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La novela de Perón y Santa Evita de Tomás Eloy Martínez como novelas históricas.

por Marcelo Coddou
Artículo publicado el 17/10/2013

El historiador Mario Cancel ha afirmado que “toda literatura es histórica en la medida en que refleja su tiempo y se hace en un contexto histórico-social determinado. Y toda literatura es fuente interpretativa para comprender un proceso fluido como el que vivimos”(1). No cabe impugnar tal generalización, en sí válida, pero es imperativo reflexionar sobre ella, con el fin de establecer, con cierto grado de precisión, lo que hace a la llamada “novela histórica” un género específico dentro del inmenso campo de la literatura. Para ello es preciso preguntarse, desde la partida, qué vincula la historia con la ficción novelesca y, quizás antes aún, qué se entiende como “hecho histórico”, ya que ésta es una noción que ha variado a lo largo del tiempo.

Desde que George Lukács en La novela histórica(2) emitió un concepto a partir de la consideración de las obras de Walter Scott, se han producido muchos modos de ficcionalizar la historia, por lo cual se impone reconsiderar las conclusiones del estudioso europeo teniendo a la vista las nuevas producciones. Claro y convincente resulta lo sostenido, por ejemplo, por Alexis Márquez Rodríguez en su discusión sobre el género:

Lo histórico es aquello ocurrido en un lugar que de una u otra manera influye en los hechos posteriores, hasta el punto de dejar alguna huella, de producir alguna consecuencia en el desarrollo ulterior de la vida de ese lugar(3).

Aceptado este presupuesto, no le cabe a nadie dudar de que el “peronismo” ha tenido en la Argentina una presencia decisiva, de que constituye una realidad de gravitante peso histórico, desde su gestacción como movimiento, al presente. La trascendencia del peronismo no es algo que resulte de valoraciones interesadas o subjetivas de politólogos o historiadores. Es un hecho en sí relevante. Ahora, lo que corresponde discernir es qué aspectos del peronismo resultan significativos para el que se aproxima a “historiarlo” y proponer un discurso descriptivo y/o crítico de él. Lejos estamos ya de la historiografía a lo Von Ranque, quien postulara no sólo la estricta profesionalización del historiador, sino que limitaba las fuentes, que debían reducirse a las estrictamente documentales y donde la perspectiva se restringía a una visión desde arriba(4). A distancia suya, los discursos de la última generación de la Escuela francesa Annales, los de los italianos de la microstoria, la anthropological mode of history practicada por ciertos historiadores norteamericanos y de ingleses como Peter Burke, consideran la importancia de la vida privada, la historia desde abajo, la de los marginales o excluidos, la de los subalternos. Los textos que ficcionalizan la historia −fundamentalmente aquellos que aceptamos como “novelas históricas” − tienen como lector ideal aquél que posee un conocimiento intertextual, tanto del discurso historiográfico como del discurso novelesco. Por lo general sucede que ese lector de novelas conoce, de un modo u otro, con mayor o menor detención, los hechos que la historiograf’ía ha considerado y en su posterior aproximación a la ficción, relaciona lo ya sabido con las nuevas visiones que ésta le proporciona. Y estas nuevas visiones no se restringen a los grandes hechos(5). Ya veremos, al analizar las novelas históricas de TEM, como ellas, sin dejar de centrarse en grandes acontecimientos, atienden, con cuidadoso detalle, a los hechos del vivir cotidiano, tanto de los “protagonistas”, mayores o menores −con reconocidos referentes en el plano extra-textual− como de los estrictamente ficcionales, proporcionando así un cuadro vívido y muy completo, de la existencia toda de la Argentina en un largo plazo.

