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Intelectuales, clérigos y bufones del canivalpitalismo.

por Jorge Majfud
Artículo publicado el 30/07/2007

En el prólogo de Manual del perfecto idiota latinoamericano (1996), Mario Vargas Llosa ya insistía que “Mendioza, Motaner y Vargas Llosa parecen haber llegado en sus investigaciones sobre la idiotez intelectual en América Latina a la conclusión […] que el subdesarrollo es ‘una enfermedad mental’”. El novelista procura, en una suerte de dictadura monoléctica, definir ‘enfermedad mental’ “como [una] debilidad y cobardía frente a la realidad real y como una propensión neurótica a eludirla sustituyéndole una realidad ficticia”. Todo debido a “una incapacidad profunda para discriminar entreverdad y mentira, entre realidad y ficción”. En la campaña electoral que Alberto Fujimori le ganó al propio Vargas Llosa en 1990, aquel le reprochó a éste de tener “una imaginación de novelista”, lo que significaba exactamente lo mismo que años después el autor de este prólogo le reprocha a los latinoamericanos como síntoma característico de una enfermedad: nada más que calificaciones personales (enfermedad mental, incapacidad, debilidad, cobardía, etc.), sin argumentos. Es decir, esto es verdad porque lo digo yo.

Uno de los axiomas centrales del Manual consiste en hacer entender (o creer) que vivimos naturalmente en sociedades amorosas —sobre esto ya ironizó Voltaire—, donde no existen poderes interesados en dominación de ningún tipo. Los recursos de producción como el petróleo, las fuentes de sobrevivencia como el agua, la multiplicidad de monopolios, la omnipresencia de la voz de los más fuertes en los medios de comunicación, las donaciones millonarias de los billonarios a las campañas electorales, todo, es parte de un gran impulso fraterno por compartir la gracia de Dios. Criticando a los teólogos de la liberación, los autores sostienen la actitud contraria: “El término ‘liberación’ es en sí mismo conflictivo: convoca ardorosamente a la existencia de un enemigo al que hay que combatir para poner en libertad a los desdichados”. Luego: “¿Es el Dios de la justicia también el Dios de la envidia? […] A los curas de la liberación se les escapa que el capitalismo resulta ser el sistema más solidario de todos, un mundo donde la caridad […] es infinitamente mayor que cualquier otro sistema. […] En el capitalismo, todos colaboran con todos. El egoísmo capitalista resulta, pues, tan solidario que parece el que predica la Biblia”. (Fuera de contexto cualquiera podría atribuir esta frase a Marx.) Más adelante una definición à la carte: “el capitalismo es un apalabra que simplemente describe un clima de libertad en el que todos los miembros de una comunidad se dedican a perseguir voluntariamente sus propios objetivos económicos”. Es decir, el Genghis Khan promovió el capitalismo en Asia mucho antes de los modernos narcotraficantes.

Pero un sistema dominante no sólo necesita negarse a sí mismo como tal, hacerse invisible, sino también moralizar sobre la peligrosa existencia de todo lo marginal a su propio centro. La tesis de buscar una causa del subdesarrollo en las facultades mentales de un grupo o de un pueblo definido como fracasado, no menciona en ningún momento qué función cumple la tesis en sí misma. Es decir, a quién conviene —de dónde proviene— esta catequesis ideológica.

Este libro fue citado y recomendado por políticos y presidentes como Carlos Menem en la cumbre de la euforia primermundista que asoló a los países del “continente idiota”, poco antes de la debacle económica y moral de principios de siglo. Pero no es una novedad sino una tradición intelectual, que se remonta a Sarmiento o por lo menos a Alcides Arguedas (Pueblo enfermo, 1909). Sólo que sin el correspondiente mérito histórico y literario.

En 1550, para legitimizar la explotación y genocidio de los nativos americanos, también el teólogo Ginés de Sepúlveda echó mano a la Biblia. Ante el rey y la corte que debatía la justicia o injusticia de la esclavitud denunciada por el sacerdote Bartolomé de las Casas, Sepúlveda citó el libro de Proverbios. Según el famoso teólogo, “escrito está en el libro de los Proverbios: ‘El que es necio servirá al sabio’ tales son las gentes bárbaras e inhumanas, ajenas a la vida civil y a las costumbres pacíficas y será siempre justo y conforme al derecho natural que tales gentes se sometan al imperio de príncipe y naciones más cultas y humanas”. El mismo Hernán Cortés, invocando a Dios y luego de torturar y asesinar al galope aldeas enteras, anotaba en sus cartas al rey que la virtud de su acción consistió en dejar en paz a aquellos pueblos salvajes. Para hacerlo más legal, solía leerles, en castellano, el comunicado de una inmediata sumisión al rey de España, de lo contrario serían sometidos por la fuerza. Y cuando lo hacían, escribía el héroe, los mismos caciques —que no sabían una palabra de castellano— volvían llorando, arrepentidos y reconociendo que la culpa de la destrucción de sus ladeas radicaba en su misma necedad. Por esta desobediencia al “derecho natural”, afirmaba Sepúlveda, la guerra emprendida por el imperio era una guerra justa.

