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Elogio a la nota a pie de página. Acto de amor en un tiempo.

por Guadalupe Álvarez de Araya
Artículo publicado el 12/06/2004

Hace muchos años, cuando aun era estudiante en la Universidad Central de Venezuela, tuve una pesadilla que no he podido olvidar: me encontraba leyendo una especie de gran libro iluminado y, atendiendo a mis deberes de estudiante, no dejaba de leer ninguna de las innumerables notas al pie que aparecían, página tras página, prácticamente llenando el espacio de lo que debió ser un texto fluido. A medida que la lectura avanzaba, iba yo cediendo a un sentimiento de profunda angustia porque yo sabía que estaba «leyendo» aun más libros que los que parecían señalar el número, finito al fin y al cabo, de las notas del libro que me ocupaba, en consecuencia no leía uno sino muchos libros simultáneamente. Desperté sudorosa y con el corazón palpitante.

El sueño no podía ser más literal y «natural», dentro de lo que cabe, puesto que a la sazón me encontraba enfrascada en la lectura de «Renacimiento y renacimientos del arte occidental» del inefable Erwin Panofsky. Todos los que hemos pasado por la mano de los historiadores y, en particular por las de Panofsky, sabemos de lo que estoy hablando. Me refiero a libros en tamaño cercano al de bolsillo, resueltos en punto 9 (esto significa, obviamente, que las nota a pie de página han de estar en punto 6, aproximadamente, con la consiguiente connotación hermenéutica que tal micrografía implica) y que contienen, por cada página, un número no superior a 20 líneas de texto -del texto que «efectivamente» estamos leyendo- y el resto de la página consiste en notas que, en ocasiones, pueden extenderse a lo largo de tres páginas. Aunque yo misma soy exageradamente afecta a las notas al pie, debemos admitir que tres páginas para una sola nota es más de lo que resiste cualquier digresión que ha sido practicada en la evidente operación gráfica de remitirnos a una lectura paralela, es decir, una lectura encerrada en una suerte de bolsitas pendiendo de un hilo, el hilo de la lectura principal.

El punto al que voy es más o menos el siguiente: la angustia que convertía en pesadilla mi lectura de Panofsky se erigía sobre la «conciencia» de haber entrado, como intrusa, en un territorio sagrado: al de la resonancia simultánea, cacofónica e infinita de la lectura, y por qué no decirlo, del tiempo: a la conciencia de haber entrevisto -como en los cuentos de Lovecraft- el resplandor fantasmagórico de un espacio imaginario y ameboidal en el que resuenan al unísono las almas de esos lectores. Yo había «visto» los ojos penetrantes y desaprobatorios del demonio de la lectura y de su reino. Y evidentemente no era bienvenida.

Han pasado muchos años desde aquel sueño. Sin embargo, la nota al pie me ha perseguido como fantasma. En efecto, la precariedad del medio en el que nos desenvolvemos hace que mucha de la información que manejamos, de hecho, la lectura misma de ciertos textos capitales, se haya efectuado por la vía de la dulce y compasiva nota al pie. Lo cual en cierta medida quiere decir que la nota al pie verifica procesos intertextuales que tienen, además, la cualidad de ser interculturales y la de sugerir el continuo de la historia volviéndose sobre sí misma. En todo caso, quiero precisar lo siguiente: las nociones de «nota» y «cita» tienen entre sí una sutil diferencia. Mientras la segunda, en efecto, inscribe literalmente o alude a un fragmento de un texto al interior de otro, con la clara intención de afirmar que «yo como aquél», la primera no necesariamente integra plenamente un texto al interior de otro, sino que puede limitarse a sugerir tal circunscripción ya sea por la vía del recuerdo de una bibliografía (ese libro al que nos referimos materialmente existe), ya sea a través de una reflexión anexa y/o consecutiva del autor que leemos.