Discurso historiográfico y discurso ficcional ofrecen importantes aspectos en común. Decisivo resulta la narratividad de ambos, ésa que permite registrar lo pasado. El historiador, además de echar mano a registros no narrativos (estadísticas, reflexiones especulativas y valorativas), privilegia la producción de un texto narrativo. Un estudioso que citaremos muchas veces −por lo demás ensayista predilecto de TEM−, Hayden White, ha subrayado que la narratividad de lo histórico se aproxima a la narratividad de lo ficcional. Por su lado Noé Jitrik ha postulado que el instrumento común a los historiadores y los novelistas es la imaginación (6), algo que ocurre desde la más lejana antigüedad, cuando en un mismo texto se hermanaban historia y mito: así Heródoto incluyendo en sus escritos a los dioses del Olimpo; o la presencia de ángeles y demonios en las historias medievales. Desde esos entonces hasta la actualidad, literatura e historia guardan mucho en común, como lo testimonia el historiador puertoriqueño Fernando Picó, cuando sostiene:

los historiadores continuamente acudimos a los resortes de la literatura para exponer argumentos, comparar, persuadir y resumir. Usamos metáforas, símiles, hipérboles, sinécdoques, metonimias y todas las figuras literarias del repertorio de la narración. Cuando queremos convencer, traemos otras voces narrativas, las de testigos fidedignos, que citamos literalmente (…) Personificamos corrientes de pensamiento, tendencias económicas, avances tecnológicos y cambios políticos, y esos personajes, La Ilustración, La Revolución Industrial, La Revolución Francesa, El Renacimiento, avanzan por nuestras páginas sonoramente: ‘La Ilustración no quiso considerar…’, ‘La Revolución Industrial desplazó a …’ (…) Lo curioso es que después de usar todos estos recursos todavía insistamos en negar que la historia es un género literario(7).

Hayden White va más allá, cuando establece que los modos de articulación discursiva −no sólo los recursos literarios señalados por Picó− elegidos por los historiadores determinan su pensamiento sobre la historia. Según él hay tres categorías explicatorias (o “de efecto explicatorio”) en los discursos historiográficos: la explicación por la trama, la argumentación formal y la explicación por implicación lógica. La primera es, sin duda, la fundamental en la consideración de la narratividad del discurso historiográfico: es la que le da significado a un relato precisamente por el tipo de relato que asume: “la forma de relato general o arquetípica” (8).

Ha sido fecunda esta visualización de White de las formas discursivas del discurso narrativo literario en la escritura de la historia. Ha permitido ver, de modo definitivo, el texto historiográfico como artefacto literario (9).

Lo importante −medular para nuestros propósitos de estudiar algunas de las obras de TEM como “novelas históricas”− es aceptar también que la creación literaria propiamente tal se ha apropiado siempre de referentes históricos −acontecimientos reales, no inventados por la imaginación− para reelaborarlos desde la sensibilidad poética, desde la ficción, así reinterpretándolos y redimensionándolos, como acontece con el autor argentino. Y esto lo hace no sólo la “novela histórica”, por supuesto.

La novela histórica surge en el siglo XVIII a raíz de la crisis provocada por la Revolución Francesa y fue definida por el mencionado George Lukács (ya señalamos que sobre la base de las novelas de Sir Walter Scott) como un género de muy específicos rasgos: un telón de fondo histórico sobre el cual se construye una anécdota ficticia; los hechos de la trama ficcional podrían haber ocurrido en el contexto presentado; el novelista respeta la ideología de la época; el primer plano de la narración privilegia la anécdota ficcticia y los personajes históricos importantes aparecen en un segundo plano. También según Lukács la relación entre el pasado y el presente se ofrece como función propia del elemento histórico en el interior de la novela.

Estas caracterizaciones de Lukács fueron por largo plazo consideradas como las únicas esenciales en el momento de conceder a una novela el apelativo de “histórica”. Pero, resulta que, como ha reflexionado apropiadamente Luz Marina Rivas:

la novela de cada época atiende a distintas nociones y expectaivas de acuerdo con la cultura que la produce. La conceptualización de Lukács se refiere a la novela histórica que seguía los principios de construcción del romanticismo (10).

