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Geografías no-racionales: la percepción del espacio en la cuentística de Juan Rulfo.

por Daniel Avechuco Cabrera
Artículo publicado el 22/01/2010

Quizás en un silencioso acto de rebeldía, muchos de los personajes de El Llano en llamas, por no decir todos, viven continuamente ensimismados. El hombre rulfiano absorbe trozos de realidad, los procesa en su interior y luego los externaliza a través de la palabra; de ahí que sean pocas las narraciones que no estén ejecutadas en forma de monólogo o, en menor medida, a modo de soliloquio. Tal procesamiento de la realidad implica sin duda un reordenamiento muy personal, muy subjetivo. Así, desde el interior, a través de la mirada y de los demás sentidos, los personajes de Rulfo modifican esa realidad que, acaso por mera fatalidad —o en ciertas ocasiones por circunstancias históricas muy concretas—, les ha tocado.

A veces las disposiciones psíquica y emocional del personaje inspiran una modificación negativa del entorno, y entonces el animismo de la naturaleza, como la respiración y la voracidad del río que no puede cruzar José Alcancía en “El hombre”, alcanza dimensiones hostiles y destructoras; a veces, en cambio, se transforma la realidad para bien y la tierra, como en “Nos han dado la tierra”, se vuelve una extensión de la carne del cuerpo y los ladridos de los perros adquieren el estatuto de símbolo de la vitalidad. El animismo adverso, en el primer ejemplo, y la simbolización, en el segundo, son relaciones muy específicas con el exterior que los personajes de los cuentos establecen por necesidad; son formas de comunicación y discernimiento y a la vez tablas de salvación, al menos de salvación espiritual. Estas formas, además, generan un discurso que explica el mundo «de otro modo»: “El hombre se reconoce y expresa en el lenguaje de sus símbolos y de sus mitos mucho más profundamente que cuando lo hace sólo con el lenguaje de la causalidad y de la razón” (Jiménez de Báez, “Destrucción…” 584). Tal lenguaje simbólico permite darle significado, aunque sea uno negativo, a la variada contingencia. Jiménez de Báez habla de causalidad y de razón, y yo agregaría a la historia como ese otro discurso que, en el universo rulfiano, no concede herramientas para la obtención de sentido.

Todo lo anteriormente señalado, me parece, es consecuencia directa del modo en que los seres rulfianos han sido situados en el mundo. Lejos del urbanismo, de las instituciones más elementales que ofrecen orden y simetría a un grupo, los personajes que desfilan por El Llano en llamas quedan expuestos a la intemperie con el símbolo como único lenguaje intermediario; esto es, no hay aparatos propiamente conceptuales entre el campesino rulfiano y su realidad. Hablamos casi de una inmediatez concreta, que se torna el fundamento principal en la vinculación del ser con el entorno. Por lo tanto, toda experimentación es de carácter primario, mas no por eso es sencillo; la complejidad de la percepción simbólica del mundo no es menor que la complejidad del mundo percibido desde la más austera racionalidad, pues el sinfín de categorías lógicas para aprehender el entorno se corresponde con la pluralidad de posibilidades que concede la exploración sensorial. Más allá de su aparente irreductibilidad, ambas formas de apreciación, en todo caso, son complementarias, juntas favorecen el conocimiento integral del universo.

De esta nueva forma de «leer» el mundo, me interesa resaltar aquello que concierne a las construcciones discursivas de los espacios. A propósito de la espacialidad dominante en los relatos de Juan Rulfo, apunta Jaime Concha: “Pocas veces, que yo sepa, hay indicación de izquierda o derecha, pues eso supondría una marca cultural demasiado ‘evolucionada’; y, salvo corrección ulterior, en todo El Llano en llamas no he encontrado sino una referencia al ‘sur’, al comienzo de ‘Luvina’” (206). Y aun ese ‘sur’ que aparece en “Luvina” pierde su estatus como categoría abstracta de orientación puesto que el lector nunca logra localizar dicho punto cardinal en un sistema completo; de manera que el sur de “Luvina”, más que valor locativo, tiene implicaciones puramente descriptivas [2]. Poco importan las razones por las que los personajes de Rulfo no manejen los sistemas conceptuales básicos de la espacialidad (izquierdo, derecha; norte, sur, este, oeste, etcétera); la verdadera relevancia radica en esa necesidad de apelar a formas primarias de orientación, las cuales tienen que ver más con la sensibilidad simbólica que con la apreciación racional.

En este modo alterno de concebir y entender los espacios, no extraña la proliferación de deícticos diseminados por todo El Llano en llamas. Si bien, como puntualiza Jaime Concha, la detección y análisis de estos deícticos han sido acciones dirigidas al estudio de las formas de la oralidad —aspecto que, por otro lado, representa un campo fértil—, no cabe duda de que tal abundancia, además, tiene un nexo importante con el proceso de subjetivización a que es sometida la espacialidad construida predominantemente desde los sentidos. Los deícticos «aquí», «allá», «acá», entre otros, y las construcciones reiteradas del tipo «cerca de mí», «lejos de mí» tienen como fundamento la ubicación central del sujeto que aprehende, lo cual lo convierte en el eje a partir del cual se movilizan las coordenadas que, por lo mismo, nunca son fijas [3].

Si al desplazamiento fertilizante del sujeto creador le agregamos la percepción predispuesta por los estados psíquico y emocional de la que hablamos anteriormente, tendremos como resultado una forma múltiple de experimentar un mismo espacio. Éste, entonces, deviene identidad en la medida en que, como en “El hombre” o en “La Cuesta de las Comadres” adquiere valor simpático o antagónico, en tanto que se enfrenta al ser humano, al que intenta ayudar o aplacar, regresarlo al paraíso o bien reducirlo a las cenizas. Según Gustavo Fares, y estoy de acuerdo con él, a la mitificación del espacio en El Llano en llamas le precede una voluntad regresionista, en el sentido positivo del término: “La esperanza de realización de un espacio mejor, o al menos diferente, en donde el ser pueda manifestarse plenamente y que restituya a la experiencia su densidad original” (Imaginar 49).

