Salvador Elizondo
¿Cómo nos daremos cuenta de que hemos recaído si por la mañana
estamos tan bien, tan café con leche, y no podemos medir hasta dónde
hemos recaído en el sueño o en la ducha? Y si sospechamos lo recayente
de nuestro estado, ¿cómo nos rehabilitaremos?
Julio Cortázar, “Me caigo y me levanto”.
El 19 de diciembre de 1932, en México, Distrito Federal, nace Salvador Elizondo. Estudió artes plásticas en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP); posteriormente, Letras Inglesas en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y en las universidades de Ottawa, Perugia, París, Cambridge, La Sorbona.
Es ensayista, narrador, poeta y traductor. Ha sido catedrático de la UNAM y asesor del Centro Mexicano de Escritores, además es miembro del Colegio Nacional desde 1981. También es becario de la Fundación Ford, becario y fundador del Colegio de México, becario del Centro Mexicano de Escritores (en novela, 1963-64), de la Fundación Guggenheim (1968-69), del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA, 1988-89), y es miembro emérito del Sistema Nacional de Creadores (SNCA, 1994).
Su dedicación al desarrollo de las letras y la cultura, le ha valido a Elizondo obtener galardones, como es el caso del Premio Xavier Villaurrutia por su novela “Farabeuf” (1965) y el Premio Nacional de Lingüística y Literatura (1990).
Según la periodización que hace Cedomil Goic de la Literatura Hispanoamericana Contemporánea, Salvador Elizondo es perteneciente a la Generación de 1957, que corresponde a los llamados “irrealistas”, compartiendo el sitio con Carlos Fuentes, José Donoso y Gabriel García Márquez, entre otros. La Generación se caracterizaba por una vuelta al sentimiento de postguerra, vivido en Francia, puesto que su modo de novelar está centrado en la reflexión en sí mismo, lo cual lo aleja de la motivación indigenista y su carácter mimético de la realidad, es decir, se produce un abandono de las referencias políticas y económicas del mundo, como solía retratarse la circunstancia vital de los explotados y oprimidos que representaba una tendencia socialista del marxismo clásico. Se produce una renovada modalidad y un cambio de los códigos narrativos.
La “realidad” es asumida en toda su diversidad, pues además de una polifonía de voces textuales, de monólogos interiores y de que la línea temporal es concebida en diferentes niveles (sobre todo sicológicos y metafísicos), de la corriente de la conciencia, del mundo onírico y el mito, integran un ámbito diferencial en la construcción del mundo y las propiedades de verdad del narrador; la misma concepción del sujeto se ve alterada, adquiriendo –ahora– un valor negativo, constituyéndose la misma novela en un intento fallido de este proceso. Pareciera existir una brecha o fisura insalvable en el ámbito ontológico, en donde es cuestionada la misma escritura. El entorno no es ya un ambiente propicio, estable y definido por límites claros, más bien se trata de algo dinámico y en constante mutación, en que los sistemas de signos acusan variaciones en todos los campos de la significación. El sujeto se fragmenta, poniendo término a la pretérita ilusión de la estructura monolítica y pantocrática de la conciencia del siglo XIX; ya no es capaz de “leer” e “interpretar” el mundo de los objetos en su verdadera dimensión, pues la esencialidad del sujeto y las cosas están siempre siendo transformadas.
Como resultado de lo anterior, hay una visión escéptica de los creadores, ya que el sustento empiricista decimonónico ha perdido fuerza y, lo que es peor, validez. La ambigüedad de las formas muestra un mundo caótico, un collage de imágenes que pugnan por imponerse las unas a las otras; se duda, incluso, de la veracidad del lenguaje como instrumento interpretativo o sistema de signos, ni siquiera se puede garantizar la estabilidad perdida de sí mismo; hay una sustitución de lo concreto por lo aparente, dando la sensación de vivir entre espejismos, entre mundos alternativos.
La memoria no puede fijar los hechos y, por tanto, se duda de su existencia; se halla quebrantada por las múltiples posibilidades de la subjetividad. La literatura intenta convertirse en una forma de rescate, o sea, de volver a restituir al sujeto dueño de su conciencia, dominante del mundo de los objetos con la intención de volver a “centrar” el constructo de la realidad.
Esta panorámica se reproduce en sus más exactas líneas en la novela que analizaremos, entendiéndola como un ejemplo de la desintegración de los paradigmas epistemológicos que se mantuvieron inalterables hasta la década del 60, que desorientan al individuo y lo sumen en la soledad existencia, no puede asirse ni siquiera a su origen o al destino que pareciera estar construyendo.
EL PROYECTO
Es evidente, a la luz de la reseña, que la novela de Elizondo no es de una complejidad menor, pues representa un desafío pormenorizar la multiplicidad de rasgos que configuran los planos de la ficción y los fictivos, al igual que los mundos posibles que se generan en las narraciones que constituyen el relato de “Farabeuf o la crónica de un instante” *.
La pretensión que tiene este trabajo es abocarse a esta novela desde una perspectiva hermenéutica, a fin de comprender los planos de la ficción y de lo fictivo, que son las macroestructuras del texto. Daremos a conocer la fábula, en primera instancia, secuenciada cronológicamente a modo de establecer un provisorio orden, que nos servirá para señalar algunos hitos que nos resultan relevantes y que irán articulando nuestro camino en el desentrañamiento del plano semántico de la novela; luego focalizaremos nuestra atención en las singularidades que posee el plano de la ficción en la composición de los referentes fictivos, incluyendo en estos últimos algunas anotaciones acerca de la generación de los mundos posibles, que pueblan el texto y le dan complejidad semántica.
En este sentido, demostraremos que la historia se halla enmarcada desde un comienzo en un ambiente metaléptico, cuyo punto axial es la función que cumple el espejo en la formulación del sujeto propio de la fragmentariedad o descentrado y en torno al cual se aglutinan las distintas posibilidades de acceder a la unicidad, mediante el sentimiento amoroso que adquiere una dinámica significativa; además, veremos cómo se da el proceso de tránsito desde lo imaginario a lo simbólico, a la realidad.
No obstante, el sentimiento amoroso –como lo veremos más adelante– tampoco se presenta de manera clara y plena, porque se encuentra imbricado con mundos que desintegran su propia esencia, cambiando su valencia positiva y analogizándolo con la tortura despiadada y la muerte lenta, cuya brutalidad y sadismo están ambiguados en la pulcritud y obsesividad del protagonista que muestra hacia sus instrumentos quirúrgicos. En consecuencia, la literatura allanará los lugares de los tabúes morales –que están siendo enjuiciados en la actualidad tanto como las reglas convencionales–, abordando el aspecto erótico mediatizado por el dolor y la muerte, la indeterminación del recuerdo y el olvido, y la definitiva fractura del tiempo y el espacio que sólo es bosquejada.
LA TENTATIVA DE ESTABLECER EL COSMOS
A partir del plano de lo enunciado, la novela despliega una serie de elementos que adquieren densidad semántica, en virtud de las funciones que desarrollan al interior de la obra.
