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REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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La “utopía de ver” en el pensamiento poético de Derek Walcott

por Julián Gutiérrez
Artículo publicado el 21/09/2021

Artículo publicado en revista Argus-a num 23
California, USA 01/02/2017

 

Derek-WalcottResumen
Este trabajo busca analizar la propuesta escritural de Derek Walcott en el contexto del problema de la colonialidad del saber y de las posibilidades de un pensamiento otro. Esto con el objetivo de delinear la presencia de una poética de la mirada, que se constituye como forma de promover una actitud crítica en la revisión del pasado y el presente antillano.

Palabras claves: Derek Walcott, poesía antillana, pensamiento descolonial, utopía

 

Introducción
La “realidad” –sea lo que fuere– se nos aparece inalcanzable, misteriosa, inaccesible: escapa a cualquier intento de aprehensión demostrable y certera. Sin embargo, a diario nos esforzamos por “ver las cosas como son”, por averiguar la verdad de la presencia y el “estar ahí” del mundo. A pesar de la incapacidad de nuestros ojos, como diría Paul Cézanne, poetas y pensadores buscan develar la verdad e ir más allá de los propios límites, en un acuciante ejercicio de indagación en lo real: nuestra utopía de ver.

La mirada, en tanto concentradora de la visión o catalizadora del oficio imaginativo, cumple un papel relevante en el cotidiano ejercicio de percibir las cosas. Todos los recuerdos, los paisajes o las simples escenas son asimilados por nuestra mente mediante el sentido de la vista. Al respecto, el poeta Carlos Bousoño decía:

Si debajo de una visión no hay objeto real, habrá, sin duda, algo real que la justifique, pues el hombre sólo está interesado en la realidad, y nunca en lo irreal puro, que le es, por absurdo, inexpresivo. Lo irreal sólo cuando sirve de medio para expresar indirectamente lo real se halla en condiciones de adquirir aptitudes poéticas (234).

Si bien es cierto que la visión como figura literaria y la visión como sentido son artefactos muy distintos, el ojo, en tanto elemento estructurante de la realidad, las unifica. La metáfora del ojo aparece, entonces, como punto de intersección entre el sentido de la vista y la visión bousoñiana. Sea el ojo, aquí en adelante, el símbolo de nuestra “inteligencia sentiente” y el acto de ver, la expresión de un comprender. Comprender que, como diría Xavier Zubiri, supone una aprehensión no solo de lo que se nos aparece “delante” de la vista, sino también de aquello que se presenta como “noticia” auditiva, “rastro” olfativo, “gusto” o “nuda realidad” táctil (55-65).

La poesía, ya sea desde el yo “desorbitado y romántico” o desde la voz de “simples hermanos de los seres y las cosas” (Teillier 24), muchas veces ha buscado mostrar el rostro verdadero de la realidad. Pablo Neruda, por ejemplo, ya en su manifiesto de 1935, “Sobre una poesía sin pureza”, destacaba la importancia de “observar profundamente los objetos en descanso” para percibir en ellos “la confusa impureza de los seres humanos […], las huellas del pie y los dedos, la constancia de una atmósfera humana inundando las cosas desde lo interno y lo externo” (150) y así ensayar una poesía impregnada de la realidad del hombre. De esta manera, el poeta aspiraba a llegar, a través de las huellas del mundo material, a la verdad del hombre concreto. Así también, Jorge Teillier, luego de iniciada la segunda mitad del siglo xx, proponía una poesía que, ante la norteamericanización del mundo chileno e hispanoamericano, procurara una mirada capaz de reconocer aquella “realidad secreta” como posibilidad necesaria de un sentido otro: “[U]na poesía que muestre el rostro verdadero de la realidad: he ahí la tarea” (27). Estos proyectos, considerando sobre todo nuestro actual contexto de la provisionalidad científica y del bombardeo mediático, entroncan con una serie de otras propuestas que, en el transcurso de nuestra tradición literaria, se plantean la palabra como una forma de exploración, conocimiento o desocultamiento de la realidad. Entre ellas, enmarcamos, por supuesto, la del poeta Derek Walcott, cuyos lineamientos intentaremos analizar en esta revisión.