¿Qué es una nota a pie de página? Me he preguntado innumerables veces, sin pensar en la impropiedad de la pregunta. Sin embargo, una cuestión es cierta: las notas, junto con ser una digresión, esto es, junto con extender innecesariamente la lectura, o lo que es lo mismo, lograr que el lector dilate su aproximación al desenlace o a la idea central que se pretende exponer, cumplen también la función de llamar aun más poderosamente la atención sobre un aspecto que, de otro modo pasaría inadvertido en la densidad del texto y en la cadencia de la argumentación. Es decir, un efecto «lupa». Este poder evocativo de la nota opera en un doble y simultáneo sentido. Por una parte, la nota invita a recordar saberes que se consideran indispensables, es decir, basales a la argumentación. Por otra parte, en ese mismo instante la nota se presenta como dato topográfico y evoca, por lo tanto, el más vasto entramado cultural. Las notas de un libro funcionan, pues, como mapas zonales de la cultura; son en sí mismas un adminículo caleidoscópico que interfiere con la virtualidad del texto en que se insertan.

Asimismo, las notas funcionan como herramienta de cotejo y autodefensa de lo que, en el texto mismo, se está afirmando. Consisten, pues, en dar una suerte de «piso firme» a la fragilidad propia de toda argumentación en general, y del campo humanístico, en particular. En otras palabras, la nota presenta también una cualidad retórica en la que, por otra parte, se está fundando esa cualidad evocativa a que nos acabamos de referir. Pero…¿qué había creado tal asociación estremecedora?, es decir, ¿por qué había experimentado el sueño como una pesadilla? Como ya dije, evidentemente se trataba del hecho de que, muy en mi interior, sabía que había leído innumerables libros a través de las notas de Panofsky, es decir, había leído a Panofsky, claro, pero a su través había «oído» la voz de los autores citados y las de otros lectores innombrados por esos autores y las de otros autores, tanto nombrados como innombrados, que los autores de los libros citados por Panofsky habían a su vez leído, autores citados en quienes Panofsky inicialmente había pretendido cotejar sus observaciones y que por cuyo través evocaba, entregando entonces a la tradición la justificación de sus afirmaciones. Persuasión… Persuasión que, por otro lado, establece un cierto límite entre un texto que se funda sobre la verosimilitud y aquel que aspira a ser la verosimilitud misma.

En este sentido, pareciera que habría que observar esta cuestión desde el punto de vista de la voz, de los hablantes que dialogan en los texto y que en cierto sentido, son expuestos prioritaria y parcialmente en las notas. Cabe entonces intentar establecer una primera diferencia entre las notas y otros signos prosódicos y expositivos tales como los guiones y los paréntesis.

En una primera ojeada, mientras los paréntesis parecen indicar e incorporar al texto central ya sea un efecto lupa o una breve digresión de orden metonímico -de múltiple espectro, debo acotar, puesto que ella puede incluir un campo argumentativo para la integración disciplinar-, los guiones parecen introducir una segunda voz en el texto que, además desde un punto de vista retórico parece consistir en la duda razonable del propio autor con respecto al punto de vista que él/ella ha adoptado, es decir, la duda que sobre sí tiene la voz principal. Sea cual fuere la situación, no dejo de pensar en que los guiones, al interior de un texto, suponen una suerte de división del hablante que quizás implique una cierta fe en la existencia de un plano verdadero del saber al que, dadas nuestras limitaciones físicas, por mucha autoconciencia que nos ofrezcan, resulta materialmente inaccesible.