Farabeuf llega a China en la “época en que las potencias europeas habían ocupado militarmente ciertas ciudades de la costa nororiental de China para garantizar la seguridad de sus nacionales después de la cruenta rebelión de los miembros de la sociedad I jo T’uan mejor conocidos como Boxers […]” (p. 61, el destacado es del autor), como integrante de la Santa Compañía, bajo el seudónimo de Paul Belcour, quien se comunicaba con una persona a quien identificaba con las abreviaciones de Em. T. Rev. de Monserrat. Debía tomar contacto con la población y aprender el idioma; se encontraba en estas tareas cuando conoce a una mujer llamada Mélanie Déssaignes (también conocida como Soeur Paule du Saint Esprit.), la cual se desempeñaba como enfermera en un hospital militar, adjunto a los Servicios Médicos de la Fuerza Expedicionaria. En una carta, que en el texto está en francés, menciona que se presentó como un corresponsal-fotógrafo de la Revista Científica “La Naturaleza” de París. Según él, no pudo prever la circunstancia de que “Elle déciderait établir liaison entre cette personne et moi” (p. 33, el subrayado es nuestro); el doctor H.L. Farabeuf duda de ella al comienzo, pero luego le confiesa su verdadera identidad.
El día 29 de enero de 1901, dando un paseo por los alrededores del Templo de los Antepasados, Farabeuf, después de observar a un ejército de fusileros galeses, se dirigió al norte de los Jardines Imperiales, encontrando tirado en el suelo un ejemplar del North China Daily News, en el que se reproducía un Decreto del Emperador en el que se condenaba a Fu Chu Li a muerte, el culpable del asesinato del príncipe Ao Han Wan, por el procedimiento Leng T’ché (o de los “Cien Pedazos”) en lugar de que sea quemado vivo, porque era demasiado cruel. Además, el redactor agregaba que se llevaría a cabo esa misma tarde en una plazoleta, ubicada en el barrio chino de la ciudad, invitando a presenciar el suplicio que databa de la ascensión de la dinastía Manchú (siglo XVIII) y que no se aplicaba con frecuencia (pp. 95-96). “Decidí aprovechar la oportunidad. Lo primero que hice fue documentarme. El doctor Matignon, […], me explicó los orígenes y el procedimiento con todos sus detalles.” (p. 74).
Tomó todas las precauciones, incluso consultó las predicciones meteorológicas y llegó al lugar, “coloqué mi aparato –una magnífica Pascal […]– encuadré pacientemente alejando a los curiosos […]. Los curiosos se hacían a un lado sumisos; después de todo nosotros éramos la fuerza de ocupación en una ciudad franca […]” (p. 77), finalmente fotografió al supliciado justo en el momento de la agonía.
Posteriormente, siendo ya amantes –Farabeuf y Mélanie– se encuentran de paseo por una playa. Durante su travesía se topan con una señora de edad, vestida de negro, que paseaba a su perro (french poodle o caniche) y un niño rubio que construía un castillo de arena. Ellos se encaminaban al farallón, iban disfrutando del paisaje. Ya en el lugar, fotografía a la mujer que le daba la espalda, mientras miraba a los pelícanos.
Cuando emprendieron el regreso, el castillo había sido abatido por las olas que arrastraron una estrella de mar (asteria rubens o asteria aurantica) muerta. La mujer la toma entre sus manos y siente la sensación de viscosidad y repulsión. “Llegado ese momento se suscita un hecho curioso y, hasta cierto punto, inexplicable: la mujer echa a correr a lo largo de la playa. El hombre no pretende, de inmediato, seguirla […]” (p. 60). Llegaron a la casa de playa, sobre la cómoda había un sobre amarillo que contenía la foto del supliciado. Farabeuf lo abrió y se la mostró a la mujer. “Cuando abriste el sobre y me mostraste aquel rostro inesperado y extático, había caído la noche. Era como si esa mirada llevara la noche consigo a todas partes” (p. 44). Luego procedieron a hacer el amor, en donde se mezclaron los sentimientos de entrega con los del dolor y la agonía, el coito era la representación del suplicio y su orgasmo, el éxtasis del castigo recibido.
Una vez que él ya se había marchado, ella confiesa que ve que “Un destello cegador se refleja en esos espejos y esa fotografía que […] dejaste abandonada sobre la almohada después de habérmela mostrado insistentemente, se interponía en aquel abrazo infinito, tenaz como el mar, como las olas que escuchábamos desde allí” (p. 130).
El tiempo ha transcurrido, Farabeuf no es un hombre joven, es una persona vieja. Esa tarde llovía, “al llegar al Carrefour se entretuvo […] en el café La Pergola donde pidió una copa de calvados que apuró nerviosamente. Luego salió […] y dio vuelta a la derecha para seguir por la rue de l’Odéon” (p. 130, el subrayado es de Elizondo), llegó frente a una casa vetusta y se preocupó de examinar la placa de metal, confirmando que se trataba de la dirección correcta: rue 3 de l’Odéon; cruzó la calle en dirección a la verja. Cerró su paraguas al trasponer la puerta y se dirigió con paso cansino a la escalera, el maletín negro que cargaba le pesaba, comenzó a ascender “haciendo resonar sus pasos sobre los escalones desvencijados […] hasta que llegó jadeante al primer descanso. Allí se detuvo, apoyado en la baranda, después depositar el maletín en el suelo, a recobrar el aliento. Su respiración se oía como un gemido entrecortado […]. ‘Cómo cambian las cosas’, pensó antes de volver a empuñar el maletín. Al hacerlo, los instrumentos cuidadosamente envueltos en los lienzos de lino produjeron un tintineo apagado.” (p. 71).
Giró la perilla y entró en la casa, no dijo nada, no hubo sorpresas; su presencia era un hecho sobreentendido. Se sentía cansado, cruzó la estancia hasta llegar a una mesilla con cubierta de mármol; “uno de sus pies, calzado con un botín anticuado chocó inadvertidamente contra la base de hierro de la mesilla produciendo un ruido que se perdió luego en el fondo de la casa […] iba dejando manchas de agua en las páginas de los periódicos viejos extendidos sobre el parquet desde la puerta de entrada hasta el pasillo. Colocó cuidadosamente el maletín sobre la cubierta de mármol […]. Sus manos parecían haberse hecho agilísimas […], las articulaciones hinchadas de sus dedos artríticos adelgazaban, dándole una apariencia afilada y certera a las puntas entre las cuales iban surgiendo, […], los instrumentos […]. Todas aquellas filosísimas navajas y artilugios, investidos de una crueldad necesaria a la función a la que estaban destinados […]. Entre estos instrumentos eligió una enorme cuchilla cuyo filo acercó a sus ojos miopes […]. Farabeuf extrajo entonces un par de guantes de hule […]. Sacó luego un pequeño frasco azul que retuvo en la mano después de haberlo destapado. Con […] el líquido que contenía el frasco se limpió cuidadosamente las manos hasta las muñecas, […]” (pp. 78-79, el destacado pertenece al autor).
Terminó de asearse, encaminándose hacia el pasillo en donde lo esperaba la enfermera, vestida con su viejo uniforme; no lo miraba directamente, había cierta pasividad y temor en ella, “se puso de pie y se dirigió hacia él que, indicándole la manija de la cerradura con un gesto brusco de la cabeza, hizo que ella abriera la puerta […] de ese cuarto y siguiéndola entró tras de ella. La puerta se cerró. Pasaron algunos instantes; un minuto nueve segundos. De pronto se oyó ese grito, su grito que hizo caer la noche definitivamente y que despejó el cielo.” (p. 80, el destacado es nuestro).
