –> umbral de la aventura (luchas con el dragón, crucifixión, abducción, vientre de la ballena, etc. según sea la narración de la que se trate) –> pruebas auxiliares –> huída –> nuevo umbral (regreso, resurrección, rescate, lucha en el umbral) –> elíxir. Así, “en el umbral del retorno, las fuerzas trascendentales deben permanecer atrás; el héroe vuelve a emerger del reino de la congoja (retorno, resurrección). El bien que trae, restaura al mundo (elíxir).” (Campbell, 1959; 224).

Joseph Campbell, en este sentido, formula una compleja interpretación a través de elementos psicoanalíticos, de las distintas etapas que este héroe, llamémosle clásico, deberá enfrentar. Campbell estudia, así, distintas narraciones, demostrando a través de un modo estructuralista, que la mayoría de los relatos populares concernientes a personajes heroicos, siguen esta misma secuencia de acciones.

Es en este sentido que Fernando Savater (1985) afirma que “la denominación de héroe y lo prototípico de su simbología provienen del ámbito épico, orden de batallas y monstruos sometidos y exaltación póstuma a la semi divinidad” (1985; 61).

La importancia de este modelo inicial se fundamenta en que constituye la base fundacional del concepto de héroe y sirve como antecedente para todas las otras concepciones que los distintos movimientos culturales irán construyendo como héroe y como heroico a través del tiempo. De esta forma, según Julia Escobar (1985), es posible ver cómo este héroe inicialmente concebido como semi dios, comienza a ser desacralizado en términos valóricos, sustituyéndose, de primera forma, su característica de semi deidad, y luego aquellos atributos vinculados a la nobleza, valentía, entre otros. Según Joaquín Aguirre (1996), desde la revista electrónica Espéculo, señala que el héroe “es siempre una propuesta, una encarnación de ideales […] Esto permite que la dimensión heroica varíe en cada situación histórica dependiendo de los valores imperantes.”

Ahora bien, si asumimos, como señala Aguirre, que el concepto de héroe responde a una construcción remitida a un tiempo particular, vinculado a un determinado marco valórico, es posible afirmar entonces que cada uno de los movimientos culturales crearán una imagen de héroe que se hará cargo narrativamente de la propuesta valórica que se intenta mostrar. Uno de los mejores ejemplos sobre esta cuestión resulta el caso del movimiento cultural romántico, que nace como una manifestación de descontento ante el paradigma rígido, lógico y ordenado con que el clasicismo intentaba propagar su marco valórico. Aguirre señalará que en estos casos se da una coexistencia de héroes antagonistas, y los llamará héroes establecidos y los héroes alternativos: “los primeros son producto del acuerdo existente en torno a los valores que encarnan; los segundos luchan por sustituir a los primeros” (Aguirre, 1996). Así, el movimiento romántico propugnó un héroe de características distintas al clasicista, diferenciándose primordialmente, como decía en un comienzo, en la gran importancia que este movimiento otorgó a la vida subjetiva de los creadores a partir de sus propios sentimientos.

A continuación, pasaré a describir los elementos centrales de la propuesta romántica desde los aportes del escritor Aguirre, para luego revisar la forma en que estos elementos quedan reflejados en el cuento El rayo de luna, de Gustavo Adolfo Bécquer.

La primera característica que señala Aguirre con respecto al héroe romántico, tiene que ver con la ambigüedad que muestra este personaje al rechazar la sociedad, pero también al buscar ser seguido por ella. En este sentido afirma el escritor que “su vocación es de líder, pero los demás ignoran su voz” (1996). Así, el héroe romántico está condenado a vivir su heroísmo en soledad pues, a pesar de reconocer que hay una verdad que lo completa, no es capaz de hacer comprender a los otros para que le sigan. Aguirre compara, en este sentido, la figura del héroe con la figura de un profeta: “la función profética del héroe romántico es la de transmitir a los demás hombres la verdad que le ha sido revelada. Cuál sea esta verdad es algo que varía de unos románticos a otros, pero es común en la mayoría sentirse despreciados por una sociedad insensible que se ríe de su patetismo” (1996).

