EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVI
PORTADA | PUBLICAR EN ESTE SITIO | AUTORES | ARCHIVO GENERAL | CONTACTO | ACERCA DE | ESTADISTICAS | HACER UN APORTE
— VER EXTRACTOS DE TODOS LOS ARTICULOS PUBLICADOS A LA FECHA —
Artículo Destacado

Estrategias críticas. Itinerario moderno de una tradición crítica latinoamericana.

por Agustín Martínez A.
Artículo publicado el 08/07/1997

Uno de los primeros artículos publicados en este sitio
en julio de 1997

 

Del «país joven» al «país subdesarrollado»: Enfoque de recortes múltiples
El ensayo «Literatura y Subdesarrollo», del crítico brasileño Antonio Cándido, es, ante todo, un texto de replanteamiento de problemas fundamentales de la interpretación de la producción intelectual y, particularmente, literaria de América Latina enfocados desde un punto de vista, sin duda, original: en términos generales, la Literatura del continente, articulada a lo que podríamos denominar la «autoconciencia latinoamericana», habría evolucionado desde una matriz cultural que Cándido expresa con la noción «país joven» a otra, expresada por la noción «país subdesarrollado». Este modo de enfocar aspectos decisivos del desarrollo intelectual de América Latina envuelve distintos niveles de problemas.

En primer término, con ello se propone una interpretación de la historia intelectual latinoamericana que la divide en dos fases las cuales se singularizan en función del hecho de que en ellas cristalizan dos matrices de autoconciencia cultural cuya vigencia se prolonga durante el lapso histórico comprendido entre el periodo romántico (primera mitad del XIX) hasta mediados del presente siglo. El hilo que permite reconstruir la vigencia de esas matrices es el examen de la forma como las mismas determinan la representación del mundo latinoamericano que vehicula la producción literaria continental (y, particularmente la narrativa) interpretada como elaboración estética de esa autocomprensión.

La primera fase, corresponde a la vigencia de la matriz «país joven», y comprende desde el periodo que se inicia al promediar el siglo XIX en la que adquiere forma en la cosmovisión romántica, prolongándose bajo diversas estéticas hasta inicio de la década de 1930, aproximadamente, cuando es posible ya detectar en la producción literaria elementos que preanuncian su progresiva sustitución por la matriz «país subdesarrollado», cuya predominancia, como crítica de la anterior concepción, se hará patente después de la segunda guerra mundial, cuando ya sea claramente perceptible la emergencia de una nueva conciencia literaria que se prolongará hasta «nuestros días». El ensayo de Cándido es de 1979 y de hecho constituye una interpretación del proceso formativo de la cultura moderna en América Latina enfocada desde el ángulo de su cristalización en la conciencia literaria.

En segundo lugar, la propuesta presenta una hipótesis que busca reinterpretar y ordenar lo que podemos denominar el problema central de la cultura latinoamericana, esto es: el de la dialéctica de lo «interno» y lo «externo», lo «propio» y lo «ajeno» en la dinámica formativa de la cultura moderna del continente, proponiendo una interpretación de esa dialéctica en términos de sus peculiaridades, del ritmo propio y de los contenidos específicos de dicha cultura; más específicamente, Cándido propondrá una discusión del problema de la dependencia y la autonomía cultural de la modernidad latinoamericana examinándolo en el terreno específico del regionalismo literario.

En tercer lugar, su ensayo contiene un interpretación del desarrollo de la literatura remitiéndola a las matrices antes señaladas; es decir, articulándola a esa dos forma de autoconciencia cultural. Distingue entonces un regionalismo romántico responsable por un tipo de elaboración literaria pintoresca que asimiló la visión europea de América Latina (v.g. indianismo), por una parte y, por otra, una percepción crítica de los problemas y la cultura latinoamericana que caracterizará la producción literaria del continente que denomina regionalismo crítico.

En este sentido, su propuesta es también una tesis acerca del carácter de la literatura latinoamericana y de la decisiva impregnación cultural regional de la que se deriva como un producto autónomo y, en oposición a las tendencias generalizantes de la dependencia cultural, lo que explica su carácter y su especificidad como producto cultural. En otras palabras, Cándido postula una vigencia del regionalismo que impregna y matiza el fenómeno de la «tecnificación» narrativa que a partir de la vanguardia de los años veinte reformuló nuestra concepciones literarias.

La dialéctica de lo interno y lo externo en nuestra producción cultural moderna y en nuestra literatura es, pues, el asunto central del ensayo de Antonio Cándido. En este sentido, su enfoque se afilia claramente a una importante tradición crítica en el continente que ha encarado bajo esa óptica el problema de la especificidad de la literatura latinoamericana y de su cultura. Pero, antes de pasar a examinar esa tradición, es preciso insistir en la visión de la literatura que aquí se expone como cristalización de una autoconciencia moderna sobredeterminante.

En efecto, de acuerdo con el autor, la moderna literatura latinoamericana atraviesa por tres fases que se define en virtud del comportamiento de esta producción respecto a las matrices de «país joven» y «país subdesarrollado».

En primer lugar, «la fase de la conciencia exaltada de país nuevo», o «país joven» caracterizada por el florecimiento de un «regionalismo pintoresco» correspondió a la fase traumática de inicio de una modernización compulsiva en lo económico y político que se inicia a mediados del XIX y que es la más extensa. A esta fase corresponden las corrientes del indianismo y del naturalismo, en cuyo contexto se inscribe la dicotomía civilización /barbarie como opción interpretativa y como formulación esquemática de un proyecto social modernizante que estimuló la recepción del positivismo y en el cual las determinaciones culturales propias quedaban subsumidas y desdibujadas bajo la categoría de la barbarie y dominadas, por tanto, por las convenciones estéticas e ideológicas europeas que vehiculó la Modernización. En este sentido el Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento, por ejemplo, al igual que El Matadero, de Estevan Echeverría, se construyen sobre la base de una detenida descripción, que llega a ser obsesiva, del bárbaro que se condena. Lo que, no obstante, agrega Cándido, constituye en realidad un registro municioso de su presencia y vitalidad que llegan a impregnar y distorsionar la ideología condenatoria hasta el punto de arrebatar objetivamente el control de la escritura. Es decir, vale como condena ideológica y moral del bárbaro, sin llegar a anular su fuerza estructuradora de la representación estética del substrato cultural.

En segundo lugar, en «la fase de preconsciencia del subdesarrollo», que debe ubicarse, en términos generales, a partir de la década de 1930, en la que se inscribe el grueso de la producción literaria regionalista del continente: la novela social andina, el indigenismo como ideología reivindicatoria, la novela de la revolución mexicana, la novela de la tierra, los regionalismos en el Brasil, especialmente el llamado nordestino, etc. La importancia de esta fase radica en su carácter anticipatorio; en ser, como dice Cándido, «precursor de la consciencia del subdesarrollo», en la medida que reacciona contra la ideología eufórica de la fase anterior y se aboca a una descripción descarnada y sin concesiones de la propia realidad. Algunos autores representativos de esta fase son: Miguel Ángel Asturias, Jorge Icaza, Ciro Alegría, Raquel de Queiroz, Jorge Amado, José Lins do Rego, Graciliano Ramos, entre otros.