Los temas señalados se repiten constantemente a través de la lectura, al punto de la obsesividad enfermiza. Se busca develar las esencias de los sujetos y de los objetos que, en este caso, presentan duplicaciones y reduplicaciones, creándose una entropía que la entendemos como una carencia o perdida de algo en el trayecto o evolución y que originalmente se poseía; como veremos, ésta se plantea como escatológica y metafísica: al comienzo el ser era estable e íntegro, después se produce su fragmentariedad o descentramiento y, en el intento de su restitución, se vislumbra la imposibilidad de la empresa. Sólo queda un deseo que jamás habrá de ser satisfecho, derivando en la desdicha, el dolor y la angustia metafísica.
El detalle, quizás demasiado puntilloso, en el recuento de los acontecimientos se nos hace necesario, debido a la ambigüedad que más adelante adquieren los sucesos. Además, nuestra intención no es sugerir una ordenación apropiada al análisis, más bien la estructuración argumental previa fue realizada sólo por fines metodológicos.
INICIANDO EL CAMINO
Previo a emprender nuestro derrotero, se nos hace imprescindible instrumentalizar algunos elementos teóricos. Cuando nos referimos a la “diégesis” es como una parte integrada a la “mímesis”, al contrario de la concepción platónica que veía a esta última como una imitación propiamente tal y aquélla como un simple relato. Desde nuestra orilla, la visión integradora acrecienta las posibilidades de interpretación: la mímesis no es una imitación perfecta de la realidad, más bien se trata de una imitación imperfecta como la “diégesis”, puesto que la perfección imitativa –como antítesis de la diégesis– es una ilusión, una tautología: la imitación perfecta es lo mismo que lo imitado y, por tanto, no hay imitación; de lo que se sigue que la única posible imitación es la imperfecta, esto es, se produce una identidad conceptual entre mímesis y diégesis1.
Esta noción nos abre la puerta a un complejo haz de relaciones intertextuales y paratextuales, que serán la matriz para la creación de los referentes de la fictivización, todos ellos transitando en una mínima expresión del tiempo que simultáneamente es límite y pivote para el futuro relato de los acontecimientos pasados y presentes, los que se empozan adquiriendo una densificación semántica, que escapa a las normas espacio-temporales de la lógica cartesiana (la acción acontece cuando un hombre entra en una casa, saca algunas cosas de su maletín, se dirige a un cuarto acompañado de una mujer que lo esperaba y se oye un grito). Estas dimensiones pertenecen a otro orden muy superior y radical para los sujetos que habitan la narración.
Salvador Elizondo subtitula su obra “o la crónica de un instante”, de inmediato una sensación inquietante asalta nuestra conciencia, se produce un desajuste entre los términos “crónica”, relación de los hechos según se han ido realizando en el orden del tiempo, vale decir, una sucesión jerarquizada de un antes y un después, e “instante” –breve extensión de tiempo, una parte cualquiera de las sesenta que componen al minuto–; el tiempo no es concebido linealmente, por lo cual es imposible establecer ciertas regularidades o acciones. El problema es algo más complejo. Se apela a una relativización y a una transposición de nivel de comprensión del mismo, ya no es una secuencia normal o convencional nos adelanta Elizondo, está recurriendo a una aprehensión distinta a la del mundo de lo concreto e inmediato.
Esta dimensión cronotópica no responde a los parámetros de la lógica de causa/efecto, acción/reacción, etc., sino que a un plano en que se vincula la esencialidad humana y su circunstancia. Se trata de un tiempo metafísico y existencial que no está sometido a los modelos compartidos por la sociedad, es individual y –a causa de ello– lo que acontezca allí ganará en importancia y, paralelamente, dejará en evidencia estratos sicológicos (los juegos de la memoria), ontológicos (como discursos acerca del ser) y ónticos (como la realización en la experiencia del ser) que constituyen el elemento central del nombre de la obra, que es el nombre del protagonista “Farabeuf”. Hacemos la salvedad de que usamos el término “protagonista” provisoriamente, debido a que, en nuestra opinión, se convierte en un “agonista” al estar desprovisto de una certeza metafísica, vale decir, su esencia óntica está pulverizada y el relato se constituye en su búsqueda, en su confirmación, en su agonía y –a la vez– en su propio fracaso.
Considerando otro de los paratextos que orientan la obra, debemos tratar el epígrafe de Emil M. Cioran (1911-1995), filósofo y poeta rumano, quien con “Précis de Décomposition” (1949) recibe en 1950 el Premio Rivarol. En general, el fragmento está referido a la nostalgia que desea ir más allá del presente, forzando al pasado para protestar contra el inexorable paso del tiempo, añade que la vida adquiere volumen sólo en su devenir o en su violación y al producirse esta contradicción, surge la obsesión y la imposibilidad del instante que –en definitiva– es la misma nostalgia. Dicho de otro modo, la nostalgia –“Pesar de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos//2. Tristeza melancólica originada por el recuerdo de dicha pérdida, añoranza”2– es la huella de una carencia, el índice de algo (¿un centro?) que debe ser suplido, sublimado o recuperado. Desde nuestra perspectiva, esa pérdida es un “deseo” que requiere urgentemente ser satisfecho.
El sujeto nostálgico es un individuo incompleto y deseoso cuya existencia es la constatación de su carencia en busca de la unión con el objeto deseado, transformándose en un intento que sólo hallará significantes transitorios, máscaras ocasionales para sublimar su necesidad de unidad.
La vida sólo es la vida cuando es movimiento. Esto se encuentra en concomitancia con el pensamiento heraclitiano, en que el devenir dota de consistencia a la existencia del ser humano, pero ante la contradicción de ser y no-ser a la vez, la violación o la transgresión del tiempo puede darle la densidad metafísica necesaria, la ilusión de la presencia del ser; no obstante, la tentativa estará destinada a la frustración más absoluta, porque no se puede eternizar el recuerdo pues a él se impone inexorablemente el olvido. En consecuencia, no vemos reducidos a desear lo que es irrealizable y a cargar con la nostalgia que acarrea el hecho de saber que se ha extraviado el ser, la unidad ontológica.
Siguiendo con nuestra reflexión, indagaremos cómo la tabla ouija y el I’ Ching que pertenecen a un cierto nivel adquieren sentido al integrarse a un nivel superior, en “relaciones integrativas” en palabras de Émile Benveniste, que implican relaciones que se captan de un nivel a otro, o sea –como en los anteriores casos– hemos establecido concatenaciones semánticas al interior del discurso en al menos dos planos de descripción: la “dispositio” y la “elocutio”, que T. Todorov, retomando la distinción de los formalistas rusos, llamó “historia” (argumento y que supone una lógica de las acciones y una sintaxis de los personajes) y el “discurso” (comprende los tiempos, rasgos y modos del relato)3.
A partir de estas reflexiones, la conjugación de estos elementos esotéricos de adivinación es parte de un aspecto característico en la obra; su presencia se nota desde un principio: “Las monedas no tocaron la superficie de la mesa en el mismo momento y produjeron un leve tintineo […]. Es posible, por tanto, conjeturar que se trata del método chino de adivinación mediante hexagramas simbólicos […]. Pero el otro ruido […] de un objeto que se desliza encima de otro […], bien puede llevarnos a suponer que se trata del deslizamiento de la tablilla indicadora sobre otra tabla más grande, surcada de letras y números: la ouija.” (p. 9). Esta última, es un método adivinatorio procedente del acervo esotérico y mágico de Occidente y, obviamente, el otro corresponde al “Libro de las Mutaciones” del Oriente.