Si asumimos, como se señaló con anterioridad, que la imaginación fue uno de los elementos principales que el movimiento cultural romántico vitalizó, no será de extrañar por tanto, que la figura central del héroe romántico recaiga en la figura del artista, del creador. Es el artista quien, desde el romanticismo, comienza a ser considerado como un genio. Según Antoni Marí (1985):

“el genio trasciende las reglas del arte que la academia o el gusto establecido imponen, no admite más autoridad que la propia y no puede reconocer modelo alguno para su arte más que su propia idea […] realiza sus fantasmas, su entusiasmo aumenta frente al espectáculo de sus propias creaciones […] construye edificios audaces donde la razón no se atrevería a habitar, y que le placen por sus proporciones y no por su solidez” (Marí, 1985; 124−126).

Es en este último sentido que tanto el genio artista, como héroe romántico, se negará a seguir las normas sociales en tanto éstas no lo completan, no le llenan lo suficiente como para hacer de ellas las normas de su propia vida. Por este motivo, deberá construir las propias, a través de la visión personal que se tenga del mundo: “la facultad esencial del genio es la imaginación, y en su dominio es como un dios: él gobierna a su gusto el reino de la imaginación creadora. Hace nacer y desaparecer personas y mundos […] El conocimiento de la naturaleza y la soberanía de la imaginación hacen al genio infinitamente fecundo, su obra es eterna y universal” (Marí, 1985; 127)

Aguirre señala que una vez que el héroe romántico ha construido su visión de mundo, se la ha presentado al resto de las personas para ser seguido y, ha sido posteriormente rechazado; es aquel el momento en que se eleva una barrera entre el héroe artista y la sociedad: “el arte dejará de servir a los fines integradores que tenía en sus orígenes y se situará en un espacio permanente de denuncia contra la sociedad […] pasamos del fenómenos integrador al arma arrojadiza, de la celebración común al juicio crítico” (1996). Así, dirá Aguirre, que la identificación con el héroe por parte de la comunidad ahora sólo puede ser parcial pues significa renunciar a la comunidad a favor de un grupo antagonista, socialmente crítico.

 

III.       El héroe romántico en El rayo de luna.
La leyenda El rayo de luna, publicada en febrero del año 1862 por Gustavo Adolfo Bécquer, narra las vivencias de Manrique, un poeta noble soñador que, en uno de sus paseos contemplativos nocturnos, confunde un rayo de luna con la presencia de una mujer. Se pregunta entonces qué hace una fémina en aquellos lugares tan impropios para una dama y decide seguirla, bajo el absoluto convencimiento de que ha encontrado al amor de su vida. Se dice él mismo que si hay alguien, al igual que él, que guste de pasear en lugares tan oscuros como las ruinas abandonadas de los Templarios, pues entonces no cabe duda que aquella persona podrá comprender su mundo y compartirlo. Atraviesa senderos y puentes hasta llegar a ciudades desconocidas con el fin de descubrir quién es esta damisela que parece escapársele de la vista. Quiere poseerla pero ella parece escapársele. Llega finalmente al poblado de Soria, donde encuentra una casa con una de sus ventanas encendidas. Mira a lo alto y se dice que sin duda es ahí donde vive su amada. Decide esperar toda la noche. A la mañana siguiente la puerta por fin se abre se abre y aparece un escudero con un manojo de llaves bajo el arco de la puerta. Manrique le pregunta entonces quién es la dama que habita en esa casa, pero el escudero le dice que ahí no vive nadie más que Don Alonso de Valdecuellos, sin esposa y sin hijas. Manrique, sin darse por vencido, decide entonces volver al lugar donde la ha visto por primera vez, fantaseando sobre qué tipo de belleza lucirá esta mujer desconocida. Una vez ahí, en el claustro de los Templarios, se queda observando en la oscuridad de la noche hasta que divisa, a la distancia, algo moviéndose. Se pone de pie y va en su búsqueda, tal cual hiciera la primera vez. Se acerca con la esperanza de por fin encontrar a su amada, hasta que ve horrorizado que lo que ante sus ojos había aparecido inicialmente como una mujer en la oscuridad, era en realidad, un rayo de luna cayendo sobre los árboles.