Así pues, la concepción de los espacios por parte de los hombres rulfianos obedece a una nostalgia similar a la que promueve la concepción de la temporalidad: el retorno a los orígenes. Como veremos más adelante en los análisis de dos cuentos, a esta búsqueda del origen le es inmanente la negación de los espacios de la Historia, siempre ausente. La gran mayoría de los cuentos de la colección están articulados a partir de un narrador en primera persona o de varias voces que, por su extensión, adquieren estatus de narrador. Este patrón no sólo concierne a los acercamientos estilísticos, ya que revelan esa apetencia del hombre mítico de, lo mismo que con la temporalidad, ser el creador o al menos el que reconfigure el entorno. Se trata, al final de cuentas, de la necesidad mítica de singularizar los espacios, de diferenciarlos, de romper con la homogeneidad estéril que tratan de imponer los lineamientos de un pensamiento racional en pugna.

Aspectos teóricos sobre la espacialidad mítica
Es un hecho que son pocos los estudiosos del mito que han puesto especial atención en la naturaleza de la espacialidad concebida desde el pensamiento mítico. Claude Levi-Strauss, más interesado en el nivel sintáctico de los relatos míticos, apenas escribe algunas líneas sobre la filosofía detrás del mito, y como consecuencia, sus aportaciones acerca de los espacios son muy escasas. Por su lado, Gilbert Durand, a pesar de que su obra es realmente voluminosa y comprende no nada más aspectos míticos sino también simbólicos, rituales e incluso aspectos sociológicos, no desarrolla con profundidad el tema [4] de la espacialidad en virtud de un mayor enfoque en otras cuestiones. Ni siquiera Lluís Duch, cuyo trabajo fundamental, titulado Mito, interpretación y cultura, es de corte recopilatorio y tiene la intención de ser totalizante, exhaustiva, le dedica algún apartado al tema de la espacialidad mítica.

Desde la antigüedad, existen más que nada reflexiones sobre espacios específicos alusivos a mitologías concretas. No faltan los ensayos acerca de la arcadia helena, o acerca de los espacios judeocristianos como el infierno, el purgatorio y el paraíso. No obstante, poca información hay sobre las bases comunes que soportan las construcciones de estos espacios. Y es que ante lo imponente que resulta el estudio de la temporalidad en relación al discurso mítico, parece ser que la discusión sobre la naturaleza de los espacios se vuelve ancilar del primero, sobre todo si se piensa —como lo pensaría, desde luego, el discurso racionalista— que las consideraciones en torno al tiempo se pueden, sin mayor problema, extender a las del espacio. Sin embargo, como trataremos de ver en este apartado, para el discurso mítico el topos no funciona en coordinación con el cronos ni tienen la misma línea de comportamiento, de manera que el primero ofrece particularidades ajenas al fenómeno temporal.

De entre todos los estudiosos del mito, son Ernst Cassirer y Mircea Eliade los que, desde posturas muy distintas, ofrecen la reflexión más completa de la problemática autónoma que representa la noción de espacio concebida por el pensamiento mítico. Con las aportaciones de ambos autores, intentaremos llegar al concepto de espacialidad que tenía el hombre del mito.

Resulta interesante observar que existe una revolución en la visión de Cassirer respecto de la complejidad del pensar del hombre mítico. En su obra más temprana, Antropología filosófica, a pesar de que se señalan muchos de los aspectos más importantes de la mentalidad mítica, es evidente un marcado acento evolucionista; esto se puede verificar más que nada en la idea de progreso que maneja. En esta obra, Cassirer dice que el hombre, “no de una manera inmediata sino mediante un proceso mental verdaderamente complejo y difícil, llega a la idea de espacio abstracto, y esta idea es la que abre paso no sólo para un nuevo campo del conocimiento sino para una dirección enteramente nueva de su vida cultural” (73). Como bien puede constatarse, en esta cita se huele todavía la idea occidental por antonomasia de que el paso de lo concreto a lo abstracto —el «milagro heleno», expresa Lluís Duch con humor— no es un mero acontecimiento histórico sino el curso natural del desarrollo del intelecto. Por tanto, en Antropología filosófica aún se utilizan los conceptos de «hombre primitivo» y «hombre moderno» al igual que si fueran los polos de una única línea ascendente, y no tanto variantes epistemológicas como, tiempo más tarde, otros estudiosos del mito —Mircea Eliade, Jung, Gilbert Durand, Kolakowski, Carlos García Gual, Hans Georg Gadamer, etcétera— lo considerarán.

Para cuando escribe su Filosofía de las formas simbólicas, Cassirer ya ha planteado otro esquema respecto a las distinciones que existen entre los pensamientos primitivo y moderno. Entonces ya concibe al hombre como un animal que tiene la capacidad de leer —leer e interpretar— la realidad a través de una red de símbolos, conformada por las narraciones míticas, la religión, el arte, la lengua y la ciencia. Aunque Cassirer sigue sosteniendo que hay diferencias importantes entre un tipo de pensar y otro, éstas ya no se representan como diferencias cualitativas sino de naturaleza. Por lo tanto, la abstracción de la espacialidad deja de ser considerada la punta de una línea que avanza diagonalmente hacia arriba, en cuya base se hallan los espacios del pensamiento mítico. Al contrario, en un hecho paradójico si no perdemos de vista la propuesta de Cassirer en Antropología filosófica, la capacidad mítica de captar un espacio está colocada en un estatus superior en la medida en que, independientemente de su grado de objetividad, dicen más de la experiencia del ser en virtud de la participación de todos los sentidos.