Es el mundo el que se halla representado entre las manos de la enfermera, que “juega” a encontrar las respuestas que requiere; esta mixtura da cuenta de la insuficiencia de uno de los métodos frente a las preguntas proferidas, se hace imperativo contar con las dos versiones, porque no se trata de consultas simples, está inquiriendo acerca de su misma existencia.
La presencia de ambos procedimientos adivinatorios en ese “escenario”, le dan el carácter de operaciones iniciáticas para acceder a un nivel superior de trascendencia metafísica. Así se rompe la distancia cultural que existe entre ambos, ya no importan los medios, es urgente obtener las respuestas, entender el arcano del ser que se ha desintegrado.
Los íconos que aparecen en el libro –por primera vez en la página 54 y se repite en las 135-139-147, sirviendo todas de introducción a descripciones quirúrgicas o a la cruenta tortura–, hacen referencia a un proceso quirúrgico de amputación de un miembro (se presenta una pierna, a la altura de la rodilla, y un par de manos que con la izquierda inmoviliza la extremidad y con la derecha esgrime un bisturí o una sierra). Hay en la imagen un detalle que llama la atención y que es el hecho de que el cirujano está vestido formalmente, ya que se ve que posee camisa y chaqueta, no están desnudos los brazos como pareciera ser lo más lógico. Aquí se produce otra mezcla en el ámbito de la historia, la cirugía y la tortura (Leng T’ ché) se vuelven una misma cosa en el ícono, ambas revelan el dolor, la violencia y la muerte en forma tácita; además, esa pulcritud en la formalidad de la vestimenta del cirujano, nos hace suponer una insensibilidad frente al paciente o al torturado. La acción se hace, casi, en forma mecánica y ritualista; la víctima no tiene importancia, sino el acto mismo de la amputación.
El recuadro titulado “AVISO” (p. 136) es parte de uno de los libros publicados por Farabeuf, “Précis de Manuel Opératoire”, en el cual hace gala de su “don de exposición preciso y sintético en la descripción de sus carnicerías […], estudiado acuciosamente en todas las facultades del mundo.” (p. 66). En él se plantea en forma fría y escueta el procedimiento correcto de incisión inicial para lograr una amputación u operación de pies de manera perfecta, sin embargo, hay un juego con la orientación que debe asumir el sujeto que opera y que –además– crea una ambigüedad propia de un reflejo especular “[…], adviértase que los términos izquierda y derecha se refieren al operador y no al operado.[…] Este aviso es una sabia precaución […], sobre todo si se tiene en cuenta la existencia de ese espejo […]” (p. 136, destacado del autor).
En cuanto a la fotografía del supliciado, ésta desata una estructura significativa que atraviesa todo el relato. De manera somera, en ella aparece una persona que es sometida a la tortura china llamada “Cien Pedazos”, su dramatismo extático genera una serie de relaciones que están acompañadas por la impresión de que el suceso, brutal y sangriento, aconteció en la esfera de lo concreto e inmediato.
LA INCLUSIÓN DEL MUNDO EXTERIOR
En cuanto a los elementos introducidos en el texto, podemos reconocer un conjunto de conocimientos comunes a toda la sociedad, que surgen de una confrontación entre el enunciado presente y la memoria colectiva, que son reconocidos por el lector competente en el sentido de Michael Riffaterre más que en el de Jakobson y Lévi-Strauss. “El discurso literal es aquel que significa sin evocar nada. Éste es, desde luego, un límite que probablemente ningún texto concreto encarna […]”4, nosotros agregaríamos a la cita de Todorov que tampoco existe un texto que no posea en su interior una cierta cantidad de referencias a otras obras que sean pasadas, coetáneas o reconocidas por todo el mundo cultural. Hablar de purismos en el ámbito de la historia, es apelar al desconocimiento o al rechazo de todas las manifestaciones culturales de la Humanidad que, pese a la intención del autor, el lector puede reconocer las intertextualidades que enriquecen la carga significativa del texto.
Asimismo, creemos que Farabeuf es un excelente ejemplo pero no el único de esa multiplicidad de influjos externos, que sufren un proceso simbiótico constituyéndose, al final, en un nuevo nivel de significación, que entra en contacto con la gran estructura sintagmática de sentido.
Pensamos que la realización del amor de Farabeuf y la enfermera está cruzado por modelos amatorios bien definidos, en tipos que han trascendido el paso del tiempo “[…] una sensación de amor extremo, con el paroxismo de un dolor que está colocado justo en el punto en que la tortura se vuelve un placer exquisito y en que la muerte no es sino la figuración precaria del orgasmo” (p. 42). La cita refleja claramente los ingredientes que fundamentan al sentimiento amoroso: amor, tortura, dolor, placer y orgasmo. Dichas sensaciones estaban basadas en el sadismo, por un lado, y en el masoquismo, por el otro.
Es interesante consignar la opinión de Elizondo en cuanto a este erotismo, para ello echaremos mano de un fragmento de la introducción que hizo a su propia traducción de una obra de Georges Bataille: “La víctima es un excedente de la masa de la riqueza útil. No puede ser tomada de allí más que para ser consumida sin provecho y en consecuencia para ser destruida para siempre. Ella es, desde el momento en que es elegida, la parte maldita, destinada a la consumación violenta. Pero su maldición la desprende del orden de las cosas, hace reconocible su figura que irradia desde entonces la intimidad, la angustia y la profundidad de los seres vivos.”5. La misma posición que ocupa nuestra Mélanie Déssaignes, es deidificada por Farabeuf y consecutivamente la lleva a límites que la condenan a una ritualidad desprovista de la vida del sentimiento erótico. Cada acto sexual o coito que, según los dictados canónico del cristianismo, debe extenderse por un minuto nueve segundos “de acuerdo con el precepto ab intromissio membri viri ad emissio seminis inter vaginam, un minuto ocho segundos para la emissio propiamente dicha, pero no por la mujer durante esa misma duración, canónicamente instantánea de un segundo según el precepto ‘…quo ad feminam, emissio seminis inter vaginam coitum est…’” (pp. 57-58, los destacados son del autor).
La presencia de Sade y de Leopoldo Sacher Masoch es manifiesta. El sadismo, según Sartre “es pasión, sequedad y encarnamiento […]. Es sequedad porque surge cuando el deseo se ha vaciado de su turbación […]. En la medida en que se encarniza en frío, en que es a la vez encarnizamiento y sequedad, el sádico es apasionado. Su objeto es, como el del deseo, percibir y dominar al Otro, no solamente como Otro-objeto, sino como para trascendencia encarnada”6. Siguiendo este pensamiento, Farabeuf no tiene otro recurso que tratar a la enfermera como “un utensilio”, en donde su cuerpo femenino es una herramienta para que realice su existencia figurada, es decir trata de revelar la carne en la acción; goza con ser la potencia apropiadora y libre frente a una libertad cautiva por la carne. “Por eso quiere el sadismo hacer presente la carne, en forma distinta, a la conciencia del Otro, quiere hacerla presente […] por el dolor”7.