Pasados los años, Manrique se encuentra sentado junto a la chimenea de su castillo, mientras su madre intenta hacerlo entrar en razón a través de las caricias y de las súplicas. Le implora que intente encontrar alguna mujer con la que pueda encontrar el amor, pero él, vehementemente contesta ¡el amor!… el amor es un rayo de luna.

Esta sinopsis de la historia deja ver numerosos elementos que configuran esta narración como perteneciente al romanticismo y que recrea, como veíamos, al héroe circunscrito a esta época, según revisábamos con anterioridad. Primero, existe un protagonista, el héroe artista (recordemos que el sujeta era un poeta), que si bien vive dentro de su núcleo familiar, no comparte las aficiones comunes del resto de las personas: “Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra”. En este párrafo el narrador nos muestra a Manrique alejado de las actividades cotidianas realizadas en su ambiente habitual. Nos habla del patio de la casa asemejándolo a lo que podría ser una plaza pública (lugares céntricos de las ciudades donde se desenvolvía la vida cotidiana), donde se realizan actividades por lo general manuales, alejados del mundo intelectual en el que Manrique encontraba su hábitat. Para Manrique, por tanto, su ocupación principal no estará en todo aquello que es comúnmente compartido, sino más bien en el personal mundo de la ensoñación, veamos:

“…acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo”

En este fragmento se tocan algunas de las características enunciadas con anterioridad. Desde un comienzo la estética a la que tiende la narración se orienta hacia lo gótico en tanto utiliza románticamente elementos característicos como tumbas, muertos, conversaciones de los muertos. También, nuevamente, se refiere el texto a la ubicación, podríamos decir simbólica, que el héroe romántico suele tener: en cualquier parte menos donde esté todo el mundo. Pues el héroe romántico no ve en ese mundo las características para saciar su imaginación: “Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta”. Como veíamos, una de las características del héroe romántico es la imaginación. Recordemos las palabras de Marí (1985): “él gobierna a su gusto el reino de la imaginación creadora”, y es esta imaginación la que le permite a Manrique mantenerse alejado de las costumbres vanas del resto de la gente. Es desde esa imaginación que el héroe romántico anhela la construcción de su propio mundo.

Ahora bien, al revisar con anterioridad las características del héroe romántico, vimos que uno de los iniciales afanes de este personaje tiene que ver con la ambigüedad que se manifiesta al intentar liderar, excluyéndose, a la vez, del resto de las personas. Si bien en la leyenda “El rayo de luna”, en ningún momento queda explícito este interés por parte del héroe, sí es posible interpretar la búsqueda de su amada como la intención por vincularse con otra persona (por formar comunidad) que, al igual que él, fuera capaz de comprender y de disfrutar aquellos momentos que vivía en soledad. Esto muestra con aún más peso que el héroe romántico no vive solo por solamente querer estar alejado, sino que vive aisladamente porque siente que nadie más puede llegar a comprender o compartir el mundo como él lo hace:

“Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu humano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma? Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que le he visto… ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche?”

 

Surge entonces la pregunta, luego de lo revisado, sobre la manera en que es posible leer o interpretar el desenlace de la historia, vale decir, cuando Manrique se da cuenta que su amada no es más que un rayo de luna reflejado contra los árboles. Veamos: “aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante. Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas”. La escena aparece como un poeta corriendo tras su sueño imaginado, hasta el momento del desengaño. Es aquel momento en que la frustración del héroe romántico queda patente ante la imposición de la realidad. De esta manera queda simbólicamente representada la tensión que existe siempre para el héroe romántico, entre lo imaginario y lo real: mientras que todo lo que lo potencia se encuentra en la fantasía de su subjetividad, todo lo que lo frena se encontrará en la lógica racional y cercenadora del mundo común.