Jorge Luis Borges, un intelectual funcional a su clase oligárquica, supo sin embargo usar argumentos como principal recurso retórico. Alguna vez recordó una anécdota: en una disputa entre dos, uno de ellos le arrojó un vaso de agua en la cara del otro. El agredido contestó: “Muy bien; eso fue una digresión. Ahora espero sus argumentos”. Desde un punto de vista filosófico, tal vez es una novedad histórica comenzar definiendo al adversario dialéctico como “idiota” en lugar de atacar sus ideas. Desde un punto de vista histórico no; es sólo una tradición: (des)calificar al otro para perpetuar su opresión. Estas ideas responsabilizan a los oprimidos de su opresión y al mismo tiempo niegan la existencia de ésta. Legitiman un orden heredado de un pesado pasado pero en nombre del futuro progreso material y espiritual.

Según Mario Vargas Llosa, América Latina ha producido destacados artistas, novelistas y pensadores delirantes, “tan faltos de hondura y tantos ideólogos en entredicho perpetuo con la objetividad histórica y el pragmatismo”, todos síntomas de la idiotez. Se hace implícito que en el único caso en que un escritor, un novelista latinoamericano es capaz de ver la realidad real y la objetividad histórica, en el único caso en que no estamos ante las observaciones de otro idiota, es en el suyo propio. De lo contrario sus afirmaciones se anularían a si misma, dada su supuesta condición de perfecto idiota.

No creo en absoluto que Vargas Llosa sea un idiota. Es sólo parte de una misma lógica. No es casualidad que él y los intelectuales funcionales condenen la “realidad ficticia”, como producto de una “enfermedad mental” que impide aceptar la “realidad real”. Porque realidad es lo que existe (el canivalpitalismo). Por lo tanto, si es difícil crear algo diferente al interés de un sistema dominante que crea esa realidad, más difícil aún será hacerlo si condenamos la libertad de la imaginación, como un atributo de la idiotez y el subdesarrollo. Esa misma imaginación que se venera en los revolucionarios y progresistas utópicos del pasado que no se resignaron a la “realidad real” del feudalismo o de los exitosos negreros del siglo XVIII o de la venta de carne humana en las fábricas del Progreso.

La antigua estrategia de la desmoralización (II)
[segunda y última parte]

No hacía muchas horas que Colón había pisado el Nuevo Mundo cuando se encontró con sus primeros habitantes. En sus diarios de viaje anotó lo primero que le llamó la atención: aquellas personas eran pacíficas e ingenuas, desconocían el arte de la guerra y sus instrumentos de violencia eran ridículamente primitivos. “No traen armas ni la conocen —anotó el almirante—, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo y se cortaban con ignorancia”. Este momento no debió ser muy diferente al que ilustró Walt Disney en el personaje de Rico McPato: sus ojos centellaron con un símbolo de dinero ante una tribu de ingenuos primitivos que desconocían el correcto uso de lo que poseían. Si para recibir la verdadera religión esta ingenuidad valía oro, para desprenderse del prometido oro también. Tan ingenuos eran aquellos americanos, que se creyeron la historia de que los españoles comían oro, y de ahí el inexplicable hambre por ese metal. Más tarde, en tiempos de la Conquista, la “idiotez” de los nativos sirvió de justificación de los insaciables conquistadores. El teólogo Ginés de Sepúlveda no fue el único que justificó la esclavitud basándose en una Biblia que parecía condenar a los idiotas. Según E. Hostos (1873), fue “una guerra de exterminio hecha por los bárbaros de la civilización a los bárbaros de la naturaleza” en nombre de la paz y el derecho.

Actualmente la acusación de “idiota” no sólo se ha popularizado en la tesis central de libros como Manual del perfecto idiota (1996) o El regreso del perfecto idiota latinoamericano (2007), sino además ya es costumbre de un mismo discurso repetido en talks shows y best sellers: es el regreso del método medieval donde el caballero probaba su verdad atacando al adversario y acrecentando su honor mediante la brutalidad. “Stupid liberal (progresista)” en Estados Unidos, “gilipollas” o “progresista maricón” en España, etc. Todo dicho a viva voz y con gran excitación, como si la antigua persuasión ensayística se redujera ahora al contagio del telepastor. No en vano nuestra época está marcada por el triunfo de los sofistas sobre los socráticos: el lenguaje, los símbolos son la realidad y todo lo demás es ficción (incluido el hambre, la tortura y la muerte).