Para Farabeuf, como para el sadismo, en sí mismos se encierra la no-realización, pues el sadismo es el fracaso del deseo y el deseo del sadismo; además, intenta apropiarse de la libertad trascendental de la enfermera, “Pero, precisamente, esa libertad continúa, en principio, fuera de alcance”8. Como antítesis se nos configura la enfermera, ella vuelve contra sí todo lo del sadismo; “por su aparente contrario, se comprueba la tendencia […] que se expresa en la violencia sobre los Otros o sobre sí, en el origen que se confunde con la actividad misma”9. Por estas razones quería entregarse muerta a su amante, liberar a la carne al poder infligirse castigo; en suma, sadismo y masoquismo es una “propensión destructiva ‘útil’ a la excitación erótica”10.
En estas mismas características, podemos señalar la referencia a “una puta vieja a quien los estudiantes de medicina llamaban Mademoiselle Bistouri o bien la Enfermera por su marcada proclividad, como el personaje de Baudelaire” (p. 68, el destacado es de Elizondo). Creemos que tal personaje del poeta es revelado en esta cita “George Sand acumuló con aspereza papeles de la mujer viril y de la amante en nombre de la ‘poesía’ y de la ‘música’. Baudelaire no se dejó engañar; en términos menos líricos la llamó ‘ la puta’, ‘esa letrina’. Sand era el prototipo del escritor romántico”11.
Producto de lo ya mencionado, observamos que el dolor es una de las líneas que atraviesa todos los niveles semánticos, sostiene la realidad que viven los personajes. El dolor comienza en la carne mutilada y se proyecta a lo metafísico, convirtiéndose en una de las premisas que dieron origen a la novela estudiada. Se trata de aminorar el dolor mediante el recuerdo y la lucha contra el olvido, porque éste es como la muerte que es la aniquilación absoluta en el ámbito de la escatología.
Arthur Schopenhauer, pensador romántico, sostenía que el mundo de nuestra representación es apariencia o engaño, “El yo es perceptible, por una parte, como cuerpo; pero también como algo inespacial, por encima del tiempo y además libre, y que llamamos voluntad. El hombre se aprehende, en su estrato más profundo, como voluntad de vivir […]. Pero como el querer supone una insatisfacción, la voluntad es constante dolor. El placer, que es transitorio, consiste en una cesación del dolor; la vida, en su fondo mismo, es dolor […]. La voluntad de vivir, siempre insaciada, es un mal; y, por lo tanto, lo es el mundo y nuestra vida”12 . Nos resulta insuficiente la posición filosófica de Schopenhauer, la complementaremos con la tesis freudiana del principio del placer y el principio del deber: la vida se resume en una persistente represión del principio del placer, en donde el arte es una forma de sublimación, y donde la muerte se plantea como el único escape de esa represión. No obstante, queda pendiente el nivel metafísico que desarrollaremos en su momento, ya que consideramos ese aspecto como la matriz o el hipotexto que sostiene la novela.
EXPLORANDO OTROS MUNDOS
El mundo real está determinado por un plano mental que se orienta a lo referencial concreto, sin embargo, la situación creada no es del todo armónica, existe una tensión entre los campos semánticos y sintácticos, puesto que el lenguaje puede ser correcto en el nivel sintáctico pero provocar “incoherencias” en el campo semántico. Cuando tenemos el concepto (inducción), cuando lo aplicamos (deducción) o suponemos lo no-dicho (abducción), estamos originando ciertas unidades de significación; subsiguientemente, la unidad final es sostenida por un sujeto (en este caso no se trata de un ser psicológico) en torno al cual se aglutinan los referentes, conformando el mundo. Éste en la literatura es estimado como “mundos posibles” que recorren todos los rincones del relato.
Suponiendo los mundos posibles como semas, ellos realizan un desplazamiento hasta llegar al borde de su topoi (especie de campo semántico en que se realiza la significación de cualquier sema) y, en algunos casos, traspasándolo hasta no-ser lo que antes eran, dando origen a un proceso de metabolización, el que ambigua y potencia los significados en la red semántica de la novela, o sea, el tipo de semántica que contienen los mundos posibles es intencional en los cuales se instalan los objetos, para conformar un nivel de realidad específico. Desde esta perspectiva, encontramos que algunos de ellos, recreados por Elizondo, están en concomitancia con la realidad inmediata y concreta.
H.L. FARABEUF. Cirujano que tuvo existencia real, que pasó gran parte de su vida dedicado al estudio de la cirugía, en especial a las amputaciones y a la invención de instrumentos quirúrgicos (existe un tipo de erinas que llevan su nombre). Asimismo, escribió una obra llamada “Précis de Manuel Opératoire” (p. 66) y “Aspects Médicaux de la Torture Chinoise” (p. 21).
El haz de implicaciones semánticas que actualiza dicho personaje es de una extensión que se evidencia en todos los acontecimientos del texto, ya sea explícita o implícitamente. Su influencia es decisiva para la enfermera y, a medida que se avanza en la lectura, vemos que la personalidad del doctor es intrincada. Su pulcritud y frialdad son rasgos destacables, al igual que su objetividad científica frente a los hechos más brutales y cruentos: “Mucho se ha hablado del refinamiento de los chinos en estos aspectos, al grado que la expresión ‘tortura china’ se ha convertido en sinónimo de refinamiento cruel […]. El Leng T’ ché por el contrario es la exhibición tediosa de una inhabilidad manual extrema […]” (pp. 74-75); su sadismo se muestra –entre otros ejemplos– en “¿Recuerdas aquella emoción llena de sangre? ¿Recuerdas aquel rostro en el paroxismo de cuya visión tu cuerpo se hizo mío?” (p. 102).
EL PERIÓDICO. Se trata de un ejemplar del North China Daily News, que encontró Farabeuf mientras caminaba por las calles de Pekín, enterándose así del suplicio (p. 103) y que también aparece como protección del piso de la casa 3 de la calle l’Odéon, “Tenga cuidado, sin embargo, de no bajar la vista al suelo; los periódicos viejos que allí están extendidos podrían distraerlo […]” (p. 11). Son mencionados otros diarios como el Ch’ eng pao y el Shun tien sh’ pao, que datan de la misma fecha “en los que se relatan algunos hechos curiosos relacionados con la muerte violenta de un alto dignatario de la Corte afecto a los ‘diablos extranjeros’” (p. 48). Esta última cita nos da luces de dos hechos o, mejor dicho, de dos submundos posibles que son: la guerra o rebelión de los boxers (1898-1901) y la muerte de un príncipe que sentía cierta inclinación hacia las tropas invasoras occidentales.
EL CUADRO. Pertenece al pintor veneciano, del Renacimiento italiano, llamado Tiziano, cuya obra se titula “Amor sagrado y Amor pagano”. A grandes rasgos, ésta está compuesta por “un par de mujeres emblemáticas que reclinadas en los bordes marmóreos de un sepulcro clásico ofrecían, una, cubierta con espléndidos ropajes -del lado derecho del cuadro-, una mirada enigmática, llena de lujuria etérea; la otra, desnuda, cubierto el pubis, […], con el brazo levantado […]” (p. 63) y que son acompañadas por un “[…] niño que aparece en el centro de la composición, apoyado en el borde de la fuente en una actitud como si estuviera tratando de alcanzar algo […] en el fondo, y una escena mitológica, representada como un relieve esculpido del lado derecho de la fuente o sarcófago, justo debajo del borde en el que se apoya la mujer desnuda.” (pp. 88-89). La alegoría es claramente de los amores consagrado y carnal, Farabeuf iguala a la enfermera con la figura desnuda; es un amor culpable, sexual, que busca la unión de los cuerpos como único fin, la carne se dota de la significación del placer fugaz, pues no puede trascender en el acto de amor. De aquí inferimos que la “imagen de los amantes” es una idea que ha creado Farabeuf y que comparte Mélanie Déssaignes (ex religiosa); en ella hay candidez, pues ellos se ven caminando por la playa como una pareja que se ama y disfruta del paisaje.