Pero, antes de entrar en la poesía de Walcott, es importante establecer que esta búsqueda de “una mirada otra” debe ser entendida dentro del contexto de la herida de nuestra historia colonial. Porque el colonialismo, en tanto experiencia común y doliente de nuestra América, ha implicado, entre otros muchos efectos tristes y complejos para los pueblos del Caribe y de más al sur del continente, la concepción del eurocentrismo como forma hegemónica de conocimiento o representación. No debemos olvidar que, desde el comienzo del proceso invasivo, “indios” y “negros” fueron obligados a la imitación, a la simulación de lo ajeno y a la vergüenza de lo propio. No obstante, y tal como lo subraya Aníbal Quijano, muy pronto también aprendieron a “subvertir todo aquello que tenían que imitar, simular o venerar” (233). En este sentido, ha sido fundamental el camino marcado por la tradición de la “subversión-reorganización cultural” y la “revolución social”, cuya base se funda en la legítima demanda por el derecho a vivir y desarrollar una cultura propia, afirmación de una externalidad constantemente negada y posible de ser reconstituida. Más allá de las dificultades de este enmarañado tránsito, los pensamientos y epistemologías descoloniales han tenido (y tienen) una innegable relevancia dentro del movimiento liberacionista de nuestra América. Al respecto, Walter Mignolo señala:

Descolonizar el ser y el conocimiento es como caminar en la dirección de otro mundo, es creer en otro mundo posible (y no en modernidades alternativas). El mundo, como dicen los zapatistas, será un mundo en el que muchos otros mundos podrán coexistir […]. Un mundo en el que coexisten muchos otros no puede ser imaginado y predicado sobre la base de los buenos abstractos universales válidos para todos, en vez de eso, dicho mundo debe tener la base de la pluriversalidad como un proyecto universal. El pensamiento desde el borde y el giro des-colonial son una ruta hacia un futuro posible (19).

La ruta hacia un “futuro posible” ha estado marcada por la práctica de mecanismos como la crítica, la resignificación, la subversión y la reorganización. Es decir, se cuestionan y tensionan las diferentes representaciones y prácticas hegemónicas para darles un nuevo significado y sentido y transformarlas mediante la inclusión de lo propio y, así, finalmente, redistribuir las “relaciones” de lo diverso (Quijano). Esto, de una u otra forma, se vincula a lo que Mignolo llama pensamiento de frontera, en el cual la pluriversalidad –y no la universalidad– es el mayor reclamo que se hace desde el borde para la justificación de un giro descolonial: “La conciencia del Imperio siempre es territorial y monotópica, el pensamiento desde el borde es siempre plurotópico y engendrado por la violencia de las diferencias coloniales e imperiales” (9), dirá Mignolo. Y también con lo que Édouard Glissant ha denominado pensamiento del rastro, que –en oposición al pensamiento de sistema– se basa en la intuición, en la ambigüedad y en los fragmentos de memoria que sobreviven en medio de la existencia de las culturas compuestas, cuestionando la homogeneización producida por los discursos de corte historicista. Glissant “opone al inmovilismo y univocidad de lo Uno, la movilidad de lo diverso y la múltiple singularidad de lo Único, al Conocimiento y a la Globalización; la Opacidad y lo Fragmentario; pero también a la gloriosa Certeza del Poder, el entusiasta Descubrimiento del otro Otro” (Boyer 20).

Los conceptos de pensamiento de frontera, de Mignolo, y de pensamiento de rastro, de Glissant, constituyen referencias o puntos de contacto (más que de mira) con los que, en adelante, intentaremos explorar en la propuesta poética de Derek Walcott. Autor que, en el contexto del problema de la colonialidad del saber y las posibilidades de un conocimiento otro, parece plantearnos una poética de la mirada libre de preconceptos, de condicionamientos culturales y del peso de la colonización, como forma de promover una actitud crítica en la revisión del pasado y del presente.

Tres huellas de un pensar/amanecer
1. La doble conciencia
es para Mignolo la base de un pensamiento de frontera, puesto que, tal como fue conceptualizada por el sociólogo afroamericano W. E. B. Du Bois en 1904, alude a la idea de una episteme enraizada en la diferencia colonial, siempre plurotópica y engendrada por la experiencia de ser alguien clasificado por la mirada imperial. Este concepto constituye una metáfora fértil para la interpretación de las actividades intelectuales circunscritas dentro de los esfuerzos descolonizadores que, desde el llamado tercer mundo, buscan desarrollar una mirada alternativa y transformar realidades opresivas. En Walcott, por ejemplo, esta noción de doble conciencia pareciera relacionarse con el arranque mismo de su poética, cuyo impulso primordial tiene que ver precisamente con reconciliar una herencia dividida. El pacto que realiza con su natal Santa Lucía, su primer compromiso, se balancea en el sentido de una autodivisión y de un extrañamiento. “No soy más que un negro pelirrojo enamorado del mar, / recibí una sólida educación colonial, / de holandés, de negro y de inglés hay en mí, / de modo que o no soy nadie o soy una nación”, escribe Walcott en uno de sus poemas (1996: 15).