Tan exitoso comienza a ser este antiguo método que intelectuales como el premio Nóbel José Saramago han decidido usarlo en público. En una reciente conferencia, para expresar su disconformidad o impotencia con el estado actual de cosas, nuestro respetado amigo declaró: “Antes nos gustaba decir que la derecha era estúpida, pero hoy día no conozco nada más estúpido que la izquierda”. Lo único que nos puede quedar claro es que esta facultad mental no es propiedad de ninguna tendencia ideológica sino del agotamiento de la energía intelectual en un mundo huracanado que busca desesperadamente un indicio de su nueva era.

En varios escritos, tanto Hostos como González Prada observaron, hace más de un siglo, la estratégica actitud científica de Europa al definir a los habitantes hispanoamericanos como una raza enferma. Incluso más acá del continente idiota: “crímenes y vicios de ingleses o norteamericanos son cosas inherentes a la especie humana y no denuncian la decadencia de un pueblo; en cambio, crímenes y vicios de franceses o italianos son anomalías y acusan degeneración de raza”. (G. Prada,Nuestros indios, 1908)

No hace mucho, el Diccionario de psiquiatría de Antoine Porot (1977) definió una enfermedad como “psicopatología de los negros” referida a las incapacidades intelectuales de los indígenas de África. Después de enumerar diferentes síndromes, que yo imaginaba cualidades culturales (como el onirismo), “soma-psicosomáticos” (como la depresión, el alcoholismo) y económicos (como el parasitismo intestinal y la sífilis), el especialista recomendó la repatriación de los negros enfermos. Todo a pesar de que años antes, en su célebre Peau noire, masques blancs (1952) el doctor Frantz Fanon había desenmascarado esa vieja estrategia de definir razas y esencias ajenas en lugar de considerar la dinámica psico-ideológica del colonizado y del colonizador. En pocas palabras lo resumió así: “el blanco [colonizador] me niega todo valor, toda originalidad, me dice que soy un parásito del mundo.” Aunque el negro se convierta en blanco para que su humanidad sea reconocida, le dirán: “tu no puedes, porque existe en lo profundo de tu ser un complejo de dependencia —le ‘complexe de Prospéro’—. [Por el contrario] el blanco obedece a un complejo de autoridad, a un complejo de jefe” (traducción nuestra) Establecido este orden, “tut le monde est satisfait”.

En la misma dirección, otro hito del pensamiento mundial lo marcó Orientalism (1978) del palestino-americano Edward Said. Allí, Said hizo un “inventario de trazas” sobre el sujeto representado (el oriental, el otro), en la cual los intereses del colonizador se revelan como la fuerza primaria de la representación del otro y ésta, como un instrumento de la misma colonización política y cultural. Por ejemplo, nos recuerda que, para Renan, “un semita era un rabioso monoteísta incapaz de producir mitología, arte, comercio, civilización […] todo lo cual representa una combinación inferior de la naturaleza humana’”. Y luego: “Ya en 1810 teníamos europeos como Cromer que afirmaban que los orientales necesitaban ser conquistados, y que esta conquista no era para dominar sino para liberar”. (traducción nuestra)

Si aún asumiésemos que todos estos críticos estaban equivocados —por no decir que eran “idiotas”, como lo afirman los autores del Manual para idiotas—, les queda la virtud incontestable de haber abierto brechas en la muralla del status quo, desafiado la violencia de las arbitrariedades de todo tipo: morales, políticas, culturales; la violencia de los mismos perfectos de siempre, de los exitosos, de los césares de turno y de los bufones del rey. Les queda la virtud de haber dinamizado el pensamiento y desafiado la historia, actitud siempre inconveniente a los principales intereses del poder bruto del momento, ese que no sólo ha colonizado el mundo sino que también pretende colonizar la crítica haciéndonos reconocer que le debemos el pan, la vida y todo lo que somos a un sistema del cual no podemos escapar sin caer en la marginalidad. ¿Por qué deberían irse los críticos a una isla en el Pacífico y no los dueños del mundo, con sus clérigos y bufones?

Si echamos una mirada a los horrores de la historia, podemos pensar que el capitalismo no es el peor de los sistemas que ha producido la humanidad. Lo peor que ha producido —después de la violencia de la explotación ajena— es la justificación de sus propios crímenes como necesarios y hasta como virtudes humanas. O como virtudes bíblicas: “El egoísmo capitalista resulta, pues, tan solidario que parece el que predica la Biblia” (Manual… Mendoza, Montaner y Vargas Llosa Jr.) Ni siquiera han podido aportar una sola idea nueva a la historia. Aunque su recurso principal es burlarse de los grandes del pensamiento, no hay una sola línea en tan extensos libros donde aparezca otra cosa que pálidos reciclajes (como cualquier junk food) de las repetidas y anacrónicas supersticiones del siglo XIX. Y eso que son tres, además de papá D’Artagnan que sólo aporta la fama de su nombre.

Jorge Majfud
The University of Georgia
Junio 2007
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