Seymur Menton, que parte del mismo principio −explícito en el título de su ensayo: Nueva novela histórica (11)− al estudiar obras latinoamericanas recientes señala como características suyas recurrentes: ficcionalización de personajes históricos, juego de metaficción e intertextualidad, dialogismo, parodia y heteroglosia, ideas filosóficas propuestas en el interior del texto, distorsión conciente de la historia mediante anacronismos, exageraciones u omisiones. El estudioso distingue entre “nueva novela histórica” y las “novelas históricas latinoamericanas más tradicionales” (las del romanticismo, modernismo y criollismo). Aceptando las definiciones de Amado Alonso y Enrique Anderson Imbert, sostiene, citando a este último: “llamamos ‘novelas históricas’ a las que cuentan una acción ocurrida en una época anterior a la del novelista” (p.33), afirmación ésta muy discutible. La recién citada Luz Marina Rivas recuerda, con acierto, entre otras novelas −como Los de abajo de Mariano Azuela−, precisamente las de TEM: todas ellas refieren hechos que, total o parcialmente, coinciden por la época vivida del autor y, por ende, con la aparición de sus obras. Márquez Rodríguez tampoco acepta la distancia temporal como requisito insoslayable para clasificar a una novela como histórica, a la que define a partir de la presencia de dos elementos que estima esenciales: un hecho histórico sobre el que se asienta la trama y la ficción como medio de fabulación de tal hecho. Lo definitorio estaría pues, en que se narra lo histórico como ficción. Más aún, sostiene el mismo estudioso venezolano:

Aunque resulte paradójico, muchas veces un personaje y unos episodios inventados por el novelista dan mejor la pauta de lo que fue la vida real en un momento determinado, que la reproducción real de los propios hechos reales (12).

Es lo que acontece justamente con La novela de Perón y Santa Evita. También pasa que en ellas se da ese otro rasgo que, ahora según Noé Jitrik, resulta decisivo al estimar una novela como novela histórica: que si bien ésta dirige su representación hacia diversas finalidades −estéticas, políticas, ideológicas, lúdicas− todas ellas se subordinan a una central, “el acercamiento a una identidad o la composición de una identidad” (p. 60). Habría que pensar con cuidado a qué identidad o comprensión de una identidad nos aproximan las obras de TEM. Puede postularse que ella es la del peronismo en un cierto sentido profundo y, por ende, la de la Argentina toda en un período decisivo de su transcurrir histórico dominado todo él por la presencia gravitante de sus líderes carismáticos. Pero no son sólo éstos −protagonistas tanto del hecho histórico referencial, como del cosmos novelesco− los que las obras de TEM buscan “identificar” apropiadamente. En ellas, efectivamente, son muchos los componentes sociales que juegan rol primordial: por ejemplo, los aparatos del poder estatal, los enfrentamientos entre los diversos sectores que conforman el peronismo, etc. Por ello quizás resulte adecuado pensar, a partir de la propuesta de García Canclini (13) de desplazar la categoría de identidad a la de heterogeneidad e hibridación, para buscar no las identidades como algo establecido en sí mismo (“el peronismo es esto”, “Perón y Evita fueron y son esto otro”), sino las intersecciones conflictivas y las negociaciones, la alteridad con que se ofrece la imagen del «hecho histórico» en las novelas, con respecto a los muchos otros textos previamente existentes. En todo caso lo que resulta claro es que TEM, precisamente por aceptar el carácter mutable de la identidad, tanto del peronismo como de la Argentina desde hace más de medio siglo, obliga, con sus revisiones ficcionales, a repasar los recorridos históricos de muy diversos discursos, historiográficos, literarios, políticos, etc. sobre el hecho que él busca identificar más apropiadamente: ese afán de establecer una verdad más verdadera que mueve su escritura.