Tengamos presente que Walcott creció como un “niño divido”: fue metodista en un lugar abrumadoramente católico, un artista en desarrollo salido de las clases medias, posee ascendencia africana, inglesa y holandesa, llegó a la mayoría de edad en un mundo mayoritariamente negro y comenzó su trabajo con un compromiso dual hacia la tradición literaria inglesa y hacia el país intocado que buscaba recrear en su escritura. Dividido entre la mímesis y la originalidad, entre el Viejo Mundo y el Nuevo Mundo:

Yo, que estoy envenenado con la sangre de ambos,
¿hacia dónde debo volverme, dividido hasta las venas?
Yo que he maldecido al oficial borracho de la ley inglesa, ¿cómo elegir
entre esta África y la lengua inglesa que amo?
¿Traicionarlas a ambas, o rechazar lo que ofrecen?
¿Cómo presenciar esa carnicería y quedarme tranquilo?
¿Cómo volverle la espalda a África y vivir? (2008: 7).

Su escritura pareciera erigirse como respuesta estética a estas angustiosas interrogantes planteadas tempranamente en su célebre poema “A Far Cry From Africa” (traducido por Gustavo Martínez como “Un grito lejano del África”). En efecto, al revisar su obra es posible constatar el movimiento hacia una progresiva filiación con la línea de los poetas del Nuevo Mundo. De hecho, junto con escritores latinoamericanos, se ha declarado a favor del sincretismo de culturas y de una estética de Nuevo Mundo, estableciendo que su dolorosa tarea como artista antillano mestizo es fusionar los diversos fragmentos que constituyen la realidad caribeña. Esta reconstrucción de aquellos pedazos de una forma originaria destruida constituye, en su poesía, una actividad restauradora, motivada por el profundo amor por lo perdido y asediada por el dolor de la imposibilidad de la tarea. En su discurso de recepción del Nobel, Walcott dice:

Cuando se rompe el jarrón, el amor que vuelve a juntar los fragmentos es más fuerte que aquel otro que no valoraba conscientemente su simetría cuando estaba intacto. La cola que pega estos pedazos es la autenticación de su forma originaria. Un amor análogo es el que vuelve a reunir nuestros fragmentos asiáticos y africanos, la rota reliquia de la familia que, una vez restaurada, enseña blancas cicatrices. Esta reunión de partes rotas es la pena y el dolor de las Antillas, y si los pedazos son disparejos, si no encajan bien, guardan más dolor que su figura originaria: esos íconos y vasijas sagradas que nadie aprecia conscientemente en sus atávicos lugares (2005).

A lo largo de su obra, Walcott ha mantenido un compromiso evidente con un pueblo y un territorio: las Antillas y su Santa Lucía. Esos pedazos de tierra separados de un continente y esa pequeña y escarpada isla del Caribe. Y, por lo tanto, también el mar –o lo que él llama “el teatro del mar” o “esa bóveda gris”– es otra presencia ineludible en su poesía y tiene una incidencia directa en su sentirse isleño: un poeta del Nuevo Mundo flotante rodeado por el agua. Sin embargo, en el transcurso de este compromiso, su escritura denota además otra lucha: la que se debate entre la obsesión y la responsabilidad. Un conflicto entre el mundo interno y contemplativo del artista individual y el mundo externo de la comunidad: entre la poesía de sentimiento personal (su obsesión) y la escritura de deber público (su responsabilidad). Dialéctica de una estética que postula, por un lado, el compromiso fundamental del poeta con los recintos de su propia imaginación, de lo que amplía la realidad, y, por otro, la afirmación del poeta como un cronista, un vehículo o voz de lo que lo rodea.