LA FOTOGRAFÍA. El autor de ella es Louis Carpeaux, la que es utilizada por G. Bataille en su libro “Las lágrimas de Eros” (1961) y que reproduce Elizondo en el último tercio de su novela (página sin numeración que se ubica entre la 140 y la 141). Redunda hacer una descripción de la imagen, porque su elocuencia es patente; en todo caso, Elizondo hace una detallada descripción del suplicio (pp. 133 a 139) y de las funciones que cumplen cada uno de los verdugos que rodean al supliciado Fu Chu Li, asesino del príncipe Ao Han Wan (pp. 139 a 145).
El autor, hablando del trabajo de Bataille, nos resume el hecho al decir que “[en] el análisis de la fotografía del suplicio chino Leng T’ ché […] Bataille advierte todas las características esenciales del erotismo: la crueldad, la violencia, la violación de la interioridad del cuerpo humano, la profanación de las estructuras vitales, […], la fascinación del suplicio y el éxtasis místico”13. Pensamos que es importante consignar que son los mismos elementos que forman parte del sentimiento amoroso entre Farabeuf y la enfermera.
LOS INSTRUMENTOS QUIRÚRGICOS. La doble connotación que poseen origina la reflexión de que la cirugía –en comparación con la tortura de los Cien Pedazos– es más brutal y cruel por su metódico y aséptico proceder. Acerca de las connotaciones del instrumental, ellos implican la crueldad, la violencia y la muerte, la sangre y la mutilación, representaciones que acompañan a Farabeuf que es el que los porta en su maletín negro, y es un anticipo amenazante de su presencia. Conjuntamente, crea espacios virtuales (anfiteatros instantáneos) en los que enseña su arte sobre cadáveres.
EL IDEOGRAMA (LIÚ). Es un signo que se halla dibujado en una ventana empañada, representa al número 6 (p. 150), pero tiene similitudes con la estrella de mar muerta que encontraron los amantes en la playa, también como signo ominoso del supliciado. Existe una relación con el I’ Ching, ya que es un número cabalístico. A través de él se anudan los recuerdos, la búsqueda de una pregunta olvidada por la enfermera.
RUE 3 DE L’ODÉON. Según la RAE, el “odeón” es un “Teatro o lugar destinado en Grecia para los espectáculos musicales. Por analogía se llaman así a algunos teatros modernos de canto”14, lo cual nos hace suponer que la habitación es la escenografía para la representación teatral del mismo “instante”. Farabeuf debe ascender los peldaños que lo alejan del mundo real y lo dejan sin respiración, para incorporarlo a otra dimensión de la realidad, que es mística y fantástica. Todo lo que acontecerá en ese espacio es parte de un ritual, de una emulación que dejará a los partícipes en un estado diferente del cotidiano, abarcando la totalidad del relato. En consecuencia, es un “espectáculo” enmarcado con un halo mágico e irreal, donde a la inversa –como en la imagen de un espejo– lo que es verdadero en la cotidianeidad aquí es falso y lo que no está allá, quizás, aquí se encuentre o se realice un pacto entre lo celestial y lo terrenal.
Los elementos se presentan como faltos de vitalidad, unos personajes sin volumen, nostálgicos y la escenografía de un tiempo pretérito; lo único que rompe el ambiente congelado y estático por su vitalidad –a pesar de que perece por las emanaciones tóxicas del desinfectante del doctor– es la mosca que se golpea incesantemente contra el vidrio de la ventana.
EL ESPEJO DE MARCO DORADO. Una posición fundamental ocupa el espejo, pues él relativiza el mundo de lo visible y lo tangible, en primera instancia, y luego lo impalpable, lo metafísico. Esta superficie de azogue es la que “captura” todas las imágenes de las personas y de los objetos. En él se construyen todos los componentes del mundo, “ya que de él deriva un sinnúmero de posibilidades capaces de trastocar radicalmente el sentido de nuestro pensamiento; me refiero al hecho posible, […], aunque desgraciadamente improbable, de que nosotros no seamos propiamente nosotros o que seamos cualquier otro género de figuración o solipsismo […] como que, […], seamos la imagen en un espejo, o que seamos los personajes de una novela o de un relato, o, ¿por qué no?, que estemos muertos” (p. 62).
Se busca la integración del yo, la que se percibe que se poseyó en un tiempo remoto que al ponerse en contacto con lo simbólico, con el mismo lenguaje y todas sus representaciones del mundo, se llena de ambigüedad. El deseo es reprimido a fuerza de una ley que antecede a Farabeuf y a la enfermera, quieren retornar a ese estado imaginario integral “[…] lo imaginario comienza con la entrada […] en la Fase del Espejo […]”15. Las respuestas a todas las preguntas posibles, piensan que pueden ser halladas en ella, pues “[…] la primera experiencia […] es una fragmentación. Se podría haber dicho que […] siente que su cuerpo es fragmentado […]. La función principal de la Fase del Espejo es dotar […] de una imagen unitaria de su propio cuerpo. Sin embargo, este ‘ego del cuerpo’ es una entidad profundamente alienada […] al buscarse a sí mismo en el espejo […] sólo percibe otro ser humano con el que se une y se identifica […]16.
Dicho de otra manera, en lo Imaginario no hay sensaciones de un yo separado, pues este yo se ve condenado a reconocerse en el Otro (Farabeuf necesita de la enfermera, tanto como ésta de aquél). “La Fase del Espejo no permite, pues, más que relaciones duales. Sólo mediante la triangulización de esta estructura que, […], ocurre cuando [el mundo y sus reglas o, en nuestro caso, la fotografía del supliciado] interviene la unidad dual […] puede asumir su sitio en el orden Simbólico y de esta manera, llega a definirse como separado de lo que lo rodea”17.
Hemos confirmado que hay una instancia primitiva en que el médico y la enfermera disfrutaron de ese “paraíso”, de las ventajas de formar parte del mundo imaginario, eran una prolongación más de él. La “imagen de los amantes” en la playa, nos presenta las características de dicha de la que gozaron transitoriamente. No obstante, la salida de esta etapa, los obliga a convertirse en alienados, porque el conocimiento de las estructuras de lo Simbólico está siempre representado fuera de ellas mismas, en el Otro.
En la novela, la relación sexual es el mecanismo que debe avanzar más allá de los límites del placer momentáneo, para la identificación y formación del sujeto en una suerte de transacción metafísica en que Farabeuf es el Otro de la enfermera y viceversa. Ambos personajes quieren, de formas distintas, quieren incorporar a sus vidas el terreno de lo Imaginario para darle sentido; sin embargo, la empresa está destinada al rotundo fracaso, porque significaría que entrarían en un estado psicótico. Dicho de modo simple, Farabeuf y Mélanie deberían asumir personalidades alucinadas para suplir la carencia impuesta, la insaciedad de su existencia aniquilada.
LA POLIFONÍA DE VOCES
En referencia a este punto, el autor hace uso de una gran gama de registros del habla. Brevemente, señalaremos que utiliza la tercera persona para las descripciones objetivas y analíticas, sobre todo en las que tiene que ver con los instrumentos quirúrgicos y la tortura, distanciándose notoriamente del objeto, lo cual le entrega la lucidez científica necesaria.