Asiste razón a Luz Marina Rivas cuando pide considerar:

la diversidad de discursos que circulan socialmente en la relación con la historia, de los cuales puede apropiarse la literatura, como también lo ha hecho la historia con muchos de ellos, que funcionan como documentos (p.49).

Tal reflexión le permite a la ensayista venezolana visualizar las diversas formas que puede asumir la novela histórica: la de un diario íntimo (como acontece en medida importante pero no exclusiva en La novela de Perón), de una autobiografía (la que revisa Perón bajo la tutela de López Rega), de una carta, etc. Esto hace que se produzca una supersposición genérica y que se creen textos híbridos, como tan adecuadamente lo ejemplifica Santa Evita.

Apropiándose de discursos diversos, el texto histórico, nos ha hecho ver Hayden White, se nos ofrece en un amplio espectro que comienza con la “crónica” y el “relato”, forma que según él constituyen “elementos primitivos de la narración histórica, pero ambos representan procesos de selección y ordenación de datos del registro histórico en bruto”(p.16). Luego vienen niveles más complejos de abstracción: modo de tramar, modo de argumentación y modo de implicación ideológica. Se da en ellos la posición crítica del historiador, su explicación y búsqueda del sentido de los hechos. Es lo que sucede también con el autor de novelas históricas  quien asume una actitud de reevaluación y reinterpretación, inevitablemente ideológica, de los hechos, desde un texto fictivo. Siendo esto así, la historia en sus novelas es mucho más que marco o decorado. Lo ha sostenido convincentemente Noé Jitrik al decir que la novela histórica tiene que ver con la:

captura de lo histórico propiamente dicho: así algunos perciben la historia en lo colectivo y la gran escena como ocurriría en grandes tramos de la obra de Pérez Galdós o en La guerra y la paz; otros a través de la individualidad y lo íntimo, como sería, tal vez, el caso de Stendhal en La cartuja de Parma, donde el miedo personal del soldado conlleva a una interpretación global de la historia o permite formular una interpretación o favorecer un acercamiento a la materia histórica (p.80).

El novelista, al buscar una reformulación de la historia, al dar su personal interpretación de ella, al dar voz a los silencios de la historia no ficcional, lo hace con lo que Luz Marina Rivas llama conciencia de la historia por parte del escritor (14). La estudiosa acepta lo formulado por Hayden White:

Lejos de ser la antítesis de la narrativa histórica, la narrativa ficcional es su complemento y aliado en el esfuerzo humano universal por reflexionar sobre el misterio de la temporalidad. De hecho la ficcion narrativa permite al historiador percibir con claridad el interés metafísico que motiva su tradicional esfuerzo por contar «lo que realmente sucedió» en el pasado en la forma de relato (15).

La conciencia de la historia, tal como lo concibe la ensayista venezolana constituye una textualización, esto es, “una objetivación observable en el texto de la novela” (pp. 53-54). La misma estudiosa conluye que son dos las formas de manifestarse en el interior de ese texto (ambas, según veremos, están presentes en la narrativa de TEM): 1) el tema principal centrado en un referente histórico −así sucede en La novela de Perón y Santa Evita, donde los referentes aparecen explícitos− y 2) la presencia de la metahistoria, un discurso que reflexiona sobre su propio hacerse (rasgo sobresaliente en Santa Evita)

 

I I

Sabido es que en la constitución de los discursos literarios latinoamericanos, en toda sus variedades genéricas y a lo largo de diversos periodos, el elemento histórico ha participado de modo persistente. Pareciera claro que esto se debe a algo que es básico: la certeza de que la escritura puede referir y transmitir la realidad externa al cosmos narrativo. Pero tal certeza se ofrece con múltiples sesgos, sobre todo en un momento como el más cercano al presente, en que se ha venido debatiendo en profundidad −según recordábamos hace poco−, el problema de las relaciones entre la Historia como disciplina científica y la narración de índole literaria (16). Esta última −la llamada precisamente “novela histórica”− forma parte del fenómeno amplio en debate que se reconoce como “reconstrucción discursiva de la Historia” (17).