No obstante, además de la reconstrucción, su proyecto se relaciona con la intención de incorporar la cultura caribeña al flujo occidental, mediante “la asimilación de los rasgos de cada ancestro” (2005), para así aprehender una insularidad con alcance universal. Walcott parte de una mímica asumida para llegar al desborde de una creatividad diferenciada y un lenguaje propio. De esta manera, podemos afirmar que su discurso se aleja de aquel de la negritud de Aimé Césaire o de la reivindicación llevada a cabo en las Antillas y en Estados Unidos, en las primeras décadas del siglo xx, y que está en abierta polémica con el de V. S. Naipaul. Para Walcott, el problema no es la supuesta defensa o superioridad del Caribe, sino el diálogo intercultural: legitimación del universo fragmentado de una memoria que alberga una diversidad cultural (Pizarro 25).

2. Imaginar lo no dicho es lo que el pensamiento del rastro de Glissant plantea para develar las exclusiones que están en la base de los llamados pensamientos de sistema, como la historia. Una historia que separa, clasifica, ordena, decide y domina lo real. Y cuyas prácticas le han permitido al hombre occidental construir y reconstruir su pasado en absolutos universales y en líneas seccionadas en trozos que encierran el secreto de la exclusión: una voz que narra desde el centro definido y hacia un objeto determinado. Allí las voces de los silenciados son excluidas en pos de una práctica que organiza el tiempo y lo hace comprensible a favor de las estructuras ideológicas dominantes, de un pensamiento de sistema y de sistemas de pensamiento que toman la realidad y la encasillan entre sus límites. Es aquí donde la mirada de Walcott se filtra de otra manera para revelar esa falsa universalidad de los pensamientos de sistema y atravesarlos con las herramientas propias del imaginario antillano.

Partamos por decir, en este punto, que Walcott se define a sí mismo como parte de una constelación de escritores de alcance universal –entre ellos, Saint-John Perse, Aimé Césaire y C. L. R. James– que han creado una literatura en lenguas imperiales y han descrito con frecuencia la posesión creativa como una “tarea adánica”: “Fuimos bendecidos/as con un mundo sin pintar, virgen / con la tarea adánica de darles a las cosas sus nombres” (Walcott ctd. en Pérez 105).

Desde un comienzo, Walcott se inspiró en un profundo sentido del privilegio y la oportunidad, intuyendo que hablaba no solo de su propia experiencia, sino también de lo que lo rodeaba, y que, de esta manera, nombraba un mundo hasta ese entonces indefinido. Así ha ido construyendo un estilo arenoso, transparente y salino: “[C]rujiente como la arena, claro como la luz solar / frío como la curva ola / como un vaso de agua de las islas” (Walcott ctd. en Hirsch).

La tarea adánica es de carácter curativo o reconstructivo, pues permite al poeta sobrepasar la historia y volverse, reverentemente, hacia su reino primordial. Lugar en el que Walcott, como todo antillano, pasa a ser un hombre despojado, al que, en su carencia, solo le queda acudir a esas elementales fuerzas de la mente para –desde la intuición, la ambigüedad y los fragmentos de memoria– asombrarse y nombrarse en la cotidianidad de un estar, que implica divagar en este ir al encuentro de las nuevas formas de decir: “La base de la experiencia antillana: ese naufragio de fragmentos, esos ecos, esos trozos de un inmenso vocabulario tribal, esas costumbres parcialmente recordadas, que no han declinado, sino que gozan más bien de gran robustez” (Walcott 2005).

En Walcott, la figura del náufrago parece derivar lentamente hacia la del exiliado, el viajero caprichoso, pero afortunado, que por medio de su divagar va celebrando la presencia real de los lugares en la palabra y construyendo su discurso de resistencia: “Acepto mi función / como un advenedizo colonial en el fin de un imperio”, afirma irónicamente en “North and South”, “[u]n solitario, vagabundo satélite que da vueltas” (Walcott ctd. en Hirsch).

En todos sus libros, el poeta ha escrito poemas situados en el Caribe, pero también en otros lugares, moviéndose entre culturas y estableciendo un diálogo entre el emblemático “norte” (los países metropolitanos) y el “sur” (el Caribe). En ese tránsito, a lo largo de su vida, ha ido también escribiendo poemas de una dolorida autoconciencia y del regreso al hogar, en los que se entreteje la memoria y lo ancestral. En el poema “La goleta El Vuelo” de su libro El reino del caimito, por ejemplo, se muestra la muerte no como una ruptura final, sino como parte de la vida, una presencia que incorpora el pasado y lo hace convivir con el presente. De allí que las voces de los antepasados pasen a formar parte de la existencia y nos hablen desde el más allá, desde las profundidades de nuestra memoria. En el poema, Shabine es una especie de fantasma que, a partir de la imaginación y la memoria, deja entrever aquella realidad silenciada por la historia:

Aquella noche, de chispas celestes heladas por el fuego,
corrí como un caribe por toda Dominica,
mis fosas nasales ahogadas por el recuerdo del humo;
oí los gritos de mis niños que se quemaban,
devoré el seso de las setas, los hongos
de los parasoles del diablo bajo blancas y leprosas rocas;
desayuné con humus en los lluviosos bosques,
en hojas tan grandes como mapas, y cuando oí el ruido
del avance de los soldados por entre el denso follaje,
pese a que mi corazón se reventaba, me levanté y corrí
por entre hojas de balisier más afiladas que lanzas;
con la sangre de mi raza corrí
con la rapidez sigilosa de un pájaro pintado (1996: 43).

Pero en este viaje también el poeta irrumpe constantemente en cólera y rabia contra las injusticias y el racismo: contra los que lo han etiquetado como no suficientemente blanco o negro; contra los que siguen viendo a los caribeños como un pueblo ilegítimo y sin raíces; contra el legado del esclavismo y colonialismo; contra la herida incurable de la pobreza; contra aquellos que han estado dispuestos a prostituir la cultura antillana –“ministros, comerciantes, […] / esparciré sus vidas como puñados de arena” (1996: 45)–. En el siguiente poema, por ejemplo, Shabine, desde la visión que su sensibilidad poética le otorga, ve con desprecio el desacierto del tránsito de la historia en sus islas y sus ofertas de progreso:

El jet que rugía sobre El Vuelo
abría una cortina que daba al pasado.
“¡La Dominica enfrente!”.
“Allí todavía hay caribes”.
“Un día sólo habrá aviones, no más barcos”.
“Vince, Dios no hizo a los negros para volar por el aire”.
“Progreso, Shabine, de eso se trata.
El progreso que deja atrás a todas nuestras islitas”.
Yo estaba al timón y Vince, sentado junto a mí,
jugaba con el arpón. El día fresco y vivificante. El mar picado.
“Habría que preguntar a los caribes acerca del progreso.
Los mataron por millones, algunos en la guerra,
otros en el trabajo forzado de las minas
buscando plata; y después, los negros; más
progreso. Hasta que no vea signos definitivos
de que la humanidad cambia, Vince, no quiero oír más.
El progreso es el chiste vulgar de la historia.
Pregúntale a esa verde y entristecida isla que se acerca” (1996: 41).

Aquí el progreso parece ser el pretexto o la máscara de una modernidad violenta que busca expandir su condición a como dé lugar. Pero es Shabine quien da testimonio de su mentira, la desenmascara diciendo lo no dicho, lo ocultado a favor del progreso: ese “chiste vulgar de la historia”. Con esto, va dejando en claro su posición sobre la historia, noción que Walcott también expresa en uno de sus ensayos: “La obsesión por el progreso no figura en la psique de los recientes esclavos. Ese es el amargo secreto de la manzana. La visión del progreso es la locura racional de la historia considerada como tiempo secuencial, la visión de un futuro dominado” (2000: 59).

Y es en medio de esta furia, de esta amarga alienación, que la voz del poeta se vuelve con frecuencia hacia los esplendores de un mundo virginal y sin pintura, que parece brillar más allá de los reclamos de la historia o la política, teniendo siempre presente su compromiso: el amor a su tierra original: “He cumplido mi propia / promesa, dejarte lo único que poseo, / a ti, la primera que amé: mi poesía” (1996: 37).

Walcott es un poeta de afirmaciones, un escritor que cree que la tarea del arte es trascender la historia para nombrar al mundo, pues “para cada poeta el mundo es siempre un amanecer, y la historia una noche insomne y olvidada; la historia y el mundo primigenio son siempre nuestro temprano comienzo, porque el destino de la poesía es enamorarse del mundo a pesar de la historia” (2005). Al principio y al final, la empresa del poeta es redentora, una llamada jubilosa. La obra entera de Walcott, afirma Edward Hirsch, es un gran testamento a los poderes visionarios del lenguaje y a las refrescantes maravillas de un mundo que está recomenzando incesantemente a pesar de la historia, un mundo siempre nuevo (auroral) y excitante que se abre a los ojos para una nueva y más profunda comprensión.