En la última fase indicada por Cándido, se lleva a cabo la superación definitiva del paradigma «país joven» y se asume plenamente el paradigma «país subdesarrollado», al mismo tiempo que en su contexto se elaboran las repuestas más completas y maduras a los problemas planteados por la «dependencia cultural» desde el punto de vista del desarrollo de la conciencia literaria. «Lo que vemos ahora -dice Cándido- desde este punto de vista es una floración novelística marcada por el refinamiento técnico, gracias al cual se transfiguran las regiones y se subvierten sus contornos humanos, llevando a los rasgos, antes pintorescos, a descarnarse y adquirir universalidad». Una formulación muy posterior de esta misma tesis y que pone en evidencia al mismo tiempo la proximidad en que Cándido se sitúa respecto a las preocupaciones y el sentido de la reflexión de algunos teóricos hispanoamericanos, se encuentra en un pequeño artículo, «El mundo de las literaturas (latinoamericanas)», publicado en el semanario Jaque, de Montevideo (20-9-1985)». Evocando los trabajos de Ángel Rama, dice allí: «Como diría nostálgico Ángel Rama, Guimarães Rosa llevó a cabo la gesta fundacional de las literaturas latinoamericanas de nuestro tiempo: aliar el regionalismo (que es peso del pasado, tiranía de la tradición, fuga del amplio mundo de las relaciones mundiales) con la osadía de la vanguardia (que es abertura hacia el futuro, invención libre y aceptación de las componentes universales que nos ligan al ritmo de las culturas matriciales). En Guimarães Rosa, como en José María Arguedas, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez y otros de nuestros escritores mayores, Ángel Rama veía esa cuadratura triunfal del círculo que nos permite ser antiguos y modernos, locales y universales, nacionales y cosmopolitas». En efecto, ya el mismo Cándido había indicado en su «Literatura y subdesarrollo» que esta nueva fase de la producción literaria se articulaba de manera transfiguradora con el propio material del nativismo», actualizando contenidos, no solo provenientes del referente cultural regional, sino de la propia tradición interpretativa que en su momento puso a punto la propia literatura.

Esta última fase corresponde a lo que Cándido denomina el momento de lasuperación creativa de la dependencia cultural. Ahora bien, los caminos que condujeron a esa superación son tortuosos y para resconstruirlos es preciso evaluar lo que podríamos denominar el «rendimiento residual» del trabajo de los escritores, doblemente condicionados, por una parte, por la escasa a nula difusión de sus productos (lo que los condujo tradicionalmente a buscar el público fuera de sus fronteras) y, por otra parte, en sus entornos de origen, la ausencia de condiciones propicias para la creación (lo que los obligó adicionalmente a acometer la tarea de crear tales condiciones a partir de los elementos aleatorios que les proporcionaba el desarrollo desordenado y excéntrico de sus sociedades). En efecto, de acuerdo con Cándido, una «sociología de la difusión» de la literatura en el continente estaría llamada a poner de manifiesto, en primer lugar, la insuficiente y desigual extensión del público potencial con que contaron los escritores, concentrado exclusivamente en las ciudades dentro de las cuales representaban, sin embargo, un sector minoritario que tendía a convertir a la literatura misma en un factor de exclusión y discriminación social. El desarrollo del público lector de las ciudades Latinoamericanas, desde el fin del siglo pasado, se encuentra atrapado entre el analfabetismo, el bilingüismo en una parte considerable del continente y, más recientemente, el avance deformado de la cultura de masas en los centros urbanos; factores todos que influyeron distorcionadoramente en la configuración de los sistemas literarios nacionales.

Por otra parte, tal «sociología de la difusión» permitiría explicar el ya tradicional comportamiento de los escritores: constatando la inexistencia de un público propio, o apenas entreviéndolo en problemática gestación, buscaron el público ideal en la metrópolis, absorbiendo con tal fin los valores, las técnicas narrativas y, en definitiva, la cosmovisión de las metrópolis, lo que los colocó ante la doble tarea de, por una parte, ser aceptados por el público metropolitano para el que eran, a los sumo, apenas hábiles y, más frecuentemente, mediocres imitadores y, por otra parte, forjar e instituir un gusto en sus propias sociedades mediante el traslado forzoso de los valores estéticos metropolitanos. El rendimiento residual de esta labor sería el objeto de una «sociología de la creación», en la medida en que ella debería suministrar los elementos que pongan de manifiesto la forma real como en definitiva se articularon (como no podía dejar de ser) los artistas y escritores a las ideologías y a las expectativas vigentes en sus propias sociedades que es lo que, en definitiva, permite a la literatura expresar su contexto. Una articulación de esta naturaleza está en base de la eficacia explicativa que Cándido atribuye a las matrices culturales «país joven» y «país subdesarrollado» a que nos referimos anteriormente.

Ahora bien, es preciso reparar en que la articulación de la producción cultural a lo que hemos denominado «matrices de autocompresión cultural», involucra elementos de mayor complejidad, desde que esa articulación no puede ser concebida sino como un aspecto de la mediación entre, por una parte, el escritor y su «contexto real», y por otra parte, como una concecuencia de la intensa modernización socio-cultural del continente que desde mediados del XIX redefinió internamente las determinaciones y el contenido de lo universal de su cultura. Constituye por eso, un punto privilegiado en el que aflora el problema de la historicidad de la literatura. Y más aún, la historicidad del modo como ella elabora el referente latinoamericano, y por tanto, los contenidos más intrínsecos de su cultura. En virtud de esa mediación, el «contexto real» en el que se encuentra inserto el escritor y que debería expresarse a través de la escritura, aparece como lo que es en verdad: como un sistema integrado de valoraciones, expectativas y proyectos sociales dotado de un espesor proveniente de la diversidad de los agentes sociales que concurren a su constitución y cuyo desarrollo sigue la curva del desarrollo de la sociedad de la que el sistema en su conjunto es expresión. Es en el seno de ese constructo, por así llamarlo, donde se situó como un aspecto de su propia dinámica, las antítesis antiguo y moderno, lo interno y lo externo, autonomía y dependencia cultural, vanguardia y conservadurismo estéticos, etc., pero también los proyectos políticos y los esfuerzos teóricos de compresión de la propia realidad latinoamericana y, en definitiva, de fijación de una (o múltiples) imágenes de América Latina. Ellas constituyen también las «condiciones de producción literaria» que una «sociología de la creación» tendría por objeto analizar.