 

IV        Conclusiones
Recorriendo nuevamente las características del movimiento romántico plasmadas en el personaje de Manrique, queda la sensación, o más bien el cuestionamiento, de dilucidar hasta dónde este movimiento cultural ha realmente decaído. Cierto es que la historia nos enseña que después del romanticismo entraron en auge otras corrientes culturales, cuyas concepciones de héroe variaban de acuerdo al tipo de visión de mundo que tuvieran. Sin embargo, si recordamos las palabras de Melían, quien define al romanticismo como: “cierta disposición esencial del alma humana”, sería necesario pensar que esta disposición humana, por ser esencial, no ha realmente transitado, sino más bien cambiado de forma.

Numerosos son los casos actuales en que vemos a creadores que, alejados de la vorágine cultural comercial, intentan producir obras sin importarles la anuencia social. En ese sentido, el mismísimo Gustavo Adolfo Bécquer reconoció antes de morir que muy probablemente sería más reconocido luego de su muerte que lo que fue en vida. Este hecho arroja aquel elemento característico del héroe romántico: la incomprensión por parte de sus contemporáneos. Y es que una de las características de genio, como señala Marí (1985), es ser un adelantado, un visionario, un crítico descontento con el momento en que se vive.

En el presente, hace exactamente 150 años desde que la leyenda El rayo de luna fue publicada, parece ser que cada vez nos encontramos con más genios –según lo ha definido Marí−, que intentan desarrollarse desde sus propuestas, muchas veces subterráneas. Pienso en el caso de algunos vocalistas musicales, quienes, alejado de cualquier convención ciudadana, no muestran reparos al momento de demostrar su pensamiento, aún incluso cuando éste pueda ir en contra de sus mismos seguidores. O pienso también en el caso de algunos escritores, como Juan Emar, cuya obra nunca alcanzó el éxito que él esperó mientras vivía, por adentrarse en las entrañas misteriosas del subjetivismo.

Si el espíritu romántico no se debe a un momento sino más bien a una tendencia innata del ser humano, pues es de esperar que haya muchos héroes románticos produciendo desde sus guaridas en este preciso momento. Puede que muchos de ellos no sean reconocidos en nuestro presente, pero sí en la posteridad, en el futuro, y eso nos lleva a pensar que finalmente su lucha personal y sentimental no es nunca en vano.

Ante una sociedad que vive a partir del Otro en todo sentido: de lo que tiene el Otro, de lo que aspira el Otro, de lo que mira el Otro, bienvenidos sean los esfuerzos por adentrarse más bien en las profundidades de Uno mismo.

 

Iván Tapia Saavedra
ivantapia@udec.cl
Universidad de Concepción, Chile.

 

V         Referencias.
Aguirre, J. (1996). Héroe y sociedad: el tema del individuo superior en la literatura decimonónica. Recuperado el 27 de marzo de 2012, del sitio web de Espéculo, revista literaria n°3, de la Universidad Complutense de Madrid: http://www.ucm.es/info/especulo/numero3/heroe.htm
Bécquer, G. (1999). Rimas y leyendas. Madrid: Edaf.
Bowra, C. M. (1972). La imaginación romántica. Madrid: Taurus.
Calderón, C. (2009). Lo gótico y lo neo – gótico. (Lo gótico y lo neo – gótico en la literatura peruana). En Honores, E. y Portals, G. (Eds.). (2009). Actas Coloquio internacional “Lo fantástico en la literatura y el arte en Latinoamérica” (pp. 59 – 72). Lima: El lamparero alucinado.
Campbell, J. (1959). El héroe de las mil caras: psicoanálisis del mito. México, D.F.:         FCE.
Escobar, J. (1985). El pedestal del héroe. Revista de Occidente n°46, 137 – 148.
Lovecraft, H. (1995). El horror en la literatura. Madrid: Alianza.
Marí, A. (1985). El genio, arquetipo romántico. Revista de Occidente n°46, 123 – 136.
Melián, A. (1954). El romanticismo literario. Buenos Aires: Columba.
Real Academia Española. (2011, marzo 22) Diccionario en línea. [on line]. Disponible en: www.rae.es
Savater, F. (1985). El héroe como proyecto moral.
Revista de Occidente n°46, 59 − 74.
Vargas, M. (1971). Historia secreta de una novela. Barcelona: Tusquets.
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