Para el hombre mítico, el «aquí» y el «ahora» no son un mero aquí y ahora, es decir, términos de una relación universal —y por ende impersonal— que puede ser la misma para los distintos contenidos, sino que cada punto, cada elemento posee un «aquí», una tonalidad singular y concreta (Cassirer). Esta concreción y singularidad son dinámicas, de modo que nunca podrá hablarse de una homogeneización del entorno; todo lo contrario a la concepción racional del espacio, que está sustentada en los tres rasgos fundamentales de continuidad, infinitud y uniformidad. El dato neurálgico es que para la realización plena de este trío de características es necesaria la ausencia del sujeto, pues la naturaleza de éste es heterogénea y finita, cualidades que se oponen a esa uniformidad a la que apela la espacialidad de la razón. El hombre mítico, en cambio, experimenta su espacio, no lo intelectualiza; por tal motivo Gilbert Durand dice que el espacio «pensado» es sustituido por un espacio «vivido» [5] (Ciencia 50).Visualizado así el espacio, cada desplazamiento del hombre genera nuevas zonas singulares y concretas. Existe, además, una transformación continua de las coordenadas; los valores, por tanto, son cambiantes: cuando un hombre, luego de una larga y extenuante caminata, arriba al esperado «allá», este punto se convierte —sin importarle las coordenadas universales— en un «aquí» totalmente distinto del que se concebía desde la lejanía y que, tal vez, generaba sentimientos ya sea de esperanza o pesimismo. Esta clase de sentimientos, precisamente, son los que están ausentes en las coordenadas del espacio racional. Y es que, dentro de la dimensión del mito, la disposición anímica no hará otra cosa que alargar o extender las distancias, aunque, racionalmente, hablemos de una longitud fija y objetiva. La espacialidad mítica, pues, nunca es estable en el sentido de que, como señala Durand, “ningún desplazamiento deja indiferente a la extensión de cualquier espacio” (Ciencia 50). Estas características de la percepción mítica de los espacios rompen con las supuestas homogeneidad y continuidad del racionalismo.

En resumen, con Cassirer tenemos que la concepción de la espacialidad del mito permite poner sobre la mesa una serie de particularidades significativas que el racionalismo, lo mismo que con el tiempo, elimina para obtener la ansiada objetividad. Es sobre todo la presencia del sujeto, su actuación como punto céntrico, el detonante de estas particularidades: a través de su sus sentidos, los valores que se presumen rígidos, como las coordenadas, las distancias, las dimensiones, etcétera, se tornan flexibles en el nivel de la conciencia.

A diferencia de Ernst Cassirer, Mircea Eliade enfoca su atención en espacialidades mitológicas más precisas. Una de ellas es el Centro, un espacio de carácter simbólico de suma importancia para la mentalidad mítica. Antes vimos que, según la definición de mito de Eliade, el pensar del hombre mítico era un pensar paradigmático en la medida en que su desenvolvimiento en el mundo constituía la repetición de ciertos actos. Pues bien, la concepción de espacialidad también es de corte paradigmática. De manera que para el hombre del mito, el Centro represente el principio fundamental pues “lo que es fundado lo es en el Centro del Mundo (puesto que, como sabemos, la Creación misma se efectuó a partir de un centro” (Eliade, El mito 31). Como consecuencia, las zonas periféricas, al estar alejadas del centro fundacional, ordenador y civilizado, deviene caos y barbarie. Una vez ubicado este centro, la arquitectura, lo mismo secular que sagrada, viene a reafirmar este esquema: según Eliade, la función de los templos o edificios políticamente importantes en el interior de una ciudad es simbolizar ese Centro que sostiene al mundo puesto en orden.

Podemos inferir que, detrás de su propuesta, Mircea Eliade está sugiriendo la heterogeneidad del espacio en virtud de ciertas intenciones; así como existen un tiempo profano y uno sagrado —durante el cual el hombre mítico se torna contemporáneo de sus antepasados ejemplares—, existen un espacio vacío, uniforme y continuo, y uno lleno de significaciones dependiendo de su ubicación, de su cercanía con el Centro ordenador o con la periferia del caos. El espacio es experimentado no como un aspecto autónomo, ajeno a la conciencia mitológica de las cosas, sino como un territorio lleno de signos que el hombre del mito sabrá descifrar. A propósito de esto, dice Pabello Olmos: “el hombre mítico es el que le confiere un sentido al paisaje; a su vez, el paisaje es el que le asegura completa realidad a la existencia del hombre. La realidad humana es vivida directamente como presencia, adherencia, a un modo localizado con mucha exactitud” (13). En este sentido, la espacialidad —lo mismo que en Cassirer— adquiere una dimensión subjetiva y, como consecuencia inmediata, se distancia del espacio racional, en el que las matemáticas tiranizan las coordenadas, siempre idénticas, siempre vacías de significado más allá del geométrico. Lo interesante es que, según el planteamiento de Eliade, el hombre mítico concibe un espacio que por sus características puede empatarse con el racional; pero al lado de éste, concibe otro, el consagrado, el que posee sentido trascendente porque vincula al ser con otras regiones.

En fin, no se trata de enfrentar los conceptos de espacio que, respectivamente, los discursos del mito y de la razón construyen y proclamar un vencedor. Se trata, más bien, de integrar las dos voces —tan legítimas una como la otra— con el fin de conseguir una comprensión más completa de las complejas relaciones entre el hombre y el lugar por donde camina.

“Luvina”: los espacios discontinuos
Cuando hacemos una revisión de la crítica sobre “Luvina”, enseguida nos percatamos de que se subrayan con insistencia dos aspectos: 1) se trata de un cuento que antepone el desarrollo del ambiente a la acción de los personajes [6]; 2) es el texto que funge como enlace entre El Llano en llamas y Pedro Páramo. Pues bien, este par de certidumbres, bien argumentadas por los críticos y a las que en términos generales me afilio sin reticencia alguna, giran, me parece, alrededor de un mismo elemento: la singularidad del espacio. Aunque muchas de las características espaciales presentes en este relato están esparcidas en los demás cuentos del conjunto, es precisamente en “Luvina” donde se detona una espacialización que, como trataremos de comprobar, se perfila como mítica.