Por otro lado, está el uso, que el autor pone en boca de Farabeuf, de la segunda persona plural, creando así un registro que se halla perdido en el tiempo y que no responde a la realidad lingüística de la actualidad. También la segunda persona, acerca a la enfermera a la órbita de Farabeuf; ella misma lo utiliza con frecuencia para referirse a él. El hecho del registro de la segunda persona plural, crea el efecto de hacer cómplices a los lectores (otros) o simples espectadores del espectáculo que es el instante.
Finalmente, debemos hacer mención de un registro de tercera persona que implicaba respeto (llamaba Maestro a Farabeuf) y algún grado de sumisión, que cambia en ciertas secuencias y se convierte en inquisidor y hasta en juez.
Los numerosos registros de habla son los que permiten acceder a la perspectiva en que es observado el mundo fictivo. La focalización es la característica principal de la novela, Farabeuf trata de constatar su realidad a partir de desplazamientos temporales analépticos en los que busca sustentar su propio presente. Es mediante el recuerdo que quiere recobrar la certeza de su existencia actual; es un viejo y se ha refugiado en los años cuando disfrutaba de su juventud, intentando recuperar aquellas vivencias que lo llevaron a situaciones extremas (su anonimato, su estadía en China durante una revuelta armada, su relación amorosa, el suplicio), aventuras rebosantes de energía que se fueron anulando desde la fotografía que tomó. Se produjo una brecha entre lo vivido y lo que sentía, generando una incertidumbre del ser.
En el otro lado, se ubica la enfermera que adopta, en relación con el tiempo, una actitud proléptica, debido a que su finalidad es olvidar lo acontecido para enfrentar su devenir, pero también comprende que se está desprendiendo de algo, se está vaciando de su esencialidad que cree recuperar cuando se entrega “muerta” a Farabeuf.
Las focalizaciones mantienen la fragmentariedad del universo y de los sujetos; la fractura de la línea temporal, las anacronías van estructurando un taraceado muy complejo que compromete al individuo en toda su extensión humana.
EPÍLOGO
Los personajes de Elizondo se mueven fundamentalmente en búsqueda del principio ontológico susceptible de estabilizar la cuestión del ser que padecen. En tela de juicio se encuentran sus propias existencias, en medio de un huracán metafísico que los arrastra a la ilusión del espejo que domina sus acciones y sus conciencias, es decir, están involucrados de cuerpo y “alma” en el proceso de la búsqueda del ser y –al mismo tiempo y como consecuencia– de sus identidades fragmentadas o descentradas.
H.L. Farabeuf y Mélanie Déssaignes, empecinados en este desesperado allanamiento, intentan la formulación de seudo-identidades (Paul Belcour y Soeur Paule du Saint Esprit) e incluso sus propias ocupaciones pretenden dar sustento a las personalidades que han asumido (fotógrafo y monja). Posteriormente, cuando entablan relaciones se dan a conocer sus verdaderos nombres. Es el sentimiento amoroso el que motiva este “desenmascaramiento”, se convierten en los “amantes”, pero los persigue la culpa y el pecado, su relación es un amor clandestino, se han roto los votos de una castidad absoluta. El mundo de lo carnal es un “amor profano” que ha dejado de ser la consagración de por vida a lo “sagrado”, la alegoría de Tiziano marca estos dos mundos irreconciliables que se convierten en pulsiones de la interioridad, de algo parecido a un “ser” que es solamente una apariencia, una máscara más que oculta el vacío que no encuentra un contenido.
La playa que tanto recuerdan los personajes, es el espacio que alberga la nostalgia de lo perdido. Allí solamente hay un hombre y una mujer que se aman, asumiendo una representación universal, primigenia. Sin embargo, algo sucede que quiebra la armonía, ella echa a correr y él no la reconoce, es otra. Lo mismo acontece con ella, se vuelve y el hombre se transfigura en otro que no logra reconocer. Pueblan este espacio idílico otros sujetos, que por su fugacidad da la impresión de no tener mayor importancia; no obstante, pensamos que la presencia de ellos carga aún más el ambiente de significaciones: por un lado, tenemos a la anciana de negro que pasea a su perro, su imagen es la de una vida que se apaga y está muy cercana a la muerte (su vestimenta de luto intensifica la idea) y la incorporamos a la órbita de Farabeuf convirtiéndolos en un binomio indisoluble, pues él carga con la marca de la muerte (tiene la fotografía del supliciado, es patólogo) y esta connotación se magnifica con la estrella de mar muerta, que el mar arrojó a la orilla; por otro lado, está el niño rubio que juega inocentemente a construir un castillo, la vitalidad de su aparición es contrastante con la dama de negro, tiene rasgos angélicos pero, así como él mismo, su “castillo” es pasajero y frágil, las olas lo destruirán sin compasión. La vida es el “castillo” también, diferentes hechos la construyen, pequeños granos de arena, y se pulveriza en la muerte, a manos de las olas de la eternidad. La homología se entabla con Mélanie, ya que ésta aún no conoce la muerte, retratada en la fotografía, sólo carga con la culpa de su amor y su entrega a lo mundano.
Vuelven a la casa de la playa, se han acercado a la salida del edénico espacio que ofrecía la playa. La inminencia del acto sexual es palpable y urgente, pero él le muestra una fotografía que cambia todo lo vivido y lo mediatiza, se vuelve un recuerdo angustiante y patético de la verdadera cara de la muerte. Al mismo tiempo, ésta por su fuerte contenido “espectaculariza” la vida, transformándose en una fuente de ambigüedades: el supliciado llega a constituirse en el Cristo chino, al cual no se le reconoce sexo, es un hermafrodita que está alcanzando un dimensión mística a través del placer del dolor (su propia cara lo demuestra, a opinión de Farabeuf).
Él es el cirujano, el científico que quiso arrancar de su transitoriedad esa imagen. Ella es la enfermera que se enfrenta a la más descarnada manifestación del sufrimiento, su entrega a aquel hombre es la del supliciado y él como ente activo es el verdugo que dará inicio al coito. Se produce una conjugación entre Eros y Tanatos, el amor y la muerte, en una acción que posteriormente será vista desde una perspectiva objetiva y carente de vitalidad. Los contrarios se atraen y cada entrega de parte de la enfermera la hará más desdichada, el amor simbióticamente se mimetizará con la oscuridad de la muerte.
Otra de las instancias relevantes, dentro de este proceso de identificación, son las enigmáticas palabras escritas en cursivas por Elizondo y en idioma alemán: “Himmlische und Irdische” (p. 109). La traducción literal es “Celestial y Terrenal”, términos que enmarcan una situación muy especial, se trata de un espacio “imaginado”, un limbo en que todas las cosas y los individuos están congelados, de telón de fondo se repite eternamente una canción en un disco rayado, señalando que lo que se va a llevar a cabo es una reiteración de acciones muy bien calculadas. Se trata del “instante” metafísico que inicia la obra.
Los personajes se debaten entre “el recuerdo y el olvido”, lo divino y la realidad terrenal cargada de hostilidad por la incertidumbre que causa la fragmentariedad, correspondientemente. Farabeuf trata de acceder al recuerdo y la enfermera, por el contrario, al olvido.