Pero, ese análisis escapa al ámbito de nuestra discusión. Por el momento nos interesa delimitar el universo de problemas a los que se halla referida la discusión de Cándido. Desde el momento que su concepción del regionalismo literario se concibe explícitamente como una repuesta al problema de la dependencia cultural, está replanteando y reformulando con ello en términos renovados el más antiguo problema de lo interno y lo externo en la cultura del continente, y viendo en su solución un componente fundamental de la definición de la especificidad de la moderna literatura latinoamericana. Lo que significa, en otro términos, la constatación de la vigencia de un problema cuyo itinerario de desarrollo está en el origen mismo de nuestra autoconciencia cultural moderna.

Antropófagia: metáfora y respuesta
El conocido ensayo de Haroldo de Campos, «Da razão antropofágica: a Europa sob o signo da devoração» (2), propone una respuesta esencialmente divergente de la suministrada por Cándido al problema de la «dependencia cultural» y su relación en el carácter de la producción literaria en América Latina. Haroldo de Campos propone elevar la metáfora oswaldiana del mestizaje (la antropófagia) de emblema de un destino al que nos determina nuestra propia historia de continente colonizado a la condición de respuesta creativa al dilema fundamental que a travieza la cultura americana: originalidad o mimetismo dependiente.

Ahora bien, la divergencia que cristaliza en la contrastación de ambas respuesta, traduce, como es notorio, formulaciones o actualizaciones no coincidentes de un mismo problema a través de distintas elaboraciones teóricas de una misma situación histórica.

Esa divergencia permite poner de relieve la vigencia y la pertinencia del problema crítico central de la comprensión de la cultura latinoamericana y de la interpretación de su literatura y su arte.

En los términos de Haroldo de Campos ese problema se encuentra plateado en el antagonismo que torna prácticamente contradictoria la relación entre vanguardia artística y subdesarrollo social y económico. Esta dicotomía, dice Campos, presupone y actualiza en sí otros planteamientos del mismo antagonismo que le han procedido históricamente: por ejemplo, «la cuestión de lo nacional y lo universal (notoriamente, de lo europeo) en la cultura latinoamericana, que comprende otras más específicas, como la de la relación entre patrimonio cultura universal y peculiaridades locales, o aún más determinantemente, la de la posibilidad de una literatura experimental, de vanguardia, en un país subdesarrollado» (3). Este sistema de polarizaciones resume apretadamente, como se puede apreciar, la propia historia del problema de lo interno y lo externo en la Cultura Latinoamericana.

Conviene sin embargo hacer un paréntesis aclaratorio respecto al uso del término «subdesarrollo» que hacen ambos autores -Cándido y Campos- en sus ensayos. En efecto, el término no posee el mismo significado para ellos: mientras que el término «subdesarrollo» en el ensayo de Cándido funciona como una categoría histórica y social en la que se acentúa su capacidad para caracterizar una fase de la evolución intelectual latinoamericana, un modo históricamente diferenciado de elaborar teóricamente la situación latinoamericano, o bien lo que hemos llamado una «matriz cultural», para Campos designa un estado de cosas dado, un modo de la realidad. «País subdesarrollado» no es para él un punto de partida del conocimiento o una categoría que haga posible la comprensión teórica de la situación de América Latina, nuestra situación en el mundo, una categoría relacional, como si lo es para Cándido, sino un polo de referencia factual cuya posibilidades para entorpecer o facilitar el desarrollo de una literatura de rasgos modernos y universales en sus más diversas corrientes, será examinado. O, formulado de un modo tal vez más preciso Campos se pregunta:

¿Cuáles son las condiciones que hacen posible el surgimiento de una literatura de Vanguardia a pesar de la existencia de una situación de subdesarrollo como condición inicial? Campos se orienta a la discusión de las condiciones que hacen posible el surgimiento de un tipo de preguntas dadas, unas precisas características socio-históricas que parecen negar su posibilidad. O, también, la cuestión de cuáles son, y como debemos comprender, las verdaderas condiciones de producción literaria en las que se encuentran inmersos los escritores latinoamericanos de manera de dar cuenta de un tipo de producción artística aparentemente no coincidente con aquellas condiciones: la vanguardista. Dicho aún de otra manera: se trata de discutir la legitimación de propuestas artísticas de vanguardia nacidas en un contexto socio-cultural que, fuera de algunos núcleos urbanos, se debata entre el anacronismo, el atraso social y la vigencia de formas culturales arcaizantes y que, en conjunto, diseñan el referente país o continente subdesarrollado. La repuesta de Haroldo de Campos a estas cuestiones puede ser resumida de la siguiente manera: las condiciones de producción literaria en las que se encuentran inmerso los creadores latinoamericanos no se reducen a la situación de atraso social, económico y cultural de sus respectivos países, sino que comprende de un modo principalísimo el nivel de consciencia general alcanzado por la comunidad artística internacional a la cual ellos mismo pertenecen en cuanto escritores y artistas y a cuyos niveles de exigencia deben responder en última instancia. Esta interpretación, que omite la necesidad de aquella «sociología de la cuestión literaria» a que se refería A. Cándido, le permite explicar y legitimar, al mismo tiempo, la producción artística de vanguardia en general, y de la vanguardia concretista en particular, de la que Campos fue principal inspirador.

En efecto, completa Campos, «toda reducción mecanicista, todo fatalismo autopunitivo, según el cual a un país no desarrollado económicamente también debería caber, por reflejo condicionado, una literatura subdesarrollada, siempre me parecio una falacia del sociologismo ingenuo». Por el contrario, agrega, la relación de nuestra cultura con la de las metrópolis está marcada por la devoración, la apropiación y asimilación de los productos de esta última para ponerlos al servicio de su propio desarrollo artístico. Nuestro tardío ingreso al festín de la cultura occidental, nos colocó, dice, en la vía del «pensamiento de la devoración crítica del legado cultural universal. Antropofagia». Esta actitud, al mismo tiempo, impulsó a los artistas latinoamericanos a sobreponerse a las limitaciones provenientes de sus respectivos entornos sociales, a eludir el condicionamiento frustrante de sus sociedades o, mejor aún, a transformar esas condiciones adversas en principio mismo de su posibilidad y modalidad de ser en el mundo, hasta el punto de que, dice Campos, hoy podemos hablar de «un hecho nuevo en la relación Europa / Latino América: los europeos, ya a esta altura, tienen que aprender a convivir con los nuevos bárbaros que hace mucho, en un contexto distinto y alternativo, los están devorando y haciendo de ellos carne de su carne y hueso de un hueso, que hace mucho los están resintetizando químicamente por un impetuoso e irrefrenable metabolismo de la diferencia».

El enfoque de Haroldo de Campos representa claramente un replanteo de la cuestión del márgen de funcionamiento autónomo de la cultura del continente en el marco de la colonización cultural. Lo «externo» no sería más interpretado como un elemento paralizante y distorcionante de nuestra propia expresión sino que, por el contrario, dado que la colonización se interpreta aquí, en realidad, como devoración antropofágica, pierde toda conotación negativa y se convierte en un puente que permite la «transvaloración» creativa que sería el rasgo más constante de nuestro comportamiento cultural. Así, pues, no habría «interno» actuando como contenido diferenciado en el proceso cultural latinoamericano, pues en verdad Europa y América Latina han visto diluidas sus diferencias en la dialéctica de la otredad: somos la alteridad, el otro de sí mismo que es la cultura universal a la cual nos hemos incorporado afirmando nuestra diferencia devoradora.