Primero tenemos que la configuración de San Juan Luvina, nombre completo del lugar al que se refiere el relato, la hace un personaje de quien sólo sabemos que fue maestro y que estuvo en tal poblado durante más de quince años. Se trata, pues, de un ejercicio de memoria y de una narración que soporta los embates de la distancia temporal. Lo mismo que en otros cuentos (especialmente “La Cuesta de las Comadres”, “Nos han dado la tierra”, “Talpa” y “Macario”), en “Luvina” es de verdadera importancia el hecho de que sea el personaje central del conflicto el que construya mediante el discurso el espacio de acción. Y es que es tal la vitalidad de las palabras con que el narrador evoca el espacio, que éste, como decíamos en las reflexiones teóricas, cobra una identidad propia respecto de otros espacios vecinos y desarticula la homogeneidad del topos lógico. En este sentido, Luvina es, como bien señala Alicia Llarena, una imagen que no parte de la realidad física sino del recuerdo, de la interioridad:

Luvina no como espejo concreto de cierta porción de la realidad mexicana, ni como geografía física, tangible, sino como una imagen creándose, en proceso, a sí misma, a través de una actitud conciliadora entre ficción y realidad, centrada justamente en aquel que nos aporta información, el hombre que la cuenta y de este modo la procesa. (247)

Este proceso de creación trae como consecuencia un efecto de discontinuidad entre el espacio evocado, San Juan Luvina, y el espacio desde donde se evoca, la cantina. La palabra del narrador nos sabe a las palabras de quien ha visitado otro plano, uno que se rige bajo sus propias leyes. A propósito de esto, apunta Carlos Huaman: “El cuento nos muestra dos mundos, insertados el uno dentro del otro” (58); sin embargo, creo que la particularidad de la configuración de los dos espacios de “Luvina” reside, más bien, en la ajenidad que un lugar tiene respecto al otro; por tanto, no podemos hablar estrictamente de la existencia de un mundo dentro del otro, sino de dos mundos distintos en calidad aunque yuxtapuestos.

La crítica ha sido unánime acerca de las características opuestas de los dos espacios que presenta el relato. San Juan Luvina está configurado como un pueblo fantasma, donde no hay nada para comer y lo único que existe para matar la sed es un mezcal no muy bueno. Es un lugar en el que sus habitantes parecen estar muertos y en donde, paradójicamente, los elementos del ambiente se han humanizado. El animismo de la naturaleza acentúa aún más la inmovilidad de los habitantes, una inmovilidad que, a su vez, redobla la atmósfera fúnebre. Es este halo mortuorio el eje que unifica todas las descripciones: “aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto” (113). Y al anquilosamiento y a lo fúnebre se le aúna un perpetuo sentimiento de tristeza cuyo origen se desconoce: “Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara” (114). De este modo, la descripción en sus distintos niveles arroja una serie de calificativos que, en su conjunto, configura una isotopía del «no ser»: la imposibilidad de la vida, la infertilidad de las tierras, la negación de la felicidad.

Del lado contrario, el espacio de la cantina se funda sobre todo en el vitalismo de sus elementos, caracterizado por el constante sonido y el dinamismo: “Hasta ellos llegaban el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines; el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la entrada” (113). Más adelante se repite la descripción en términos casi idénticos: “Allá afuera seguía oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños jugando” (115). Y casi al final del texto, en caso de que al lector se le haya olvidado, el narrador dice por tercera vez: “Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los troncos de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo de la puerta se asomaban las estrellas” (121). Lo mismo que en la reiteración de elementos fúnebres en San Juan Luvina, en el espacio de la cantina se redunda en ciertos elementos descriptivos que unifica tonalmente [7] (Pimentel) la espacialidad.

No hay duda al respecto: son dos espacios, el de la vida y la muerte. Detrás de sus respectivas ambientaciones, sin embargo, resulta de mayor relevancia encontrar sus correspondientes cosmovisiones. En San Juan Luvina existe una percepción “distinta, simbólica, lírica, poética de la realidad. Una aceptación subjetiva del medio […]. Y además, no se define sólo esa percepción entre las gentes, sino también en el mismo narrador, que oscila ahora en un viaje contrario, trasladándonos de nuevo de los simbólico a lo netamente real” (Llarena 245), mientras que la cantina “es el lugar donde se habla y se razona, donde se trata de entender y de convencer, donde prima la lógica”; “es el epítome de la civilización tal como se presenta en una estructura de pensamiento identificada con la lógica aristotélica y con la producción de objetos en el mundo” (Fares, Ensayos 35, 32). Así pues, Luvina y la cantina son dos espacios que, en teoría, son complementarios porque unificados brindan una imagen cabal de la experiencia del hombre, que piensa y que intuye, que nace y luego muere, que cultiva la razón al tiempo que celebra el mito.

¿Cuál es, entonces, el motivo de la fragmentación? Roberto Echavarren ve la clave en la naturaleza contextual de los dos lugares; en tanto que el espacio de la cantina, argumenta, se sustenta en lo social, San Juan Luvina lo hace en la irrealidad:

En el lugar se desconstruye lo que en el contexto social se construye: Luvina es el sitio del no-trabajo, de la catástrofe y de la carencia, mientras que la tienda de bebidas es el lugar de las transacciones, del orden, de la planificación. Luvina es el sitio de los sucesos incomprensibles, desagradables, angustiantes […] la tienda de bebidas es la oportunidad de alivio, de recreo. (160)

Por otro lado, Friedhelm Schmidt señala que con “Luvina” Rulfo busca hacer una inversión de los valores que, desde una perspectiva sobre todo política, poseen las direcciones «arriba» y «abajo»; la configuración de los dos espacios, dice, obedece a la búsqueda de una resemantización de estas direcciones que tienen una carga muy evidente. Gustavo Fares apuesta por una lectura histórico-cultural. Para él, la predominancia de un orden mágico, onírico en San Juan Luvina obedece a las reminiscencias del pensamiento indígena en determinadas zonas de México. El bar, en este sentido, representaría el sector citadino, que no logra asimilar un orden que no sea el de la lógica.