Ya dijimos que el instante es una representación, un “teatro instantáneo” en que las acciones son lo contrario a la vida real y que los asuntos adquieren trascendencia dentro de otro orden de existencia, diferente al cotidiano. El encuentro de los personajes era una urgencia en l’Odéon, en ese espacio donde todo es posible, donde existía la posibilidad –aunque remota– de hallar la identidad y la trascendencia como seres humanos o como sujetos íntegros, al menos. Llegan insatisfechos con sus vidas a la casa, al escenario ya dispuesto. Farabeuf entra en escena con su maletín negro, en el cual porta todo su instrumental quirúrgico (crueldad, mutilación y dolor) y adelanta un posible desenlace fatal. Por su parte, la enfermera, vestida con su antiguo uniforme, juega a adivinar lo que vendrá (tabla ouija y el I’ Ching). Las vivisecciones son propias del doctor, sus cruentas carnicerías se potencian en sus instrumentos y, también, le dan el rótulo de ser el “oficiante” de un sacrificio o una operación que está pronta a ocurrir.
En el recuerdo de la enfermera está presente la imagen del torturado, que fue desmembrado como un castigo menos cruel que morir quemado, Farabeuf la siente como Chu Fu Li y ésta se reconoce como entregada al suplicio, al eterno recuerdo, como la ofrenda del sacrificio ritual que ha dado comienzo. Es de relevancia destacar que los personajes son observados, el ritual no tendría ningún sentido sino no es apreciado en su trascendencia por unos espectadores, los cuales forman parte de la representación. Son los “otros” –los cómplices, nosotros mismos los convocados mediante la lectura– que, pasivamente, se encuentran allí para crear el entorno de lo mágico y lo espectacular. Como un gran ojo frío e inmutable se corporiza el espejo, él es otro de los personajes que tiene incidencia radical, “especularizando” los sucesos; es una especie de ojo metafísico, donde la presencia es sólo un espejismo y el ser un imposible.
Esta búsqueda para Elizondo es básica, pues tras el mundo pareciera encontrarse la respuesta, los personajes de la obra están siendo “[…] atenazados por la incertidumbre y el sentimiento de que su fundamento en cuanto al ser vacila, no ven más escapatoria que la vehemencia del deseo. De esta vehemencia depende que se mantengan ontológicamente a flote […]. Este texto de Farabeuf traduce sin duda de manera elocuente el móvil profundo del deseo en los personajes […]: hacer surgir la realidad de lo imaginario, estabilizarla mediante el conocimiento y poder lograr así la síntesis del Mismo y del Otro en la plenitud del instante”18.
Estas concepciones hegelianas nos llevan a la formulación del hipotexto que sostiene la novela y a concluir que, como mencionamos antes, sobrepasan las ideas de Schopenhauer, las que eran insuficientes para dar cuenta de la angustiosa situación que padecen los personajes de “Farabeuf”. Aquí nos topamos con un problema más profundo que el simple dolor o la insatisfacción de un deseo, pues consiste en que el deseo es inseparable del conocer, “porque el conocimiento da al ser imaginado el contorno de estabilización […]”19. La insubstancialidad del ser de los personajes los pone a la deriva de la existencia, para Farabeuf es imperativo que la enfermera “recuerde” a fin de descifrar el pasado, pero ésta desconfía de él y se mantiene en medio de su inconsistencia metafísica, se apoya en los designios cabalísticos que pueden arrojar la ouija o los hexagramas y los argumentos del cirujano no tienen resultados en ella: “El deseo se mueve socavado por la eventualidad de ser sólo un simple reflejo especular de sí mismo o del deseo de otro […]”20.
La presencia del espejo condena a los personajes a tratar de encontrar el ser en el deseo de su unidad, en el acto carnal del coito como pobre esfuerzo de alcanzar la realización metafísica. De este modo, la conciencia apacigua la urgencia de trascendencia, es la aporía o contradicción de querer “[…] acceder al conocimiento por el anonadamiento de todo conocimiento, por el olvido absoluto. El Deseado podría así manifestarse en la plenitud de su actividad soñadora [para nosotros, lo Imaginario] de la conciencia que, liberada del peso del recuerdo, se reflejaría en la coincidencia consigo misma”21. Sin embargo, la enfermera, sobre todo, y Farabeuf no tienen la certeza de que a través del sueño logren alcanzar el tan preciado ser, lo que hace de ellos unos personajes que tiene un “deseo metafísico desdichado”.
Agregaríamos, para terminar, a la opinión de López que el intento de llevar lo Imaginario o la actividad soñadora al orden de lo Simbólico, en términos de Lacan, es un imposible que llevaría al desquiciamiento total y con ello a la pérdida definitiva de la conexión con el mundo.
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NOTAS:* Elizondo, Salvador: FARABEUF O LA CRÓNICA DE UN INSTANTE, Editorial Joaquín Mortiz, México, 1971. Cuando se hagan citas de la novela, sólo se anotará el número de página.
1 Genette, G.: “Fronteras del relato” en ANÁLISIS ESTRUCTURAL DEL RELATO, Ediciones Coyoacán S.A. de C.V., México, 1997; p. 200-203.
2 RAE: DICCIONARIO DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA, Espasa Calpe S.A., España, 1992; p.1025.
3 Barthes, R.: “Introducción al análisis estructural de los relatos”, en op. cit.; p. 10-11.
4 Todorov, T.: SIMBOLISMO E INTERPRETACIÓN, Monte Ávila Editores C.A., Caracas, Venezuela, 1981; p. 56.
5 Bataille, G.: MADAME EDWARDA, Premiá Editora de Libros S.A., Puebla, México, 1985, p.17.
6 Duca, Lo: HISTORIA DEL EROTISMO, Ediciones Siglo Veinte, Buenos Aires, Argentina, 1965; p. 131. El autor no da a conocer la referencia bibliográfica exacta.
7 Duca, Lo: op. cit.; p. 132.
8 Duca, Lo: op. cit.; p. 132.
9 Duca, Lo: op. cit.; p. 132-133.
10 Duca, Lo: op. cit.; p.133.
11 Duca, Lo: op. cit.; p. 138. La verdadera identidad de G. Sand era Armandine-Lucie-Aurora Dupin, baronesa Dudevant, 1804-1876. Es interesante ver cómo la autora, oculta bajo un seudónimo masculino, reivindica la figura femenina a través de la prostituta, que uno de los estereotipos patriarcales en la sociedad occidental.
12 Marías, J.: HISTORIA DE LA FILOSOFÍA, Revista Occidente S.A., Madrid, España, 1981; p. 329. Los destacados son del autor.
13 Bataille, G.: op. cit.; p. 10.
14 RAE: op. cit.; p. 1039.
15 Moi, T.: TEORÍA LITERARIA FEMINISTA, Editorial Cátedra, Madrid, España, 1988; p. 110. La autora se refiere a la teoría psicoanalítica de Jacques Lacan; nuestro énfasis lo centramos en la Fases del Espejo.
16 Moi, T.: op. cit.; p. 110.
17 Moi, T.: op. cit.; p. 110.
18 López, A: “La problemática del deseo en la narrativa hispanoamericana contemporánea” en Godoy G., E.: HORA ACTUAL DE LA NOVELA HISPÁNICA, Ediciones Universitarias de Valparaíso, Universidad Católica de Valparaíso, 1994; p. 303-304.
19 López, A.: op. cit.; p. 303.
20 López, A.: op. cit.; p. 303.
21 López, A.: op. cit.; p. 304.
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