Desde que tomó vigencia el desarrollo de la Historia de las mentalidades, se han ido integrando al hecho histórico escueto la totalidad de los factores que se ofrecen como pertinentes: económicos, etnológicos, sociales: el acontecer de la vida diaria, las costumbres de los diversos estratos y clases sociales, las aspiraciones colectivas de las agrupaciones humanas −religiosas, políticas, culturales, deportivas, etc.−, los imaginarios de estas mismas identidades, etc. Esto ha llevado, necesariamente, a la revisión de las modalidades discursivas con las cuales configurar la representacion de los hechos. Según ha concluido Fernando Moreno: “desde al campo de la semiología, de la filosofía o de la propia historiografía, se llega a la concepción del hecho histórico como un hecho discursivo el cual, más que reflejar, significa” (18). A lo cual agrega: “esto quiere decir que la escritura historiográfica, como toda escritura implica una manipulación del referente y que por lo tanto no es sólo interpretación, sino también fabricación”.

Leamos la conocida formulación del citado Hayden White, quien señala que la obra histórica es:

Una estructura verbal en forma de discurso de prosa narrativa que dice ser modelo, o imagen, de estructuras y procesos pasados con el fin de explicar lo que fueron, representándolos (19).

Queda claro que la escritura del discurso histórico resulta de una operación ideológica y, por ende, no necesariamente concuerda con la realidad que busca inscribir: lo que en definitiva hace es semantizarla. Válido, entonces, es insistir en que el discurso histórico guarda importantes similitudes con el dicurso literario: uno y otro, no sólo el literario, contituyen construcciones lingüísticas de aquello que se “lee” y que se interpreta según una experiencia ya modelada(20). Y, en definitiva, se debe considerar lo histórico como imaginario.

Es de ello que TEM se aprovechó para proponer, desde sus novelas, versiones correctivas, alternativas o inéditas, de la historia de la Argentina contemporánea, tal como ella ha sido establecida en el discurso canónico. La suya resulta así actitud legítima de “revisionismo histórico”, cumplido desde el prisma de la narración literaria.

Por supuesto que en ello no estaba solo y de ninguna forma fue el primero en hacerlo en la narrativa hispanoamericana generada desde el llamado boom. Han sido muchos, y muy importantes y bien conocidos, los novelistas que han estado enfocando desde angulos diferenciados el pasado histórico, reciente o lejano. Como son muchos los que entablan relaciones inéditas con las figuras y los hechos de más significación en la história continental.

Asturias y Carpentier −para pensar en ejemplos notables−, son los adelantados del fenómeno de ampliación de niveles de realidad en una narrativa que se sustenta en personajes y acontecimientos históricos: introduce en ellos lo mítico, lo real maravilloso, la perspectiva internalizada, el onirismo. Como también son numerosos, según recién recalcábamos, los escritores que le siguen en el redescubrimiento del pasado americano, Carlos Fuentes enunció hace años – más de tres décadas− lo imprescindible que es asumir tal actitud, cuando en su discurso de aceptación del “Premio Rómulo Gallegos”, sostuvo:

la gigantesca tarea de la literatura latinoamericana contemporánea ha consistido en darle voz a los silencios de nuestra historia, en contestar con la verdad a las mentiras de nuestra historia, en apropiarnos con palabras nuevas de un antiguo pasado que nos pertenece e invitarlo a sentarse a la mesa de un presente que sin él sería la del ayuno (21).