Ahora bien, más allá del objetivo específico que se propuso Campos en su ensayo, que es la legitimación de la poética concretista en el Brasil como producto genuino de su cultura, identificar algunos puntos de contacto entre su planteamiento del problema de la especificidad del comportamiento de la literatura latinoamericana y las repuestas que a él da, por una parte, y por otra, el debate que, a partir de los años sesenta se inició en Hispanoamérica a propósito de la llamada «Nueva Narrativa» y en el que se produjeron respuestas y planteamientos notables similares a los de Campos. Basta recordar la polémica que sostuvieron el crítico colombiano Oscar Collazos y los escritores Julio Cortazar y Mario Vargas Llosa (4) a propósito, justamente, de la «representatividad» de textos como 62 modelo para amar, de Cortazar, de corte netamente experimentalista y vanguardista. La repuesta de Cortazar a los reparos de Collazos es ilustrativa de lo que queremos apuntar. En efecto, señalaba Cortazar que dada la rapidez en la difusión de las literaturas en el mundo actual y el más estrecho contacto existente actualmente entre los escritores de los cincos continentes, hacía con que ya no hubiera «nada foráneo en las técnicas literarias», por lo que difícilmente tenía sentido exigir a los escritores una actitud sumisa, tanto en el plano temático como en lo formal, ya sea ante las propias tradiciones nacionales como ante las exigencias formales derivadas de la situación local.

En su opinión de modernización de la narrativa latinoamericana, su énfasis en las búsquedas formales su (relativo) desprendimiento de las temáticas tradicionales o locales, obedecían a un procesos global de mundialización de las técnicas narrativas y de aceleración en el intercambio informativo en ese campo: dar la espalda a ese proceso, dice Cortazar, conduciría a la literatura latinoamericana a un camino de empobrecimiento al serle negada la posibilidad de incorporar a su propio proceso las oportaciones formales y las renovaciones de la escritura que se ensayaban en otras latitudes. Por su parte, Vargas Llosa subrayó la tesis de la autonomía de la literatura respecto de la realidad y su naturaleza esencialmente verbal: «La literatura no puede ser valorada por comparación con la realidad. Debe ser una realidad autónoma, que existe por sí misma». Una apreciación del procesos literario latinoamericano muy próximo al punto de vista de Cortazar fue propuesta por el mexicano Carlos Fuentes en su libro de 1969 (5) (el mismo año de la polémica a que acabamos de referirnos) en el que se propuso explicar el surgimiento de la Nueva Narrativa indicando que el fin del regionalismo latinoamericano coincide con el fin del universalismo europeo: «todos somos centrales en la medida en que todos somos excéntricos». En el campo de la crítica de las artes plásticas también se encuentran planteamientos y repuestas similares. Es el caso del ensayo del crítico mexicano Juan Acha, «La necesidad latinoamericana de redefinir el arte» (6), de 1974, en el que argumenta la necesidad de reconsiderar la noción de arte latinoamericano teniendo en vista el peso creciente de los medios de comunicación de masa y la velocidad de difusión de imágenes en la configuración de los hábitos visuales y la sensibilidad del hombre americano, el cual cada día más se estaría incorporando a una «civilización planetaria» en la que resulta inevitable la descaracterización de los universos simbólicos regionales o parciales y la reformulación de la sensibilidad en el sentido de una mayor apertura y de otra disposición del público a nuevas experiencias que, por lo demás ya se encontraban presentes en casi todos los niveles de la vida cotidiana. De allí la inevitabilidad de que el artista latinoamericano se encuentra respondiendo a un conjunto de referencias comunes (desde las técnicas a las preocupaciones generales) a la cultura occidental, las cuales constituyen, un presupuesto insosloyable de su trabajo creativo con creciente predominancia sobre los estímulos locales, lo que vendría a legitimar la representatividad, en términos universales y ya no locales, de la producción vanguardista latinoamericana.

El otro extremo de estos planteamientos en el campo de las artes plásticas latinoamericanas, lo constituyen los trabajos de Marta Traba; pero de ellos nos ocuparemos más adelante.

En todos estos casos se trataba, pues, de replantear y responder desde nuevos ángulos a la misma interrogante básica y a la misma preocupación: la de definir en términos estéticos un espacio de legitimación de la producción artística de vanguardia. Pero igualmente, se trataba de dar repuesta a los problemas adicionales que derivaban del proceso de occidentalización o globalización de la cultura latinoamericana y su inevitable proyección sobre sus productos artísticos y literarios y de examinar si la presencia de obvias tendencias universalistas bastaban para definir la cultura latinoamericana, -como lo hizo Haroldo de Campos en su ensayo- como la de «los nuevos bárbaros de la politópica y polifónica civilización planetaria» (7). Ahora bien, si consideramos los términos originales en que fue planteado el problema cuya supervivencia intentamos detectar, es decir, los términos en que bajo diversos ropajes teóricos se ha replanteado desde mediados del siglo XIX la cuestión del carácter y especificidad de la cultura americana y, por tanto, de sus productos artísticos y literarios, lo que Enríquez Ureña denominó «las formas del americanismo», parece posible colocar estas respuestas y estos enfoques de la cuestión de la autonomía cultural del continente, y salvada la debida distancia histórica, en el polo universalista o europeista de aquella primera división de la intelectualidad latinoamericana. Es innecesario insistir en el hecho de que ahora el nivel de complejidad de los planteamientos es incomparable respeto a su versión primaria, lo que sin embargo, no disminuye en nada su vigor y su vigencia como problema teórico no resuelto y como preocupación central de la cultura continental.

Itinerario de la resistencia crítica
Evidentemente el problema crítico a que nos referimos no puede ser planteado hoy día, sin que ello implique un anacronismo, en los términos de la elemental contraposición regional / universal con que lo formuló el siglo XIX. Pero también es preciso tener presente que la imposibilidad de retomar el problema en esos términos no significa que lo que con el se quería designar sea hoy un problema inexistente; prologaron su vigencia aún en el contexto del más elevado nivel de desarrollo de la cultura moderna en el continente lo prueban los textos que estamos comentando, y más aún la cuestiones que en ello se debaten: el problema de la especificidad de la cultura americana enfocada en el marco del proceso de occidentalización o universalización de la misma . Por el contrario, se reformula en la misma medida en que la cultura moderna del continente se diversifica y adquiere mayor complejidad.