3. Una visión más clara parece ser, en definitiva, el efecto más evidente de la lucha de Walcott por nombrar un mundo percibido como amanecer. Hecho que ha redundado, a su vez, en una de las características tal vez más importantes de su poesía: la luminosidad. Es decir, la recreación de una realidad bañada por la luz: una naturaleza incesantemente clara o siempre iluminada, una maravilla visual que caracteriza al Caribe mismo; esa realidad de luz y de gente bañada por la luz, como el propio poeta afirma.

Walcott, al descubrirse “testigo de los albores de una cultura en proceso de definirse, rama tras rama, hoja tras hoja, en ese amanecer que también está definiéndose” (2005), descubre además su deber de poeta: “[E]scribir de la abundante luz de cosas familiares / que están al borde de traducirse a noticias” (2001: 41). Responsabilidad que busca llevar a cabo desde la más profunda contemplación de la realidad.

En este sentido, esencial es entender las palabras de Cézanne, mencionado al comienzo de este recorrido, y quien a menudo pintaba la misma escena una y otra vez. Un día, de pie a orillas de un río, le contó a su hijo que los motivos que veía se multiplicaban de tal modo “que creo que podría estar ocupado durante meses sin cambiar de lugar” (ctd. en Zajonc 331). Lo que Cézanne buscaba lograr o ver, reelaborando infatigablemente el mismo paisaje, se lo escribió a modo de consejo a Émile Bernard: “Llega al corazón de lo que tienes delante… Para realizar progresos, sólo existe la naturaleza, y el ojo se forma a través del contacto con ella. Se vuelve concéntrico mediante la observación y el trabajo” (ctd. en Zajonc 332).

Este pareciera ser también el proyecto central de Walcott. Él busca, desde la concentración y el éxtasis, captar la significación o el sentido del mundo, es decir, esa realidad oculta o secreta de lo cotidiano que se devela desde el amor, que es “inmovilidad y estancamiento” (2005). Y ha sido esta capacidad de amar en la quietud la que le ha permitido llegar al corazón mismo de las cosas familiares. Pues, se trata de una quietud activa, capaz de oponerse a la prolongación de lo existente y, desde la detención –que es interrupción–, encontrarse con la excepcionalidad de las cosas y con la propia soberanía (la de quien mira y ama desde la quietud).

La mirada de Derek Walcott deshace todas las imágenes tópicas de los turistas que reducen las Antillas a playas, bronceados y trovadores locales con sombreros de palma y camisas floreadas (un idilio irreal) y abre un nuevo camino de comprensión de la realidad caribeña. Porque, para Walcott, las Antillas es un lugar real, y es ahí donde la gran poesía, la gran conciencia creadora, se hinca y emerge: en esa realidad. Una realidad que es sobreabundancia y que, por consiguiente, con naturalidad nos sitúa en una región que, según Álvaro Pombo, es “religiosa: una zona de la conciencia del mundo, exaltado y expresado con devoción y con asombro, en un eterno ahora, al borde de la trascendencia” y donde nada pueden hacer los modelos del sistema que, con sus constructos y separaciones, se caen o desvanecen.

Su asombro reverencial por las cosas corrientes le ha permitido –tal como a Cézanne, Blake, Goethe, Rilke, Teillier y muchos otros– ver en las cosas visibles la miel de lo invisible. Y, en virtud de esto, Walcott nos ha podido decir que “la privación encierra insólitas virtudes, y una de las cuales es, sin duda, la de salvarse de la actual oleada de mediocridad, pues los libros no tanto crean como se rehacen” (2005).

Para él, paisaje y persona amanecen siempre para fundirse en el iluminado día de las Antillas y, por lo tanto, la historia también se va quedando difuminada en la maravillosa geografía y en la vegetación misma: el mar gime con los esclavos ahogados y la matanza de los aborígenes. Y ni siquiera los golpes de las olas pueden borrar esa memoria: “Pero este Caribe estaba tan atestado de muertos, / que cuando me desleía en el agua esmeralda, / cuyo techo se rizaba como una tienda de seda, / vi los corales: meandrinas, gusanos de fuego, gorgonias, / dedos de muertos, y después los muertos. / Vi que la arena polvorienta eran sus huesos, / arena blanca desde Senegal a San Salvador” (Walcott 1996: 23).