Aunque concuerdo en algunos puntos con los críticos anteriores —sobre todo en aquellos señalamientos de que el espacio de la cantina está construido con los parámetros de la razón—, me parece que el motivo de la diferenciación de los espacios habrá que encontrarlo en dos lugares: 1) en el trayecto del personaje que a la postre será el narrador y 2) en las circunstancias históricas que el cuento expone.

Antes dijimos que la configuración de San Juan Luvina era un ejercicio de memoria. Ahora bien, este ejercicio de memoria está mediado por un sentimiento de decepción producto de la falta de compromiso de un gobierno que, según dicen los pobladores, no tiene madre: “En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas. Usted sabe que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plata encima para plasmarla en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo” (120). El agente externo nada más viene por carroña: “El señor [i.e., el gobierno] ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno de los muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe” (119). El narrador, pues, ha trazado un trayecto desde un lugar al que no ingresa la Historia (de ahí la inmovilidad de San Juan Luvina) a uno donde aquélla motiva el dinamismo y las imágenes llenas de vitalidad. En el instante de la narración, la voz del maestro registra ya dos espacios cualitativamente distantes aunque próximos en el ámbito geográfico.

El discurso del narrador hilvana con tanta pericia el material de la realidad fáctica con su «región metafórica», como la llama Alicia Llarena, que al final del relato no nos cabe duda alguna de que entre San Juan Luvina y la zona de la cantina hay una discontinuidad propia de los espacios míticos. Tal discontinuidad está presente en distintos niveles. A un nivel, digamos, topográfico, se concretiza en la medida en que “Luvina se ubica en el «más alto» de los cerros del sur, mientras que la tienda de bebidas se encuentra sin duda en un valle fértil por donde pasa un río” (Echavarren 168). Se trata, como mera introducción, de una discontinuidad física, entre una posición de verticalidad con otra de horizontalidad. Conforme avanzamos en la lectura de “Luvina”, sin embargo, nos iremos dando cuenta de que esta oposición puramente topográfica genera una ruptura más de fondo, lo cual crea una escisión que arroja como resultado el nacimiento de otra calidad locativa: “La confrontación del maestro con la extrema pobreza en Luvina y con la vida desesperante de sus habitantes que solamente esperan el momento de morir, produce en él un sentimiento de perturbación. El contraste entre sus ideales y la vida real en Luvina es tal, que se siente como si estuviera en otro país” (Schmidt 237). En efecto, ya no se trata de dos regiones de un mismo mundo sino de dos mundos distintos, con códigos propios.

La crítica (Varela Jácome, José Alfonzo, entre otros) ha visto en la cantina un umbral, una puerta de acceso a ese otro mundo que es San Juan Luvina. Esta interpretación secunda nuestra lectura sobre la discontinuidad puesto que todo acto ritual supone el traspaso de un umbral, lo cual implica una transformación, sea o no momentánea, de las categorías tanto espaciales como temporales. Pongamos como ejemplo el descenso a los infiernos en la Odisea. Antes de bajar, Ulises tiene que llevar a cabo una serie de actos de carácter ritual; se prepara para un cambio de espacio, uno en el que el tiempo o el binomio vida/muerte no existe. Para Ulises, Eneas, Teseo, Heracles, Orfeo, la línea entre la superficie y las profundidades infernales supone un trastrocamiento de la lógica. En “Luvina”, la narración del antiguo maestro funge como el ritual de preparación; el nuevo maestro está a punto de cruzar una línea definitiva, de penetrar en un mundo ajeno.

Hasta el momento, las desemejanzas apuntadas entre los dos espacios del relato pueden, sin mayor problema, ser explicadas a partir de esquemas racionalistas; no obstante, Juan Rulfo lleva el fenómeno de la discontinuidad al extremo cuando crea para los lugares dos temporalidades distintas, lo cual rompe con todo vínculo lógico. El narrador describe la atmósfera de la cantina y sus alrededores de la siguiente manera: “Y afuera seguía avanzando la noche”; más adelante agrega: “seguía oyéndose el batallar del río”; ambos fragmentos del texto proyectan una fluidez temporal propia de un mundo que conoce el dinamismo, el progreso en la acepción historicista de la palabra. En el nivel semántico, este progreso se simboliza en el movimiento continuo de la corriente del río. Por el contrario, en San Juan Luvina “es muy largo” el tiempo, o bien se vive “sin tiempo, como si vivieran siempre en la eternidad” (118). De esta manera, Rulfo “establece una dimensión temporal para Luvina con vida propia, independiente de la del plano temporal del hombre que relata” (Cannon 209). Esta doble temporalidad implica dos modos distintos de consumir las energías de la vitalidad. Cuando el arriero llevó en su carreta al maestro hasta la entrada de San Juan Luvina, aquél quiso alejarse del lugar de inmediato porque “aquí se fregarían más [los animales]” (115). Más adelante dice el narrador: “Allá viví. Allá dejé la vida…Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado” (115). Es decir, aunque en Luvina el trascurso del tiempo queda estancado, el consumo de la vida parece vertiginoso.

En las mitologías podemos observar una serie de espacios discontinuos. Los más conocidos son los que corresponden al pensamiento judeocristiano: la tierra, el cielo y el infierno. Al pasar de la tierra al infierno, no sólo se produce un cambio de temporalidad (las llamas del averno son eternas, la estancia terrenal finita), sino también de las formas de asumir la existencia. Lo mismo podríamos decir, sin olvidar los matices diferenciadores, de los espacios de la mitología grecolatina: la tierra, los campos Elíseos y el Tártaro. Y así en toda mitología registrada. Son espacios discontinuos porque operan bajo la condición de romper con la homogeneidad de la espacialidad concebida desde el pensamiento racionalista. El narrador del relato en cuestión es muy claro al dar a entender que San Juan Luvina ha sido abandonado por la Historia. Es un espacio cerrado, una burbuja en la punta de un cerro, ignorante de los acontecimientos de allá afuera, del exterior que le tiene sin cuidado. En “La Cuesta de las Comadres”, la ausencia de la historia también implica un reordenamiento de la realidad; en este relato, sin embargo, no se metaforiza el espacio al grado de crear, como en “Luvina”, un mundo autónomo, ajeno a los parámetros racionales:

Luvina y Comala —el paraíso que se ha convertido en un infierno terrenal— escapan a cualquier tiempo y espacio convirtiéndose en ‘topos’ literarios de amplia tradición, con tonalidades bíblicas, míticas, medievales y góticas, para constituirse en unos lugares donde el hastío, la soledad y lo fúnebre adquieren una traza romántica de sinuosidades laberínticas y de imposible salida. (De la Fuente 97-98)

Así, en vez de caer en la denuncia social directa, en la queja realista por antonomasia, Juan Rulfo opta por configurar un mundo que traduce la decepción del periodo revolucionario y los años posteriores en una imagen más comprensible al hombre de todos los tiempos y todos los espacios.