Pedro Enríquez Ureña, quien fue uno de nuestros críticos que con mayor penetración supo ver en el debate sobre americanismo y europeísmo que atraviesa todo el siglo XIX, es, al mismo tiempo quien reformula su sentido en términos modernos. En efecto, cuando en su ensayo de 1926, «El descontento y la promesa», (8), examinó las distintas versiones del americanismo literario, señaló con claridad que ese problema no podía consistir para el hombre de este siglo en tomar partido por una u otra tesis, lo cual, además no pasaría de testimoniar una falsa percepción del problema en discusión tanto como de la complejidad misma de la moderna cultura continental cuyo sentido más profundo cristalizaba en la vigencia de aquella misma polémica. Para el dominicano lo americano que debía encontrar expresión en nuestra literatura -y eso le parecía el resultado más nítido de la contraposición regional/universal- no consistía ni en el sustrato precolombino exaltado por unos, ni en la herencia cultural hispánica en la que durante tres siglos habíamos crecido casi con exclusividad, señaladas por otros, ni tampoco en la cultura criolla y mestizada por los que los más prudentes optaban. Porque entretanto, la «expresión americana» había ido tomado cuerpo, no solamente en las obras debatidas y alineadas en uno u otro campo diseñado una estructura compleja y significativa de la diversidad de opciones a que se abría la cultura continental, lo cual parecía claro; sino principalmente en el debate mismo en el que ellas entraban como términos de un discurso abarcante en el que se planteaba por vez primera el problema de la elaboración de una imagen y de un concepto de América Latina como parte integrante del proceso de maduración de sus sociedades. Nuestra «expresión» no podía consistir más que en la cristalización del grado de complejidad alcanzado por la propia sociedad moderna del continente en el camino de la realización de su proyecto de civilización a través de sus productos culturales y, específicamente, de su literatura. La preocupación que en el mismo ensayo manifestó por lo que denominó la «pureza de la obra», originada en la concentración de los escritores en la materia propiamente literaria, lo que era, en último análisis, un resultado de la profesionalización en su actividad, estaba lejos de ser una mera exigencia esteticista, ya que ese carácter de la obra, más que un contenido estético, estaba destinado a expresar el grado de complejidad social alcanzado y el nivel de articulación del sistema literario en la respectiva sociedad nacional y, en último término, latinoamericana.

A un punto de vista similar responde el planteamiento del problema que hace Antonio Cándido al estudiar el período formativa de la literatura brasileña en su Formacão da literatura brasileira, y la ubicación de esa fase formativa en el período romántico antes que en el barroco del siglo XVIII (9).

Entre tanto, el problema de la interpretación del debate en torno a las «formas del americanismo» no involucraba sólo las cuestiones planteadas por el desarrollo de la sociedad urbana que era el marco en que se articulaba el sistema literario en formación. También se hacían presentes determinaciones provenientes de la culturas regionales del continente que interactuaban con el proyecto político urbano, como lo recordó José Luis Martínez en su libro de 1972, Unidad y diversidad de la literatura latinoamericana. (10). En ese libro el autor retornaba al problema que venimos discutiendo desde el punto de vista de su origen histórico, esto es: como parte del proyecto de independencia intelectual una vez que se había consolidado la independencia política del continente. Es, específicamente, el proyecto romántico que encontrará, diversas formulaciones en lo que reste del siglo y del cual la famosa polémica entre Bello y Sarmiento acerca del idioma español de América es sólo una de sus manifestaciones, pues no se restringieron al campo estrictamente literario sino que se proyectó también sobre lo político, donde enfrentó a liberales y conservadores, como lo indicaron el uruguayo J. S. Rodó y el dominicano Pedro Enríquez Ureña. Lo importante en este caso es que las distintas posiciones teóricas (europeísmo, indianismo, criollismo) lejos de expresar mera posiciones teóricas remitían a profundas raíces en los respectivos procesos sociales de las distintas zonas culturales en que se encuentran dividido el continente, lo que adicionaba una fuerte marca regional al debate ideológico. Esa vinculación determinaría en cada caso el profundo arraigo cultural que exhibían las distintas respuestas, a la que deben agregarse las marcas provenientes de las diferenciaciones sociales que a su vez mediaban y eran mediadas por las determinaciones culturales de base. Dentro de estos parámetros que delimitaban el funcionamiento cultural se coloca el problema crítico central de la literatura latinoamericana que Ángel Rama formuló de la siguiente manera refiriéndose a la más reciente narrativa del continente: «Nunca se afirmará suficientemente que la nueva narrativa latinoamericana es un movimiento más que una estética, por lo cual admite plurales orientaciones dentro de un abanico artístico e ideológico que se estructura sobre los dos ejes que ordenan la producción literaria del continente: uno horizontal que registra al acción de la diversas áreas culturales en que está dividida América Latina, y otro vertical que permite visualizar las estratificaciones socio-culturales que se producen en cada de las áreas». La mutua interdeterminación de ambos ejes constituiría el elemento dinámico de la producción cultural y literaria latinoamericana y es el contenido último de lo que denominó el «espesor» de nuestra cultura.

La importancia creciente que para la tradición crítica continental adquiere el reconocimiento de la articulación de su literatura sobre un sustrato cultural profundo que interactúa dinámicamente con la estratificación social determinando el conjunto de nuestra producción cultural e intelectual poniendo en evidencia su profundo sentido regional, no podía menos que encontrar un importante representante en la zona andina del continente en la obra crítica de Antonio Cornejo Polar, quien acuñó el concepto de «Literatura Heterogénea» para designar las literaturas del continente nacidas del encuentro de las formas europeas con un referente americano que las subviertía y redefinía (11). Cabe destacar que un proceso de ese tipo, que por sus características bien podría emparentarse a la metáfora de la Antropófagia, conduce a Cornejo Polar a resultados diametralmente a opuestos a los obtenidos por Haroldo de Campos quien vió en la subversión de las formas europeas el elemento propicio para evadir las determinaciones de la situación local y partir en dirección a un experimentalismo sin precedentes en la literatura del continente. Apreciación crítica que, por otra parte, puede ser explicada en base a la diversidad entre los substratos activos en una «zona abierta» como lo es el litoral brasileño y otra «cerrada» como la región andina del continente. En un texto más reciente, «La literatura latinoamericana y sus literaturas regionales y nacionales como totalidades contradictorias» (12), Cornejo Polar profundizó aún más en el carácter regional y múltiple de la literatura latinoamericana. Esta, última dice, no solamente no debe ser estudiada a partir del concepto europeo que privilegia la llamada literatura culta y erudita, pues la fuerza y la constatación con que irrumpen en ella las formas originales de la cultura americana así como las manifestaciones populares, obliga a una más atenta revisión crítica de las categorías descriptivas y explicativas disponibles, en la medida en que el estudio en profundidad del proceso literario en sus diversas manifestaciones va poniendo de manifiesto su estrecha vinculación con el procesos social y cultural haciendo necesarios nuevos recortes y ordenamientos de su espesor. Esos recortes pondrían de manifiesto una compleja trama de fuentes y manifestaciones que hasta ahora no habrían encontrado cabida en el concepto de literatura con que tradicionalmente se manejó nuestra crítica, como son, principalmente, las manifestaciones orales y que se encuentran profundamente arraigadas en las culturas marginalizadas las cuales -como fue señalado en diversas oportunidades por la crítica- interactúan de un modo activo con nuestra literatura culta, como lo atestigua la tradición literaria regional latinoamericana desde el romanticismo hasta Guimarães Rosa, Rulfo o García Márquez entre otros, pero que ya estaba claramente presente en el vanguardismo de los 20. La vigencia del sustrato regional sería al mismo tiempo un factor de unicidad del concepto de la literatura latinoamericana tanto como de diversidad en la medida en que él determinaría de un modo peculiar y diferenciado las características de la producción literaria de las respectivas regiones. A este recorte habría que sobreponer otro que atendiese ya no a la diversidad de áreas culturales sino a las diversidades nacionales que por lo menos desde inicio del siglo pasado, pero ya también desde los tiempos coloniales, habían ido redefiniendo el espacio latinoamericano fijando tradiciones e historias individualizadas que convergen hacia la caracterización y especificación de la literatura de América Latina en el sentido de acentuar su diversidad aunque también dando lugar a la posibilidad de contactos e intercomunicaciones entre las literaturas de distintos países en un nivel distinto y opuesto a los canales abiertos por el área cultural compartida.