Es desde tal perspectiva que TEM emprendió su revisión del peronismo y sus figuras más destacadas. Al reprobar la historia impuesta, cuestionó las versiones “oficiales” de la historiografía y propuso, desde la literatura, otras formas de aproximación y aprehensión de la realidad; en sus obras hizo uso del derecho de la ficción a sugerir versiones alternativas, distintas y/o complementarias, pretendidamente más válidas que las establecidas. Llenó con su voz la historia silenciada, recurrió a las ventajas de la ficción para proponer un discurso-otro y logró (así por lo menos lo estimamos nosotros) una nueva narratividad que cuestiona −indirectamente− e ilumina −decididamente−, hechos y personajes de la historia, por encima del conformismo de lo ya dicho con pretenciones de fórmulas incuestionables y absolutas.

Para situar con alguna precisión lo cumplido por TEM en este terreno podríamos hacer el intento de visualizar en cuáles de las tipologías que dan cuenta del género novela histórica, propuestas por Fernando Moreno, deberían incluirse obras como La novela de Perón y Santa Evita.

El estudioso chileno habla de ocho tipologías, las que establece a partir de los distintos tipos de relación que pueden considerarse entre el referente histórico y su concreción en el discurso textual:

1.- Adecuación entre el contenido del discurso textual y la Historia a que alude. Existen tres tipos:

1.1    las que recrean un pasado documentado: Lope de Aguirre, de Miguel Otero Silva (1979)

1.2    las que proponen un pasado documentado a través de una ficción: La campaña, de Carlos Fuentes (1990); Déjame que te cuente, de Juanita Gallardo (1997)

1.3    las que simplemente inventan el pasado: La renuncia del héroe Baltasar, de Edgardo Rodríguez Juliá (1976); La historia extraviada, de Francisco Rivas (1974)

2.- distancia temporal que se verifica entre la época del referente y el momento en que se procede a su textualización. Existen también tres tipos:

2.1. novela “arqueológica”, con gran distancia temporal: 1492. Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla, de Homero Aridjis (1985)

2.2. novela “catárquica”, la distancia temporal es mínima: Respiración artificial de Ricardo Piglia (1986)

2.3. novela “functional” o “sistemática”, que examina un fragmento referencial relacionado con una situación conflictiva o enigmática desde un punto de vista ético o político. Busca llenar un vacío, proponiendo las piezas que faltan para la comprensión de un conjunto mayor: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos (1974).

3.- modo de tratar la Historia y el mundo así construido. Existen nuevamente tres tipos:

3.1. recuperación del referente reconstruyendo una época, rescatando la Historia en “lo colectivo”: El siglo de las luces, de Alejo Carpentier (1962)

3.2. el discurso se instala en el personaje individuo (“biografía novelada”): El General en su laberinto, de Gabriel García Márquez (1989)

3.3. prima la revisión crítica del discurso histórico y el texto se convierte en un contradiscurso, en una metahistoria: Noticias del imperio, de Fernando del Paso (1987)

4.- experiencia de la lectura: es una tipología mixta basada en la materia referencial y en la orientación discursiva. Existen dos tipos:

4.1. textos que ficcionalizan la Historia con una función didáctica: se revisan documentadamente ciertos capítulos de la Historia para presentar ángulos inéditos de los mismos: La invasión de un mundo antiguo, de Rosa Miquel (1991); Maldita yo entre las mujeres, de Mercedes Valdivieso (1991)

4.2. se acentúa una orientación paródica: el texto aparece como el doble deformado y cuestionador de otro anterior, su marco y modelo, al que subvierte: Maluco, de Napoleón Baccino Ponce de León (1990)

5.- ficcionalizaciones en las que se menciona un referente mediante un discurso que se orienta hacia el propio mensaje, novelas con franca intencionalidad poética : Hijo de Mí (1992) y Mexquina Memoria (1997) de Antonio Gil.