Las operaciones espaciales y temporales de las notas parecen entonces exponer parte de su sentido hermenéutico. En efecto, una de las distinciones fundamentales entre la nota al pie y la nota al final del texto consiste en que la segunda retarda e incluso pone en un segundo plano la declaración de las fuentes del autor, es decir, no considera ese campo estrictamente necesario a la argumentación del texto y por ello, la ofrece a quien la quiera mirar, posteriormente. Por ello, no creo que se trate de un mero acto de piedad hacia el lector en el sentido de evitarle el esfuerzo reconstructivo que el ir al final y regresar exactamente al punto en que abandonamos la lectura le permite la nota al final y que, por el contrario, le impone la nota al pie. Creo más bien que, junto con los rasgos generales de la nota al pie descritos más arriba, debiéramos recalcar lo siguiente: toda nota al final se presenta como algo que se ofrece, digamos, al interesado, es decir, sin abandonar el carácter persuasivo de toda nota, ellas no impiden el flujo del texto puesto que otorgan un grado mayor de libertad al lector en el sentido de deshacerse de su presencia, esto es, de simple y llanamente obviarlas; pero la nota al pie, en cambio, que exhibe en un acto de malabarismo o in praesentia la erudición del autor, exige del lector la aun más difícil y ardua tarea de superponer los múltiples planos de lecturas convocadas por la nota generando una forma caleidoscópica y una resonancia simultánea quizá, por ejemplo, afín al cubismo analítico, puesto que simultáneamente «exhiben» las condiciones epistemológicas y metodológicas asumidas por el autor y exigidas al lector. Dicho en otras palabras, la nota al pie superpone al orden de la lectura «principal» la arquitectura del texto y la arquitectura cultural que lo sustenta. Una arquitectura que, por cierto, exhibe al menos algunas de sus operaciones transaccionales (por llamarlas de algún modo), y que declaran ser el verdadero fundamento del objeto.

En este sentido, si por una parte la nota al pie pretende volver evidente al lector el fluir del pensamiento del autor, tanto en los sentidos pasivo como activo de lo subjetivo, por otra, la nota -tanto al pie como al final- relativiza los sentidos articulados por el autor. No sólo se somete al cotejo del lector, en una especie de «yo no miento, vea usted», sino que reconoce la dimensión paraliteraria de los sentidos del texto. Y desde este punto de vista, la distinción entre un guión o un entre paréntesis y la nota al pie se hace más evidente, puesto que podría llegar a afirmarse que en la nota al pie, la operación de lectura se desdobla -en cuanto conjunto de operaciones- en el procedimiento de superposición espacial impuesto por las notas al pie. Al mismo tiempo que las notas despliegan el ilo tempore, por otra lo disuelven. Recordemos aquí que con una frecuencia más que insistente se ha otorgado a la nota al pie, al comentario al margen e incluso a la nota al final el mero sentido de constituirse en una maquinaria autopublicitaria por parte del autor: las declaraciones en las que se las considera producto de la pedantería del autor atraviesan una y otra vez la historia de los textos y son particularmente frecuentes entre los siglos XVI y XVII.

Estas consideraciones permiten observar una cualidad plástico-espacial de las notas al pie. En efecto, tengo la impresión de que las notas al pie de página funcionan como el límite plástico de una dimensión de la cultura que sólo se verifica en la lectura. Quiero decir que creo que las notas a pie de página, al mismo tiempo que, en tanto «tejido» establecen un cierta superficie asociativa y disociativa a partir de la cual se levanta un volumen denso de lecturas y, en ese sentido, tan cacofónico como inconmensurable, esto es, cuyos límites son imprecisables como forma; ellas van construyendo al mismo tiempo una suerte de superficie gaussiana que contiene entre sus redes un verosímil de la cultura. Es decir, se podría pensar que las notas a pie de página van dibujando los límites de ese espacio que sólo podemos intuir, nunca definir en el mismo sentido en que la crítica de la lectura, por ejemplo, la Teoría de la Recepción, incorporó en su momento la noción de horizonte, o lo que es lo mismo, podríamos suponer una cierta virtualidad esférica consustancial a la cultura evocada por la nota al pie.

Pero por otro lado, la paradoja de la nota a pie de página -si es que puede tildarse de tal- parece residir en la potencia del común argumentado convocado bajo su alero y según el cual cada una de esas lecturas, por disímiles que sean, constituyen fragmentos de la lectura, es decir, testimonian el viaje constructivo de la cultura en un sentido afín a la ficción propuesta por la noción de «competencia lingüística». En esa medida, las notas al pie de página pretenden arrogarse un grado de verdad, como ya se dijo, fundamentado en la tradición y expresada como fórmula hermenéutica, al menos metafóricamente hablando. Y vale la pena insistir en el hecho de que en ese proceso constructivo, la nota al pie, como ninguna otra, muestra simultáneamente tanto la integración disciplinar como los límites de las disciplinas convocadas primariamente en la constitución del texto: muestra su función dibujística y geomántica.