Sin embargo, detrás de este grito blanco y silencioso de los versos de Walcott y tras la herida dejada por la colonización, parece levantarse la estela de un espíritu o fuerza antillana cargada de reconciliación. En el poema que cierra su libro El reino del caimito, nos deja evidencias de su renuncia a todo pensamiento sistémico ligado con la violencia y el poder, al optar por la conciliación y la convivencia pacífica, por una relación amorosa con el mundo:

Ella le acarició el cabello
hasta volverlo blanco, pero se negaba a entender
que él no quería más poder que la paz,
que quería una revolución sin sangre,
que quería una historia sin memoria alguna,
calles sin estatuas,
y una geografía sin mito. No quería otro ejército
que los regimientos de bananos, las gruesas lanzas de
los cañaverales,
y gimió: “Sólo tengo fuerzas para amar” (135).

A modo de conclusión
Es posible sugerir que el pensamiento poético de Derek Walcott plantea la reconstrucción y universalización de la realidad caribeña, mediante una poesía nacida de la celebración y el compromiso, en la cual la luminosidad adquiere el tono de una apertura amorosa hacia una presencia verdadera. En este sentido, en su obra la mirada, entendida como labor comprensiva, constituye una dimensión primordial. Su lucha por nombrar un mundo percibido como un amanecer constante lo ha llevado a desarrollar una especie de “visión más clara”, a partir del ejercicio de una profunda contemplación de la realidad.

Walcott aspira a hacer visible su nativa cultura antillana con toda su dolorosa y, a la vez, maravillosa realidad. Se propone restaurar esa memoria hecha añicos, con sus diversos fragmentos esparcidos. Todo su trabajo es reconstructivo y sanador, cura también su propia alma lacerada y alienada. Además, busca incorporar lo antillano a lo universal en un proceso de reconciliación constante con aquellas lejanías que resuenan desde el corazón y la memoria misma. Por ello, en su proceso de creación, va a descubrir la necesidad de aclarar los sentidos para, desde lo más profundo de sí, volcarse al encuentro con ese mundo y capturar su abundancia.

En la utopía walcottiana, el lenguaje juega un papel esencial para la creación de este hombre y realidad nuevos. Esto porque el poeta, al reconocer con ojos claros su dolorosa realidad y buscar recrearla a través de la poesía, tuvo que comenzar por reconstituir, a partir de los trozos de vocabulario tribal, una nueva lengua: esa propia herramienta que lo llevará a aprender a nombrar su entorno, reinventar el mundo y expresar su realidad, esa realidad inédita, no nombrada. En las Antillas (donde la diversidad coexiste y busca fusionarse), las lenguas originales se disuelven en el contacto con el mar (por donde llega el inglés, el francés y el español) y surge la necesidad de reconstruir una nueva lengua. En este sentido, Walcott afirma con radicalidad: “Sólo soy la octava parte del escritor que podría haber sido, si hubiera sabido contener dentro de mí todos los fragmentados lenguajes de Trinidad” (2005).

La visión más clara, más auténtica, que busca erigir el poeta, se debe a la necesidad de hacer frente a todas aquellas visiones estereotipadas que se han ido construyendo sobre el Caribe. Walcott en su poesía rechaza todas esas visiones equivocadas y propone comenzar a ver con nuevos ojos, con una genuina mirada, el mundo antillano. Y, así, se propone componer una identidad caribeña devastada por los europeos, quienes, en el pasado, no solo aniquilaron a grupos étnicos completos, como los caribes o los taínos, sino que agotaron las tierras, secaron los ríos, marcaron los cuerpos de los esclavos; y, en el presente, buscan hacer del Caribe un centro vacacional sin identidad alguna, donde se extinga la magia y la diversidad de creencias. De esta manera, la demanda es trascender el discurso lineal y seccionado de la historia y proponer una nueva mirada, un pensamiento alternativo, auroral –como diría Arturo Andrés Roig–, que entra en contacto con las nociones de pensamiento de frontera de Mignolo y de pensamiento de rastro de Glissant. En definitiva, nos propone un ejercicio esperanzador de cambio, que sea capaz de hacer frente a esos sistemas de pensamientos vespertinos, totalizantes, cerrados y hostiles, que han imperado y dificultado (hasta hoy) el desarrollo de la diferencia, de lo otro. De lo maravillosamente nuestro.

Julián Gutiérrez

Bibliografía
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Zubiri, Xavier. El hombre y la verdad. Madrid: Alianza Editorial y Fundación Xavier Zubiri, 1999.
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