6.- las de construcción alegórica, donde el referente histórico aparece de manera elusiva, oblicua: Casa de campo, de José Donoso (1978); Martes tristes, de Francisco Rivas (1985)

7.- novelas cuya orientación e intencionalidad son predominantemente metadiscursivas. Las posibilidades son tres:

7.1. textos que privilegian la capacidad expansiva del lenguaje propiamente tal. Revisan la Historia por medio de un discurso que pone en manifiesto la profusión y feraciadad de su nivel lingüístico: Tonatio Castilán o un tal Dios Sol, de Denzil Romero (1993)

7.2. novelas en que se nos propone una superficie textual en la cual una escritura lee, afirma, completa, responde y cuestiona otras: La revolución de un sueño eterno, de Andrés Rivera (1993)

7.3. aquellas en que destaca el análisis y la problematización del texto propiamente tal, de su proceso y de su composición: Vigilia del Almirante, de Augusto Roa Bastos (1992)

8.- novelas que junto con recurrir a la Historia como referente, orientan su discurso hacia la dimensión mítica. El mito aparece como un nivel indispensable que impregna la Historia : Mancha Puytu, el amor que quiso ocultar Dios, de Néstor Taboada (1981); Maldita lujuria, de Antonio Elio Brailovsky (1992).

Estas diversas tipologías propuestas por Fernando Moreno nos permiten apreciar tanto la multiplicidad y riqueza de la “nueva novela histórica latinoamericana” −en la que en cierto sentido se insertan La novela de Perón y Santa Evita−, como el carácter específico que éstas asumen. En efecto: más allá del fácil marbete clasificador, nos importaba encontrar, por un lado, una orientación de su presencia dentro de definidos tipos con que se ofrece el subgénero y, por otro, sugerir las posibles filiaciones y hermandades que ellas tienen con relación a obras del mismo género.

Queda también claro que todas estas novelas, cualquiera sea la categoría más o menos definida a que pertenezcan, ofrecen componentes comunes, esos a los cuales se refiere el mismo Moreno cuando sostiene que ellas:

Abordan y enfrentan el juego y los efectos del sistema discursivo y de la Historia oficial, arremeten contra sus fundamentos al instituir, en su seno y por medio de sus múltiples niveles, una puesta en tela de juicio de la voluntad y del criterio de verdad, restituyéndole al discurso su carácter de acontecimiento significante (153).

Ahora bien: ¿en qué tipología de las ordenadas, con inteligencia, por el crítico, pertenecen las novelas de TEM? La novela de Perón y Santa Evita comparten rasgos que permiten adscribir a ambas en las categorías: 1.2: proponen un pasado documentado a través de una ficción; 2.2: son novelas “catárticas”, pues la distancia temporal entre la época del referente y el instante de su textualización es mínima; 2.3: son novelas “funcionales”, que buscan llenar un vacío, proponiendo las piezas que faltaban para la comprensión de un mundo mayor; 3.2: el discurso se instala en el personaje-individuo y en cierto sentido importante constituyen “biografías noveladas”; 7.3: en ellas se destaca el análisis y la problematización del texto propiamente tal, de su proceso y su concepción; y 8: junto con recurrir a la Historia como referente, orientan su discurso hacia la dimensión mítica: acentuadamente en Santa Evita el mito aparece como un nivel indispensable que impregna la Historia.

De tal ordenamiento se desprende, claramente, que estas novelas de TEM sí aceptan, de modo significativo, la denominación de “históricas”. Más aún: que ellas lo son en un sentido muy rico y complejo, pues no se adscriben a una sola tipología precisa, sino que, al exceder los límites categoriales, comparten atributos, características y orientaciones que definen a tipos diferenciados de novelas históricas. Pero, al igual de lo que acontece en todos los tipos posibles de ser establecidos y precisamente por recoger elementos caracterizadores de cada uno de ellos en particular, se da cumplimiento al intento de tratar de descubrir, develar y restituir la voz de un silencio subyacente, espacio en el que se encuentra la articulación apropiada para dar expresión de los intersticios de la Historia.

Es cierto: categorizar en rubros restrictivos el complejo y variado mundo narrativo que las obras de TEM nos ofrece corre el peligro de devenir en una limitación de sus alcances. Mas, por otro lado, nos permite apreciar su pertenencia a un proyecto al que, formulado o no en términos programáticos, la novela hispanoamericana está buscando darle cumplimiento.