No parece estar muy claro cuándo ni cómo se inicia la práctica de la notas, incluyendo en ellas, al menos por ahora, al comentario al margen. Al parecer, la costumbre de los marginalia y de los escolios, ya existía en la Antigüedad Clásica, desde donde sobrevivió a lo largo de la Edad Media: en ellos, cobraba cuerpo ya sea la lectura hermenéutica de los textos bíblicos, ya sea la interpretación y comentarios prácticos de manuales de toda índole, comentarios todos que daban testimonio de sus sucesivos lectores. Para un último lector, esos escolios se presentaban no sólo como «ayuda de lectura», sino también como discusión propiamente tal. Las ilustraciones que acompañaban los textos funcionaban en cierta medida como comentarios, pero no se constituían con toda propiedad en una operación hermenéutica. Podría afirmarse, entonces, que bajo la forma de comentarios al margen, los escolios ya aparecían de cierto modo en la forma moderna de configurar mapas reflexivos. Una vez instalado el régimen de la imprenta, la práctica de la nota al pie comienza a cobrar cuerpo y a estar plenamente en uso en el siglo XVIII, tal y como la conocemos hoy.

En el contexto de la transformación de la concepción del espacio consumada en el Renacimiento, la imprenta exacerbó la práctica medieval de composición de textos en formatos áureos y, las notas al pie, fueron consideradas asimismo en su dimensión gráfico-compositiva: como un componente textual y significativo de la página impresa. Hacia el siglo XVI, esos comentarios van abandonando otros márgenes posibles y se ubican progresivamente en el margen inferior de la página. En el siglo XVIII ese tránsito se ha consumado. En efecto, mientras en los márgenes izquierdo y derecho de la doble página del libro, las anotaciones que encontramos suponen la asunción laberíntica del volumen que tenemos entre las manos, principalmente bajo la forma de una referencia al contenido de cada párrafo de la página en cuestión, los comentarios y referencias bibliográficas van encontrando su ubicación en el margen inferior, como un deslizarse de la página hacia el lector. En ese período, las notas no poseen aún el formato moderno de señalización y salvo por la fórmula N. del T., resulta difícil diferenciarlas de aquellas anotaciones realizadas realmente por el autor. Y aunque los códigos de identificación de ilustraciones son, en esencia, bastante similares a los contemporáneos, también es complejo distinguir una nota al pie de un texto explicativo de imágenes. Sin embargo, visualmente la información que se aproxima al lector, lo repliega sobre sí mismo. Ese tránsito, que se ha efectuado definitivamente en el siglo XVIII, no me parece un dato menor: aquí, la nota al pie encarna y posibilita la distancia reflexiva entre el orden persuasivo del texto y la subjetividad sospechosa del lector.

Dos cuestiones nos asaltan en este momento. En primer lugar la probable relación entre las prácticas intertextuales de la pintura del siglo XVI y la disposición compositiva de la nota en ese preciso momento. En segundo lugar, el que la posición al pie de las notas haya encontrado su completa puesta en uso en el siglo XVIII, precisamente cuando la racionalidad del espacio encuentra en las reflexiones urbanísticas uno de sus principales sentidos políticos.