“Nos han dado la tierra”: las transformaciones del espacio
A diferencia de la gran mayoría de los relatos de El Llano en llamas, “Nos han dado la tierra”, junto con otros tantos (“El Llano en llamas”, “La noche que lo dejaron solo”, “La herencia de Matilde Arcángel”, “El día del derrumbe”), ilustra un periodo específico de la historia de México. Este aspecto ha motivado lecturas que ven en el problema político (la repartición de las tierras) el punto principal del cuento: un delegado que, detrás de su escritorio, se niega a entablar comunicación con el campesino ignorante; un campesino que no entiende de trámites ni papeleos y que sólo sabe que la tierra que le han dado no sirve para la siembra. En el apartado anterior pudimos observar que el asunto histórico sutilmente esbozado en “Luvina” (las campañas de alfabetización de la época posrrevolucionaria) era utilizado como base para un planteamiento más complejo y de alcances más abstractos: la espacialización mítica como resultado de vivir al margen de la Historia. A continuación constataremos que en “Nos han dado la tierra” ocurre algo similar: el suceso histórico (la reforma agraria) constituye sólo un elemento que, agrupado con otros (el estatus epistemológico de los personajes, el conocimiento de la naturaleza, etcétera), potencia una lectura de mayor envergadura: la percepción subjetiva del espacio como característica del hombre mítico.

Cuatro hombres, entre ellos el narrador, caminan sobre un enorme trozo de tierra árida, estéril, resquebrajada, con dirección a un pueblo. Se trata de un relato sobre el retorno a casa. Los caminantes regresan a sus hogares después de haber tenido una entrevista con un delegado del Estado que les ha entregado una extensión de tierra infértil, “un comal acalorado”. El representante del gobierno no está dispuesto a entrar en detalles y le tienen sin cuidado las posibles inconformidades. De existir quejas, habrá que ponerlas por escrito. Los hombres, sin embargo, no saben nada de letras y en cambio tienen la firme certeza de que en el Llano Grande, la tierra que les ha sido otorgada, no crecerá “cosa que sirva”. Así pues, podríamos decir que la caminata de los cuatro campesinos es la caminata de una derrota.

La entrada al Llano Grande, el espacio que nos ocupa, está precedida por una disposición anímica que bien podría calificarse de desesperanza. Su primera configuración, por tanto, ya es ajena a los parámetros racionales de espacialización. Javier González Alonso ha señalado con acierto este punto: “el paisaje o contorno físico se halla interiorizado ab initio en la situación existencial que mueve a los protagonistas a través de ‘El Llano Grande’” (54). No obstante, el sentimiento de desesperanza se irá modificando de manera gradual conforme avanza la caminata, hasta adquirir diferentes matices, entre ellos el pesimismo y la ironía; esta última actitud es la única vía de escape de una realidad impuesta por un sujeto que, en términos culturales, no habla el mismo idioma que ellos.

El cuento da inicio in medias res, de modo que ya en las primeras líneas está introducida la desesperanza por boca del narrador: “ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada” (38). Si estamos de acuerdo con Luz Aurora Pimentel en cuanto que describir es “adoptar una actitud frente al mundo” (16), tenemos en la cita anterior que la proyección del sentimiento del campesino nulifica cualquier resquicio fértil del campo. Además de la dimensión semántica (“no hay sombra”, “no hay semilla de árbol”, “no hay raíz de nada”), en el nivel lexical la reiterada utilización del ‘ni’ marca discursivamente la desesperanza de la que hablamos. De entrada, pues, observamos que la disposición anímica del narrador lleva a cabo un ejercicio de invasión hacia el resto de los componentes de la narración. Así, no sólo en los niveles descriptivo y lexicográfico se manifiesta la desesperanza, sino que ésta y sus posteriores transformaciones (pesimismo, ironía) permearán en el modo en que se concibe el espacio.

Ya tuvimos la oportunidad de decir que, de acuerdo a las características del pensamiento mítico, la ubicación del sujeto dentro de un espacio determina sus coordenadas. Esto se hace patente desde los primeros párrafos de “Nos han dado la tierra”, pues la voz del campesino hace uso de formas locativas muy subjetivas, siempre en concordancia con su posición central de narrador. Veamos algunos ejemplos: “en medio de este camino sin orillas”, “pensamos que nada habría después (en el sentido geográfico, no temporal)”, “al otro lado”, “al final de esta llanura”. Todos estos indicios de espacialización —“primarios, primitivos casi”, según señala Concha (206)— evidencian un alto grado de concretización, esto es, no hay categorías que nos puedan llevar a algún tipo de sistema abstracto de direcciones. Esto es sumamente relevante porque si no existe tal conceptualización de las coordenadas, y por tanto homogeneidad en el espacio, el campesino que narra se convierte en el único promotor de los indicios locativos, de las distancias, de las cercanías y las lejanías, siempre él fungiendo como el centro creador.