Trasnculturación y Cultura de la resistencia
En otro nivel se situó un recorte más amplio: aquel que intentó aprehender la literatura latinoamericana como una unidad en si misma. Aquí también habría que identificar determinantes que concurren a la realización o al impedimento del proyecto político abierto que es América Latina.

Cabe destacar en este caso la profunda regionalización del concepto de la literatura latinoamericana que resultó de los nuevos enfoques; lo que -adicionalmente- colocó a la crítica literaria del continente ante la exigencia de revisar sus categorías interpretativas a fin de ajustarlas a lo que se representaba cada vez más como una vasta y compleja realidad cultural y literaria. Por otra parte, dicha regionalización del concepto de la literatura de América Latina se insertaba claramente en los parámetros de la tradición crítica que Ángel Rama definió como una «perspectiva culturalista» en virtud de la cual «la producción literaria es considerada como una parte de la más vasta producción cultural que realiza la sociedad latinoamericana». Ahora bien, colocada en este punto de vista, se torna entonces determinantes para la crítica la forma como se interpreta el conjunto del proceso cultural mismo, así como también resulta decisiva la posición que se adopte en lo relativo a la naturaleza y el sentido de los procesos de intercambios culturales que se verifican en el marco de la dependencia.

Este último problema fue tratado con un notable sentido crítico y polémico por Marta Traba en referencia a las artes plásticas, en tanto que el primero fue examinado por Ángel Rama, principalmente en los trabajo reunidos en su Transculturación narrativa en América Latina (13).

Marta Traba fue tal vez, entre los críticos latinoamericanos, quien con más énfasis examinó la cuestión de las repercusiones en el desarrollo de las artes plásticas latinoamericanas que tuvieron los procesos de «intercambio» cultural realizados bajo el signo de la dominación y la dependencia desde el fin de la segunda guerra mundial hasta nuestros días, esto es: específicamente, la fase de formación y desarrollo de las llamadas vanguardias artísticas latinoamericana bajo la influencia predominante de la pintura norteamericana, más específicamente, neoyorkina.

El punto de partida de sus análisis es el mismo al que ya nos hemos referidos en otros momentos des este recuento y que Marta Traba formuló así: «A partir de las guerras de independencia, el tema número uno del continente ha sido el de la dependencia. Bien sea denunciándolo o considerándolo favorable, cambiando su nombre por «condicionamiento», «esclavitud» o «asociación con otras potencias», según obedezca a uno u otro punto de vista; combatiéndola de modo directo, frontal o tangencial; permaneciendo indiferente a ella pero sintiendo su acoso, no ha dejado de gravitar un día sobre nosotros» (14). Ahora bien, continúa Traba, «conseguir mediante la autonomía y la liquidación de la dependencia, una identidad, significaba y significa para el trabajo artístico y literario un delicado problema de utilización de fuentes culturales y de fuentes de lenguaje». Ese proyecto de América Latina, cuya más antigua formulación acaso siga siendo la de la autonomía intelectual del continente, ha sido al mismo tiempo el de la superación de la ofuscación y de las sucesivas cosmovisiones que se han interpuesto entre artista e intelectuales, por una parte, y el propio mundo latinoamericano, por otra: «prismas culturales sucesivos, el español, el francés, el norteamericano se interpusieron entre la realidad y el artista, dificultando sin cesar el enunciado de un proyecto propio». En nuestro tiempo, esta cadena de impedimentos alcanzó uno de sus puntos elevados a partir el fin de la segunda guerra mundial ( y contrastando con la lucidez y el sentido crítico alcanzados por las ciencias sociales latinoamericanas), cuando las artes plásticas del continente se colocaron casi exclusivamente bajo el influjo del movimiento artístico norteamericano, haciendo suyas sus opciones estéticas y minetizando sus códigos, asumiendo una cosmovisión y una actitud frente a los problemas de su propia sociedad que eran en verdad privativos de la sociedad industrial avanzada (y a los cuales respondían con puntualidad los artistas norteamericanos) y que, como fue en varias oportunidades señalado por la crítica, no podían ser traspuestos, sin graves prejuicios para nuestra propia auto-compresión, a los esquemas interpretativos de nuestra realidad. Lo que, finalmente terminó por desvincular la producción plástica del correspondiente universo socio-cultural, de su público real o potencial y de su propia tradición plástica.