No nos parece imposible suponer que la nueva disposición de las notas, por una parte, haya sido ante todo el resultado de las limitaciones impuestas por los mecanismos de impresión; por otra, que haya incidido en ello, aunque en menor medida, el aprovechamiento del «aire» que la composición áurea ofrecía, al mismo tiempo que una antigua práctica se perpetuaba. En este sentido, esa nueva disposición está dando cuenta también, a su modo, de la concepción del espacio e, incluso, va más allá. Va más allá, puesto que aquí efectivamente el espacio se refracta, fragmenta, multiplica y refleja, en un movimiento caleidoscópico que genera no sólo un espacio en cuanto plataforma epistemológica, sino en cuanto auténtico verosímil del mundo. El modelo tridimensional, que tiene como condición, en cambio, el tránsito continuo, infinito y homogéneo de un rayo perpendicular al plano que se eleva sobre el horizonte, no sólo satisfizo la ambición neoplatónica de constatación del plano del microcosmos, sino que insinúa, aunque no declara explícitamente, las posibilidades de movimiento de un plano sobre otro al interior del «mundo» circunscrito por la doble pirámide invertida que recorre de «mi ojo al horizonte».

Esta situación queda en evidencia, no sólo cuando consideramos que, en poesía, por ejemplo, aún no se ha verificado la famosa «disolución» de la linealidad del texto poético, sino más bien cuando pensamos en un sentido funcional las operaciones de planos de saberes intersectados, conectados o digregados por las notas. Si comparamos estas operaciones con aquellas practicadas por la pintura, encontraremos en el «cuadro dentro del cuadro» una plataforma operacional similar. Del mismo modo en que tanto la inclusión de textos que permiten hacer transcurrir la mirada desde un sector de la superficie pictórica a otra, en la que se desarrolla otra escena, las más de las veces, de sentido radicalmente opuesto al de aquella por la que partimos, las notas se repliegan, confirman, desdicen, confrontan planos argumentativos que se despliegan al interior de un texto en un sentido tanto visual como narrativo. Y el que estas operaciones de tránsito de la mirada se hayan verificado prioritariamente en un género hasta hace poco tan «venido a menos» como la naturaleza muerta, tampoco es un dato menor. De hecho, es el propio «perfil bajo» del género, el que ha permitido como ningún otro a los artistas de todos los tiempos comprender las lógicas administrativas de superficie establecidas tanto por el sentido de los textos subyacentes a las imágenes (semas) como por las relaciones identificantes entre el formato (como dimensiones de la superficie) y el modelo tridimensional del espacio.

El que las notas hayan tomado su forma expositiva más o menos definitiva en el siglo XVIII no debe sorprendernos. Si atribuimos más o menos consensualmente al siglo XVIII la caraterística de haber iniciado el proceso indetenible de fragmentación de la razón en modos cada vez más específicos de conocimiento, que no nos resulte extraño pues, que haya dado forma a las notas al pie. Ahora, los comentarios al margen van dando cuerpo, en las notas al pie y en un sentido exhibitivo, la arquitectura reflexiva y metodológica del autor. Pero, al mismo tiempo, informan de sus odios y de sus amores, de sus limitaciones y felices intuiciones. En ese sutil repliegue hacia el lector, como expresión de las dudas del propio autor, el lector confronta, comparte y se vuelca sobre sí mismo como radicalmente distinto de lo dicho por el texto que tiene entre sus manos. Este recurso pues, introvierte al lector en su propia voz al mismo tiempo que le permite distinguirse y/o fundirse luego en el hilo envolvente y persuasivo del texto. Se le hacen presentes aquellos hitos que «dibujan caminos» en un mundo imaginario actualizado por el libro y evidenciado por las notas. Caminos que se extienden u ocultan entre otros que parecieran indicar atajos o, al menos, ser más amables con el lector. Verdaderas «avenidas» de ideas se abren en las señalizaciones de las notas para que circule libremente el lector. No sólo por una cuestión de economía de medios, sino ante todo porque pone «en la superficie» un conjunto vocal dialogante que sin lugar a dudas tiene connotaciones políticas. Allí, como en la plaza, a la vista y a la inteligencia de todos, se establecen infinitos diálogos que configuran al otro al mismo tiempo que segmentan y distribuyen las áreas de ingerencia de tal o cual línea argumentativa, de tal o cual hablante.

Y allí, se ha perpetuado también, una vez más, una premisa excesivamente antigua: para el que sepa leer.

 

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