La desesperanza del narrador de “Nos han dado la tierra”, que pronto se convierte en resignación, ilustrada en el silencio adoptado por él y los otros campesinos, da pie a una transformación del espacio en el cual la progresión de las distancias queda anulada. Dice el narrador: “Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andado” (37, las cursivas son mías). La reiterada mención del verbo ‘caminar’ crea una especie de estancamiento de la trayectoria. Carlos Blanco Aguinaga señala, respecto de los personajes rulfianos, que “para no salir de sí mismos, para evitar cualquier progreso temporal, tienen la costumbre de recoger, cada cierto número de frases, la frase inicial de cualquier momento de su meditación, de modo que parece que todas sus palabras quedan suspensas en un mismo momento sin tiempo” (21). Sin mayores problemas, este sugerente apunte de Blanco Aguinaga puede ser extendido a motivos espaciales. En la cita anterior del cuento vemos que la movilidad que implica el verbo “caminar” queda eliminada en virtud de una repetición que paraliza. De este modo, el estado psíquico del personaje que narra favorece una espacialización que comienza a perder las distancias uniformes: después de caminar tanto, se está en el mismo lugar [8].

Como vemos, la ironía que Juan Rulfo introduce desde el título del cuento se continúa en la configuración del espacio. Observemos un extracto del cuento para reforzar esta lectura:

Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola […] Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed (38, las cursivas son mías).

Resulta irónico que, como indican las expresiones marcadas, sean los elementos que estrictamente no poseen vida, lo originalmente inanimado, los que tengan más movilidad en el panorama, llegando incluso a la humanización. Todo lo contrario ocurre con los campesinos, quienes, a pesar de su naturaleza viva, pensante, pierden incluso el habla debido a las condiciones de la tierra que les ha sido otorgada.

Las líneas finales del relato constituyen tal vez la ironía más evidente. A lo largo del texto, el narrador va acumulando una serie de adjetivos, frases y oraciones que, en conjunto y en la línea de la significación metafórica, conforman un nuevo espacio: el infierno. Luz Aurora Pimentel denomina a estos espacios «seudodiegéticos» ya que “no son propiamente los de la ficción principal, sino que son productos únicos de una narración metafórica y que afecta al espacio diegético constituido” (100). De esta manera, a través de ciertos tropos, como la metáfora y la comparación, o descripciones que remiten con claridad a las características bien definidas del horizonte cultural del lector occidental, la voz del campesino transforma el Llano Grande en otro espacio, en el infierno específicamente. Pues bien, la ironía que anunciaba en la primera línea de este párrafo se concretiza cuando, al final del cuento, los arrieros bajan por un derrumbadero. Conforme descienden, las descripciones del espacio van perdiendo su perfil infernal, y una vez abajo, el narrador comenta: “La tierra que nos han dado está allá arriba” (42). Con sutileza, el relato plantea una inversión de los valores culturalmente atribuidos al «arriba» y al «abajo»: el infierno queda posicionado arriba y la tierra buscada, el paraíso, abajo.

Recapitulemos: son tres las ironías que tienen un vínculo con la configuración de los espacios: 1) la caminata, según se advierte en el discurso del narrador, no acorta las distancias; 2) lo vivo se cosifica y lo originalmente inanimado cobra movimiento; 3) luego de cotejar un espacio cultural extratextual con las características del espacio de “Nos han dado la tierra”, quedan ironizados los valores por antonomasia del «arriba» y el «abajo». Estas tres ironías en la configuración del espacio del Llano Grande sin duda argumentan a favor de una de las características fundamentales de la espacialidad mítica: a saber, la continua transformación del espacio según la movilidad y el estado psíquico del sujeto.

Antes de concluir, es pertinente hacer un apunte que, aunque nada tiene que ver con la ironía, refuerza nuestra lectura mítica de la conformación del espacio en “Nos han dado la tierra”. Hemos notado ya que existe una dependencia entre la situación anímica de la voz y sus descripciones locativas. Pues bien, esta dependencia llega hasta sus últimas consecuencias cuando la espacialidad queda totalmente desprovista de direcciones, ya sean éstas abstractas o concretas. En un principio, el narrador y los otros campesinos logran una orientación gracias al uso de los sentidos: “Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca” (37); “Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo” (37). Al margen de la ausencia de datos objetivos sobre distancia o extensión, el sentido del tacto y el olfato funcionan como operadores orientativos muy concretos y confiables para los personajes que se mueven en un mundo de concreciones. No obstante, en la medida en que transcurre la narración, la recrudecida esterilidad del territorio entorpece los sentidos y el sujeto pierde la dirección; el espacio entonces se configura como algo interminable, sin medidas, como un “camino sin orillas” (37). En el punto álgido de la relación entre el narrador y el espacio, aquél ya no sabe si viene o si va: “este blanco terreno endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando” (40). Para el delegado del estado, que parte de la racionalización de los espacios, los límites del territorio cedido son fijos; para los campesinos, sin embargo, las medidas del Llano Grande las traza el mismo Llano y, en complicidad con la subjetividad inherente al sujeto, fluctúan constantemente.

Ernst Cassirer ha dicho que el espacio mítico es un espacio de acción, acción que se halla centrada en torno a intereses y necesidades prácticas inmediatas (Antropología 75). En el relato “Nos han dado la tierra”, la acción la constituye la caminata por un comal que, según dice el narrador, nada más puede ser tolerable para las lagartijas que viven debajo de las piedras. Nos volvemos a encontrar con un cuento que concibe un mundo en el que la Historia no logra penetrar sino sólo asomarse. Lo mismo que San Juan Luvina, el Llano Grande se sostiene sobre sus propias leyes. La Historia permanece más allá de sus fronteras, del otro lado: en la oficina del delegado, en sus papeles, en el discurso demagógico. De lado de acá, en el Llano en particular, en el universo de El Llano en llamas en general, aún está el mito y su poder de transformación.

Conclusiones
La concepción de un espacio a partir del pensamiento mítico permite poner sobre la mesa una serie de particularidades significativas que el racionalismo elimina en virtud de su tan buscada objetividad. Es sobre todo la presencia capital del sujeto el detonante de estas particularidades: a través de sus sentidos, los valores del espacio supuestamente rígidos, como las distancias, las dimensiones, etcétera, se tornan flexibles en el nivel de la conciencia y ésta proyecta una nueva espacialidad. Esto abre muchas oportunidades al lenguaje literario a la hora de la descripción y configuración de los espacios.