Los trabajos de Marta Traba se propusieron desmitificar la ideología vanguardista en el terreno de las artes plásticas y su exacerbado afán de novedad y originalidad, generalmente al precio de la banalidad significativa y de la incompatibilización de las propuestas con el contexto cultural propio. Al mismo tiempo, sus trabajos llamaron la atención sobre los peligros de una modernización artística incontrolada y carente de orientación crítica, tanto por parte de los propios creadores como por parte de la crítica especializada, que en general siguió con fidelidad la aventura vanguardista. Los argumentos que aportó Traba se insertan plenamente en el marco del problema crítico que venimos discutiendo, a cuyo enriquecimiento contribuyó agregando la distinción entre dos tipos de fenómenos de transferencia originados en el contacto entre culturas. Por una parte, aquellos en virtud de los cuales se afirman y fortalecen los nexos de la dependencia cultural y que revisten un carácter eminentemente ideológico. Es el caso, señala Traba, que ejemplifica la recepción acrítica del pop-art norteamericano por parte de los artistas del continente que los condujo, por distintas vías, a un creciente aislamiento respecto a sus contextos socio-culturales de origen. Y, por otra parte, la asimilación creativa fecundante de aquellas propuestas artísticas (como un aspecto de la modernización del trabajo plástico y de la renovación a nivel del lenguaje pictórico) que condujo en algunos casos a los artistas del continente a la elaboración de lenguajes visuales más complejos y modernos sin traicionar las exigencias de reinserción de la investigación estética en los respectivos marcos socio.culturales. Es el caso de lo que Traba denomina la «nacionalización del Pop» norteamericano -para permanecer en el mismo ejemplo- por parte de un grupo de pintores colombianos; es igualmente el caso del renacimiento del dibujo y del grabado como expresión de una voluntad de retomar la dimensión cognoscitiva de la pintura (frente a la exacerbación de los aspectos lúdicos e, incluso, meramente decorativos y de entretenimiento) y su carácter de discurso dotado de un referente real que lo reinsertara en la dimensión comunicativa y le devolviese su capacidad de incidencia sobre su propia sociedad; y, por último, dice, la revalorización del erotismo como vía de recuperación de un lenguaje plástico significante. La identificación de estas tendencias y el reconocimiento de estas líneas de investigación plástica, paralelamente a la generalización de una vanguardia cada vez más fascinada por el esplendor técnico, la condujeron a proponer la tesis de la Cultura de la Resistencia, esto es: al reconocimiento de la vigencia y actuación de un núcleo de resistencia cultural en el continente integrado por pintores, escritores y ensayistas quienes rechazando la modificación refleja en sus respectivos campos de trabajo, supieron aprovechar, sin embargo, los materiales y recursos modernos que conocieron a través de ella, tanto para explorar los recursos de su propia área cultural con inusitada lucidez, como para acentuar la marca regional y culturalmente diversificada del arte latinoamericano: «evadiendo -escribe Traba- la retórica utopista que unió nuestros países en un imaginario bloque latinoamericano, para sumir de frente las diferencias regionales», que colocaron en la base de su propia identidad como artista: tal fue el caso de José Luis Cuevas, en México, de Wilfredo Lam, en Cuba, de Fernando Botero, en Colombia, tal como lo fue también el de Martí, Mariátegui, González Prada; hombres de su región y, por ello mismo, latinoamericanos, tanto como hoy lo son García Márquez, Rulfo, Guimarães, Carpentier…

Bajo esta perspectiva, pues, realizó el amplio y minucioso análisis del desarrollo de las artes plásticas en América Latina a partir de la segunda guerra mundial y hasta la década de los setenta en su libro Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas: 1950/1970 (15). Ese libro, que constituye el primer panorama crítico y orgánicamente interpretativo de las artes plásticas del continente en lo que va de siglo, acaso cuenta entre sus más importantes resultados el haber puesto en evidencia el verdadero signo de la devoración que con tanto entusiasmo afirmaron en la misma época los concretistas brasileños. La devoración existía, en efecto, y formaba parte del antiguo proceso de modernización social y artística del continente; sólo que, como constató Marta Traba en sus estudios, estaba lejos de ser apenas la aplaudida épica maliciosa del caníbal. Al proceder a su registro histórico, ladevoración reveló el carácter que nunca dejó de poseer: el de ser un trueque desigual y desventajoso en virtud del cual se descaracterizó la producción artística al imponer la asimilación ciega de propuestas estéticas y modas artísticas que la subordinaron a una dinámica socio-cultural abstractamente planetaria; y de donde resultaron, en consecuencia, atrofiadas las líneas de investigación estética que se orientaban a la articulación de un lenguaje plástico actualizado (que tanto escapase a la dependencia de nativismo y nacionalismo, incapaces de desarrollar un punto de vista crítico sobre su mundo, como a la dependencia por mimetismo que caracterizó las vanguardias de las décadas de 1959/ 1970) con las características socio-culturales vigentes en sus regiones culturales de origen, sin por ello abandonar la exigencia de modernización e innovación artística, como tampoco la abandonó la narrativa continental. La tesis de la «Cultura de la resistencia» posee otras raíces teóricas además del puntual seguimiento del proceso de las artes plásticas del continente sobre la que se edifica. En efecto, la noción de resistencia cultural propuesta por Traba se remite a la interpretación global del desarrollo de la sociedad y de la cultura modernas en América Latina que, derivándola de los adelantos de la antropología contemporánea en el estudio del comportamiento de las culturas, expuso Ángel Rama en su Transculturación narrativa en América Latina (16). El concepto de transculturación, tal como es empleado por Rama, constituye tanto un concepto descriptivo del proceso social y cultural latinoamericano como un concepto explicativo de la formación de su cultura moderna y de su carácter marcadamente regional.

También su preocupación inicial es la misma que aquí nos viene ocupando: el de la dialéctica de lo externo y lo interno en la producción cultural del continente. Sin embargo, Rama lo aborda desde un punto de vista más amplio, concentrado sus análisis en el proceso general de la modernización burguesa de las sociedades latinoamericanas y en sus repercusiones sobre el comportamiento y configuración actual de sus culturas nacionales-regionales. La modernización, en efecto, puso en marcha un proceso que podríamos denominar traumático y conflictivo por el cual las zonas más directamente expuestas a la pulsión externa de la modernización refleja y, por tanto, de mayor dinamismo social -esto es: las capitales y ciudades portuarias,- la proyectan sobre la zonas rurales cumpliendo la fase expansiva de un modelo de racionalidad económica y de ocupación del espacio que conlleva la distorsión y destrucción de las peculiaridades tanto sociales como culturales de las regiones imponiéndose de ese modo dinámicas divergentes y conduciéndolas compulsivamente a la vía de la modernización social y económica. En virtud de ese proceso, la sociedad rural tradicionalista, caracterizada por la mayor lentitud en las transformaciones, por la pesadez de su dinámica social y por una cultura fuertemente enraizada en la tradición, de donde proviene la vigencia de elementos y concepciones arcaicas, ve dislocados sus ritmos y valores al quedar traumáticamente incorporadas a una dinámica «nacional», dirigida desde los centros urbanos y desde donde le son transmitidos los recién adquiridos valores del progreso y el desarrollo económico burgués tanto como los valores y concepciones artísticas trasvasadas desde los centros metropolitanos. Este proceso configura un cuadro de consolidación económica y territorial de la nación -y de consecuente homogeneización cultural según en patrón de las zonas urbanas dominantes-, en el que encuentran su razón de ser las corrientes regionalistas en el campo político y social tanto como en el artístico y literario que desde finales del siglo pasado y hasta mediados del presente se desarrollaron a lo largo del continente expresando la diversidad del repuestas regionales ante la modernización compulsiva. Esas repuestas, sin embargo, no poseen un carácter meramente opositivo; antes se caracterizan por ser altamente creativas en la medida en que presuponen una apropiación selectiva de los rasgos de la cultura urbana, de sus formas y recursos artísticos implementados en función de una estrategia de supervivencia cultural.