NOTAS
[1] Cfr. Mario Cancel, “Sobre la historia y la literatura: una visión de conjunto”, en A.Gatzambide (comp.), Historia y literatura, San Juan de Puerto Rico, Posdata, 1995: 39-60.
[2] Vid George Lukács, La novela histórica, México, Biblioteca Era, 1975 (1955).
[3] Cfr. Alexis Márquez Rodríguez, Historia y ficción en la novela venezolana, Caracas, Monte Ávila, 1991: 25.
[4] Peter Burke considera a Leopold Von Ranke como uno de los autores paradigmáticos de las visiones tradicionales de la historia. Vid su La revolución historiográfica francesa. La escuela de los Annales 1929-1984, Madrid, Gedisa, 1993 (1990).
[5] Jim Sharpe señala que el enfoque de la historia desde abajo “abre al entendimiento histórico la posibilidad de una síntesis más rica, de una fusión de la historia de la experiencia cotidiana del pueblo con los temas de los tipos de historia más tradicionales”. Vid su ensayo “Historia desde abajo”, en Peter Burke (comp.), Formas de hacer historia, Madrid, Alianza, 1993: 51.
[6] Vid Noé Jitrik, Historia e imaginación literaria. Las posibilidades de un género, Buenos Aires, Ed.Biblos, 1995.
[7] Cfr. Fernando Picó, “La constitución del narrador en los textos historiográficos puertorriqueños”, en Historia y literatura, op.cit: 80-81.
[8] Vid Hayden White, Metahistoria: la imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, México, FCE, 1992 (1973).
[9] Este es el título, precisamente, de un artículo suyo en Tropics of Discourse. Essays in Cultural Criticism, London, The John Hopkins University, 1992: 81-100.
[10] Cfr. Luz Marina Rivas, La novela intrahistórica. Tres miradas femeninas de la historia venezolana, Mérida, Edcs. El otro el mismo, 2004: 42.
[11] Seymur Menton, La nueva novela histórica de la América Latina 1979-1992, México FCE, 1993.
[12] Op. cit: 29.
[13] Vid. Néstor García Canclini, “Los estudios culturales: elaboración intelectual del intercambio América Latina- Estados Unidos” , en Papeles de Montevideo, nº 1, junio de 1997.
[14] Apartado “Conciencia de la historia: el criterio functional” de su op. cit: 49-53.
[15] Cfr. Hayden White El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica, Barcelona, Paidós, 1992 (1987), cit. por Luz Marina Rivas: 51.
[16] El propio TEM planteó este hecho y sus conclusiones lo llevaron a considerar lo discutible que resulta la adscripción de sus novelas al género “novela histórica”.
[17] Cfr. Fernando Moreno, “Las novelas de la Historia”, Lingüística y Literatura, número de homenaje al Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile Sede de Valpaíso, Leopoldo Sáez Edit.,Valparaíso, Editorial Puntángeles, 2000: 139-153. Es en este estudio que se basa esta parte del etudio que se está leyendo y, por eso, remito con fuerza a su lectura a los interesados en los problemas que aquí trato
[18] Artículo citado pág, 143.
[19] Vid. Hyden White, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, México, FCE, 1992. Cit: 14.
[20] Sobre este punto descisivo resultan de gran utilidad, además de las obras de Brathes y Paul Ricoeur las mencionadas por Fernado Moreno: Ferdinal Braudel, Ecrits sur l’historie, París, Flamarion, 1969; Paul Veyne, Comment on écrit l’histoire, París, Seuil, 1971 y Jorge Lozano, El discurso histórico, Madrid, Alianza, 1987.
[21] Carlos Fuentes, “Discurso”, en Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos 1972-1976, Caracas, Ediciones de la Presidencia de la República y del Consejo Nacional de Cultura, 1978. Cit: 14.
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