Como se puede constatar, la espacialidad que el personaje rulfiano concibe está atravesada por los mecanismos del pensamiento mítico. Se entiende perfectamente: asumir el espacio con los parámetros de la razón significaría un golpe fatídico que, aunado a su precaria existencia, llevaría a los personajes a la autodestrucción.

Notas
[1]. Basándose más que nada en un criterio biografista, Yvette Jiménez de Báez no duda en ubicar San Juan Luvina, el pueblo al que alude el cuento, en un punto determinado de la cordillera de Oaxaca. En una lectura así, el ‘sur’ del relato sí tendría un valor geográfico muy específico. Yo he decidido seguir la postura de Blanco Aguinaga: “‘Cerros altos del Sur’: con esta primera frase —engañosa geografía inconcreta que dominará todo el cuento— nos lanza Rulfo hacia lo indefinido de una realidad interior” (91).
[2]. Todo lo contrario a lo que sucede, según Fares, con el espacio de la razón: “la configuración espacial no se fija alrededor del cuerpo de quien ve, o conforme a las características de un punto de vista central, sino que se encuentra plagada de objetos y formas, cuya propiedad fundamental es la de existir sin que lo hagan para un observador individualizado, algo así como si las cosas fuesen visibles sin que su visibilidad sea el resultado de la acción de un observador, y llevaran en sí una calidad especular” (Imaginar 40).
[3]. En “La creación literaria. Los fundamentos de la creación”, Durand aborde el tema del espacio literario como generador de espacios míticos. Para él, la capacidad del lenguaje creativo desborda los límites de la literatura y los espacios literarios se proyectan en la conciencia del lector, lo cual implica una reconfiguración de los espacios extratextuales. Aunque tal propuesta es por demás interesante, no la integro a esta investigación porque sigue otros lineamientos ajenos a los aquí planteados.
[4]. “El espacio geográfico, su hábitat, es lo único que existe para el hombre mítico y existe porque le es necesario como marco para sus actividades. La idea de un espacio absoluto, formal y vacío no la encontraremos en ninguna manifestación del discurso mítico” (Pabello 14).
[5]. “«Luvina» es descriptivo, con poca, o casi ninguna acción” (Gordon 159); “«Luvina» es uno de los típicos cuentos de ambiente de El Llano en llamas” (Fares, Ensayos 32). “«Luvina» es un cuento acerca de un lugar” (Echavarren 155).
[6]. Todos aquellos adjetivos, adverbios y frases que caracterizan de cierto modo un espacio son operadores tonales. En el caso específico de “Luvina”, expresiones como “el rumor del aire”, “el sonido del río”, “los gritos de los niños”, conforman un campo semántico cuyo eje es el sonido como síntoma de vida. De este modo, el espacio de la cantina tiene unidad tonal: la vitalidad.
[7]. A propósito de la repetición en el sentido de estancamiento, en su artículo titulado “Sísifo campesino: ‘Nos han dado la tierra’”, Javier González Alonso hace una comparación entre la empresa de los campesinos (la entrevista con el delegado y posteriormente la caminata) y el castigo impuesto a Sísifo en la mitología griega. Cabe aclarar que González Alonso nunca pretende tender un vínculo intertextual entre el relato de Rulfo y el mito; su intención, más bien, es hacer una comparación que ilustre la situación existencial de los campesinos de “Nos han dado la tierra”. Según Schmidt, en “Talpa” sucede algo similar: “Tanto en el nivel de la experiencia real como en el simbólico, el viaje presenta un regreso al punto de partida. La fragilidad de los protagonistas no permite experimentar el viaje como algo que cambia la vida del que se pone en marcha” (230).
Bibliografía
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Cannon, Carlota B. “’Luvina’ o el ideal que pudo ser: en torno a un cuento de Juan Rulfo.” Papeles de Son Armadans 80 (1976): 203-216.
Cassirer, Ernst. Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura. 17ª ed. Trad. Eugenio Ímaz. México: FCE, 1997.
Concha, Jaime. “Lo local en los cuentos de Rulfo.” Revista canadiense de estudios hispánicos XXII.2 (1998): 203-213.
Durand, Gilbert. Ciencia del hombre y tradición. El nuevo espíritu antropológico. Trad. Agustín López y María Tabuyo. Buenos Aires: Paidós, 1999.
Echavarren, Roberto. “Contexto y puesta en escena en ‘Luvina’ de Juan Rulfo.” Dispositio V-VI.15-16 (1980-81): 155-177.
Eliade, Mircea. El mito del eterno retorno. Arquetipos y repetición. 2ª ed. Trad. Ricardo Anaya. Buenos Aires: Emecé, 2001.
Fares, Gustavo. Ensayos sobre la obra de Juan Rulfo. Nueva York: Editorial P. Lang, 1998.
Fares, Gustavo. Imaginar Comala. El espacio en la obra de Juan Rulfo. Nueva York: P. Lang, 1991.
González Alonso, Javier. “Sísifo campesino: ‘Nos han dado la tierra’.” Hispanofilia 110 (1994): 53-70.
Gordon, Donald K. Los cuentos de Juan Rulfo. Madrid: Editorial Playor, 1976.
Huaman López, Carlos. “Los condenados de ‘Luvina’.” Revisión crítica de la obra de Juan Rulfo. Sergio López Mena (Ed.). México: Editorial Praxis, 1998.
Jiménez de Báez, Yvette. Juan Rulfo: del páramo a la esperanza. Una lectura crítica de su obra. 2ª ed. México: FCE, 1994.
Llarena, Alicia. “La actitud narrativa y la imagen creándose a sí misma (‘Luvina’, de Juan Rulfo).” Revista de filología de la Universidad de la Laguna 10 (1991): 241-250.
Pimentel, Luz Aurora. El espacio en la ficción. Ficciones espaciales. La representación del espacio en los textos narrativos. México: Siglo xxi, 2001.
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