Esquematizando muy rápidamente, el proceso transculturador se desenvuelve en tres fases que Rama ejemplifica a partir del estudio de la narrativa regionalista latinoamericana. En un primer momento el impacto generalizador origina en las culturas regionales un repliegue defensivo que las sumerge en la protección de la cultura materna, aunque también es la fase de mayor destrucción y descaracterización de la cultura receptora que asiste a la suplantación de los valores y patrones tradicionales por los de la cultura invasora. En el segundo momento, dice Rama, al percibir que el repliegue no soluciona ningún problema, se impone el examen crítico de los valores propios, «la selección de algunos de sus componentes, la estimación de la fuerza que los dintingue o de la viabilidad que revelan en el nuevo tiempo» (17). Es la fase de neo-culturación o de asimilación y adaptación de las formas de la cultura invasora de manera de tornarlas vehículos aptos de expresión y circulación de aquellos valores y rasgos culturales que tanto expresan el conflicto del momento neo-culturador como preserven la identidad cultural en trance de extinción. En el tercer momento, el impacto modernizador es asimilado por la cultura regional poniendo de manifiesto la plasticidad de las culturas y su capacidad para adoptar y sobrevivir en las nuevas condiciones produciendo formas enteramente originales, tanto respecto a la cultura invasora como respecto a aquella tradicionalista.

El punto de vista que acabamos de resumir con extremada brevedad, constituye una respuesta explícita al problema de la transferencia cultural o, en términos más simples, al dilema de lo interno y lo externo en el proceso cultural latinoamericano. En esa misma medida, proporciona sustentación teórica a la tesis de la resistencia cultural a que se refirió Marta Traba en sus trabajos, entendiéndose como un momento de asimilación selectiva y creatividad por parte de la cultura regional. Por último, desarrolla la tesis de la supervivencia del regionalismo que expuso Antonio Cándido en su «Literatura y subdesarrollo».

Cabe recordar -porque además ha estado gravitando permanentemente sobre este trabajo- que también respuesta al mismo problema fue la metáfora de Caliban.

La aparición del Manifiesto Antropófago en 1928, planteó frente del vasto procesos de renovación artística que llevaron a cabo las vanguardias del continente, la pregunta por la ubicación de ese mismo proceso en el marco de la evolución socio-cultural del continente. El Manifiesto, visto desde este punto de vista, es ante todo una repuesta a la pregunta cerca de como hemos llegado a ser lo que somos como cultura; no tanto «lo que somos», lo cual continúa siendo más o menos una incognitiva para nosotros, sino como hemos llegado al estado actual de nuestra evolución cultural. Dicho en otras palabras: la repuesta a la pregunta por lo que somos, presupone en estos textos el planteamiento de la cuestión acerca de como hemos llegado a serlo. Como parte de esa misma repuesta, y en la medida en que elmanifiesto toca ambas cuestiones, él se delinea entonces como un texto esencialmente interpretativo que se coloca espontáneamente en el horizonte de una antropología cultural (muy próxima, por tanto de otros textos claves del período en que surge, como la Raza Cósmica, de José Vasconcelos, los Seis ensayos de interpretación de la realidad peruana, de Manriátegui o, Casa Grande e Zenzala, de G. Freyre, Raíces do Brasil y Visão do Paraíso de S. B. de Holanda; incluso, aunque anterior, el Ariel de Rodó) y de una teoría de la cultura americana en la medida en que también se propuso dar cuenta de su originalidad y su especificidad. En este sentido del Manifiesto Antropófago, puede encajarse dentro del universo de problemas que hemos venido examinando e, incluso, considerarlo, más exactamente, dentro del abanico de concepciones del americanismo cultural y literario del que habló Enríquez Ureña, respecto al cual representa un momento de búsqueda del equilibrio sin dejar por ello de reivindicar la raíz cultural autóctona.

Dentro de la misma perspectiva puede ser entendida la metáfora de Calibán. Al igual que ocurre en el Manifiesto, la visión de América Latina con la que trabaja reproduce el esquema dual nosotros / ellos, colonizadores / colonizados que fue común, y al parecer siguió siéndolo, a la preocupaciones de nuestros intelectuales. Del carácter específico de nuestra cultura y nuestra literatura. aunque cabe señalar, en la propuesta del cubano Fernández Retamar, la rearticulación del mito shakespireano con un contenido político, o mejor, dicho, la interpretación política del conflicto cultural articulada al proceso de la revolución Cubana que, sin duda, es otro componente esencial para le replanteo contemporáneo del drama cultural latinoamericano.

NOTAS
1.-Manejo de la versión española aparecida en América Latina en su literatura, México, Siglo XXI, 1976.
2.-Haroldo de Campos, «Da razão antropofágica: a Europa sob o signo da devoracão», en : Coloquio / Letras, N° 62, Julho 1981. Lisboa, Gulbenkian.
3.-Haroldo de Campos, Op. Cit.
4.-Julio Cortazar, Oscal Collazos, M. Vargas Llosa, Literatura en la revolución y revolución en la literatura, México, Siglo XXI, 1983.
5.-Carlos Fuentes, La nueva novela latinoamericana, México Joaquín Mortiz, 1974.
6.-Juan Acha, «La necesidad latinoamericana de redefinir el arte», en Ensayos y ponencias latinoamericanas, Caracas, Ediciones de la Galería de Arte Nacional, 1984.
7.-Haroldo de Campos, Op. Cit.
8.-Pedro Enríquez Ureña, Seis ensayos en busca de nuestra expresión, en Obra Crítica, México, Fondo de Cultura Económica.
9.-Antonio Cándido, Formação da Literatura brasileira, Belo Horizonte, Edit. Itatiaia, 1975 (5° edición). Una discusión de este tópico en: Haroldo de Campos, O sequestro do Barroco na Formação da literatura Brasileira, Bahia, Casa de Jorge Amado, 1989. Véase mi comentario al libro de Campos en A. Martínez, Ruido de Fondo. Arqueología de Temas Latinoamericanos, Caracas, fondo Editorial Tropykos, 1975
10.-José Luis Martínez, Unidad y diversidad de la cultura latinoamericana, México Joaquín Mortiz, 1976.
11.-Antonio Carrejo Polar, Literatura y Sociedad en el Perú: la novela indigenista, Lima, Lasontay, Biblioteca de Cultura Andina.
12.-Antonio Correjo Polar, Mimeo.
13.-Ángel Rama, Transculturación narrativa en América Latina, México, Siglo XXI, 1983.
14.-Fernando Alegría y otros, Literatura y praxis en América Latina, Caracas, Monte Ávila. (el trabajo de Marta Traba editado en este mismo volumen se titula «Cultura de la resistencia»).
15.-Marta Traba, Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas, 1980 / 1970, México Siglo XXI, 1973.
16.-Ángel Rama, Transculturación narrativa…, pag. 28.
17.-Op. Cit.

 

Print Friendly, PDF & Email


Tweet



Comentar

Requerido.

Requerido.




 


Critica.cl / subir ▴